Juan Antonio García Borrero tomado de su blog Cine cubano, La pupila insomne.
La Virgen de la Caridad, por Ramón Peón
Por Juan Antonio García Borrero
Hace hoy exactamente 81 años (8 de septiembre de 1930) fue estrenado en el cine Rialto de La Habana el largometraje de Ramón Peón La Virgen de la Caridad, versión de la novela homónima de Enrique Agüero Hidalgo. Como expresan los investigadores Arturo Agramonte y Luciano Castillo en la apasionante biografía que le dedicaran al cineasta, ésta terminó siendo “la película que cerró el período silente en Cuba, la más importante generada en la Isla por el cine comercial prerrevolucionario y la mejor obra en la prolífica filmografía de Ramón Peón”. (1)
Yo demoré bastante en ver ese filme, a pesar de que, por haber nacido el 8 de septiembre de 1964, debía ser uno de los que apelara desde temprano a la advocación que prodiga la deidad del título. No importa que mi velado agnosticismo (rogaría no confundir con el dogmático ateísmo) a veces provoque suspicacia entre los más creyentes. En realidad llegué tarde al filme porque durante un buen tiempo Ramón Peón fue ignorado, y esta cinta apenas fue considerada por quienes escribían la Historia del cine cubano. Y no hablo aquí de la Historia firmada después de 1959, que por ser dominante la ideología marxista, durante un buen tiempo descalificó como “idealismo” todo lo que oliese a religión.
En realidad el olvido de La virgen de la Caridad comenzó a fraguarse desde mucho antes. Creo que nadie mejor que Néstor Almendros podría ilustrarnos sobre ello. Según nos recuerda en su libro “Cinemanía”, en 1960 el célebre historiador del cine George Sadoul fue invitado a Cuba por el ICAIC. El francés quiso ver algunos filmes “pre-revolucionarios” con el fin de establecer los antecedentes exactos del proceso que comenzaba a vivirse en el Instituto, y se organizaron varias exhibiciones, incluyendo la de Peón. Uno de los asistentes a aquella proyección de La Virgen de La Caridad fue Néstor Almendros, quien luego de describir los numerosos prejuicios que tenía entonces en cuanto al cine cubano pre-59, anota sus impresiones sobre lo sucedido ese día:
“Sonaba a kitsch piadoso, a ingenua hagiografía de tema bíblico como las que se exhibían en Pascua en los colegios religiosos y las parroquias.
La oscuridad se hizo en la sala de proyección. Sadoul sacó su cuaderno de notas y afiló el lápiz. Y empezó la vieja película, que no se había visto en décadas.
Primera sorpresa: no era una película religiosa. El título estaba puesto a propósito para despistar, ya que escondía la solución de la intriga final. La Virgen de La Caridad era, más bien, un melodrama campesino con algo de mensaje social. Otras sorpresas; excelente fotografía, interesantes decorados y localizaciones, montaje profesional, argumento con suspense. La interpretación “estilizada” no era peor que en la mayoría de las películas mudas americanas y europeas. La última secuencia era brillante, con sus acciones paralelas a ritmo in crescendo, movimientos de cámara bien ejecutados y primeros planos a lo Griffith soberbiamente montados.
Estábamos atónitos y un poco avergonzados por nuestra arrogancia antes de comenzar la proyección. Al aparecer la palaba “fin”, hubo una sostenida salva de aplausos. Sadoul estaba absolutamente feliz con la perla que acababa de descubrir.
Aquella tarde tuvimos todos la revelación de que Cuba tenía en Ramón Peón, el director de La Virgen de La Caridad, un artista visual, un narrador de excepcional talento. (2)
Hace poco vi la película otra vez con el temor de que las afirmaciones de Almendros pecaran de exageración. Los que la han visto saben que la trama más ingenua no puede ser: un joven campesino nombrado Yeyo vive con su abuela en la finca La Bijirita. Yeyo está enamorado de Trina, la hija del cacique del pueblo, quien no ve con buenos ojos la relación. Guillermo Fernández, hijo de un poderoso terrateniente del lugar, reaparece tras largos años de ausencia, y no sólo intentará casarse con Trina, sino también apoderarse mediante métodos fraudulentos de la finca La Bijirita. Todo parece que favorecerá al villano, pero una “milagrosa” intervención deLa Virgen de la Caridad (a través de una imagen que conservaba la abuela entre sus pertenencias) impide que el Mal se consagre.
Creo entender ahora un poco mejor el entusiasmo de Sadoul y Almendros. Ellos miraron el filme con la euforia desangelada del arqueólogo que encuentra trazas inesperadas de una cultura ya arcaica o desaparecida. Le reconocieron el valor técnico, el mérito de su elaboración pionera, pero pasaron por alto lo que pudo significar (o aún puede seguir significando) para el público cubano, una cinta que invoque a La Virgen de la Caridad.
Esto resulta interesante porque, como apuntara Almendros, no se trata de un filme religioso. O al menos su historia no está planteada desde la perspectiva hagiográfica. Lo cual nos permitiría examinar a la cinta como parte de algo más complejo, es decir, como parte del esfuerzo que a diario hacemos por encontrar el sosiego personal mientras nos dure la efímera existencia. ¿Quién no se ha sentido alguna vez en esta vida víctima de ese caos que nos rodea?, ¿quién no ha sentido que vive vapuleado por el absurdo y la arbitrariedad?, ¿quién (aún sin creer en Dios) no ha rogado para que tanta villanía y tormentos cesen?
No sé hasta qué punto Almendros y Sadoul estaban enterados del impacto sicológico que ha tenido en el imaginario de todos los cubanos la proclamación de La Virgen de la Caridad del Cobre como Patrona de Cuba. Y en verdad la película tampoco quiere extenderse en ello, no obstante su título. Más bien da por sentado que ese manto bienhechor ha estado y estará siempre allí, protegiendo a los cubanos de buena voluntad en cualquiera de las circunstancias en que se encuentren. A los que creen y a los que no creen. A los que viven dentro de la isla o fuera de ella.
Tampoco importa a la Virgen las ideas que sobre el mundo podamos tener, y mucho menos esas disputas feroces que en nombre de tales ideas (por valiosas que sean o parezcan) podamos orquestar, pues lo expresado por Pascal en su momento sigue resultando bien aleccionador: “Todo este mundo visible es sólo un punto imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se le aproxima. Podemos incluso agrandar nuestras concepciones más allá de los espacios imaginables: en comparación con la realidad de las cosas, no concebimos más que átomos”.
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