Por Guillermo A. Belt
En las décadas postreras de la era victoriana reinaba la paz en lo tocante al imperio británico. Noticia nada buena para un joven recién incorporado con rango de teniente al cuarto regimiento de Húsares de la Reina, según cuenta Winston Churchill en sus recuerdos de infancia y juventud, My Early Life. Él y sus colegas, novatos en la carrera militar, entendían que condecoraciones y ascensos dependían de su participación en guerras y combates.
En noviembre de 1895 comenzaba la época de vacaciones para oficiales del ejército británico, cinco meses del año militar, con la mitad garantizada como descanso ininterrumpido. Sin perder tiempo Churchill se informa sobre la creciente intensidad de la guerra en Cuba a raíz de la designación del Capitán General Martínez Campos al frente de las fuerzas españolas y el refuerzo de 80,000 soldados en camino a la isla. Mediante el embajador de su país en Madrid gestiona su presentación a las autoridades coloniales, y en compañía de un colega del regimiento zarpa hacia Nueva York a comienzos de ese mismo mes y desde allí a La Habana.
Tras comer muchas naranjas y fumar unos buenos puros –nace su afición al tabaco cubano– Churchill y Reginald Barnes, quien años después comandaría divisiones del ejército de Inglaterra en Francia, viajan en tren blindado al encuentro de Martínez Campos en Santa Clara. El mariscal los recibe amablemente y los endosa a un oficial de su Estado Mayor, el teniente Juan O’Donnell, hijo del duque de Tetuán. Este les recomienda unirse a las tropas del general Suárez Valdés, al frente de una columna que esa misma mañana había marchado hacia Sancti Spíritus.
Los inglesitos buscapleitos, en pos de un combate, o una escaramuza, o siquiera unos tiros que ameriten poner en su expediente la prestigiosa anotación “Served under fire”, en arreos de campaña, que no luciendo el uniforme de gala en la foto, toman el tren a Cienfuegos, enseguida un vapor a Victoria de las Tunas y allí se encuentran con el general español. A la mañana siguiente emprenden la marcha, a la luz tenue y misteriosa del templo del amanecer (Churchill, citando a otro autor inglés).
Pasan varios días, pero en lo del combate bajo fuego enemigo no pasa nada. La tropa, unos 1,700 hombres, pernocta en Arroyo Blanco. En la neblina del amanecer del 30 de noviembre los mambises celebran sin saberlo los 21 años de Churchill, disparando primero sobre la retaguardia española. El futuro primer ministro del Reino Unido y Premio Nobel de Literatura no se inquieta, de momento. Los disparos suenan lejos, y la neblina lo oculta todo.
Cuando la columna hace un alto para el desayuno, cada jinete permanece junto a su caballo y come lo que tiene a mano. Churchill masticaba un muslo de pollo cuando se escuchó una descarga. El caballo parado inmediatamente detrás de la montura del inglés pega un salto. Churchill ve sangrar al alazán por la herida del balazo a la altura de las costillas. Comprende que el animal va a morir.
El guerrero primerizo medita: “La bala que hirió al alazán pasó sin duda a un pie de mi cabeza.” Y concluye: “Por tanto, en todo caso yo estuve ‘bajo fuego’.” Las comillas que encierran ‘bajo fuego’ son de Churchill; la expresión “en todo caso”, también. Sólo la traducción es mía. Al buen lector, pocas palabras.
Poco conocido, por no decir desconocido, es este episodio churchilliano, magistral y amenamente narrado por nuestro colega, cuya valiosa lectura nos informa y entretiene.
ReplyDeletenunca lo habria imaginado, se sabe el tiemo que duro su participacion. ...
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