En el servicio exterior
Es una experiencia aleccionadora la de trabajar por varios años a miles de kilómetros de distancia de tu jefe inmediato y de toda la plana mayor de una organización. Los diplomáticos están acostumbrados a desempeñar su misión fuera de la capital y más bien lejos del Ministerio de Relaciones Exteriores. No así los funcionarios de organismos internacionales. En la OEA, los de las llamadas áreas técnicas viajan a los países miembros en misiones de corta duración; otros, en las dependencias de apoyo a las conferencias, viajan a éstas por una o dos semanas; la mayoría de los destacados en la sede nunca se alejan de ella.
Tras haber reorganizado las oficinas en los países miembros me tocaba ahora, por decisión propia, incorporarme a lo que podríamos llamar el servicio exterior de la OEA. Conforme al protocolo, los jefes de misión deben presentar sus cartas credenciales al ministro de Relaciones Exteriores al inicio de su gestión. En Chile esto es extensivo a los representantes de organismos internacionales. Cumplí este requisito el 2 de agosto de 1976 en mi visita formal al Vicealmirante Patricio Carvajal, titular de la cancillería.
Presentación de credenciales al
Ministro de Relaciones Exteriores de Chile |
Después de presentar credenciales me di a la tarea de visitar a las personas que podrían facilitar mis funciones en Chile. Tuve la fortuna de conocer a Arturo Fontaine, director de El Mercurio, el diario más antiguo del país. De entrada nuestra relación fue muy cordial. Le expuse mi interés en destacar las actividades de cooperación técnica que la OEA desarrollaba en Chile, que eran muchas y variadas.
Arturo comprendió de inmediato mi propósito de mantenerme al margen de temas políticos en mis actuaciones públicas. El Mercurio dedicaba varias páginas a temas apolíticos y en ellas me dio amplia cabida. Comencé por visitar nuestros proyectos, y al efecto establecí una buena relación de trabajo con CONICYT, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, entidad gubernamental de trayectoria muy anterior al gobierno de Augusto Pinochet.
CONICYT veía con buenos ojos mi interés en dar mayor relieve a los proyectos de la OEA, que el organismo manejaba como contraparte nacional. Por consiguiente, sus funcionarios me facilitaron las cosas y pronto me encontré inaugurando cursos en el Centro de Perfeccionamiento del Magisterio, en Lo Barnechea, un lugar alto y fresco, próximo a Santiago, y visitando otros proyectos de índole variada, en Valparaíso, Osorno y algunas ciudades más.
La publicidad en El Mercurio le resultaba muy grata a Santiago Meyer, y en general para los funcionarios de su subsecretaría, deseosos de dar mayor importancia a su área y – me atrevo a decir – a ellos mismos. Lo que quizás no advirtieron es que al cabo de unos meses de aparecer yo casi todas las semanas, frecuentemente con fotos, en las páginas del diario de mayor circulación en el país, altos funcionarios gubernamentales comenzaron a establecer contacto conmigo, lo cual me facilitó la actividad política que el Secretario General me había encomendado y sobre la que le daba frecuentes informes por cartas personales.
Comprenda el lector no familiarizado con las comunicaciones burocráticas que, en teoría, cometía yo una falta grave al comunicarme directamente con el Secretario General. Todos mis informes, como subalterno de mi sucesor en la dirección de la Oficina de Coordinación, debían ser dirigidos a él. Este funcionario, a su vez, elevaría al subsecretario Meyer aquellos informes de suficiente importancia para merecer su atención. Las probabilidades de que Meyer a su vez remitiera algo a Orfila eran mínimas.
Mínimo también era el riesgo de ser acusado de saltarme los llamados canales de comunicación, puesto que yo estaba procediendo conforme a instrucciones explícitas, si bien verbales, del Secretario General. Mi correspondencia con Orfila, contestada amablemente por él la mayoría de las veces, y ocasionalmente por su jefe de gabinete, Marcelo Huergo, resulta más nutrida (y por supuesto más interesante) que la otra.
Sin pasar a más diré que mi actividad política en Santiago de Chile, totalmente apartada de la luz pública, fue de mayor utilidad para la OEA, y mucho más satisfactoria para el autor de estos recuerdos, que la referente a la amplia gama de proyectos de cooperación técnica impulsados por la Organización en el país.
El regreso a la sede
Por razones de carácter familiar, principalmente la preocupación de mi madre por la salud de mi padre, solicité mi traslado a la sede de la OEA. Lo hice privada y confidencialmente mediante cartas al buen amigo Juan Nimo, quien dio cuenta de mis preocupaciones a Orfila, también privadamente. Las autoridades chilenas habían dado muestras de su satisfacción con mi trabajo y mi salida del país no sería bien recibida por ellas.
El Secretario General fue muy comprensivo y, aunque no deseaba poner fin a mi misión en Santiago, ordenó el traslado en atención a mis circunstancias familiares. En marzo de 1980, pocos meses antes de cumplir cuatro años como representante de la OEA en Chile, me encontraba de vuelta en Washington en el cargo de subdirector de la Oficina de Servicios de Secretaría a la Asamblea General, la Reunión de Consulta, el Consejo Permanente y las Conferencias.
El director de la oficina era Armando Cassorla, un funcionario con muchos años de servicios, y además amigo de Orfila. Me recibió amablemente, pero con un atisbo de recelo, algo inevitable cuando en la burocracia aterriza un posible rival. De entrada me hizo saber que sólo él se comunicaría con el Presidente del Consejo Permanente, a quien asesoraría antes y durante cada sesión de este órgano, que se reúne de ordinario dos veces al mes.
En cuanto a mis funciones, el nuevo jefe no fue explícito. Comenzaba yo a preocuparme y, aún peor, a aburrirme por falta de trabajo cuando un buen día el director me sorprendió con una instrucción clara y precisa, aunque contradictoria de la anterior. A partir de hoy, me dijo, te harás cargo del Presidente del Consejo, el embajador de Panamá Juan Manuel Castulovich.
Discretas averiguaciones me revelaron el motivo del cambio de instrucciones. En una primera reunión con Castulovich las cosas le habían ido mal a mi jefe. El recién estrenado presidente requería mejoras en el mobiliario de la oficina asignada por la Secretaria General a la presidencia del Consejo Permanente. El director de la secretaría no aceptó ninguna de las solicitudes, alegando falta de recursos. No supe detalles del intercambio, sólo que no fue nada cordial.
Muchos años después, cuando ya me había retirado de la OEA, Juan Manuel Castulovich y su esposa nos invitaron a Nora y a mí a la celebración de la boda de su hija Milena en el Hotel Alfonso XII, en Sevilla. En un aparte durante la fiesta, al agradecernos por haber viajado desde Washington, me dijo que yo lo había ayudado mucho al asumir él la presidencia del Consejo Permanente puesto que no tenía experiencia alguna en esas funciones. De allí surgió una amistad que se mantuvo cuando Juan Manuel se retiró del servicio diplomático y regresó a vivir en Panamá, donde lo visitamos en una ocasión.
Debo aclarar que tampoco yo tenía experiencia en los manejos del órgano político de la OEA cuando un incidente personal me hizo lanzarme al ruedo, sin capote, espada ni muleta. No obstante, tuve dos cosas a mi favor: cuatro años de práctica en Chile, donde las funciones del cargo de representante de la Secretaría General en el país me pusieron en constante relación con altas autoridades del gobierno y miembros del cuerpo diplomático; y mi preparación como abogado, que me facilitó un pronto dominio del Reglamento del Consejo Permanente para asesorar al presidente –primero, al Embajador Castulovich y luego a todos sus sucesores– en la conducción de las sesiones de un órgano integrado por embajadores, a quienes el colega que por turno del alfabeto lo preside debe tratar con exquisita cortesía al aplicar las reglas del debate.
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