“Este es al menos mi concepto fundamental de la vida. La siento trascendental y doliente cuando escribo, mientras veo en ella una bufonada risible, cuando hablo”
"El aspecto bifronte de la vida (una aclaración a mis críticos)", Revista Chic, 1924/ Alberto Lamar Schweyer
En 1932, a la temprana edad de 30 años, Lamar Schweyer lanzó al mundo su controvertida novela La roca de Patmos y, como era de esperarse, no pasó desapercibida. La obra desató una tormenta de opiniones enfrentadas entre sus fervientes admiradores y aquellos que no perdieron oportunidad para criticarla. En este espacio, compartimos algunos fragmentos del vibrante intercambio que mantuvo Schweyer, autor de Biología de la democracia, con el célebre ensayista Jorge Mañach, autor de Indagación del choteo, en el reconocido rotativo El País, en el invierno de 1932.
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Jorge Mañach |
Parecía inevitable que Alberto Lamar Schweyer nos diera algún día una novela. Toda su obra literaria llevaba ese rumbo. Se inició con ensayos de crítica y continuó con ensayos de sociología. Pero su crítica era más descriptiva que discernidora, y su sociología abundaba más en las intenciones del novelista (y en sus imaginaciones) que en los análisis cabales y rigurosos del crítico social. El desborde de malicia imaginativa y verbal que todos le conocemos, la vocación periodística a la que ha acabado de integrarse y hasta las tentaciones diplomáticas que le han rondado, eran también señales inequívocas de un gusto novelesco en él, de una codicia por las concreciones vitales, más que por las abstracciones intelectuales. Tras el reportero, un poco apresurado y embrollado con teorías, se veía venir a este reportero de vida. Y al fin apareció aquello.
Aquello se llama, ya con dejo sensacionalista, La roca de Patmos. Lo mismo se hubiera podido llamar, un poco más ingenuamente, La roca de Espasmos. Porque, en efecto, esta novela de 200 páginas es una pequeña orgía de sociedad, de sociedad en el sentido más minúsculo y croniquil, pero a través de la cual se pretende ver también el estremecimiento final, la agonía de liquidación de la sociedad más grande que es Cuba entera, y de algo aún mayor: el régimen burgués. Examinemos un poco estos emplazamientos y los espasmos diversos que se nos invita a presenciar.
Esta acción —si es que se puede llamar acción— tan simple, está tímidamente centrada en un solo episodio: un escándalo social. Y está acompañada por un coro de personajes menores a Marcelo, lo que ya nos da una idea de la medida. Gente bien, que se emborracha, toma morfina, le arranca el pellejo al prójimo, mantiene un código externo de convencionalismos y se entrega secretamente a sus transgresiones. ¡Ah!, además hay un profesor elegante, Maret, que suelta frases superficiales, aunque no carentes de ocasional agudeza. Y, por supuesto, también participan en esta juerga novelesca muchas jóvenes cuyas bocas son, invariablemente, "como frutas en sazón" y cuyos senos [están] siempre palpitantes.
Lamar no podrá decir que no le estoy siguiendo el juego al experto en denuncias. Artificialmente, se ha formulado una acusación de inmoralidad contra la novela. Esa inmoralidad, por supuesto, no nos interesa. (...) La única inmoralidad que nos interesa es la verdadera: la de una actitud carente de ilusión y de criterio valorador frente a la vida, la de una actitud sin "moral" en el sentido casi militar de la palabra. En este sentido, sí creo que La roca de Patmos es una novela tristemente inmoral. Es, en efecto, la novela del derrotismo cubano.
El hecho de que la novela de Lamar suscite todas estas reacciones, revela la profundidad que esconde su frivolidad. Dentro de este cóctel hay algo más que una simple guinda roja de finalismo burgués. Hay una conciencia del sesgo dramático de nuestras vidas. Pero este sesgo no está en las representaciones de la propia novela, sino que se sugiere artificialmente, por alusiones de sociólogo, más que por la penetración de un novelista. Sus personajes carecen de dimensión personal y, en realidad, también social.
Todo el libro nos deja la impresión de ser una tarea rápida, hecha para gustar, con la malicia propia de las melopeas. Nos deja también la convicción de que con Lamar Schweyer ha irrumpido escandalosamente en nuestras letras un auténtico temperamento de novelista, que solo necesitará profundizar más y abarcar áreas más extensas para ofrecernos una versión más entrañable y duradera de nuestra angustia vital. La angustia, no de un pueblo corrompido, sino de guías corrompidos —que no es lo mismo.
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Alberto Lamar Schweyer |
Respuesta de Lamar, 22 de diciembre,1932. El País: Carta abierta de Marcelo Pimentel a Jorge Mañach.
Un descendiente de don Pedro de Pimentel, Correo Mayor de S.M. Carlos V, no debía intentar cruzar sus armas con un vanguardista investigador del “choteo”, lleno de afanes de profundidad y poseído de lo que el propio Maret califica de “morbo trascendental”» y agrega que «ha confundido lo oscuro con lo profundo» y de forma imperativa le reclama: «Póngase al nivel del público; de su público». Vuelve a dos tópicos que lo obseden, tratados en sus ensayos y en su libro clave, Biología de la democracia, el Poder y el análisis del cuerpo social:
Ni ninguno de los que en mi vida han representado algo, tienen el drama interior que usted les presupone. Son gentecillas frívolas, que no piensan más que en divertirse, en bailar, en beber y en gozar. Ni siquiera por amor, sufren». En nuestro falso «gran mundo» se destacan como en ningún otro círculo de la sociedad cubana, los males que la corroen. Sociedad improvisada con elementos heterogéneos, por formación aluvional, sin raigambre patriótica, rápidamente enriquecida y por la riqueza llevada a una concepción sensual de la vida —la idea no es mía, sino de Rathenau— tiene que caer en los excesos que la llevan a la liquidación. Todo esto se podría haber dicho en un tono doctrinal, severo, analítico, plagado de citas y lleno de erudición. Pero no me gusta hablar en magíster. Aquello de que pertenezco «a una generación dramática, que llegó demasiado tarde para ser heroica y demasiado pronto para ser cívica» fue una escapada a los caminos de la política, de la que estoy arrepentido. Sin embargo, digo una verdad irrefutable. La generación a la que yo pertenezco, es la misma a la que pertenece usted y yo quiero que me diga amigo Mañach, qué «chance» hemos tenido. ¿Gobernar? Lo están haciendo todavía los que ganaron la Independencia. Y cuando ellos pasen, se harán cargo del gobierno los que vienen pisándonos los talones. Somos una generación sándwich.
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Réplica de Mañach, 26 de diciembre, 1932
Abro antier el periódico y me encuentro que alguien se empeña en dar un espectáculo desde esta misma plana. El espectáculo se titula: «Carta abierta de Marcelo Pimentel a Jorge Mañach». ¿Quién es Marcelo Pimentel? Es un muñeco. Es el protagonista de esa novela que ha sido objeto ya de denuncia convencional, de varias fotografías con pie forzado, de dos portadas, del título de «sensacional» conferido por su propio autor y de varios juicios, aparte del correccional, entre ellos, no mío, sino razonado y bastante negativo. Pimentel es el muñeco más destacado de la novela. Yo dije, entre otras cosas, que era de aserrín por dentro. Y ahora resulta que el muñeco se pica como todo hombre, se anima inesperadamente y me dirige una carta abierta.
Esto parecía contradecir mi juicio. Un personaje literario capaz de salirse de sus páginas y endilgarme una apología de sí mismo, de sus blasones y de sus nueve generaciones, tiene que tener alguna vida y personalidad auténtica, cierto rango pirandelliano o unamunesco… Pero me acerco, sorprendido, y veo que no. Veo que el muñeco sigue siendo muñeco. Que el frac, el gesto, la palabra, tienen algo de ajeno y postizo, algo artificial. Y compruebo, en efecto, que no se trata de un mero espectáculo, y que el espectáculo no puede ser más divertido. Es un acto de ventriloquia. Detrás del muñeco está el autor y empresario, que tiene una probada habilidad para sacarse las palabras del vientre.
¿Qué piensa entre tanto, el dómine Sr. Mañach, espectador increpado, juzgador juzgado, compañero acribillado de pequeños alfilerazos con su poquito de veneno?» — ¿el vanguardista?— y, mientras tanto, deslinda lo que no es para él espectáculo: Hay quienes nacen para los espectáculos, y quienes, por el contrario, nunca podrán convencer de que la vida, la sociedad, la patria, las opiniones, sean pura farsa». Este «trascendentalismo» mío —como tú llamas al prurito de escribir para decir algo sincero y de alguna sustancia— me defiende también bastante de caer en la crítica barata, en el croniquismo epidérmico, en saqueo de la opinión ajena y en las simulaciones de originalidad doctrinal. Mi tono poco jocundo me libra de profesar la maledicencia espaldera, amparándome de ese virus de la chacota, que llega a envenenar los espíritus hasta el punto de disolver sus ideales y poner sus ideas al servicio de los peores autoritarismos (…). Mi oscuridad —aunque sea sólo la de ese párrafo por ti citado en que se han tupido tus entendederas me permite decir, cuando otros están de rodillas o en los coros cortesanos, las insinuaciones de un civismo que todavía no he sabido cambiar en cinismo, y la fe en una patria que aún no me resigno a considerar perdida.
Esta inevitable trascendentalidad mía es la que me fortalece para pensar que si nuestra generación, por causas muy distintas de las que tú apuntas, no ha podido servir en la política a pesar de los esfuerzos que algunos como tú han hecho por conectar con sus círculos tradicionales, los escritores de nuestra generación debemos hacer siquiera el esfuerzo por ayudar a nuestro pueblo a recobrar su conciencia, hablándole de sus problemas, tratando de fijarle sus valores, estimulando su fe y su confianza en sí mismo y no haciéndole creer que sus vicios son sus normas y sus cloacas sus hogares. En fin, jocundo Lamar, todas estas modalidades mías que tu muñeco ha satirizado tan dócil y primariamente, se reducen a una sola característica, que yo voy a llamar a mi modo: dignidad. Entre las imposiciones de esta dignidad que padezco incluyo esta: la de que, cuando uno escribe un libro, y le pide a un compañero un juicio de este libro, y el compañero lo escribe sinceramente, con seriedad crítica, sin personalismo y teniendo, además, la deferencia de mostrarle a uno ese juicio antes de publicarlo, la dignidad recomienda no contestarle sino con la misma seriedad y con la misma lealtad que se nos dio en homenaje. Y nada más, excelente y querido ventrílocuo.
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Contra réplica de Lamar Schweyer, 29 de diciembre, 1932
El señor Mañach es un pillastre y al anecdotario de pequeñeces que pretende ridiculizar con la risa, rebajar y desarmar, lo que no pudo ser enfrentado con juicios sólidos: «Pero, ahora, respetable público, voy a contar una anécdota del Dr. Gonzalo Maret, personaje que habla repetidamente en mi novela, pero que se calla muchas cosas. Una vez le dijeron al Dr. Maret que “Mañach era el Ortega y Gasset cubano” ¿Sabéis lo que respondió? Tomó un tono misterioso, aprestó una voz engolada y seria y declaró que aquello no era exacto. Y dijo: —Ortega y Gasset es el Mañach de España. Fue un terrible golpe de maledicencia de Maret contra el escritor español.
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Carta de Lamar Schweyer a Mañach, 6 de enero, 1933
Querido Jorge:
Si el público se empeña en que el espectáculo continúe y te pide salgas de nuevo a la escena, asegurándote que en mi último artículo la palabra «pillastre» tiene para ti un sentido que pueda interpretarse como referencia a tu corrección, te ruego que no le des el gusto. El diccionario y yo tenemos nuestras viejas diferencias, y doy a las palabras mi sentido y siempre dentro del tono en que escribo. Lamentaría que una vieja amistad, puesta al calor de una polémica literaria, pueda quebrarse porque a un señor se le ocurra torcer las frases. Te hago la aclaración porque mi ánimo jamás estuvo el decirte «pillastre» en el sentido lato de la palabra. Si ella se deslizó, excúsalo y recibe un abrazo cordial de tu afectísimo amigo y compañero.
Alberto Lamar Schweyer.
Muy bien en desempolvar estas polémicas. La unanimidad es, además de aburrida, indicadora de miedo, hipocresía, demagogia.
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