Por Guillermo A. Belt
En 1928 La Habana fue sede de la VI Conferencia Internacional Americana, en aquella época el órgano de mayor rango en la Unión Panamericana, entidad precursora de la OEA. El gobierno cubano tiró la casa por la ventana. Quién me iba a decir que el libro publicado por la Imprenta Nacional con las sesiones de ese gran evento sería mi modelo en 1966 cuando se me designó a cargo del Diario de la Reunión de la conferencia convocada en Panamá para estudiar la reforma de la Carta de la OEA.
Logré cumplir esa tarea a cabalidad, aunque por supuesto sin lograr la presentación de lujo del modelo cubano. Fue una experiencia muy interesante porque era necesario seguir los debates para comprobar que los resúmenes de nuestro personal técnico reflejaban fielmente lo ocurrido en las sesiones de la conferencia.
Dos o tres días antes de la inauguración, unos amigos, también parte de la avanzada de la Secretaría, y yo fuimos a un cabaret recomendado por funcionarios del país sede, donde una cantante figuraba como estrella del espectáculo. Salió al escenario una mujer alta, con su buen cuerpo enfundado en un vestido de noche. Bien maquillada, la cara mostraba una cierta dureza en la expresión, pero aparte de este detalle era una artista muy atractiva. Al terminar el doblaje de una canción popular la supuesta cantante se quitó de un tirón la peluca que llevaba, revelando su verdadero sexo masculino. Ni cantante ni mujer resultó ser.
En vísperas de inaugurarse la conferencia arribó a la capital de Panamá mi buen amigo Hernán Banegas, el Jefe de Presupuesto. Junto con Álvaro López, gran amigo suyo, decidimos gastarle una broma invitándolo al cabaret donde, dijimos, cantaba una real hembra. Gracias a una propina generosa obtuvimos una mesa junto al escenario.
Poco después del comienzo del doblaje de la misma canción de la noche anterior, nuestro amigo, mirando a la artista con insistencia y evidente admiración, recibió una mirada de reciprocidad y un guiño cómplice. Entusiasmado con la conquista nos recalcó su éxito al conseguir, recién llegado, lo que nosotros no habíamos logrado al cabo de varios días en el país.
Nuestra respuesta fue retirarnos antes del fin del espectáculo con el pretexto de dejarle mayor libertad de acción. Nunca supimos qué sucedió después de la arrancada de la peluca, pero al día siguiente nuestro amigo nos buscaba por todas las salas y pasillos de la conferencia mientras nosotros nos escabullíamos, hasta unas horas más tarde cuando consideramos prudente enfrentarnos a su reclamo, planteado con justa furia.
Reunión en la cumbre
En 1967 la OEA celebró en Punta del Este la Reunión de Jefes de Estado y de Gobierno de los Estados Miembros. Todos los jefes de unidad del Departamento de Asuntos Administrativos, encabezados por Betances, viajaron a Montevideo. Yo había entablado amistad con Juan Nimo, y recuperado la de Hernán Banegas merced a su generoso perdón por la broma en Panamá. A ambos les pedí ayuda para asistir a la reunión, sin duda llamada a ser histórica. Fue así como unos días después del arribo de nuestra plana mayor recibí orden de presentarme en Montevideo.
El Dr. Mora había solicitado la colaboración del Embajador Alejandro Orfila, quien en ese tiempo ya no estaba en servicio activo en la cancillería argentina, para apoyar al protocolo uruguayo en la enorme tarea de recibir a los presidentes y primeros ministros de los países miembros de la OEA. Siendo embajador en Japón Orfila había organizado la visita oficial del Presidente Frondizi, y bien sabía el Dr. Mora cuán exquisito y complejo era el protocolo del antiguo imperio nipón. Nimo, viejo amigo de su compatriota argentino me recomendó, y Orfila amablemente me aceptó como ayudante suyo.
Para comenzar Orfila me invitó a ir con él al aeropuerto de Carrasco, en Montevideo. Al rato llegaron el ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Luisi, y personal del protocolo de la cancillería. El ministro y Orfila se saludaron cordialmente, como buenos amigos. Acto seguido, mi nuevo jefe pro tempore dispuso dónde debía colocarse el canciller, dónde el funcionario que haría las veces del Presidente Gestido, haciendo marcar los lugares con tiza, y dónde la tropa para rendir los honores militares de estilo a los Jefes de Estado y de Gobierno asistentes a la reunión.
Terminada la asignación de lugares a la comisión de recibo, Orfila hizo colocar un avión frente a ésta y pidió a un funcionario de protocolo descender del avión, tal como lo harían los ilustres visitantes en su día. La tropa en posición de firme y la banda militar lista, Orfila me dijo en voz baja: “Camine junto a mí y fíjese bien porque usted va a quedar a cargo de todo esto.”
Sin más me encontré caminando por la pista de Carrasco junto al Embajador Alejandro Orfila a los acordes del himno nacional del Uruguay, pasando revista a la tropa – el funcionario del protocolo representando al jefe de estado visitante sólo bajó por la escalerilla del avión, agotando así su papel, asumido enseguida por Orfila. Cronometrando el tiempo recorrimos a paso solemne la distancia desde el avión hasta el helicóptero que habría de transportar a los presidentes de inmediato a Punta del Este, en cuyo Hotel San Rafael tendría lugar la reunión.
Esa fue mi introducción al ceremonial diplomático para recibir a veinte y tantos Jefes de Estado y de Gobierno. Conservo la foto con Orfila en la pista de Carrasco, sépalo el lector incrédulo. Con o sin foto, aquella lección no la olvidaría nunca. De mucho habría de servirme, años después.
Terminado el ensayo y a punto de retirarse para atender otros asuntos con el Dr. Mora, Orfila me encargó el manejo de toda la operación a partir de ese momento, instándome a tratar a los funcionarios del protocolo nacional con delicadeza, teniendo presente que la responsabilidad del recibimiento en Montevideo era del país anfitrión. En cambio, la OEA sería responsable de recibir a los presidentes en Punta del Este por ser ésta la sede de la reunión.
Con la gentil ayuda de un sobrino del Dr. Mora, funcionario del protocolo de la cancillería, pude dirigir el ceremonial en el aeropuerto sin mayores dificultades a lo largo de dos días muy intensos. Todo iba saliendo tal como Orfila lo había organizado cuando surgió un contratiempo. Mientras cada presidente pasaba revista a las tropas a los acordes de su himno nacional, su equipaje debía ser trasladado del avión al helicóptero para el viaje a Punta del Este. En un caso este trámite se demoraba y al parecer el presidente se iría sin sus maletas. Pedí ayuda al piloto de otro helicóptero, en fila esperando al próximo presidente. Accedió de inmediato, subí al aparato con el equipaje y en vertiginoso vuelo llegamos al otro helicóptero dos minutos antes del ilustre pasajero. Así devine maletero aerotransportado, un oficio, creo, sin precedentes.
Con el Presidente Joaquín Balaguer, de República Dominicana, Hotel San Rafael, Punta del Este |
Al llegar al Hotel San Rafael, Manuel Ramírez, subjefe de la Oficina de Protocolo de la OEA, me encargó recibir a los presidentes a su llegada a la sede de la conferencia a fin de poder atender él otros asuntos junto al Secretario General. Yo habría de permanecer de pie en la puerta del hotel, esperando por los presidentes o primeros ministros, quienes llegaban uno tras otro, cada uno en su automóvil, a intervalos de unos minutos, y acompañarlos por un largo pasillo hasta la sala de sesiones plenarias. Lo poco apetecible de esta tarea quizás fue el factor decisivo en la delegación de autoridad que me hizo el subjefe de protocolo.
Una rampa muy angosta y curva daba acceso a los automóviles en la entrada principal del San Rafael, lo cual obligaba a los conductores a aminorar la velocidad considerablemente. Los responsables de la seguridad de los dignatarios vieron esto con malos ojos. Ante sus preocupaciones, resolvimos habilitar la entrada del fondo del hotel para el ingreso de los ilustres visitantes, adonde sus coches podían llegar a buena velocidad con su escolta de motocicletas.
Aunque el ceremonial de recibimiento en Punta del Este correspondía a la OEA, el gobierno uruguayo nos prestó mucha colaboración. La más importante, y vistosa, fue la participación del Regimiento No. 1 de Caballería, los Blandengues de Artigas. Decano de las unidades militares del país, este regimiento es la Escolta del Primer Mandatario de la República Oriental del Uruguay, y actúa de guardia de honor de Jefes de Estado cuando visitan el país. Sus miembros, jinetes de primera, visten uniforme azul oscuro con vivos rojos, correaje blanco, morrión en que destaca el Escudo Artiguista, y portan sables y lanzas. Por si fuera poco, los blandengues cuentan con su propia banda militar, la Charanga.
Al mando de un destacamento de seis lanceros y un soldado músico se me presentó el primer día un joven teniente. Quería saber cómo deseaba yo colocar a sus hombres. El de la corneta, acordamos, iría a la derecha de la puerta, frente a mí; yo le haría una señal cuando saliera del coche cada mandatario y así podría prepararse para tocar su diana de bienvenida. Tres lanceros a cada lado de la entrada, el teniente a mi lado, sable en puño, y listo.
Como cada coche llevaba la bandera del país del visitante, además de la uruguaya, ésta en la parte delantera derecha del vehículo, me aprendí el diseño de todas para poder anticipar, a la distancia de una cuadra, quién sería el próximo en llegar. Desde Carrasco me había provisto de un aparato de radio portátil (del incómodo tamaño de un ladrillo, más o menos, en aquel entonces) y con este dispositivo me comunicaba en el aeropuerto con el protocolo nacional y, ahora, con un colega de la OEA, quien anunciaría la llegada de los jefes de delegación a la sala de sesiones plenarias.
Caminé mucho más en el Hotel San Rafael que en el aeropuerto de Carrasco, y me divertí casi tanto. Algún que otro presidente me dio la mano al llegar al hotel; la mayoría saludaba con una leve inclinación de cabeza, o quizás una sonrisa. El de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, dormía en un buque de guerra anclado frente a la costa del elegante balneario uruguayo y llegaba al San Rafael con cara de malas pulgas (no establezco ninguna relación de causa-efecto). El hecho es que nunca me saludó, a diferencia de un diplomático de su séquito, quien me dio las gracias diciéndome con disimulado asombro, You are here all the time!
Pero el día de la clausura de la reunión Johnson me agarró del codo con una de sus manazas y así desfilamos él y yo entre lanzas y blandengues, sin decir palabra, por aquel pasillo largo hasta el umbral de la sala del plenario donde lo entregué sin pena ni gloria en manos del colega encargado de anunciar la solemne entrada del presidente de los Estados Unidos a la Reunión de Jefes de Estado y de Gobierno de los Estados Miembros de la OEA.
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