Alejandro
González Acosta
Instituto
de Investigaciones Bibliográficas, UNAM.
Antecedentes:
Es un
lugar común aludir a las relaciones históricas, artísticas y culturales entre
México y Cuba desde muy antigua fecha. Pero no por ser referencia obligada y
repetida deja de ser real y su estudio aún puede revelar nuevos datos o reavivar
algunos un poco olvidados.
A las figuras emblemáticas de José María
Heredia (1803-1839) y José Martí (1853-1895), debe agregarse una rica relación
que ha abonado las ciencias, las artes, el periodismo y hasta el deporte en
México. Heredia vive en México, como ciudadano mexicano –de hecho, es en México
donde pasa la mayor parte de su vida, aún más tiempo que en su Cuba natal- y aquí
muere después de haber realizado una amplia y diversa actividad tanto en la
tribuna, como en la administración pública, la enseñanza, el periodismo y la
literatura en general. Las primeras revistas literarias del México
independiente reciben de él aliento y sustento: El Iris, La Minerva y Miscelánea. Martí, que arriba a México
por primera vez en 1875 a los cortos 22 años de edad, escribe apenas llegado
sus crónicas en mayo de ese año, a propósito de las fiestas patrióticas de la
victoria sobre el invasor francés y la inauguración del panteón de Tlalpan.
Regresa dos años después para casar con la camagüeyana Carmen Zayas Bazán en el
Sagrario de la Catedral Metropolitana (donde mismo había casado Heredia con la
mexicana Jacoba Yáñez) y viaja hasta Acapulco para disfrutar su luna de miel.
Guillermo Prieto, que conoció a ambos, decía del primero que “tenía dientes
largos, hablaba con acento como andaluz y molestaba con una risa estruendosa” y
del segundo, a propósito de su desempeño en la Revista Universal, que “lo hacía todo, desde artículos hasta
reportajes y aún los obituarios y los anuncios, si lo hubieran dejado”.
Intensidad y actividad, tal parecen ser las dos claves de la interpretación
mexicana de “lo cubano”, a partir de este extraordinario protagonista y testigo
del siglo XIX nacional.
No debe ni puede olvidarse que el moderno
vínculo cubano-mexicano se inicia con el viaje de Hernán Cortés desde San
Cristóbal de La Habana –entonces en el sur de la isla- en 1519. Recientes hallazgos
arqueológicos apuntan la idea de que las pictografías en la llamada Cueva de
Punta del Este en la Isla de Pinos, la parte más próxima a México del
archipiélago cubano, podrían ser de origen maya, pero no hay una certeza absoluta
aún al respecto. En tiempos prehistóricos la península de Yucatán se encontraba
unida a la mayor de las Antillas -quizá debió seguir así…- la cual se
desprendió en uno de los formidables cataclismos que dieron perfil a nuestro
planeta actual.
Respecto a estas relaciones, un sabio
mexicano como Alberto María Carreño ha señalado:
Al correr de los tiempos, hijos de Cuba llegan a México para hacer de éste
su asiento y establecer en él su hogar y su familia, para hacerlo partícipe de
sus luces y de su cultura, de sus ideales y de sus penas, y aun para
gobernarlo. En cambio, hijos de México llegan a Cuba y en ella se encuentran
como en su propia casa, como en su propio hogar, como en su patria.[1]
El primer habanero graduado de medicina en la
Universidad mexicana fue Diego Vázquez de Hinostroza, hacia 1651, quien también
sería reputado astrónomo; a él se unirían más tarde Marcos Antonio Riaño de
Gamboa, que además de la medicina ejerció en México como catedrático de
matemáticas y astrólogo, alrededor de 1714. Estudiantes cubanos en la
universidad mexicana durante el siglo XVII también lo fueron Diego de
Sotolongo, Manuel Díaz Pimienta y Cristóbal Calvo de la Puerta (miembro del
mayorazgo más antiguo de la isla). José Escobar y Morales, graduado de leyes y
medicina en México, ejerció por más de 20 años como profesor de matemáticas en
la Universidad de México hasta su muerte en 1737.
En la iglesia destacó Santiago José de
Hechavarría y Elguezua Villalobos, quien llegó a ocupar el solio episcopal
angelopolitano. Brillantes trayectorias eclesiásticas también tuvieron en
México José Manuel Rodríguez, autor de un encomiable “Panegírico de la Virgen
de Guadalupe”, Juan Manuel Irizarri y Peralta, vicario capitular de la
Arquidiócesis de México, Antonio Pimentel y Calvo, visitador del obispado de
Michoacán y el notabilísimo José Julián Parreño, decano del Colegio Canónico de
México y uno de los mejores oradores sagrados de su época, cuyo necesario
rescate moderno ha comenzado recientemente gracias a la labor erudita de
Roberto Heredia Correa[2].
A Parreño le correspondió la triste tarea de recibir el mandato real de
extrañamiento de los jesuitas en 1767 siendo director del Colegio de San
Ildefonso de México, cargo al cual fue elegido por sus méritos desde 1763. Es
fama que su prudencia y valor fueron sobresalientes en tan delicados momentos.
Retórico sobresaliente, ya desterrado en Roma continuó sus aportes hasta su
muerte en 1785, dejando honda huella como uno de los mejores oradores de su
época y un gran reformador de la elocuencia académica.
Otro científico cubano graduado en México fue
Francisco González del Álamo (1675-1728), pionero de los estudios médicos en la
isla, fundador en México de una cátedra de medicina en el convento de San Juan
de Letrán y autor de un aún inencontrado primer impreso cubano: Disertación médica sobre que las carnes de
cerdo son saludables en las Islas de Barlovento .[3]
Trelles dice de esta obra, remitiéndose precisamente al historiador Arrate,
como detalle curioso, “siendo los puercos de esta Isla muy ventajosos á los de
otras partes. Así lo sintió D. F. González del Álamo, médico natural de esta
ciudad, en la respuesta que dió á la consulta de su Ayuntamiento en 1706, la
cual corre impresa, y en ella prueba con razones y autoridades, que por ser nutrimiento
y común pasto la palmiche, que da la
palma real, naranjas, guayabas agrias y jobos, es su carne más sana y sabrosa
que la de aquellos que se sustentan con maíz y bellota”; y agrega: “el Dr.
González del Álamo fue el primer fisiólogo que hubo en Cuba y uno de los
primeros médicos cubanos. Enseñó Medicina en el Convento de San Juan de
Letrán”. A continuación reproduce una nota del historiador Manuel Pérez Beato:
“Nació en la Habana el día 3 de febrero de 1675 y fueron sus padres el capitán
Lázaro González del Álamo, natural de la Orotava y Da. María Josefa de
Figueroa. En la partida de su nacimiento hay una nota marginal que dice: Francisco González del Alamo,
médico-Chaochao. Murió. Sabido es que esta familia fue conocida con el
apodo Chauchau, que se vé consignado hasta en documentos oficiales. Casó con
Doña María Josefa de Viera é Hidalgo, y se enterró el día 2 de Marzo de 1728.
Sus hijos, José y Francisco, fueron Curas beneficiados de las parroquiales
Mayor y del Spíritu Santo, respectivamente”.[4]
El origen de esta cita es Beristáin, sobre quien dice Medina: “Ninguno de los
bibliógrafos cubanos ha parado mientes en esta cita de Beristáin, tanto más
digna de tomarse en cuenta, cuanto que se refiere al primer impreso de la
Habana hasta ahora mencionado. El autor, según lo dice Beristáin, era médico de
profesión”.[5]
Juan Vicente Güemes y Horcasitas |
En el terreno forense destacó en México Juan
de Alarcón y Ocaña, sacerdote doctorado en Ávila y quien fuera el primer Abad
de la Insigne y Real Colegiata de Guadalupe, en cuya fábrica desplegó singular
empeño, de lo cual dejó constancia en su “Memorial ajustado de los autos que se
han girado sobre la erección de una iglesia colegiata en el santuario de Ntra.
Sra. de Guadalupe, extramuros de la ciudad de México”. Por sus méritos fue
nombrado consultor de la Nunciatura de España. Sus hermanos fueron igualmente
notables: Diego, capitán de navío y alcalde mayor de Ixmiquilpan, y Francisco,
oficial real de las Cajas de Veracruz.
Ilustrados cubanos en México durante este
germinal siglo XVIII fueron Rafael Castillo, doctorado por la Universidad de
San Jerónimo de La Habana y consultor del entonces obispo de Cuba, quien se
desempeñara como Maestrescuela en la catedral de Yucatán, y José Duarte Burón,
colegial y rector del Seminario Tridentino de México, doctorado en la Real
Universidad donde fue catedrático de Instituta, además de ejercer como abogado
en la Real Audiencia. Más tarde fue canónigo y tesorero de la catedral
angelopolitana, donde murió de una apoplejía durante un cabildo eclesiástico,
antes de poder posesión de la mitra de Puerto Rico para la cual había sido
designado.
En tierras tarascas anduvo Juan Ferro
Machado, quien después de un exitoso desempeño como visitador de la Florida es
premiado con una canonjía en la catedral de Valladolid, hoy Morelia. Mientras,
en Zacatecas, otro cubano, fray Enrique de la Concepción Argüelles es enviado
al Colegio de Propaganda FIDE, semillero de misioneros geógrafos y más tarde
pasa también a Michoacán, entonces provincia eclesiástica de San Pedro y San
Pablo. El carmelitano cubano fray Manuel de San Juan Bautista fue tan notable
que ocupó la alta responsabilidad de rector del Colegio de San Ángel y también
fue Prior y Definidor de México y culminó su carrera al ser electo dos veces al
provincialato de su orden, la máxima autoridad de los carmelitas novohispanos.
Otro notable cubano en México de esta época
fue Antonio Pimentel y Sotomayor, quien en su corta vida de 40 años (murió en
1753) se desempeñó como colegial de oposición en el importantísimo Colegio de
San Ildefonso de México, obtuvo el grado de doctor en Teología y ocupó la
cátedra de Sentencias en la Universidad mexicana; fueron tantas y tan evidentes
sus dotes, que resultó nombrado visitador del obispado de Michoacán, más tarde
juez eclesiástico del valle de San Francisco y culminó su triunfal carrera al
obtener la alta dignidad de Canónigo Lectoral, reservada sólo para los más
sabios sacerdotes, en la Catedral de Valladolid (Michoacán).
Al mismo Colegio de San Ildefonso debió su
formación Luis Umpierres y Armas, posteriormente doctorado en Salamanca y quien
regresó a México nombrado Canónigo de la Catedral Metropolitana, ocupándose
además como juez visitador de testamentos y las diversas obras caritativas del
arzobispado. Otro notable eclesiástico insular en tierras aztecas fue fray
Pedro Rodríguez, agustino electo procurador de su orden ante la Santa Sede y
España. Este maestro fue antes prior de los importantes conventos de Veracruz y
Puebla de los Ángeles, calificador de la Inquisición en Cartagena de Indias y
vicario provincial de los agustinos en Cuba.
Como prueba añadida de la importante
presencia de cubanos en la cultura mexicana durante el siglo XVIII se
encuentran dos jurisconsultos notabilísimos: Diego Sánchez Pereira –abogado de
la Real Audiencia, donde desplegó intensa y fructífera actividad en beneficio
de los miembros de la Orden de San Hipólito, quienes gracias a ello fundaron el
hospital de Aguascalientes- y Ambrosio Melgarejo y Aponte, que comenzó sus
estudios de artes y filosofía en La Habana para culminarlos en México en el Colegio
de San Ramón cuando se licenció y pasó a trabajar como abogado en la Real
Audiencia donde llamó la atención por su capacidad, lo cual favoreció fuera
nombrado Fiscal y Oidor en Guatemala y Alcalde, Fiscal y Oidor en México. Fue
tan reconocida su probidad, que el rey le encargó el proceso de residencia del
virrey de la Nueva España, marqués de Valero, al término de su mandato.
De alguna manera, estos célebres hombres de
leyes heredaron la buena disposición hacia ellos proveniente desde el siglo
anterior, a través de la presencia en México del cubano Juan Aréchaga y Casas,
quien comenzó sus estudios en Cuba y México y más tarde se doctoró en Salamanca
–llegó después de una accidentada travesía durante la cual fue capturado por
piratas- y allí ganó por oposición la codiciada cátedra de Instituciones
Imperiales. Más tarde se requirieron sus servicios en el Nuevo Mundo y aquí
vino a desempeñarse como Oidor de la Real Audiencia de México, Visitador de
Yucatán, Cozumel y Tabasco. Consultor de la Inquisición mexicana y del Tribunal
de Cruzada, sus virtudes lo recomendaron para hacerse cargo de la
responsabilidad como juez observador de los bienes de la herencia de la familia
de Hernán Cortés, donde hizo especial énfasis en que la voluntad del
conquistador fuera fielmente seguida en cuanto al mejoramiento del Hospital de
la Limpia Concepción o de Jesús Nazareno, importante institución de
beneficencia pública y primer hospital de pobres en tierra firme. Culminó su
obra pía fundando con sus cinco hermanas el monasterio de dominicas de Santa
Catalina de Siena.
Esta fuerte y creciente presencia se continúa
e incrementa durante el siglo XIX, pero no es ahora el momento de dedicarnos a
ella.[7]
Lo cierto es que la relación es antigua e intensa y para explicar específicamente
en el terreno cultural este vínculo, el especialista Luis Ángel Argüelles, ha
señalado sobre este lazo entre México y Cuba: “Sabido es que este país tuvo una
mayor actividad cultural que la isla antillana (la Universidad se funda en 1553
y en Cuba en 1728, la imprenta se implanta allá hacia 1539 y por acá en 1723)
como consecuencia de la impetuosa explotación minera a que estaba siendo
sometido”.[8]
[1] Alberto María Carreño, “Algunos cubanos
ilustres en México”. Conferencia en la
Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 14 de agosto de 1945. Revista Bimestre Cubana, La Habana, V.
LIX, 1947. Todas las citas que incluyo son fieles a sus originales.
[2] Roberto Heredia Correa, investigador del
Centro de Estudios Clásicos del Instituto de Investigaciones Filológicas, ha
publicado el fruto de sus búsquedas alrededor de este personaje en su
documentada monografía “José Julián Parreño según su biógrafo” (Jornadas Filológicas 1998, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Filológicas, 2000, pp. 395-400).
[3] Habana, 1707, 4°. Así lo considera Palau
en su Manual del librero hispanoamericano…
(Asiento 104968). En el registro siguiente consigna otra obra de este autor: Método con que deben gobernarse por sus
respectivos mayorales los Ingenios de fabricar azúcar en esta Isla (Habana,
1796, 4°).
[4] Carlos M. Trelles, Bibliografía cubana de los siglos XVII y XVIII. La Habana, Imprenta
del Ejército, 1927. Segunda edición. pp. 13-14. Existe reproducción facsimilar
(Graus Reprint Ltd. Vaduz, 1965).
[5] José Toribio Medina, La imprenta en La Habana. 1707-1810. (Reprint series of
J.T.M.’s Bibliographical works. N. Israel-Amsterdam, 1964). p. xxxiii.
[6] José Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca Hispano Americana Septentrional.
Vol. III.
[7] Vid.
Ana Gloria Mesa de la Fé, Escritores
cubanos emigrados en Hispanoamérica (1868-1898). La Habana, Academia de
Ciencias de Cuba-Instituto de Literatura y Lingüística, 1985. Especialmente,
pp. 3-21.
[8] Luis Ángel Argüelles, “Cubanos en México”,
Temas cubanomexicanos, México,
UNAM-IIB, 1989. p.60.
No comments:
Post a Comment