Joao Baena Soares
Por Guillermo A. Belt
La década de Baena Soares
En prenda de agradecimiento al lector paciente por haber llegado hasta aquí copio esta relación en inglés de las personas que ocuparon los cargos de Secretario General y Secretario General Adjunto de la OEA desde el inicio de la Organización hasta el presente (2022). El cuadro ayudará a seguir la pista de mis andanzas en las cercanías de los cinco secretarios generales con quienes me tocó trabajar.
Al ser electo en la OEA el Embajador Baena Soares ocupaba el segundo cargo en la jerarquía del ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil. Sus obligaciones en Itamaraty reclamaron su presencia en Brasilia hasta junio de 1984. En consecuencia, McComie actuó como Secretario General Interino desde marzo (formalmente el 1 de abril) hasta el 19 de junio.
El interinato de McComie puso las cosas en su lugar, o más bien me puso en el mío, el asiento inmediatamente a la izquierda del presidente del Consejo Permanente, haciendo las veces de Secretario General Adjunto y por ende secretario del Consejo. Desde luego, jamás se reconoció formalmente mi interinato. Continué haciendo el mismo trabajo, pero con más comodidad. Tocó a su fin, eso sí, mi función de ventrílocuo. O, en versión más cruel, aquella a la que alguna vez se refiriera un distinguido colega: “Está usted como Esopo, haciendo hablar a los animales.”
Baena Soares fue el Secretario General con quien trabajé directamente por más tiempo. A lo largo de sus diez años en el cargo lo acompañé, primero desde el Consejo y luego como asesor suyo. A continuación paso a resumir esa década productiva para la Organización, y muy grata en lo personal.
Misión a Costa Rica
El 7 de junio de 1985 el Consejo Permanente recibió al ministro de Relaciones Exteriores de Costa Rica, quien acusó de agresión al gobierno de Nicaragua ante disparos efectuados por sus tropas contra miembros de la Guardia Civil que patrullaban en territorio costarricense la zona limítrofe del río San Juan, en Las Crucitas, con un saldo de dos muertos y siete heridos, cuatro de ellos de gravedad. El Consejo resolvió pedir a los gobiernos de Colombia, México, Panamá y Venezuela que integraran una “comisión de investigación, la cual tendrá el concurso del Secretario General de la OEA, para determinar, en el territorio de Costa Rica, los hechos descritos en la sesión del Consejo Permanente”.
Baena designó a su asesor principal Osmar Chohfi, diplomático brasileño asignado temporalmente a la OEA, y a mí en calidad de director de los servicios de secretaría del Consejo Permanente, para acompañarlo. El sábado 15 llegamos a San José, donde la primera reunión de la Comisión de Investigación contó con la participación de los viceministros de Relaciones Exteriores de los cuatro países que la integraban.
Luego quedaron trabajando sus representantes, y con ellos viajamos en un helicóptero facilitado por Panamá a la zona casi inaccesible del río San Juan donde se había dado el tiroteo. Posteriormente nos trasladamos a Liberia, ciudad fronteriza con Nicaragua, y entrevistamos a funcionarios nicaragüenses para conocer su versión de los hechos. Al cabo de una semana, habiendo escuchado a oficiales de la Guardia Civil de Costa Rica y examinado informes médicos y forenses proporcionados por la Procuraduría General de este país, regresamos a Washington para redactar nuestro informe al Consejo.
La redacción del informe de la comisión investigadora quedó a mi cargo. Hice mi trabajo con la urgencia reclamada por la naturaleza del tema. Resultaba muy claro que se había producido una agresión por parte de tropas nicaragüenses contra miembros de la Guardia Civil costarricense, disparando las primeras desde su territorio contra los segundos en territorio de Costa Rica, sin que mediara provocación alguna. Así lo expuse en el texto y lo sometí a los miembros de la Comisión de Investigación.
En las deliberaciones sobre el informe, llevadas a cabo confidencialmente en el despacho del Secretario General, los representantes de México y Venezuela abogaron por una redacción más favorable para el gobierno de Nicaragua. El Embajador Julio Londoño, experto en temas fronterizos y militares, representaba a Colombia. Hombre de principios, había comprobado la agresión y respaldó con sólidos argumentos el texto presentado por la secretaría. Panamá hizo otro tanto y prevaleció el criterio de estos dos países.
Cuando el Consejo Permanente se reunió el 11 de julio para considerar nuestro informe se produjo un debate entre el Canciller Carlos José Gutiérrez, de Costa Rica, y la viceministra de Relaciones Exteriores de Nicaragua, Nora Astorga. El Consejo aprobó una resolución repudiando los hechos y aprobando el Informe de la Comisión de Investigación, cuyo mandato dio por concluido.
Así, en corto tiempo y con éxito terminó mi primera misión política en la época del Secretario General Baena Soares. Del trabajo en el río San Juan, y aún más del que llevamos a cabo en la redacción del informe surgió con el Embajador Londoño una amistad de la cual disfruté por muchos años, dentro y fuera de la OEA.
Retos en San Salvador
El lector amable recordará la prueba que me presentó Orfila cuando me encomendó resolver diplomáticamente un serio problema político relacionado con la Asamblea General celebrada en Washington en 1982. Seis años después, el órgano supremo de la OEA me presentaría no uno sino varios retos, algunos de naturaleza política y otros de carácter personal.
En 1988 la Asamblea General debía reunirse en San Salvador conforme al ofrecimiento de sede por parte del gobierno de El Salvador. Si bien se trataba del período ordinario de sesiones, esta vez nada habría de ser rutinario en el encuentro de los Cancilleres. El país centroamericano sufría las consecuencias del conflicto entre las guerrillas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN, y las fuerzas armadas del gobierno de Napoleón Duarte, prestigioso dirigente político y fundador del Partido Demócrata Cristiano, quien en 1984 había triunfado en las elecciones para la presidencia.
Hice un viaje preliminar a la capital salvadoreña para iniciar los preparativos de la reunión. El ministro de Relaciones Exteriores Ricardo Acevedo Peralta había reunido a varios de sus embajadores en San Salvador, procedentes de sedes diplomáticas en el extranjero, para aportar su experiencia y asegurar el éxito de la Asamblea.
Uno de ellos, Guillermo Paz Larín, de larga y muy distinguida trayectoria en el servicio exterior, me invitó a cenar en su casa junto con altos funcionarios gubernamentales. Estábamos sentados en la terraza, tomando lo que en Chile se denominan bajativos, cuando se escuchó una explosión. Con elegancia y sangre fría nuestro anfitrión nos sugirió pasar a su biblioteca para ver algunos recuerdos de sus viajes. Antes de entrar a la pieza en el interior de la planta baja de la casa, eché una mirada disimulada a los jardines por donde comenzaban a desplegarse soldados con cascos y fusiles, silenciosamente, en formación de combate.
Poco después los invitados se fueron despidiendo, comenzando por los de más alto rango, entre los cuales había dos o tres ministros de Estado. Yo me quedé casi hasta el final porque en el protocolo de la mayoría de los Estados Miembros de la OEA es ese el lugar que me correspondía. Desde luego, no mencioné a nuestro anfitrión lo que había alcanzado a ver en sus jardines, ni le pregunté sobre la explosión que habíamos oído.
Pero al llegar a mi hotel hice una primera tentativa de averiguación. En el vestíbulo vi al gerente, a quien conocía, conversando discretamente con el dueño del hotel. Me dirigí a ellos y les pregunté por el origen de la explosión. Me contestaron haciendo referencias imprecisas a un volcán cercano donde se daban frecuentes incursiones del FMLN. Di por sentado que esa noche poco o nada lograría averiguar, y en consecuencia me fui a mi habitación a dormir.
A primera hora de la mañana siguiente me di a la busca y captura del gerente, fácil empresa puesto que el personaje se levantaba temprano y solía recorrer el hotel. Le pregunté a boca de jarro qué había sucedido en realidad la noche anterior, contándole que yo había visto el despliegue de tropas en casa del Embajador Paz Larín, cerca del hotel, cuando se oyó la explosión. Por toda respuesta me dijo, “Sígame, por favor.” Me llevó a la azotea del edificio y me mostró un boquete en un aparato metálico del sistema de aire acondicionado, y otro en la pared de lo que, dijo, era el salón de actos. Ambos habían sido causados por una granada antitanque, conocida como RPG. El proyectil no había explotado y sólo perforó el aparato metálico, perdiendo fuerza y quedando incrustado en la pared. De haber explotado los daños habrían sido mucho mayores.
Lo grave del asunto no eran los daños materiales. El gerente había ordenado su inmediata reparación, y en ello estaban varios obreros cuando me mostró lo ocurrido. Lo preocupante era la falta de seguridad. Por la trayectoria que pudimos inferir el gerente y yo, el disparo se había hecho desde un solar yermo contiguo al hotel. Resultaba evidente la falta de vigilancia en los alrededores de lo que pronto sería la sede de la Asamblea General de la OEA.
Pedí al gerente acompañarme al ministerio de Relaciones Exteriores. Fuimos en su automóvil, con él al timón. Llevaba una pistola sobre el asiento, escondida bajo su pierna derecha, y al llegar al ministerio la guardó en la guantera del coche, bajo llave. Pedí ver al ministro, pero el Dr. Acevedo Peralta no se encontraba en su despacho. En su lugar me recibió el viceministro Joaquín Maza Martelli. Le conté lo sucedido, avalado por el gerente del hotel, añadiendo que sin un incremento inmediato en la seguridad de la sede de la Asamblea ésta no podría llevarse a cabo. Me contestó que le trasmitiría mi preocupación al Presidente Duarte y me pidió esperar por la respuesta en su despacho.
Al cabo de unos minutos regresó y me dijo que el presidente había dado las órdenes pertinentes. Al llegar al hotel nos encontramos con soldados pidiendo identificación a quienes querían entrar. Revisaban todos los vehículos, usando un espejo montado sobre ruedas para ver debajo de las carrocerías. Otros patrullaban los alrededores. La orden del presidente de El Salvador había llegado con prontitud, antes que nosotros en nuestro viaje de unos veinte minutos del ministerio a hotel.
Mi ultimátum había surtido efecto. Por supuesto, no pronuncié esta palabra. El lenguaje diplomático admite la firmeza, siempre y cuando la selección de las palabras, el tono de la voz y la expresión del rostro se ajusten a sus cánones.
Mi circunstancia
Apolíticos e imparciales, así debíamos ser en el desempeño de nuestro trabajo los funcionarios de la Secretaría General en virtud de disposiciones reglamentarias comunes a las organizaciones internacionales. Para poner en práctica este noble ideal sería necesario olvidar la conocida afirmación de Ortega y Gasset.
El ofrecimiento de sede por el gobierno salvadoreño despertó preocupación en algunas delegaciones. El factor político incidía en este sentimiento, perceptible por quienes en la secretaría estábamos llamados a tomar el pulso del Consejo Permanente. Algunos gobiernos tenían simpatías por el FMLN, otros apoyaban al gobierno de Duarte. Además, siendo los embajadores, mujeres y hombres, tan susceptibles a las pasiones humanas como cualquier persona, viajar a un país convulsionado por un conflicto armado les resultaba poco atrayente.
En lo que personal me vi cara a cara con el dilema planteado por el eminente filósofo en Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” La experiencia vivida en Cuba en la década de 1950, especialmente en los años 1958, 1959 y hasta mediados de 1960, me llevaba a desconfiar de movimientos revolucionarios prometedores en su retórica, pero que traicionaban los ideales proclamados poco después de tomar el poder. Mis simpatías, aunque no manifestadas públicamente por obediencia a los reglamentos, estaban con el gobierno democráticamente electo del Presidente Duarte.
Al regresar de Relaciones Exteriores me senté a desayunar en una mesa al aire libre cerca de la piscina del hotel, de traje y corbata como pasaría el resto del día de trabajo. A los pocos minutos me avisaron por los altoparlantes que tenía una llamada de Washington. La tomé en un teléfono cercano. El Secretario General me preguntó si eran ciertos los rumores en medios de prensa acerca de una explosión en el hotel la noche anterior, comentando que habían causado preocupación a miembros del Consejo Permanente.
Le contesté que en estos momentos me encontraba desayunando junto a la piscina del hotel, donde muchos turistas disfrutaban tranquilamente de su estadía en el país. Reinaba la calma, agregué, y yo no había oído ninguna explosión en el hotel a pesar de pasar casi todo el día allí en mi oficina temporal, y donde además me alojaba. El Secretario General dijo que así lo informaría al Consejo Permanente. No estaba seguro de haberlo convencido, pero pensé que mi respuesta le serviría para salir del paso, como me había servido a mí.
No resultó tan fácil. Al final de la tarde me llamó McComie. Comenzó con un regaño por mis frecuentes comparecencias en medios de prensa salvadoreños, reproducidos en el boletín de noticias que el Departamento de Información Pública de la OEA preparaba cada día para las delegaciones. Ante el interés en el país por la celebración de la reunión de la OEA, los periodistas salvadoreños me pedían entrevistas por ser yo el encargado de organizarla, lo que era natural, le contesté.
Entonces cambió de tono, y de táctica, para decirme que yo sería muy popular entre los embajadores si al regresar a Washington informaba que no había condiciones para celebrar la Asamblea en San Salvador. Mencionó a dos embajadores, alegando que me quedarían especialmente agradecidos. Uno era amigo personal mío desde hacía varios años, y el otro, muy amable conmigo, era influyente entre sus colegas por su brillantez. Le contesté que los preparativos marchaban satisfactoriamente y, de no haber cambios, así lo informaría a mi regreso a la sede. Por decir lo menos, fue una conversación poco agradable.
Desenlace
En noviembre de 1988 la Asamblea General celebró su décimo octavo período ordinario de sesiones en San Salvador. Sería vanidoso decir que la reunión se llevó a cabo contra viento y marea por haberme tocado desempeñar el mando en su etapa preparatoria. Hubo presiones, eso sí, para impedir lo que se interpretaba como una manifestación de apoyo al gobierno de Duarte. Además, el FMLN había declarado su rechazo a la presencia del máximo órgano de la OEA y algunos de sus pronunciamientos eran amenazadores.
Poco después de iniciada la sesión inaugural surgió un nuevo reto. El coronel encargado de la seguridad de la reunión me informó que una manifestación de ciudadanos bastante numerosa se encontraba muy cerca del hotel, detenida por la policía. Los manifestantes querían entregar un documento al presidente de la Asamblea General. Pedí al coronel que me llevara a hablar con los dirigentes de la marcha. Me adelanté solo hacia los manifestantes pese a los reparos del coronel, que vestía de civil. Ofrecí al dirigente principal entregar personalmente su documento al destinatario, de inmediato, si accedían a retirarse. Aceptó, más por la imposibilidad de avanzar contra la hilera de policías que debido a mis poderes de persuasión. Tras recibir su documento, a la vista de muchas cámaras de la prensa, regresé al hotel para cumplir con obligaciones más rutinarias.
En el temario de la Asamblea figuraba la elección del Secretario General, dado que el mandato de Baena Soares vencería en junio de 1989. La única candidatura oficial hasta el momento era la del propio titular, que contaba con amplio respaldo para su reelección. Tan pronto como llegó a San Salvador Baena me invitó a acompañarlo a Costa del Sol, el balneario donde tendría lugar el diálogo privado de los Cancilleres con el cual se iniciaban las deliberaciones, para redactar allí el discurso inaugural que le correspondía pronunciar.
En eso estábamos cuando me llamaron de la capital para avisarme de la llegada del Secretario General Adjunto esa tarde. Le pregunté a Baena si debería ir al aeropuerto para recibir a mi superior inmediato. No, porque teníamos que continuar trabajando en su discurso, me dijo. Donde manda capitán no manda marinero.
Fue la primera señal, por no decir presagio, del rumbo que seguiría mi carrera profesional en la OEA. La segunda también me la dio Baena, al dar juntos un primer vistazo al salón de las plenarias. El Secretario General me señaló mi puesto en la presidencia, a su derecha. Cuando me aventuré a recordarle que siempre me había sentado a la izquierda del Secretario General Adjunto, me dijo: “Es hora de que aprendas cuál es tu lugar.”
Cuesta abajo (gracias, Gardel) iría la cordialidad en mi relación personal con McComie de aquí en adelante. El Secretario General Adjunto estaba molesto desde mi negativa a pronunciarme desfavorablemente sobre la realización de la Asamblea en San Salvador. Luego, al no verme entre los funcionarios que lo recibieron en el aeropuerto y enterarse que estaba con Baena en Costa del Sol, aumentó su molestia. Y cuando vio la nueva distribución de lugares en la presidencia, su expresión de profundo desagrado rebasó los límites del comportamiento diplomático.
A mayor abundamiento, (aquí las gracias son para mis profesores de Derecho en la Universidad de Villanueva) cuando estábamos a punto de abordar el tema titulado Elección del Secretario General surgió un nuevo conflicto. Oswaldo Vallejo había preparado el libreto, o sea, la guía del presidente, anunciando que el voto sería secreto y a tal efecto se distribuirían las boletas correspondientes. Minutos antes de comenzar la sesión Vallejo había colocado su libreto en el sitio del Canciller Acevedo Peralta, quien presidía la asamblea por elección de sus colegas.
Enterado más temprano de este texto y tras saber por Vallejo que había traído las boletas impresas desde la sede por instrucciones de McComie, yo había preparado mi propia guía. El ministro salvadoreño estaba sentándose cuando me vio retirar el guion que tenía enfrente y reemplazarlo por otro. En el mío, el presidente citaba el artículo pertinente del reglamento y proponía a la sala proceder a la elección por aclamación en vista de que había un solo candidato al cargo. En voz baja le dije, “lea este, presidente”.
A estas alturas yo gozaba de la confianza del Dr. Acevedo, a tal punto que un par de días antes me había invitado a una reunión con sus embajadores para conversar sobre un proyecto de resolución de gran importancia política para su gobierno. De manera que el Canciller, sin titubear y para asombro de McComie y Vallejo, leyó mi texto y propuso la elección del Embajador Joao Clemente Baena Soares por aclamación. Así lo hizo la Asamblea General con un fuerte aplauso.
Con disculpas al lector curioso me voy a reservar el motivo de la maniobra montada por Vallejo bajo instrucciones de McComie. Ellos no están más entre nosotros y por consiguiente no pueden rebatir mi versión. El propósito de someter la reelección de Baena a una votación por escrito lo averigüé poco después. Con renovado agradecimiento a los profesores de Villanueva, me limito a citar este axioma jurídico: a confesión de parte, relevo de prueba.
Cierro este capítulo con un recuerdo feliz, nunca recogido por escrito. Días antes de la inauguración de la Asamblea General el Canciller Acevedo Peralta me dijo que deseaba condecorarme, una vez terminada la reunión, en una ceremonia en la sede de la OEA en Washington. Lamenté no poder aceptar su ofrecimiento sin consultar al Secretario General. Me sugirió hacerlo de inmediato, y así lo hice por teléfono. El Embajador Baena me autorizó a aceptar la condecoración por considerar que sería ofensivo no hacerlo, siempre que la ceremonia tuviera lugar en San Salvador sin mayor publicidad.
El ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador me impuso la Orden de José Matías Delgado, en el grado de Gran Oficial, ante un grupo de sus embajadores en su despacho del ministerio. Recuerdo siempre sus gentiles palabras de agradecimiento por la celebración de la conferencia, cuyo éxito, según dijo, se debía a mis aportes antes y durante la Asamblea General. Nunca más después de esa mañana he tenido ocasión de lucir la condecoración, pero sí la cinta en miniatura, en el ojal de la chaqueta, para honra mía y el agrado de mis amigos salvadoreños.
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