Saturday, February 13, 2021

Notas sobre la nobleza titulada cubana y otras afinidades

 Alejandro González Acosta, Ciudad de México

I: Origen de los títulos nobiliarios

El reciente reconocimiento por parte del Ministerio de Justicia de España, oído el parecer previo del Consejo de la Grandeza Española, del mejor derecho para ostentar varios títulos nobiliarios a favor de una antigua familia criolla, retirando el usufructo de ellos a varios ciudadanos españoles, ha puesto de nuevo con cierto relieve entre nosotros los cubanos, el añejo tema de la aristocracia y sus atributos en el mundo contemporáneo.

El Boletín Oficial del Estado Español (BOE), así lo confirmó inicialmente el 1 de Agosto de 2018, a favor de Doña María Elena de Cárdenas y González (La Habana, 5 de Julio de 1919), como IX Marquesa de Almendares, lo cual desencadenó que, después de varias apelaciones y contrademandas de la parte afectada, ahora el 2 de diciembre de 2020 el Tribunal Superior de Justicia también le reconociera además el mejor derecho para ostentar los títulos de Marquesa de Bellavista y Marquesa de Campo Florido, que hasta ahora estaban en poder de la familia Koplowitz (las dos hermanas millonarias, Alicia y Esther, quienes estuvieron casadas con dos primos conocidos en el mundillo de la jet set española como “Los Albertos”).


El primero de esa familia en la isla fue el Licenciado Bartolomé de Cárdenas Vélez de Guevara, a mediados del siglo XVI, procedente de su natal Baeza, ciudad que fue conquistada por sus antepasados. En la Villa de San Cristóbal de La Habana fue Auditor de Galeras del Rey y Procurador General del Cabildo. Entre las obras que realizaron sus descendientes se encuentra haber impulsado la construcción del primer ferrocarril en Cuba (La Habana-Bejucal, 1837), incluso antes que España, y el segundo en América, sólo después de Estados Unidos. Participaron además en la creación de la Sociedad Económica de Amigos del País, la Real Casa de Beneficencia, el Papel Periódico de La Habana, la Academia de Dibujo y Pintura “San Alejandro”, la Casa de Dementes, el Jardín Botánico, el Museo Anatómico y en su momento también apoyaron la lucha para la abolición de la esclavitud. Con estas obras de beneficio le dieron prestigio y progreso al país y lo enriquecieron, al mismo tiempo que ellos, naturalmente, también prosperaron.

Es algo reciente pero más frecuente cada día, que antiguas familias americanas reclamen títulos nobiliarios que por diversas razones habían ido a parar en poder de algunos inescrupulosos en España. También este fue el caso de un recordado amigo, el erudito mexicano Guillermo Tovar de Teresa (1956-2013), quien documentó abundantemente su mejor derecho para ostentar el título de Conde de Gustarredondo concedido a uno de sus antepasados por el pretendiente Archiduque Carlos de Austria y luego confirmado por Felipe V de España, que había usufructuado indebidamente una familia catalana durante mucho tiempo, el cual finalmente recibió su sobrino Rafael Tovar y López Portillo, al fallecer sorpresivamente Guillermo cuando ya había ganado el pleito.

Distintos percances provocaron que se produjera este fenómeno histórico en el continente: la independencia y las sucesivas revoluciones, así como la pérdida o deterioro de archivos parroquiales o privados, las largas distancias y las precarias comunicaciones, varias legislaciones adversas y frecuentes expulsiones de extranjeros, crearon el terreno propicio para que algunos inescrupulosos del otro lado del océano se aprovecharan y ocuparan fraudulentamente estas dignidades. Pero ahora parece que se irán corrigiendo estas irregularidades, restituyendo a sus más legítimos poseedores los títulos de los que fueron injustamente despojados.

La noción de aristocracia siempre ha estado vinculada con el concepto de monarquía. Durante más de seis mil años, desde Mesopotamia y Egipto, las sociedades se organizaron naturalmente como estados monárquicos, y sus reyes recibieron nombres distintos como faraones, hegemones, pontifex, césares, imperatori, tlatoani, incas, negusi, shah, khan, pishin, kundun, shogunes, káiser, sultanes, califas, emires, basileos, zares y algunos otros, donde muchas veces se fundían las funciones como jefes militares, administradores del Estado, y líderes religiosos. Actualmente existen en el mundo 33 monarquías reinantes (Europa: 14; Asia: 14; África: 3; Oceanía: 2); y además hay otros 22 monarcas que no son Jefes de Estado.

En sus orígenes la monarquía no era hereditaria, sino selectiva por la elección de los mejores guerreros, pero después comenzaron a establecerse linajes y ahí comenzó el proceso de progresiva degeneración de la misma, pues buscando la “pureza de sangre” cometieron frecuentes matrimonios endogámicos, lo cual terminó por producir verdaderos monstruos. Sin embargo, tal parece que en esta idea de la “sangre pura” ya estuviera intuitivamente implícita una noción muy anticipada de la genética. Posiblemente observaron que la cruza de ejemplares animales de primera calidad producía descendientes superiores y quisieron imitarlo. Pero faltaba mucho todavía para que Mendel enunciara sus leyes de la transmisión genética a partir de sus experimentos con guisantes, y mucho más para que Watson, Crick y Wilkins descubrieran la estructura doble helicoidal del ADN. Sin embargo, las sorpresas en este campo científico siguen ocurriendo con implacable, estimulante y rápida sucesión.

La idea monárquica era, en esencia, concentrar toda la autoridad -de origen divino- en una persona que reuniera las mejores cualidades para proteger a la comunidad, lo cual trajo aparejado privilegios y formas externas ritualizadas del poder. Pero aunque tuvo consecuencias nefastas como la que ya reseñé, la “familización” de los reyes también trajo ventajas, pues al conocer con suficiente antelación quién sería el heredero de la autoridad, éste se pudiera educar convenientemente para asumir en el momento adecuado su alta responsabilidad; “la educación de los príncipes” ocupó a valiosos tratadistas, como Aristóteles, Séneca, Saavedra Fajardo, Gracián, Luis de Vives, Erasmo, Maquiavelo y muchos más, en lo que podríamos llamar una primera especialización para el poder: idealmente, los futuros monarcas eran preparados por los mejores educadores y sabios, y luego acumulaban experiencia práctica de gobierno en sus reinados, sin estar sujetos a políticas de partidos ni bajunos intereses transitorios: no sólo gobernaban para procurar el bienestar general de sus súbditos, cumpliendo un mandato divino, sino que como integrantes de una sociedad fuertemente religiosa, al morir debían rendir cuentas puntuales de su proceder ante Dios, lo cual establecía una especial responsabilidad acentuada sobre sus actos, de la que carecen por completo los políticos actuales, quienes suelen jurar fidelidad a una Constitución que muchas veces ignoran y casi siempre desprecian.

Durante más de seis milenios fueron los reyes quienes con mayor o menor concentración del poder y fortuna, mandaron y dispusieron, hasta que en fecha relativamente reciente se inició ese “experimento” (así lo llamaron algunos de sus “padres fundadores”) de la moderna democracia republicana, con la formación de los Estados Unidos de América, primero expresado en su Acta de Independencia (1776), y luego finalmente con su Constitución (1787), que sustituyó a los Artículos de la Confederación (1777): no debe olvidarse que los colonos americanos, al principio, fueron súbditos independizados, y más tarde ciudadanos libres plenos, aplicando el reclamo de: “No taxation without representation”.

Ese nuevo modelo de gobierno también tuvo referentes anteriores, como la Carta Magna Inglesa (1215), y los paréntesis de los 482 años de la República Romana (509 a.C. – 27 a.C.), que en realidad fue una república aristocrática conducida por los patricios y quirites, y los 186 de la República Ateniense (508 a.C. – 322 a.C.): antes y después, en ambas antiguas repúblicas, hubo monarquías. Por tanto, la moderna democracia republicana tiene apenas 244 años, así que quizá ya sea hora de revisarla…

Por otra parte, debemos recordar además que los títulos o dignidades nobiliarias, tienen una historia muy antigua, vinculada siempre con la monarquía como parte de un modelo social estamental:


Carlomagno, llamado “El Abuelo de Europa”, fue el creador de una nueva división social y política, para organizar su propio imperio después de la caída de Roma, por el empuje de los llamados “bárbaros” germánicos, de la cual se nombró heredero, y fue quien otorgó los primeros títulos de nobleza como los conocemos hoy: los príncipes (princeps: primeros o principales), eran los altos funcionarios y familiares más cercanos al monarca que formaban su corte; los duques (o comandantes: duxes) administraban regiones enteras o provincias; los condes (contes), hacían algo similar con las ciudades y, si estas se encontraban en lugares de frontera con vecinos enemigos, se llamaban “marcas” (límites), y de ahí provienen los marquesados. Los barones eran capitanes de guerra, ocasionalmente propietarios de castillos o fortalezas, y constituían el escalón más bajo de la nobleza titulada. También había una nobleza no titulada, que en España formó el estamento de los hidalgos, quienes no “pechaban”, es decir, no pagaban tributos, privilegio obtenido por los servicios ya prestados, pero que los comprometía a servir nuevamente a su rey cuando fuera necesario.

Carlomagno (¿748? - 814), era hijo de Pipino III El Breve, rey de los francos, y de Berta de Laón, La del Pie Grande, y nieto de Carlos Martel (El Martillo), iniciador de la dinastía de los carolingios, vencedor de los musulmanes en la Batalla de Poitiers (732), con lo cual se impidió la conquista del norte europeo, el mismo personaje del Cantar de Roncesvalles y La Chanson de Roland, y contemporáneo de Don Pelayo de Asturias. Martel fue un importante dignatario de los últimos reyes merovingios con el título de Mayordomo del Palacio, que no tiene nada que ver con ese oficio en la actualidad, y hoy sería equivalente a un Primer Ministro, y destronó al último de ellos, Childerico III, para convertirse en gobernante. Pero fue su hijo Pipino quien logró ser el primer “rey por la voluntad de Dios”, contando con la bendición del Papa Esteban II. Así se reconfirmó una vez más la alianza del Poder y la Fe, de la Corona y el Papado, de lo material y lo espiritual, de la Tierra y el Cielo, iniciada por Constantino I El Grande. Era un orden nuevo, el cual contaba además con la aprobación divina, y sustituía al anterior, que sólo expresaba el imperio de la fuerza y del más poderoso.

Puede decirse que la Europa actual nace con Carlomagno y de ahí su grandeza histórica; pero además, ésta era física: dicen sus contemporáneos que medía “siete pies suyos” (unos dos metros actuales), era robusto y “de cuello grueso”. Vivió 72 años, de los cuales reinó durante 47. Su tumba en la Capilla Palatina de Aquisgrán (Aachen - Aix La Chapelle) hoy es Patrimonio de la Humanidad, y el tamaño de su enjoyado sarcófago también indica su gran estatura. Prácticamente todas las casas reales europeas actuales están emparentadas con Carlomagno, y uno de sus descendientes vivos más directos es Felipe VI de España, quien por ser actual cabeza de la Casa de Borbón, pertenece a la Dinastía Capeto de la Estirpe Carolingia: si su remoto antepasado medía dos metros, él mide 1,97; otro descendiente del emperador, por la línea de su madre, la italiana Condesa Carandini di Sarzano, fue el actor Christopher Lee (1922-2015), inolvidable intérprete del Conde Drácula, quien tenía también 1,97 metros de estatura.

En el año 800, Carlomagno alcanzó la culminación de su carrera, al ser coronado en Roma por el Papa León III, como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, constituyendo así la continuidad con el Antiguo Imperio de los Césares y el Imperio Romano de Oriente.

Carlomagno hoy todavía anda presente en las historias, las leyendas, las memorias y hasta en muchas manos: su efigie es uno de los Reyes de la baraja francesa, junto con otros guerreros como el Rey David, Alejandro Magno y Julio César.

Con Carlomagno, el Feudalismo se había establecido como un nuevo sistema sobre las ruinas del anterior, el Esclavismo; el señor feudal era el usufructuario de su “feudo” (que recibía como legado o concesión del monarca por sus servicios y del cual se reconocía vasallo), y era al mismo tiempo el protector (pero ya no el “dueño”), de sus súbditos -quienes no eran esclavos, sino siervos con los cuales compartía una religión- impartía justicia, y recaudaba impuestos o tributos. Este fue el germen de los estados nacionales que se establecieron después.

En teoría, se trataba de un sistema meritocrático y selectivo, donde la sociedad estaba organizada como una pirámide, en la cual la base era el “pueblo llano”, los llamados “siervos de la gleba”, quienes trabajaban en los campos y las minas, y fueron generando otro estamento de artesanos y comerciantes, agrupados alrededor de los castillos del señor, y este fue el origen de las ciudades medievales, donde se realizaban las ferias, embriones del comercio y del capitalismo, como un sistema superior y más funcional, y con una mayor movilidad social relativa que el anterior.

Considerada erróneamente como una “etapa de oscuridad”, en realidad la Edad Media fue el momento cuando empezaron a manifestarse algunos impulsos libertarios, sobre todo en las ciudades, y muy especialmente entre los gremios de artesanos. El nuevo Derecho Germánico se impuso (o sobrepuso) al antiguo Derecho Romano, pero incorporó grandes avances sociales e individuales de su herencia inmediata: por ejemplo, la inglesa Carta Magna (1215), una combinación medieval del derecho romano y normando, es el origen y referente de varias constituciones políticas actuales.

Esta organización estamental fue el origen de los modernos estados nacionales; es decir, sin el feudalismo y la nobleza aristocrática, no existirían los países actuales ni las democracias, porque todo resultó un proceso histórico gradual. Los estados feudales fijaron fronteras, acordaron los primeros pactos sociales representativos, fundaron las nacionalidades, y establecieron los idiomas vernáculos, separándose del latín, que había sido la lingua franca o de uso general en el Imperio Romano.

El equivalente hispano de Carlomagno fue Alfonso X El Sabio, Rey de Castilla y de León (1221–1284), porque organizó su reino a semejanza del emperador franco-lombardo, y estableció las bases del derecho español en sus famosas Siete Partidas, para elaborar las cuales convocó en su capital de Toledo a los mejores sabios cristianos, judíos y musulmanes, en productiva convivencia. Puede decirse que Alfonso X consolidó y “democratizó” sus reinos, mediante el establecimiento de las Cortes (1188), con la convocatoria de los tres estamentos (clero, nobleza y “tercer estado”, o representantes de las ciudades), y otros aportes específicos como el Honrado Concejo de la Mesta (1273), primer gremio ganadero y agrícola europeo, que estableció las cañadas reales para el pastoreo: por eso hoy, cada año desde 1994, recuperando una antigua tradición medieval (que casi desapareció en 1836), a mediados de octubre en Madrid se puede ver con asombro el desfile de miles de ovejas merinas que atraviesan la ciudad, procedentes de los asturianos Picos de Europa: entran por Casa de Campo, pasan por la Puerta del Sol y llegan hasta la misma Plaza de la Cibeles. Es la llamada “Fiesta de la Trashumancia”, de acuerdo con la Firma de la Concordia de 1418. Así sobrevive actualmente una tradición medieval en una ciudad tan moderna como Madrid.


Alfonso X también pretendió ser sucesor de Carlomagno como titular del Sacro Imperio Romano Germánico, pero no lo logró, aunque su reinado permitió sentar las bases para el posterior Estado Moderno español de los Reyes Católicos, que en las Leyes de Toro (1505), armonizaría y actualizaría las Siete Partidas alfonsinas junto con el Fuero Juzgo visigodo, en un corpus jurídico integral. Para administrar las posesiones de ultramar, regidas inicial y transitoriamente desde 1492 por el sistema feudal de las encomiendas, se dictaron primero las Leyes de Burgos (1512), donde se prohibía la esclavitud de los indios, y luego se actualizaron con las Leyes Nuevas (1542), promulgadas por Carlos V. Siguiendo el ejemplo de Carlomagno, y como parte de su legado, Alfonso también creó y distribuyó títulos de nobleza entre sus vasallos más valiosos.

Actualmente, en el Reino de España existen alrededor de 2,827 títulos nobiliarios vigentes, en posesión de unas 2,200 personas o tenutarios. La gestión y administración de los mismos es un asunto estrictamente privado, con la asesoría de la Diputación Permanente y el Consejo de la Grandeza Española[1], ambos bajo la autoridad superior del Ministerio de Justicia del Reino y con la sanción suprema del Monarca. De esos títulos, 418 cuentan con la categoría especial de ser Grandes de España (creados por Carlos V, cuando homologó el austero sistema castellano de su madre con el más ceremonioso borgoñón de su padre), quienes en otras épocas hasta disfrutaban de algunos curiosos privilegios, como los varones, que podían usar sombrero ante el rey, y las mujeres a quienes se les permitía sentarse ante él. Además, era una costumbre que el monarca se dirigiera a ellos como “queridos primos”, aunque no lo fueran sanguíneamente. Este tratamiento incluía a los principales indianos, como los Caciques de la aliada Tlaxcala en México y otras casas reales americanas. Hasta 1984, los “Grandes” podían obtener pasaportes diplomáticos, pero actualmente ser miembro de la nobleza española es algo no sólo honorífico y simbólico, sino además gravoso, pues significa también el pago de impuestos especiales, lo cual no ocurre en otros países europeos, ya sean monarquías (como Inglaterra), o repúblicas (como Italia y Alemania). Los títulos nobiliarios fueron prohibidos en 1931 por la Segunda República Española y restaurados en 1948. En el año 2006 se logró la completa igualdad jurídica de sexos, desechando el antiguo principio donde para heredar el título nobiliario siempre se prefería al hombre sobre la mujer (así lo establecía una de las disposiciones de la Ley Sálica, del Siglo V), aunque ésta fuera la primogénita.

El título nobiliario español más antiguo actualmente vigente, fue al principio el Condado de Medinaceli, otorgado por Enrique II de Castilla en 1368 a Bernardo de Bearne, y luego elevado a Ducado en 1479 por los Reyes Católicos, a favor de Luis de la Cerda y de la Vega. Este linaje desciende del rey Alfonso X El Sabio, y comienza con Alfonso, el mayor de los “Infantes de La Cerda” (hermanos desposeídos de sus legítimos derechos hereditarios, por su tío Sancho IV, quienes eran hijos del tempranamente fallecido primogénito Fernando “de la Cerda”, así llamado por un lunar peludo en su pecho, y que luego pasó a ser apellido), por lo cual viene a ser una estirpe real hispana aún más antigua que la de los mismos Borbones actualmente reinantes, incluida la rama carlista borbónica, por supuesto. Ya como una curiosa y antigua costumbre, desde hace varios siglos, cada vez que asciende un nuevo monarca al trono español, los Duques de Medinaceli presentan simbólicamente su reclamación de mejor derecho a la Corona, la cual, por cierto, en sentido estricto les correspondería, pues descienden directamente de los más antiguos reyes de Castilla y León. El Palacio de Medinaceli en Sevilla se conoce como la Casa de Pilatos, alberga uno de los archivos históricos más importantes de Europa, y se encuentra generosamente abierto a los investigadores.

Los títulos nobiliarios vinculados hispanos, es decir, con la posesión aparejada de señoríos de tierras, propiedades inmuebles “y otras granjerías”, se originaron en los siglos XIII y XIV, y se mantuvieron hasta las primeras leyes para la desvinculación, que comenzaron en 1812 con las Cortes liberales de Cádiz, aunque esto fue un complejo proceso que ocupó la primera mitad del siglo XIX, venciendo sucesivas resistencias y enfrentamientos. Pero desde mucho antes, Carlos III y sus ministros ilustrados, impulsaron un programa liberal para desamortizar los bienes de manos muertas, es decir, en poder de la iglesia y los concejos municipales.

En la América Española, esas Reformas Borbónicas detonaron los primeros brotes separatistas, y en el caso del México independiente, cuando Ignacio Comonfort, Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada dictan las llamadas Leyes de Reforma entre 1855 y 1863 (en la Constitución de 1857 se prohibieron los títulos nobiliarios, que ya estaban desvinculados territorialmente), además de expropiar las propiedades eclesiásticas, también afectaron las tierras comunales o ejidales de los indígenas (que habían sido reconocidas por los Habsburgo y luego, en parte, respetadas relativamente por los Borbones), propiciando inadvertidamente el posterior latifundio porfirista.



[1] Debidamente ilustrados por la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, hoy presidida por el muy estimado amigo Excmo. Sr. Dr. D. Ernesto Fernández-Xesta y Vázquez, y donde también me precio de contar con la amistad del Excmo. Sr. D. José Miguel de Mayoralgo y Lodo, Conde de los Acevedos, Letrado Asesor de la Diputación Permanente y Consejo de la Grandeza de España y Títulos del Reino, y del Excmo. Sr. Ing. D. Javier Gómez de Olea y de Bustinza, ambos profundos estudiosos, entre otros muchos temas, del linaje de Moctezuma II.

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