Por Enrisco
Nueva York siempre ha inspirado a los poetas de lengua española. Es llegar y ponerse a escribir versos. Como si entraran en trance.
No es que sea una ciudad muy poética que digamos. Debe ser el contraste.
Viene el poeta con la cabeza llena de pájaros y le preguntan que a cuánto vende la libra de pájaros.
No sabe qué contestar y lo dejan con la palabra en la boca. Entonces el poeta, desolado, se aplica febrilmente a demostrar que sí tiene algo importante que decir.
Algo así le pasó al primero, el cubano José María Heredia. Llegó a la ciudad el 22 de diciembre de 1823 dispuesto a comérsela viva pero el frío y el inglés lo hicieron huir año y medio después, como el peligro a que lo fusilaran los españoles lo había hecho huir de Cuba.
Pero antes de abandonar Nueva York alcanzó a publicar su primer libro de poesía y un brinquito que se dio a las cataratas del Niágara le inspiró su poema más famoso.
Está el caso de su compatriota José Martí quien durante sus quince años en Nueva York se aburrió de escribir poemas hasta que regresó a Cuba a servirle de tiro al blanco a las tropas españolas.
Ya para entonces Nueva York era el paradigma de la modernidad capitalista que Martí se dio gusto de explicarle al resto de Latinoamérica mientras se quejaba de la falta de espíritu poético de la ciudad.
Estando todavía en la ciudad lo visitó el gran poeta nicaragüense Rubén Darío. Darío acababa de ser designado cónsul de Colombia en Buenos Aires y de alguna manera consiguió convencer al que sacaba los pasajes que el camino más corto a Argentina pasaba por Nueva York y París.
También visitó las cataratas del Niágara pero le parecieron inferiores al poema de Heredia. Más húmedas, supongo. Darío visitó Nueva York dos veces más. En 1907 y en 1914.
La última visita no le fue especialmente agradable. Andaba corto de dinero y encima contrajo neumonía doble.
Archer Huntington, presidente de la Hispanic Society le ofreció dinero pero Darío solo aceptó quinientos dólares y, para mantenerse, escribió artículos para el periódico en español La Prensa.
El New York Times lo anunció como poeta sudamericano y, en venganza Darío describió la ciudad así:
“Casas de cincuenta pisos, Servidumbre de color,/ Millones de circuncisos,/ Máquinas, diarios, avisos,/ Y dolor, dolor, dolor”.
En la primavera de 1905 Darío saldría para Guatemala invitado por su presidente Manuel Estrada Cabrera, un señor que ganaba elecciones y amansaba volcanes por decreto y celebraba festividades a la diosa Minerva para gloria suya.
No es que el poeta apreciara mucho al amansavolcanes pero este prometió encargarse de los gastos de estancia y Darío se marchó de Nueva York sin saber que le quedaba menos de un año de vida.
Al año siguiente llegó a la ciudad el poeta español Juan Ramón Jiménez para casarse con su compatriota Zenobia Camprubí en la iglesia de St. Stephens (en la 69 entre Columbus y Broadway).
No estuvo en la ciudad mucho tiempo pero el viaje le sirvió de pretexto para escribir su Diario de un poeta recién casado en el que lo mismo llama a la ciudad “maravillosa Nueva York” que “el marimacho de las uñas sucias”, whatever it means.
Pero el más famoso de los encuentros poéticos en español con Nueva York fue el de Federico García Lorca entre 1929 y 1930. Más que encuentro fue un choque.
El cantante de los campos verdes y los gitanos multicolores se puso a escribir cosas como:
“Debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato; debajo de las divisiones/ hay una gota de sangre de marinero”.
Como si hubiera confundido un tomacorrientes con su tintero y los versos le salieran electrocutados.
Su Poeta en Nueva York no aparecería hasta después de que los franquistas lo usaran de diana y, para desgracia de la poesía, acertaran.
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