El salón Miranda |
Por Guillermo A. Belt
Una gran sorpresa
En noviembre de 1983 la Asamblea General se reunió nuevamente en la sede de la OEA. Como es de práctica, el Secretario General pronunció el discurso inaugural en la primera sesión plenaria. Para sorpresa de todos Alejandro Orfila manifestó que renunciaba a su cargo ante la falta de voluntad de los Estados Miembros de la OEA para apoyar con los recursos necesarios las múltiples tareas que los gobiernos le encomendaban a la Organización. Lo hizo con mucha elegancia en ese discurso, el mejor de los que le había escuchado.Orfila había sido electo en mayo de 1975 por un período de cinco años, y reelecto en 1980 por igual período. Faltaba casi un año y medio, hasta mediados de 1985, para el término de su mandato, limitado a una reelección por disposición de la Carta de la OEA. Los Cancilleres estaban ante una situación sin precedentes: la renuncia de un Secretario General que se mostraba insatisfecho por la falta de apoyo financiero a los programas que estaba obligado a desarrollar.
El discurso de Orfila obtuvo un aplauso cerrado, con los Cancilleres y jefes de delegación de pie. Orfila permaneció sentado, por supuesto, agradeciendo la ovación con la cabeza levemente inclinada. Yo quedé perplejo. No tuve el menor indicio de la renuncia de Orfila. Mi relación con él era muy buena, pero yo no era parte del grupo de sus íntimos colaboradores, entre los cuales estaba Salem, quien en alguna ocasión me había hablado del aprecio de Orfila por mí.
Concluida la ovación, el recién electo presidente de la Asamblea General, Fidel Chávez Mena, ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, dispuso un receso para considerar la situación tan inesperadamente planteada. Se acordó nombrar una comisión de cinco Cancilleres para hablar con Orfila privadamente en su despacho e intentar convencerlo de retirar su renuncia, o cuando menos aplazarla por varios meses a fin de tener tiempo para encontrar un sucesor.
Mientras se hacía esta gestión, el presidente invitó a un reducido grupo de Cancilleres a reunirse en un salón pequeño, cercano al Salón de las Américas, indicándome que lo acompañara. Aunque aún no había comenzado la campaña oficial para elegir al sucesor de Orfila, se conocían las aspiraciones del Secretario General Adjunto McComie al respecto. Por esta razón el presidente de la Asamblea no lo invitó a la reunión privada.
De inmediato varios Cancilleres me preguntaron si la Asamblea General podía reunirse a corto plazo para elegir al nuevo Secretario General. Comencé mi respuesta con “la Asamblea General es soberana”, expresión usual en la Secretaría para recalcar los poderes supremos de este órgano, con arreglo siempre a las disposiciones de la Carta de la Organización. Ante la preocupación de los Cancilleres que no querían un interinato largo de McComie, quien debía sustituir al Secretario General en casos de ausencia o incapacidad, les dije que en esta misma sesión ordinaria se podía convocar a una sesión extraordinaria de la Asamblea General para elegir a un nuevo Secretario General, y que ello podría realizarse en la fecha que estimasen conveniente. Avalé mi opinión pidiendo por teléfono el envío inmediato de los antecedentes pertinentes, lo cual se hizo sin demora gracias a la eficiencia de mi personal.
Resuelto el aspecto reglamentario, el presidente dio por terminada la reunión, advirtiendo a sus colegas que debían permanecer en el edificio en espera del informe de la comisión especial, reunida en esos momentos con Orfila. Por mi parte, aproveché unos minutos entre reuniones para acercarme al despacho del Secretario General, que había conocido (lo recordará el buen lector) el primer día de mi trabajo en la OEA. En la antesala donde me estrené como funcionario internacional encontré a Juan Nimo, tan ansioso como yo de adivinar lo que estaría ocurriendo, pared de por medio, en la conversación de los Cancilleres con Orfila. Por supuesto, nada logramos averiguar.
Una hora y minutos más tarde la comisión regresó al Salón de las Américas después de su entrevista con Orfila. La Asamblea continuaba en receso, por lo que no hay actas de estas reuniones. El presidente decidió pasar a sesión privada inmediatamente, en el Salón Miranda, contiguo a la sala de plenarias, con la asistencia de los Cancilleres y jefes de delegación, y nadie más. Los embajadores en la OEA de países cuyos Cancilleres no han podido asistir, por lo general los del Caribe angloparlante, son los jefes de delegación. Las delegaciones de países de mayor tamaño cuentan con cuatro o cinco personas, las demás con dos o tres, de manera que muchos diplomáticos tuvieron que permanecer en el Salón de las Américas, sin duda muertos de curiosidad por saber el resultado de las gestiones de la comisión especial.
Fidel Chávez Mena |
Fidel Chávez Mena era un político experimentado, pero nunca había presidido una Asamblea General de la OEA. Me dijo con franqueza que dependería de mí para las cuestiones de procedimiento y en consecuencia debería acompañarlo a todas las reuniones. Agregó que en la reunión recién convocada por él yo sería el único funcionario de la Secretaría General autorizado para asistir. Se hizo una excepción para los intérpretes, a solicitud mía, por ser imprescindibles para los Cancilleres o embajadores angloparlantes que no hablaban español. Vale aclarar que tanto el ministro de Relaciones Exteriores de Brasil como el Canciller de Haití sí lo hablaban, y tuvieron la gentileza de no insistir en la interpretación simultánea al portugués y francés, como era su derecho, ya que en las sesiones y los documentos de la OEA se emplean los cuatro idiomas oficiales.
Como si fuera poca la responsabilidad que se me había dado cuando apenas llevaba yo dos años de director de los órganos políticos, el presidente me encomendó impedir la entrada al Salón Miranda de toda persona con excepción de Cancilleres y jefes de delegación. Cumplí el encargo, no sin dificultad pues hube de decirle a más de un embajador, entre ellos algunos amigos míos, que por decisión del presidente no podían entrar a la sesión.
Si quien lee estos apuntes conoce las interioridades de la OEA, entenderá cuán penoso resulta negar el ingreso a una reunión a los Excelentísimos señores Embajadores, Representantes Permanentes en el Consejo, también Permanente, de la OEA, especialmente cuando el responsable de tan ingrata tarea debe atender casi a diario a esas mismas personas, intentando satisfacer sus requerimientos y exigencias en la medida de lo posible.
En el Salón Miranda se conservan los sillones de madera en cuyo respaldar figura el nombre de cada uno de los 21 países que originalmente integraron la Unión Panamericana, entidad precursora de la OEA. No eran suficientes para los países miembros de la OEA en la década de 1980, de manera que mandé colocar dos sillas corrientes en la cabecera, una para el presidente y la otra para mí, como muestra de modestia y en señal de igualdad con las complementarias de los sillones con nombre. Por supuesto, ningún Canciller se tomó el trabajo de buscar el asiento con el nombre de su pais, y cada cual se sentó donde mejor le vino.
La comisión designada para reunirse con el Secretario General informó de la resistencia inicial de Orfila a posponer su renuncia más allá del 31 de diciembre de ese año, pero ante la insistencia de los comisionados había accedido a permanecer en funciones hasta el 31 de marzo siguiente. Por tanto, los Estados Miembros contaban con cuatro meses y unos días para la campaña electoral. Recuerdo las palabras del Secretario de Relaciones Exteriores de México instando a iniciar de inmediato la búsqueda de candidatos para evitar que el Secretario General Adjunto tomara ventaja de su interinato, una vez producida la salida de Orfila, en beneficio de sus propias aspiraciones. Lo más revelador fue el asentimiento de varios representantes de países del Caribe angloparlante al planteamiento de México.
Los Cancilleres, por unanimidad – no hubo votación, pero tampoco oposición ni reserva alguna – acordaron convocar a una sesión extraordinaria de la Asamblea General en el mes de marzo siguiente, e informar al pleno del acuerdo a que habían llegado con el Secretario General. Antes de entrar a la sesión plenaria que tendría lugar poco después, me dirigí a la oficina del Embajador McComie, a pocos metros de la mía en la planta baja del Edificio Principal, para informarle de lo ocurrido en las dos reuniones de Cancilleres.
Encontré a McComie con expresión deprimida. No era para menos, se le había excluido de reuniones en las que tendría que haber participado como autoridad máxima del departamento bajo mi dirección. Bien sabía la razón, pues no había ocultado su aspiración de suceder a Orfila al término de su mandato de diez años. La renuncia de éste lo había cogido fuera de base, como decimos los cubanos amantes de la pelota, que así también se llama el béisbol en mi tierra.
Lo más difícil para mí fue decirle que la posición de México había tenido el respaldo de varios jefes de delegación del Caribe angloparlante, precisamente los que él esperaba apoyarían su candidatura. No dudo que lo habrían hecho, pero aparentemente les pareció contrario a la noción del fair play que su candidato disfrutara de la ventaja de un interinato hasta noviembre del año siguiente, cuando procedería celebrar otra sesión ordinaria de la Asamblea General.
La caída de Orfila
Alejandro Orfila no le dijo a los Cancilleres que había recibido una oferta de trabajo muy atractiva de Robert Gray, figura importante en aquel entonces en el mundo político de la capital estadounidense. Se trataba de un trabajo en el sector privado al cual Orfila aportaría sus amplios conocimientos y larga experiencia internacional. Por tanto, tampoco les explicó que había aceptado la oferta y estaba obligado a comenzar sus nuevas actividades en enero de 1984.
Años después, conversando con Orfila, supe que él no había previsto la insistencia de los Cancilleres, algunos amigos suyos, en posponer su renuncia del 31 de diciembre de 1983 hasta tres meses después. En su deseo de complacerlos pensó que podría cumplir con las obligaciones de su nuevo trabajo sin perjuicio de atender las de Secretario General. En mi opinión pudo haberlo hecho sin mayores dificultades, pero sólo desde un punto de vista práctico. Si consideramos las percepciones, no es favorable a la imagen de un funcionario internacional de muy alto rango que se encuentre dedicado, siquiera a tiempo parcial, a las actividades privadas.
Otro aspecto no previsto fue la capacidad de resentimiento que tienen muchos seres humanos. El embajador de Bolivia en la OEA, Fernando Salazar Paredes, obtuvo informaciones de funcionarios de la Secretaría General resentidos ante reales o imaginarias injusticias administrativas durante la gestión de Orfila. También las recibió de funcionarios allegados a McComie, adoloridos por lo que vieron erróneamente como el marginamiento de su jefe por parte del Secretario General, especialmente en eventos sociales. Estas personas quizás llegaron a creer que la premura en la búsqueda de su sucesor fue inspirada por Orfila, en perjuicio de las aspiraciones de su jefe. No fue así, como hemos visto.
Comenzó entonces una campaña para destituir a Orfila, impulsada por Salazar, quien propuso crear un grupo de trabajo del Consejo Permanente para investigar su denuncia, recogida en los diarios principales de Washington y Nueva York, y en la prensa de América Latina, sobre el desempeño por Orfila de actividades de cabildeo al mismo tiempo que continuaba como Secretario General. En los Estados Unidos esta situación se conoce como double dipping, con un claro sentido peyorativo.
El Consejo creó el grupo de trabajo y como es costumbre nombró al proponente, el embajador de Bolivia, como uno de sus miembros. Otros países expresaron su deseo de integrarlo, entre ellos México y Chile. El embajador de México, Rafael de la Colina, era el embajador más antiguo en el servicio exterior de su país y un diplomático respetado por todos sus colegas. De inmediato fue elegido para presidir el grupo.
Al salir de la sesión donde se tomó este acuerdo me dirigí a la oficina de McComie. Le dije que yo asistiría a las sesiones del grupo de trabajo. Me contestó que para eso estaban los secretarios de comisión y que designara a uno de ellos. Le contesté que Oswaldo Vallejo redactaría las minutas del grupo de trabajo pero yo contestaría a todas las preguntas, en nombre de la Secretaría General, en vista de lo delicado del tema. Por su expresión advertí su inconformidad, pero a falta de argumentos no dijo una palabra más.
Me quedaba claro el propósito de Salazar: hacerle un juicio político a Orfila con base en las recomendaciones del grupo de trabajo. Requerí el apoyo de los departamentos encargados de los asuntos legales y los administrativos ante la eventualidad de consultas técnicas. Mi asiento en la mesa de la presidencia del grupo de trabajo quedaba a la derecha del Embajador de la Colina. Detrás de mí se sentaban funcionarios de los departamentos mencionados, quienes me asesoraban en voz baja sobre preguntas de su especialidad.
Todas las sesiones se celebraron en el Salón Miranda, el de las reuniones difíciles, como hemos visto. Don Rafael, como le llamaban sus colegas y algunos de nosotros en señal de un respeto que iba más allá de su calidad de embajador, me daba la palabra cada vez que surgía una pregunta o consulta por parte de los miembros del grupo, que según recuerdo eran menos de una docena. Salazar presentaba sus denuncias: Orfila se había inscrito en el registro oficial de personas autorizadas para hacer cabildeo; se daba por sentado que cobraba por su trabajo para Gray, sin haber informado al Consejo Permanente; además, seguía cobrando su sueldo como Secretario General. Los miembros del grupo hacían comentarios y preguntas.
Al final de la primera sesión Oswaldo Vallejo me propuso almorzar juntos, como solíamos hacerlo. Me contó con evidente preocupación que Salazar le había dicho que su carrera y la mía corrían peligro si defendíamos a Orfila en el grupo de trabajo. Le contesté que él nunca hablaría en el grupo, sólo yo hablaría por la Secretaría General, y ya veríamos lo que decidía el grupo. Si Salazar le hablaba de nuevo debía decirle simplemente que me había trasmitido su mensaje.
Cuando tomaba la palabra Salazar intentaba convencer a sus colegas para condenar a Orfila y destituirlo. A pesar de su insistencia no tuvo éxito. Con la ayuda muy sutil y elegante de don Rafael y la colaboración técnica de los colegas de la Secretaría General pude contestar satisfactoriamente todas las preguntas de miembros del grupo. En mis siete años al frente de la secretaría de los órganos políticos tuve algunos roces con embajadores, pero nunca recibí miradas amenazantes y hasta de odio como las que lanzaba Salazar Paredes desde su asiento en el lado opuesto de la mesa, frente a la presidencia.
Triste final
Lo que sí surtió efecto fue la campaña de prensa desatada por el embajador boliviano. Las cosas se pusieron color de hormiga, o mejor dicho, se caldearon los ánimos de los señores Embajadores, Representantes Permanentes en el Consejo Permanente de la OEA. Lo primero que hacía yo al despertar cada día era recoger los ejemplares del Washington Post y New York Times en la puerta de mi casa y ver si la OEA figuraba de nuevo en primera plana, desde luego con enfoque negativo.
No quiero alargar este relato para el lector amable; bastante penoso fue para los que lo vivimos. Orfila envió una carta de disculpas al Consejo, sus miembros debatieron en privado si lo recibían en una sesión como él solicitaba, y finalmente decidieron hacerlo. Reunido el órgano bajo la presidencia del embajador de Colombia Francisco Posada de la Peña, éste me preguntó privadamente quién debería recibir a Orfila en la puerta del Edificio Principal. Sugerí que lo hiciera el jefe de Protocolo. Posada se negó, le parecía demasiada gentileza. Le ofrecí hacerlo yo. Aceptó y declaró abierta la sesión.
Entonces me levanté y fui a la puerta de entrada, saludé a Orfila con un apretón de mano y lo acompañé hasta el salón del Consejo. Entramos juntos, en silencio nosotros y todos en el salón. El presidente había dispuesto sentar a Orfila en el centro mismo de la curva de la U formada por la mesa, en el asiento más alejado de la presidencia. Hasta allí lo acompañé y luego me instalé en mi puesto a la izquierda del presidente, el antiguo lugar del Secretario General Adjunto, quien en esta ocasión ocupaba el sitio a la derecha del presidente, correspondiente al Secretario General.
La sala escuchó en silencio la explicación de Orfila sobre su permanencia en el cargo a pedido de las delegaciones que lo visitaron el día de su renuncia, y su ofrecimiento de devolver los sueldos devengados como Secretario General a partir de enero de 1984. El Consejo no respondió de inmediato, pero posteriormente decidió rehusar el ofrecimiento con base en consideraciones legales. Asimismo, resolvió censurar la conducta de Orfila y remitir su recomendación en tal sentido a la Asamblea General, ya que sólo ella estaba facultada para hacerlo.
Siempre abreviando este triste final, la sesión extraordinaria de la Asamblea General para elegir al sucesor de Orfila se celebró el 13 de marzo, eligiendo por unanimidad al Embajador Joao Clemente Baena Soares, diplomático de carrera en el servicio exterior de Brasil. Val McComie, aferrado al sueño de ocupar el primer cargo en la jerarquía administrativa, retiró su candidatura en el último momento, en la propia sesión de la Asamblea. Prefiero no hacer comentarios sobre lo que para él también fue un final deslucido en esta etapa desagradable de la OEA.
Orfila continuó viviendo en Washington, en su casa de Tracy Place, en el elegante sector residencial de Kalorama, cerca de la residencia oficial del Secretario General en la calle California. Con cierta frecuencia invitaba a almorzar a un pequeño grupo de sus antiguos colaboradores en la OEA: José Luis Restrepo, su ex jefe de gabinete; Luis Lizondo, que continuaba siendo director del Departamento de Programa-Presupuesto; su viejo amigo Juan Nimo, y dos cubanos, Nicky Rivero y yo. Nos acompañaba María Victoria Rodríguez, su secretaria en la OEA. Los comensales éramos siempre los mismos, y el menú también: pasta italiana en salsa roja y vino de las viñas de Orfila en la Argentina.
Unos años después Orfila se mudó a Rancho Santa Fe, precioso sector residencial muy cercano a San Diego, California. Solía visitar Washington una vez al año, y entonces éramos los invitados habituales de Tracy Place quienes lo invitábamos a almorzar, por lo general en un restaurante especializado en comida italiana situado en uno de los suburbios de la capital, en Virginia. Se comía bien, aunque en porciones demasiado abundantes, al menos para mi gusto. De vez en cuando se nos agregaban unos pocos funcionarios, antiguos colaboradores suyos en la OEA.
Recuerdo con especial agrado una ocasión cuando vino con Helga, su mujer, para asistir a las carreras de caballos en Virginia, y me invitó a almorzar en su casa muy cerca de Middelburg. Ese día me acompañó mi hija Nora María, quien recibió muchos cumplidos de Helga por su belleza y elegancia.
No comments:
Post a Comment