Los apóstoles cubanos:
En Cuba, pasó algo similar: después de iniciar la guerra independentista, Carlos Manuel de Céspedes muere, destituido por sus antiguos seguidores, desterrado en una oscura finca sepultada en la manigua, medio ciego, con la ropa remendada, y aguardando en vano un salvoconducto de sus ríspidos compañeros de armas, para irse a vivir a Estados Unidos, donde lo esperaban su mujer e hijo. Este permiso se demoró lo suficiente para que los españoles lo encontraran y cazaran como un bandido o una fiera. Dicen que sus mismos amigos lo delataron con los españoles. Su disputa con Ignacio Agramonte y su enfrentamiento en la Asamblea Constituyente de Guáimaro lo acercan al providencialismo hispanoamericano.
20 años después, al intrépido y exaltado José Martí, vestido de oscuro y tupido paño inglés abrasador en pleno mediodía –aunque un poco nublado ese día en la llanura de Dos Ríos- en una escaramuza insignificante, lo derribó de su refulgente blanco caballo una descarga cerrada de la fusilería española, pero aseguran que quien lo remató a machetazos ya en tierra fue un cubano, que después alardeó de ello por cantinas y tugurios de mala muerte, donde gastó las pocas monedas con las que lo premiaron.
Admirador irrestricto de Bolívar, con quien en el fondo se identificaba, esto no estorba para que en su compleja y en ocasiones contradictoria personalidad y e intrincado pensamiento de Martí, se inclinara hacia el legalismo, lo cual lo enfrentó al Bolívar cubano, Antonio Maceo, con la vacilante neutralidad fluctuante de un estólido Máximo Gómez -aguerrido y resolutivo militar, pero renuente político sin demasiadas luces, a fin de cuentas- reproduciendo insularmente una situación que ya se había expresado en el territorio continental.
Esos enfrentamientos fueron comunes en todo el proceso independentista latinoamericano. Al plantearse la posibilidad y aún la necesidad de contar con una vida política independiente de sus respectivas metrópolis -ya fueran estas España, Inglaterra, Portugal o Francia- los países que hoy forman la América Latina, se debatieron entre varias posibilidades: desde las autonomías que mantuvieran la integridad imperial (lo mismo ocurrió en Estados Unidos, cuando lo intentaron en primera instancia, siendo aún las 13 colonias) hasta las monarquías, ya fueran de origen europeo o autóctono. A la conclusión republicana se llegó finalmente “por tanteo y error”, por el descarte de otras posibilidades que no cuajaron o demostraron su inoperancia. Iturbide entendió que sólo era posible mantener la unidad de la Nueva España independizada si había un poder único y, a imitación de Napoleón, decidió ser emperador. Por otra vía, pero con semejante resultado, el Brasil portugués llevó la corona a un miembro de la casa real de Braganza, el Emperador-Pianista Pedro I.
En México el imperio duró lo que el paradigmático merengue en la puerta del colegio. Pero en Brasil tomó más tiempo y aún se recuerda con nostálgica satisfacción. En México, la figura de Iturbide es tan execrada, que no figura en el Panteón de los Libertadores: se le tacha de traidor y ambicioso, para privilegiar y reservar toda la gloria a los “perdedores”; a él, que fue quien realmente venció y logró el triunfo, se la he proscrito de la gloria nacional, y por tanto sus restos no están en el Monumento de la Independencia, sino en la Catedral Metropolitana. Allí, en la misma capilla, cumpliendo su deseo, está el corazón de unos de los presidentes republicanos que lo admiraron, Anastasio Bustamante.
Está visto que es muy mal asunto iniciar una independencia, pero no tanto por sus enemigos, sino hasta por los propios amigos. Otro punto en común que tienen los pioneros independentistas latinoamericanos, es que más allá de las nociones de patria y honor, padecieron graves problemas económicos y personales: el cura Hidalgo se sintió especialmente poseído por el odio al español cuando su hermano mayor primero se arruinó y luego enloqueció: eso despertó ese “demonio que se le metió” (como confiesa en su proceso inquisitorial), y que según él lo incitó a cometer masacres como la de la Alhóndiga de Granaditas, donde acuchilló hasta a su compadre, con quien jugaba tresillo pacíficamente unos días antes; el otro cura, Morelos, se metió al sacerdocio por un fracaso de amores, pues una muchacha prefirió otro pretendiente y lo abandonó. Una de sus primeras acciones revolucionarias fue buscar al matrimonio, matar a machetazos al esposo, y llevarse a la mujer consigo. Carlos Manuel de Céspedes ya tenía su ingenio “La Demajagua” perdido por las deudas y el desastroso manejo económico, cuando decidió irse a la manigua y quemar los ingenios y haciendas de sus vecinos prósperos que no lo apoyaran. El propio José Martí, se lamentaba en una carta que su padre, honrado servidor público español, hubiera perdido su empleo quizá por su culpa, y estuviera ocupado como modesto sastre del ejército mexicano. Bolívar también fue rechazado por sus aristocráticos colegas “mantuanos”, que lo consideraban un parvenú. Y si buscamos con paciencia en cada uno de estos héroes epónimos, podremos quizá encontrar alguna causa de resentimiento personal y una serie de frustraciones motivadoras.
Al arribar a la conclusión de que América debía ser una república, los triunfadores se enfrentaron a una disyuntiva en cuanto a la esencia y el carácter mismo de ella. Primero: ¿una república aristocrática o meritocrática? Y luego: ¿una república parlamentaria o presidencialista?
Pero es muy significativo que, desde sus mismos inicios, detrás de cada proyecto de poder político dictatorial o autoritario en América está, aunque sea subliminalmente, el “mensaje bolivariano”.
No por la infame traición cuando entregó a Francisco de Miranda a sus captores, ni por la horrenda matanza, más bien Genocidio de Pasto, que perpetró, y ni siquiera por las frases despectivas de Carlos Marx cuando escribió sobre él, sino por la esencia misma de su pensamiento y acción política, Bolívar es un personaje con muchas, espesas y tenebrosas sombras en la historia latinoamericana. A partir de una concepción providencialista de la historia, Bolívar se sintió “El Elegido”, y, por tanto, “El Único” para llevar adelante la empresa: los otros eran mediocres, enanos mentales o ambiciosos, y a ninguno le reconoció méritos ni valores, y aún a su incondicional Sucre, el verdadero genio militar de las guerras, le apartó un sitio inferior en su trono, y eso sólo cuando sintió que ya era inevitable su desplazamiento del poder. Es cierto que Bolívar planteó la necesidad de la unidad latinoamericana, una sola gran nación desde el Istmo (así lo dijo en el Congreso de Angostura y luego en el de Panamá) hasta la Tierra del Fuego, pero gobernado por una figura que para ser rey sólo le faltaba la corona: un Protector Perpetuo y Absoluto que podría designar a su sucesor y quien, by the way, sería él mismo.
San Martín, no sólo más sensato sino mucho más humilde, cuando contempló personalmente en Guayaquil (durante la famosa entrevista secreta que decidió el destino de todo un continente), la hipertrófica condición del ego de Bolívar, volvió grupas en silencio y generosamente le cedió la gloria total y absoluta para darle el puntillazo final al imperio español, pues Bolívar se negó a compartirla y, todavía más grave, a unir las fuerzas de ambos para lograrlo, lo cual significaría casi una traición a la causa independentista: sólo sería Él, o no sería nadie. “El pueblo me adorará y yo seré el arca de su alianza”, le confiaba Bolívar a Santander, en carta del 21 de febrero de 1826.
Esa Unidad Latinoamericana impuesta contra la misma naturaleza, ha sido después el sueño húmedo de todos los dictadores continentales, desde Páez a Chávez, pasando por Perón y Castro.
Pero, no sólo más sensato y realista, sino más conocedor y comprensivo de la esencia de los países, San Martín prefirió pensar en un conglomerado de pueblos, una suerte de “mancomunidad” de naciones con un coordinador como emperador civil, pero con cámaras legislativas y judiciales representativas de cada región, lo que a la larga, precisamente por sensato y realista, fue el modelo que prevaleció: una Organización de Estados Americanos, es decir, la OEA, tan postergada hoy por dictadores como Castro y Chávez, pues ven detrás de ella el fantasma de San Martín, opacando las luces de su ídolo y modelo, el autoritario Bolívar. Quizá la OEA no sea lo mejor de nuestras posibilidades, pero dista mucho de ser lo peor que representan las otras opciones en el tablero político continental.
Así, pues, los revolucionarios latinoamericanos no suelen tener un buen fin, a menos que el guía tenga la suficiente visión y falta de escrúpulos para adelantarse a sus colaboradores y competidores, como fue el caso de Fidel Castro, quien siempre estuvo tres pasos por delante no sólo de sus enemigos sino de sus amigos y cómplices. Nunca le tembló la mano para cortársela al más pinto, que se le parara enfrente… o detrás. O incluso que imaginara pudiera hacerlo. Con aquella frialdad de máquina de matar que su “amigo” Guevara recomendaba debía poseer “un buen revolucionario”: sin dudas, en este sentido, Fidel fue el mejor de todos.
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