La Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp. se propone evitar que los hechos históricos de Cuba y sus exilios se conviertan en leyendas dejando un registro fidedigno de los mismos ‒sin censuras ni manipulaciones demagógicas‒ con el fin de que nunca pierdan su condición de historia. Este blog intenta reflejar nuestro quehacer en ese sentido, al tiempo de brindarse como tribuna abierta para que testigos y estudiosos del avatar cubano puedan contribuir de buena voluntad en el intento
Uno de los personajes más novelescos –y
novelados- de la historia novohispana fue el inquieto fraile protoindependentista
fray Servando Teresa de Mier (Monterrey, 1765 – Ciudad de México, 1827). Fue un
andariego incontrolable en su breve vida de 62 años, uno de los considerados
“precursores” de la independencia y también uno de los pocos que llegó a verla consumada.
Niño prodigio, se doctoró en Teología apenas a los 27 años y alcanzó pronta
fama como orador sagrado, la cual al final lo perdió. Precisamente fue desde el
púlpito religioso y no desde la tribuna política, donde tuvo su problema
inicial que marcó el resto de su vida: nada menos que el año 1794 en la
Real e Insigne Colegiata de Guadalupe,
ante el sagrado ayate milagroso, frente al Arzobispo Alonso Núñez de Haro y el Virrey
Miguel de la Grúa y Talamanca, y con toda la corte presente, fue donde soltó que
aquella imagen considerada milagrosa (“non
fecit talliter omni nationi”) no era el resultado de la impresión
prodigiosa de las rosas del Tepeyac por contacto directo con la Madre de Dios,
sino que era el propio manto de la Virgen María, que trajo 18 siglos antes a
América el mismo apóstol Santo Tomás (aquel osado discípulo de Jesús, el dubitativo
seguidor que metió los dedos en las llagas de Cristo), y por tanto, México no
debía su evangelización a los españoles sino directamente a la Virgen.
Parece que en ese momento no se percataron bien
de todo lo que había dicho el fraile con su encantador y encendido verbo, pero
una semana después se desató la tormenta: lo excomulgaron y mandaron a la
cárcel, primero a San Juan de Ulúa en Veracruz (con una breve escala en el
gélido Cofre de Perote), luego al mismo Castillo de los Tres Reyes del Morro de
La Habana –construido con “el situado de México”- y de ahí directo a una cárcel
en Cádiz.
Tuvo una vida agitada, llena de contrastes:
fue excomulgado y después formó parte de la prelatura personal del Papa. Fue
católico fervoroso y heterodoxo semiherético; combatió por España contra
Napoleón Bonaparte y a favor de Fernando VII cuando la Guerra de Independencia,
y después luchó por la independencia mexicana. Primero fue ferviente amigo y
luego enemigo feroz de Lucas Alamán. Tuvo otras amistades importantes, como Simón
Rodríguez, el viejo maestro de Simón Bolívar, y el Vizconde de Chateaubriand.
Luchó contra España, aunque la Corona le otorgó una pensión sustanciosa. Fue liberal
al principio de su vida, y al final de ella medio conservador; fue federalista,
pero no demasiado, y hasta tuvo atisbos de iluminación futurista, como mostró
en su célebre Discurso de las Profecías,
donde previó los males futuros –y no muy lejanos- de México. Fue, en toda la
extensión de la palabra, un personaje
y esto también literariamente, pues Reinaldo Arenas lo tomó como el
protagonista de su primera gran novela El
mundo alucinante.
Una vida tan intensa no podía tener un fin
común.
Murió en el Palacio Nacional, antigua
residencia de los Virreyes. Unos días antes, parece que sintió la cercanía de
la muerte, e invitó sus mejores amigos a una suculenta comida, donde prácticamente
hizo su propio panegírico, explicando las obras y acciones de toda una vida, y
al terminar se despidió ceremoniosa y cariñosamente de cada uno. Cuando murió
fue enterrado en el Convento de Santo Domingo, donde había profesado y del cual
se escapó varias veces. Allí, junto con otros dominicos, estuvo en descanso
hasta que, en 1861, con las Leyes de Reforma,
y la confiscación de los bienes eclesiásticos (“y de las tierras comunales”,
segunda parte del título completo que no suele mencionarse), fueron abiertas
las criptas del convento y su cuerpo se encontró momificado de forma natural,
junto con otros doce correligionarios. Parece que nadie lo recordó, porque los
liberales furibundos exhibieron estos cuerpos amojamados como antiguas víctimas
de la terrible Inquisición. Otros, más religiosos, quisieron ver en aquellos
trece cuerpos a Jesús con sus Apóstoles. Pero un avispado cirquero italiano que
andaba por allí entonces, compró las momias para exhibirlas como curiosidades y
portentos, llevándolos de feria en feria, y finalmente se perdieron.
Una leyenda cuenta que, al parecer, su cuerpo
logró fugarse de su tumba circense, para volver a recorrer los caminos como
hizo sin cansancio en vida, y finalmente está sepultado en una de las 365
capillas que se encuentran en la mágica ciudad de Cholula (tan mágica, que es
la única cuyo nombre oficial hace homenaje a un personaje que ni nació allí ni
nunca estuvo, Bernardino Rivadavia, presidente argentino). Pero esto no es más
que una suposición sin pruebas.
Aunque sí es cierto que hoy Cholula es la
ciudad en toda las Américas con una vida ininterrumpida más dilatada, pues los
primeros asentamientos humanos allí tienen más de 30 siglos, y conserva además
la pirámide más voluminosa del planeta, pero realmente la Gran Pirámide de Cholula no es una, sino siete superpuestas, y
coronadas por una iglesia dedicada a la Virgen de los Remedios, patrona de los
españoles conquistadores. Cholula no tendrá esas 365 iglesias según la
tradición, pero cuenta con algunas tan bellas que valen cada una por cien, como
Santa María Tonanzintla y San Francisco Acatepec.
Gran pirámide de Cholula
Si finalmente pudo escapar de la carpa
trashumante donde lo exhibían junto con sus doce colegas, sin dudas la bella Cholula
sería el mejor sitio para que se detuviera el andariego fraile y aceptara
fundirse con la leyenda del sitio, resignado por fin a descansar en la inmóvil
paz del sepulcro.
El caso quizá más estrafalario de todos es
el de Jeremy Bentham (Londres, 1748 – 1832) sabio economista inglés, padre del utilitarismo, fundador del célebre University College de Londres. Filósofo,
economista y escritor, fue un niño prodigio proveniente de una familia de
juristas notables, quien leía con fluidez desde los tres años, tocaba violín
aceptablemente a los
cinco, y a los nueve traducía con soltura del latín y el
francés. Estudió en los mejores colegios como Westminster School y Oxford
University, y a los 19 años ejercía ya como abogado exitoso. Sin embargo, se
cansó pronto de las leyes y prefirió dedicarse a la investigación y la
escritura. Fue buen amigo de James Mill y de su hijo, John Stuart Mill, quienes
después fueron sus editores, pues, aunque escribía mucho, Bentham era algo
excéntrico desde joven y no solía terminar ni revisar sus libros. Pero fue en
la economía donde encontró su terreno favorito. Sensato y práctico, este
pensador resultaría muy actual, un auténtico liberal y progresista, quien
postuló que el objetivo humano era lograr “la mayor felicidad para el mayor
número” de personas. Y sentenciaba: “Todo acto humano, norma o institución,
deben ser juzgados según la utilidad que tienen, esto es, según el placer o el
sufrimiento que producen en las personas”. Así lo expresó en su famosa obra Introducción a los principios de moral y
legislación (1780), lo cual supuso una nueva ética, basada en el goce y no
en el sufrimiento, como propuso muchos siglos antes el filósofo Epicuro.
Tanta fue su fama que la Revolución
Francesa lo distinguió como ciudadano honorario. Él aconsejaba medir las
consecuencias de cada acto y su utilidad, para lo cual elaboró una teoría del
placer y sus grados. Fue no sólo el creador del Utilitarismo como corriente filosófica, sino del término Deontología, hoy muy extendido, como una
nueva “Ciencia de la Moral”. Fue también autor de un opúsculo breve pero muy
importante, dedicado al funcionamiento del Parlamento inglés. Y hasta
incursionó en la arquitectura, pues fue el inventor del célebre Panópticon, un modelo de cárcel que
concibió por pedido del rey Jorge III, el cual, aunque no le gustó al monarca,
sí fue muy utilizado no sólo para los presidios, sino para talleres y fábricas,
pues desde un punto focal se podía vigilar a todo el personal, sin ser
detectado. Su lema era: “Ver sin ser visto”. Siglos después, Michel Foucault le
dedicó su ensayo Vigilar y castigar. El
ojo del poder.
En realidad, mucho antes de Bentham, en
América, un sacerdote español tuvo la misma idea: como ha estudiado tan bien mi
sabio amigo michoacano Armando Escobar Olmedo, Vasco de Quiroga, más conocido
como “Tata Vasco”, quiso construir el siglo XVI una enorme basílica en
Pátzcuaro, Michoacán, con el mismo principio de cinco naves que confluyeran en
un foco donde se encontraba el altar mayor, para que todos los feligreses
pudiesen seguir visualmente el oficio de la misa. No logró construir más que
una nave, que es la actual catedral, pero de haberla terminado, hoy sería la iglesia
más grande del mundo, mucho más que el mismo San Pedro de Roma o San Pablo de
Londres.
Cabeza de Jeremy Bentham
Un hombre tan genial no podía concebir para
su muerte algo que no resultara extraordinario.
Como fundó –al parecer, pues algunos discrepan- el University College of London (1826), quiso que después de muerto su
esqueleto fuera perfectamente vestido y sentado en un gran sillón, con una
cabeza de cera reproduciendo la suya original (cuyo cráneo donó al colegio), tocado
con sombrero y guantes, en una vitrina especialmente construida, ubicada en el
Salón de Sesiones del Consejo del College,
donde aún se encuentra, y se abre sólo en ocasiones señaladas, para que él
pueda estar “de cuerpo presente” cada
vez que se reúnen los académicos, por lo cual, además, se le ha concedido el
derecho de estar “presente pero sin voto”. Eso se llama amor a la docencia más
allá de la muerte. En esta prestigiosa institución han estudiado personajes tan
importantes como Gilbert K. Chesterton, Mahatma Gandhi y Alexander Graham Bell.
El destino –o la historia- tiene caminos
insospechados:
Aproximadamente en una misma época vivieron
algunos personajes muy diferentes en vida, pero que presentan curiosas y
macabras coincidencias después de su muerte.
Re
El filósofo francés René Descartes
(1596-1650), quien se puede considerar en cierta forma el padre espiritual de
los siguientes personajes, murió en circunstancias levemente sospechosas
mientras se encontraba en Suecia, invitado por la reina Cristina como su
asesor. Aunque durante mucho tiempo se pensó que había muerto por una neumonía
(debido al brutal frío sueco), recientes investigaciones indican que quizá fue
envenenado con arsénico. Pero esto no es lo más importante en relación con sus
restos: primero lo sepultaron en Suecia y luego en 1676 sus huesos fueron
trasladados a Francia, al principio en la Iglesia de Santa Genoveva del Monte, y después en el Panteón para, finalmente,
hasta hoy, en la Abadía de Saint
Germain-des-Prés. Pero lo realmente curioso y hasta truculento es que su
cráneo fue separado del resto de la osamenta, y actualmente se muestra en el Museo de Historia Natural de París. Esto
de separar el cuerpo de la cabeza, como puede verse, es una antigua costumbre
muy francesa. Parece que era muy desprendido, pues solía dejar volar su mente
como en su célebre anécdota “Los tres sueños de Descartes”, que lo impulsaron para
concebir una nueva propuesta filosófica, hoy conocida por su apellido: cartesianismo, resumida en su apotegma: Cogito, ergo sum (“Pienso, luego
existo”). Hace poco, con las nuevas tecnologías de reproducción tridimensional,
se ha intentado reconstruir su cerebro, que resultó muy semejante al del resto
de sus congéneres, excepto por una inusual protuberancia en el lóbulo frontal o
frontex, relacionada con la
asociación de conceptos y palabras.
Thomas Paine (1737-1809), un inglés muy
revolucionario, fue autor de tres obras claves de su época: El sentido común (1776), Los derechos del hombre (1791-1792) y La edad de la razón (1794-1795); y es
considerado -a pesar de ser británico- uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, junto con Washington, Jefferson,
Adams, Franklin, Jay, Madison y Hamilton: Paine sería el Octavo Padre Fundador.
Fue el primero que expuso aquellos principios o verdades evidentes, que aportaron el germen de la Declaración de Independencia de las
Trece Colonias, partiendo de la observación natural, desdeñando razones
históricas, costumbres y dogmas teológicos.
Vivió intensamente tanto la Revolución
Americana como la Francesa, y tuvo una extraña habilidad para ganarse enemigos
poderosos, como William Pitt “El Joven”, Maximilien Robespierre “El
Incorruptible” y George Washington “El Recto”. Fue un sorprendente autodidacta
y uno de los hombres más extraordinarios de su tiempo. Su influyente panfleto Common Sense (1776) fue el primer “best seller” americano, pues cuando lo publicó
vendió más de medio millón de ejemplares en un año (algo así como El Libro Rojo de Mao Tse Tung, pero de
la Revolución Americana), pero su autor no se enriqueció porque cedió las utilidades
al Congreso de la Unión. En realidad, esa obrita fue como el “Preámbulo” de la Declaración de Independencia.
Siendo un hombre tan notable, tuvo al morir
el entierro de un perfecto desconocido: sólo seis personas fueron a su sepelio,
y de ellos, dos eran negros libertos. Falleció a los 72 años en el número 59 de
Grove Street, en pleno Greenwich Village de New York, pero fue llevado hasta
New Rochelle donde tenía una finca, mas los melindrosos cuáqueros de allí no
permitieron que lo sepultaran en terreno sagrado, y como ya pasaban los días, finalmente
lo enterraron debajo de un nogal de su granja con una sencilla lápida encima.
Diez años después, en 1819, el periodista inglés William Cobbett, gran
admirador suyo, sacó los restos y se los llevó a Inglaterra (en un maletín de
mano), para levantarle un monumento digno de su gloria, pero nunca pudo
consumarlo y al morir 15 años más tarde,
se los dejó a un amigo sastre llamado Benjamin Tilly, quien tampoco pudo
construir un mausoleo pero los conservó hasta su muerte en 1860; entonces su
ama de llaves los vendió -o regaló- a un ropavejero amigo de la casa, quien
empezó a distribuirlos como souvenirs:
el cráneo por allí, el maxilar inferior por allá, el brazo derecho por más allá…
y así fueron dispersados. Hoy varias personas afirman tener al menos un
fragmento de Paine, pero en el monumento que finalmente se le construyó muchos
años después de lo previsto, en 1905, al parecer sólo pudo depositarse un pequeño
trozo que recuperaron de su cráneo. Sólo eso quedó del hombre eminente que
tanto admiraron, entre muchos otros, Lincoln y Edison.
Entre 1919 y 1960 existió en Cuba una revista que llegó a ser una de las publicaciones seriadas más populares y de trabajo gráfico más atractivo de su época: Carteles. Así, bajo esa sencilla pero simbólica denominación, vivió esta revista para la cual trabajaron figuras tan prominentes como Emilio Roig de Leuchsenrig, Alejo Carpentier y Conrado W. Massaguer. Sin embargo, hubo un artista que resultó fundamental en su consagración, y que consiguió que, ese semanario ―de temáticas interesantes y entretenidas― destacara además por sus expresivas y auténticas imágenes de portada, así como por las ilustraciones de los artículos. Ese artista fue Andrés García Benítez, o simplemente, Andrés (como firmó siempre sus trabajos): un joven de provincia, pero con una mente cosmopolita y una versatilidad infrecuentes. Andrés, un creador y periodista prácticamente desconocido entre los cubanos de la isla y del exilio, merece un lugar especial en la historia de la cultura cubana.
Nació en julio de 1916 en Holguín, pequeña ciudad del Oriente del país, en una casa ubicada frente a la Plaza de Armas (actual Parque Calixto García). Su padre, Saturnino García Zavalla, había llegado a Cuba proveniente del País Vasco siendo aún un adolescente. Con la ayuda inicial de un tío ―que había hecho fortuna en la isla―, y posteriormente asociándose a su hermano Julián, Saturnino obtuvo una favorable posición económica como terrateniente y comerciante que le sirvió para patrocinar espacios culturales en la ciudad, entre ellos, el teatro de la Colonia Española, denominado Teatro Holguín.
La madre de Andrés, Rita Benítez Hechavarría, pertenecía a una familia que contaba con varias propiedades. Rita fue determinante en el funcionamiento de la extensa familia que creó junto a su esposo. Sus nueve hijos (Andrés fue el menor) crecieron en un ambiente culto, sobre todo inspirados por su afición a la lectura, y por el gusto de Saturnino por las artes escénicas. Pero si importantes fueron los libros, también lo fueron las revistas cubanas de la época que se recibían y compartían en casa, Carteles entre estas. Observar y disfrutar sus imágenes serían parte del aprendizaje, inicialmente autodidacta, que llevó a Andrés a elaborar sus propios trabajos.
Andrés nació siendo artista. En su natal Holguín no recibió clases de artes plásticas y, decidido a hacerse dibujante, no se empeñó en terminar el bachillerato. Tampoco se interesó por una profesión tradicional y segura como el resto de sus hermanos y hermanas, quienes accedieron a estudios de alto nivel en la Universidad de La Habana y en instituciones en los Estados Unidos. Andrés siempre prefirió su cuaderno de dibujo a cualquier otro libro escolar. Rebelde y seguro de sí mismo se instala en La Habana, ciudad que lo recibió con muchas oportunidades y que él, sin dudas, amó, como mismo amó a toda Cuba, observándola, catándola, haciéndola suya a través de las líneas y el color.
Era un adolescente cuando realizó su primera portada para Carteles, específicamente para el número 39 del 4 de septiembre de 1932. Pero no fue hasta 1936 que entró como dibujante profesional. Alfredo T. Quílez, director de la revista, le ofreció integrarse al equipo, pero el joven artista decidió pasar un tiempo en Nueva York antes de emprender su vida profesional en La Habana.
Siempre ocupado en algún proyecto, el tiempo que Andrés estuvo en La Habana ―antes de viajar a Estados Unidos― le sirvió para asistir a una academia privada y para tener su primera exposición personal en el Círculo de Bellas Artes en el año 1934. La exposición fue presentada por José Antonio Portuondo y tuvo reseñas de varios medios de prensa.
En Estados Unidos, Andrés estudió en varias academias, aunque él siempre destacó su paso por The National School of Design. Estudios aparte, poseedor de una mente inquieta y de una extraordinaria capacidad de observación y síntesis, su estancia en la Gran Manzana debió constituir una escuela por sí sola. Las obras que se conservan de esa época muestran su capacidad de captar el espíritu bohemio y animado de la gran urbe americana. Sus piezas de los bares en Nueva York son, sencillamente, una delicia visual.
Audaz, como era, Andrés decidió que era hora de exponer en Nueva York, y acudió a dialogar con Alma Reed, dueña de la galería Delphic Studios. Es así como en mayo de 1936 Exhibition of Watercolors and Drawings by Andrés se convierte en su primera muestra personal fuera de Cuba. Los títulos de las obras ilustran muy bien algunas de las motivaciones temáticas del joven artista: “Funeral de María Belén Chacón”, “Rumba, Bacanal negra”, “Fiesta en el solar…”.Un dato interesante es que Jorge Mañach, quien en esos momentos residía en Estados Unidos, escribió de modo elogioso sobre esta exposición para la Revista Hispánica Moderna.
En noviembre de 1936 Andrés está de vuelta a La Habana y expone en una muestra colectiva en el Lyceum junto a otros tres creadores: Rigol, Portocarrero y Yiraudy. Exactamente diez años después, en 1946, también el Lyceum sería el espacio de una exposición personal en la que además de dibujos, acuarelas y gouaches, muestra bocetos escenográficos y diseños de vestuario teatral.
En 1937 participó en la Primera exposición de arte moderno. Pintura y escultura. La prensa de la época (Grafos, Diario de la Marina, e incluso la propia Carteles…) siempre estuvo atenta a las exposiciones de Andrés. Guy Pérez Cisneros fue uno de los críticos que comprendió y valoró su obra, resaltando su empeño por lograr imágenes suaves y armoniosas sin caer en lo trivial.
El teatro siempre había sido de su gusto, eso le venía de familia. Por esos años La Habana era una ciudad llena de salas y de artistas con ganas de hacer. Lo más natural era que Andrés también se dedicara (a partir de 1942) a trabajar para las artes escénicas. Sobre todo, se ocupó del diseño de escenografía y vestuario del Patronato del Teatro y de la Escuela de Ballet de Pro-Arte Musical. Así, realizó diseños para diversas obras: La zapatera prodigiosa, Doña Rosita la soltera, El perro del hortelano, Calígula (del grupo Prometeo)… en general fueron más de doscientos diseños. También, sin ningún prejuicio hacia ambientes más festivos y glamurosos, diseñó para el cabaret del Hotel Capri y para Tropicana.
Igualmente, no solo Carteles se benefició de la creatividad de Andrés, otras publicaciones como Vanidades, Perfiles, Social y Lyceum también recibieron en sus páginas y portadas su sello personal. Por su parte, la revista Prometeo ―dedicada al teatro y cuyo primer número se publicó en 1947― lo mantuvo más ocupado, pues se integró a su consejo de redacción.
Su versatilidad le permitía ir de las revistas a los libros, y del teatro al cabaret. Sin dudas, con su habilidad como dibujante, su maestría en el uso del color y de la línea —junto a su singular acierto para caracterizar personajes y ambientes—, lo colmaron de trabajo y compromisos que siempre atendió. Ilustrar, diseñar… no era para él algo menor, sino el sentido de su vocación. Andrés dignificó su oficio, al punto que cuando comenzó a trabajar para las artes escénicas la crítica siempre tuvo comentarios válidos para su escenografía y para sus diseños de vestuario. Al parecer, en manos de Andrés, estos elementos de la escena también se volvían protagónicos. Por su parte, en su faceta como ilustrador de libros se encuentran: Cantos de amanecer (1934), Hojas (1938) de la poeta holguinera Marilola X, y 4 cuentos-poemas existenciales, de José Sobrino Diéguez. Posteriormente, en 1962, ilustraría Poesías, de Nicolás Guillén.
El 31 de julio de 1960 se publicó el último número de Carteles. La revista le había abierto las puertas del diseño gráfico a un artista joven y lleno de ganas de hacer; mientras que Andrés le había aportado a Carteles el color, la energía, la vitalidad e incluso, la amargura de ese algo inextricable y tremendo que es “lo cubano”. La portada, dedicada al 20 de mayo de 1946, resume magistralmente nuestra mezcla de fiesta y frustración. En esa imagen se aprecia a una elegante mujer que, simbolizando a la República, queda apartada de la fiesta y de los fuegos artificiales que tienen lugar alrededor del Capitolio, sede del Congreso. Esa mujer, vestida de blanco y con una representación de la bandera cubana cubriendo su cabeza y su espalda a modo de capa, tiene un gesto pensativo, un poco vencido, es evidente que no se siente feliz, por eso se retrae mientras otros celebran.
Otras portadas serían más alegres, y eso era lo habitual. Las de los números que salían durante el verano, las del inicio y el fin del curso escolar, las dedicadas a los personajes que llenaban las calles cubanas: vendedores ambulantes, mulatas, señoras de la clase alta, niños traviesos… mostraban el lado alegre y desenfadado —e incluso socarrón— del cubano, así como su interacción con el otro, sus gustos y actitudes. La gente se veía a sí misma en Carteles. Cubanos y cubanas de todas las razas, edades y clases sociales podían mirarse en las escenas que componía Andrés cada semana.
En los números cercanos a la fecha del nacimiento de José Martí, Andrés cambiaba la “gracia cubana” por trabajos que, sin dejar de tener su sello, mostraban el respeto que sentía por El Maestro. Una de esas portadas presentaba a una mujer junto a su hijo leyendo un libro dedicado a Martí. Ese era Andrés, profesional, pero también tierno, y sobre todo, raigalmente cubano.
A pesar del cierre de Carteles, durante los años sesenta, Andrés continuó trabajando sobre todo para el teatro. El jardín de los cerezos, Electra Garrigó, Cecilia Valdés… son algunas de las obras en las que se implicó.
En general, sobre su vida personal no existe mucha información. Aunque en lo que va de este siglo varios investigadores se han interesado en su obra y su vida evitando que sigamos perdiendo la oportunidad de reconocer los grandes valores de su producción plástica, y también, por qué no, demostrando cuánto le cuesta a la cultura de un país ese acto irresponsable y bárbaro de olvidar a grandes creadores por el hecho de que no vivan en la isla.
En septiembre de 1966 Andrés sale de Cuba “para siempre”. Sale físicamente y también sale de la historia oficial de la cultura cubana. En El Vedado quedó su apartamento con libros, obras de arte… A su hermana, María Soledad, quien al igual que él vivía en El Vedado, le deja sus materiales de trabajo indicándole que, de ser necesario, los puede vender, pero que también se los puede compartir a su colega y amigo, el diseñador Eduardo Arrocha.
Andrés viajó a España y permaneció allí poco tiempo. Luego se instaló en Puerto Rico donde trató de abrirse camino. En septiembre de 1967 presentó una exposición personal de dibujos y acuarelas, sin embargo, luego de toda una vida en Cuba, le fue difícil empezar de nuevo. En 1967 escribió a su familia: “Estoy terriblemente desorientado, no tengo aún la práctica de ser exiliado y solo sé arrepentirme de serlo”. No obstante logró recomenzar en San Juan donde realizó algunas exposiciones y trabajó para varias revistas.
Andrés nunca llegó a superar la nostalgia por la isla. En una conversación con el escritor y periodista cubano Darcia Moretti, expresó: “Mi pintura ahora es una proyección histórica de un pueblo que desapareció. El que quiera saber cómo era Cuba desde 1934 a 1960 que coja las portadas de Carteles, lo que se usó, las modas, costumbres, tipos. Ahora tengo pocas aspiraciones. Perder mi país fue un trauma horrendo y del cual no me resigno, no me consolaré jamás, nunca, nada compensa mi país”.
En 1977 Andrés le escribe a una de sus hermanas que regresará a Cuba. Según testimonios de familiares y amigos todo parece indicar que, a pesar de tener poco más de sesenta años, mostraba síntomas de demencia. Es probable que el desarraigo, la soledad y el cierre forzoso de la revista a la que dedicó su vida hayan contribuido a acelerar la enfermedad. Es por eso que al arribar a la isla en 1981, ya no sabía quién era ni dónde estaba… Y el país que tanto amó y dibujó tampoco lo recordaba a él, excepto parte de su familia y unas pocas amistades que aún vivían en Cuba como Eduardo Arrocha y Ana Luisa García Martínez, Güicho, una señora holguinera que fue su amiga de infancia.
El 11 de julio de 1981 Andrés García Benítez fallece en Holguín. El día anterior había cumplido sesenta y cinco años. En Puerto Rico, el crítico Antonio J. Molina publicó un texto para recordarlo. Fue sepultado en el cementerio de su ciudad natal. Güicho, su leal amiga, se ocupó de la inscripción que indica que Andrés descansa en el panteón familiar.
En la actualidad su figura es estudiada y reverenciada por varios críticos, curadores, investigadores y amantes del arte cubano. Su obra se encuentra en colecciones privadas y, sobre todo, en el Museo Provincial La Periquera, en Holguín. Es en esta ciudad donde en lo que va de siglo se han realizado tres exposiciones importantes de originales suyos. La más reciente,Andrés cumple 100 años, pudo ser apreciada entre julio y septiembre de 2016 en el Centro Provincial de Artes Plásticas. La curaduría y museografía fue realizada por Martín Garrido Gómez, una de las personas que más ha investigado la figura de Andrés.
Por su parte, la Fundación Arte Cubano, en su inestimable labor de investigar y promocionar la pintura cubana, publicó Andrés, un libro completamente dedicado a él. La factura de este volumen es excelente. En sus más de doscientas páginas aparece una gran muestra de su obra junto a fotografías personales y textos escritos por el artista. Este monográfico también contiene valiosos y documentados ensayos de Martín Garrido y de Jorge R. Bermúdez, así como apuntes cronológicos esenciales para tratar de conocer su vida, y los varios sitios y épocas por los que transitó.
Andrés fue presentado en marzo de 2019 en el Museo Nacional de Bellas Artes. Muchas personas acudieron ese día, tantas, que no hubo suficientes ejemplares para todos. En el siglo XXI Andrés nos continúa seduciendo con su alegría, con el ritmo de sus líneas que hacen creer que dibujar es fácil, con su buen gusto y su cubanía genuina. Admirar sus trabajos nos acerca a ese lado amable de la vida que, como cubanos, nunca hemos perdido. Cuba debe sentirse agradecida por haber tenido en Andrés a uno de sus más elegantes y acertados cronistas. Eso fue su obra plástica, una crónica visual de alguien que estaba enamorado de su país y de su gente.
Como sucesos recientes han puesto de moda
el macabro tema de las inhumaciones y las correspondientes exhumaciones
reversivas, quizá sea oportuno recordar algunos casos de personajes históricos,
quienes han tenido un sorprendente destino post
mortem.
Todos los seres humanos se enfrentan al
terrible final de la vida, y por eso las prácticas funerarias definen cada
civilización. Antonio Gala ha dicho que cuando llega a alguna ciudad
desconocida, primero visita el mercado y el cementerio para saber cómo sus
habitantes se tratan en la vida y en la muerte: los egipcios momificaron a sus
faraones y dignatarios, así como los animales de compañía que consideraban divinos,
desde gatos hasta cocodrilos. Los parsis, que reverenciaban como sagrados todos
los elementos (agua, aire, fuego, tierra), para preservar su pureza edificaron
las Torres del Silencio, donde depositaban
los cadáveres y que ahí fueran alimento de las aves de rapiña. Los hindúes, por
creer divino a su gran río Ganges, al principio arrojaban los cadáveres a su
corriente pues los llevaría directamente con Brahma, y más tarde,
profilácticamente, los cremaban primero y luego echaban las cenizas al agua…
Los griegos cremaban a sus héroes y guardaban los restos en urnas preciosas,
después de refrescar sus cenizas con vinos aromáticos y perfumes, según se
cuenta en La Ilíada. Los romanos los
imitaron y levantaron tumbas suntuosas de mármol y pórfido; en cambio sus
antepasados los etruscos, solían encerrar los cuerpos en urnas de terracota, y
en sus cubiertas eran representados escultóricamente los ocupantes sonrientes y
felices, abrazados en el banquete de la vida.
Los primeros cristianos, severamente
perseguidos, decidieron construir las célebres catacumbas para hacer sus
enterramientos (muy parecidos a las de los judíos), que pueden visitarse
actualmente en Roma. París también tiene las suyas, pero más recientes, desde 1789,
cuando poco antes de estallar la Revolución Francesa, una epidemia ocasionó
tantos muertos que ya no cabían en los cementerios.
Al tolerarse el cristianismo como parte de
la libertad de cultos en el Imperio Romano establecida con el Edicto de Milán (313), promulgado por Constantino
I, los cuerpos comenzaron a ser depositados en descampado para dormir el sueño eterno (de ahí la palabra cementerio, que significa dormitorio), hasta el Día del Juicio Final, y surgieron las necrópolis (“ciudades de los muertos”),
donde se colocaban los sarcófagos (su
terrible traducción del griego es devorador
de carne).
También hay pueblos fantasmas (ya se ven muchos
en Europa, por el éxodo hacia las ciudades), y hay pueblos de muertos literarios,
como la Comala de Rulfo, donde los difuntos alternan y hablan con los vivos en
un diálogo sugestivo e inquietante.
Cripta
Imperial de los Capuchinos en Viena
La cultura de la muerte, los ritos
funerarios y las legislaciones que incluye, es un tema fascinante y con una
amplitud y profundidad tales, que demandaría muchos volúmenes para comentarlo.
Los reyes europeos crearon panteones o
capillas reales para sus dinastías: la Cripta
Imperial de los Capuchinos en Viena es la última morada de los emperadores
austríacos; en Westminster Abbey
están muchos de los antiguos monarcas ingleses, y la actual dinastía de los Saxe-Coburgo (Windsor desde la Primera Guerra Mundial), tiene como última
residencia terrenal la Capilla de San
Jorge en Windsor Castle, aunque
allí hay también sepulturas de reyes anteriores. España tiene su magnífica Capilla Real de Granada, donde están los
Reyes Católicos Isabel y Fernando, su hija Juana de Aragón y Castilla,
maliciosamente llamada “La Loca”, su yerno Felipe de Borgoña “El Hermoso”, y un
enigmático quinto sarcófago, el del
príncipe Miguel de la Paz de Avis y Aragón, quien, de haber sobrevivido,
probablemente hubiera cambiado la historia del mundo.
Más tarde, Felipe II “El Prudente” mandó
construir un portentoso edificio trifuncional como Panteón, Palacio y Monasterio:
San Lorenzo del Escorial. Allí está
el fastuoso Panteón de los Reyes y Reinas,
además de dos criptas dedicadas a los Infantes e Infantas de España, y otros
miembros de la familia real, como el hijo bastardo de Carlos V, Don Juan de
Austria, Vencedor de Lepanto.
Como el Panteón Real tiene sólo 26 nichos y
ya están ocupados 24, ahora cuando se llenen los dos restantes por los restos
de Don Juan (III) y Doña Mercedes, Condes de Barcelona y padres de Don Juan
Carlos I, ya éste, su esposa Doña Sofía, su hijo Don Felipe VI y su esposa Doña
Letizia y sus descendientes, no dispondrán de sitio, lo cual supone un problema…
O quizás no, porque viendo los terribles vaivenes de la política española
contemporánea, temo que si los Austria llegaron al trono hispano con un Carlos
(I de España y V de Alemania, “El Invicto”), y se fueron con otro Carlos (II,
“El Hechizado”), pueda ocurrir algo parecido con los Borbones, que empezaron
con un Felipe (V, “El Melancólico”) y puede que terminen con otro (VI, “El
Preparao”), el actual…
Además, en la misma zona del Panteón Real están
tres áreas llamadas macabramente “pudrideros”, donde los augustos cadáveres
deben permanecer alrededor de 30 años para ser suficientemente descarnados y
entonces los restos son depositados en las reducidas urnas empotradas en las
paredes del recinto.
Curiosamente, existen cementerios en Europa
que garantizan a sus ocupantes ser enterrados en “tierra santa”, aunque no estén
en Israel. Son los de Venecia y Génova: los comerciantes de estas dos ciudades
cuando regresaban de sus viajes a Palentina con los barcos vacíos, utilizaban tierra
de Jerusalén como lastre para evitar zozobrar, y la fueron acumulando en sitios
de las afueras donde después construyeron sus necrópolis. Pero el cementerio
más antiguo y que es el origen del nombre de campo santo es el de Pisa, inaugurado en 1278 con tierra traída
desde el mismo Gólgota, y que garantizaba además de sus bendiciones, que sus
cadáveres allí enterrados se descomponían en menos de 24 horas, quizá debido a
la humedad del suelo arenisco, antes ocupado por una laguna, lo cual afecta la
estabilidad de las construcciones. Allí está en la Piazza dei Miracoli la célebre Torre Inclinada, aunque en Pisa uno
se entera que no es sólo una sino cuatro las que se encuentran en la
ciudad, detalle que es ocultado con algo de vergüenza por sus habitantes.
En Cuba los muertos se inhumaban primero en
los templos: los más ricos en su interior y los menos afortunados afuera, en el
atrio. Luego de las muchas epidemias que diezmaban las ciudades se decidió
enterrarlos en las afueras: el primero en La Habana fue el Cementerio del Obispo Espada (1806), y también los hubo en ciudades
progresistas como Cienfuegos: aquí el primero fue el Cementerio de La Reina (1839). En La Habana se construyó después la
impresionante Necrópolis de Cristóbal
Colón (1876) con una solemne portada bizantina, y en Cienfuegos el Cementerio Tomás Acea (1926), cuya entrada
monumental imita el Partenón.
Es relativamente reciente la costumbre de
cremar a los cadáveres, que hoy la iglesia católica tolera, pero no aprueba
plenamente, porque según la doctrina estricta los muertos deben esperar al Día del Juicio Final; entonces se abrirán
las tumbas y emergerán los cuerpos, según especularon algunos teólogos, todos
con idéntico aspecto de cuando tenían 33 años, la misma edad de Cristo al morir
en su encarnadura humana, lo cual plantea varias interrogantes.
El culto cristiano de las reliquias comenzó
en la Edad Media, pues la posesión de ellas aseguraba riquezas, salud y
protección a sus dueños, fueran personas o ciudades. Por tanto, eran muy
codiciadas y hasta objeto de frecuentes hurtos. Los huesos de santos y mártires
fue también uno de los principales y más lucrativos negocios de Roma cuando se
descubrieron las antiguas catacumbas cristianas; entonces se vendieron y exportaron
con gran profusión a toda Europa, mezclando a veces los restos humanos con los
de gatos, perros, caballos y pollos.
Un monarca español especialmente afecto por
las reliquias fue Felipe II, el constructor de El Escorial: él resultó un
generoso cliente de los vendedores de relicarios romanos, y para bendecir y
proteger sus dilatados dominios de ultramar, envió a la América un imponente
galeón cargado de ellas… que parece no resultaron muy efectivas pues se hundió
en una tormenta. Años después se calculó que la colección reunida por este
monarca en ese momento (1849), tenía más de 7,400 reliquias, pero seguramente
fueron muchas más.
Pero ese culto por las reliquias no fue
exclusivo de España: en toda Europa hay muchísimas, y en especial son
alucinantes los cráneos de los Tres Reyes Magos exhibidos detrás del altar
mayor de la Catedral de Colonia, en Alemania; en Italia se muestra la faringe
de San Antonio en un frasco con formol en el altar mayor de la Catedral de Padua,
y en Nápoles es famosa la Ámpula de San
Genaro; en la Basílica y Catedral Patriarcal de Venecia la preciosa Pala d’Oro, una magnífica pieza
bizantina de esmaltes antiguos, resguarda el cuerpo de San Marcos, traído hasta
allí por unos piadosos mercaderes vénetos, quienes para ocultarlo de los
musulmanes egipcios de Alejandría lo metieron en una caja con tocino. Sólo en la
Catedral de Valencia vemos, además del pretendido Santo Grial o Santo Cáliz, la enorme cantidad de ellas que se
conservan en la Capilla o Museo de las Reliquias. En esa catedral se puede ver
también el brazo de San Vicente Mártir, el cual remite a otro brazo famoso, el de
Santa Teresa de Jesús, que fue cercenado del cadáver de la santa, y tuvo varios
viajes (por Portugal y España), hasta que finalmente fue rescatado por Francisco
Franco del botín reunido por el infame coronel republicano José Eduardo Villaba
Rubio (no por veneración sino por codicia, debido a su rico relicario de plata
y oro con piedras preciosas), en la Málaga saqueada y destruida por los
anarquistas y comunistas, y que conservó hasta el último día como uno de sus
objetos más preciados, pero que hoy se encuentra en la asombrosa ciudad
andaluza de Ronda. Esto es, también, memoria
histórica …
Hay también “reliquias” (digamos civiles,
no religiosas) inconcebibles, desde el pene de Napoleón, amputado según dicen
por un obispo furioso, o el descomunal falo atribuido a Rasputín, mechones de
María Antonieta de Austria, los cerebros de Einstein y Mussolini, el esqueleto
completo del jefe apache Jerónimo (supuestamente robado y depositado en la sede
de la sociedad no tan secreta Skull and
Bones, en Yale), el corazón de Ana Bolena y el de Federico Chopin, el desaparecido
cráneo de Pancho Villa … Quizá uno de los coleccionistas más extravagantes haya
sido Henry Ford, quien admiró tanto al inventor Thomas Alva Edison, que le
pidió al hijo de este estuviera junto a su lecho de muerte y esperara
pacientemente los estertores, para atrapar “su último suspiro” en un frasco
herméticamente sellado, que se conserva hoy en el Museo Henry Ford de Michigan.
En México, con su antiguo culto a los
muertos, se comenta que existen dos
cráneos de Benito Juárez: uno de adulto y otro de cuando era bebé … Los
restos del cura independentista José María Morelos desaparecieron, quizás
arrojados al mar por su hijo natural Juan Nepomuceno Almonte cuando iba
exiliado hacia Europa. Y el general Anastasio Bustamante dispuso que cuando
muriera, su corazón fuera depositado junto a los restos de su amado jefe
Agustín de Iturbide, verdadero autor de la Independencia Mexicana, en la
Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Los famosos “restos” del último tlatoani, Cuauhtémoc, supliciado por
Hernán Cortés durante su fallida expedición a Las Hibueras, fueron declarados
oficialmente legítimos, después de una dilatada polémica, por un terminante y
autoritario decreto presidencial dictado por Luis Echeverría Álvarez,
convertido en Forense Máximo de la Nación.
Después se ha determinado que varios de ellos son de animales como pavos
guajolotes… Hasta no hace demasiado tiempo podía verse en el Monumento de
Álvaro Obregón la mano que le arrancó un obús al general en la batalla de
Celaya, sumergida en un depósito de formol, y donde se apreciaba hasta la mugre
de las uñas … Por suerte, ya fue cremada por pedido de sus familiares. Y no muy
lejos de este parque, están las Momias del Carmen, en el Convento de San Ángel,
obtenidas por un proceso natural similar al de sus semejantes, “unas tías muy
bien paradas” en Guanajuato.
En el Museo
Napoleónico de La Habana se conserva una pieza dental del emperador
francés, extraída por su médico, François Charles Antommarchi (Córcega, 1780 -
Cuba, 1838), que murió ejerciendo su oficio en Santiago de Cuba y fue adquirida
por el magnate Julio Lobo, El Zar del
Azúcar, para su estupenda colección particular, así como un mechón de
cabello y una copia de la máscara mortuoria. El galeno, después que salió de la
isla de Santa Helena donde estuvo acompañando y asistiendo al Emperador, viajó
a Polonia, New Orleans, Veracruz y finalmente llegó a Santiago de Cuba, cuando
murió por la fiebre amarilla.
La literatura no podía mantenerse fuera de
este tema: el escritor portugués Eça de Queiroz dedicó una de sus novelas más
deliciosas a ironizar la beata pasión por semejantes restos, en una obra
titulada precisamente La reliquia,
que recomiendo con vivo entusiasmo.
Tres libros en una misma presentación: "De donde son los gusanos" de Néstor Díaz de Villegas, "La hija olvidada" de Armando Lucas Correa y "Turcos en la niebla" de Enrique Del Risco. El presentador será Gerardo Fernández Fe. Domingo 24 de noviembre a las 4:00 pm. Room 8525, Building 8, 5th Floor 300 NE 2nd Ave, Miami, FL 33132
Como se acerca el
aniversario del medio milenio cuando la Villa de San Cristóbal de La Habana
fuera, no fundada (pues esto lo fue en 1515, al sur de la isla), sino refundada
–según la imprecisa y contradictoria tradición- en noviembre de 1519, ya en su
emplazamiento definitivo hasta la actualidad, obsequio esta parte de un trabajo
en desarrollo, con la noticia, desconocida hasta ahora, de la que quizás sea la
referencia más antigua de esta insigne ciudad en el teatro español.
Tres
párrafos sobre los orígenes del teatro en Cuba:
La comedia El príncipe jardineroy fingido Cloridano (Sevilla, 1730-1733)
se asume como el inicio del teatro cubano, sólo porque su autor, el Capitán
Santiago Pita de Figueroa y Pérez Borroto y Recio (La Habana, 1694-1755) nació
en la isla, pero no es, por el ambiente, el escenario ni el lenguaje,
propiamente cubana y menos habanera, ya que se desarrolla en la lejana Tracia
en una época fabulosa, aunque el profesor José Juan Arrom se empeñó en suponerle
una cierta “cubanidad”, al atribuir generosamente a su protagonista Aurora, la
calificación de “bella cubana”, frase que nunca aparece en la pieza, y que no
fue representada en la isla hasta 1791.
El teatro propiamente
cubano nace ya tardíamente con Francisco Covarrubias (1775-1850), quien fue
para la isla algo similar a lo que Ramón de la Cruz resultó en la misma época
para Madrid: el divertido reproductor de costumbres y personajes típicos sobre
la escena, con sus populares sainetes de sabor criollo como “Las tertulias de La Habana”, “Los velorios de La Habana”, y una
nutrida y temáticamente profusa obra, de la cual -que yo sepa- sólo se conserva
la memoria en las crónicas teatrales de la época, pero ningún impreso.
En realidad el primer autor del teatro cubano que
nos ha legado una nutrida obra publicada, y por tanto representable, fue,
irónicamente… un gallego: Bartolomé José Crespo y Borbón (El Ferrol, 1811 –
La Habana, 1871), el famoso Creto Gangá, creador del célebre e
inmortal negritochistoso que a través de todo el género bufo, llegará hasta los personajes de Chicharito y Sopeira, Pototo y Filomeno, y la Suprema Corte,
y este sí con una abundante producción impresa, desde “El Chasco o Vale por mil gallegos el que llega a despuntar”
(comedia en un acto, 1838), hasta el juguete cómico-lírico en dos cuadros“Debajo
de un tamarindo”, de 1864.
El
autor: Andrés de Baeza:
En el erudito estudio
de Miguel Zugasti , “América en el teatro español del Siglo de Oro”[1],
topé con una pieza que de inmediato despertó mi interés: “Más la amistad que la sangre,
Comedia famosa”, del escritor hispano Don Andrés de Baeza, incluida en las Comedias nuevas escogidas de los mejores ingenios de España, Duodécima
parte (una recopilación comercial del teatro de la época), editada en
Madrid por Andrés García de la Iglesia, en
1658. Me informa Zugasti que esta es la primera
edición, pues después hubo dos más en el s. XVIII, ambas en Sevilla, en el típico
formato comercial de los sueltos
teatrales: una numerada como Pliego 63,
por Francisco de Leefdael, “en la Casa del Correo Viejo, en frente del Buen
Rostro” (h. 1700-1728); y otra posterior, que deriva de la misma anterior, en
la Imprenta Real, también “en la Casa del Correo Viejo” (h. 1748-1753): tres
ediciones en menos de un siglo, indican que la pieza tuvo cierta popularidad.
Poco he
podido encontrar hasta ahora sobre el autor Andrés de Baeza. El gran hispanista
alemán Adolf Friedrich Von Schack, en su Historia
de la literatura y del arte dramático en España (Geschichte der dramatischen
Literatur und Kunst in Spanien, 1845-1846; 2.ª ed. Fráncfort, 1854),apenas
informa que “fue un dramaturgo en las cortes de Felipe IV y Carlos II”. En sus Décadas del Teatro Antiguo español (1610-1649
– 1650-1659) (Madrid, Imprenta de la Revista de Archivos, 1910), Narciso
Díaz de Escovar reproduce lo que ya había recopilado Cayetano Alberto de la
Barrera y Leirado, en su Catálogo
bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español. Desde sus orígenes hasta
mediados del siglo XVIII (Madrid, 1860): “En
esta Parte se insertaron dos comedias suyas; y es muy de notar el que en la
aprobación solo se refiere a una expresándose en estas modestas frases”:
En
este libro he hallado, solicitada de ajena diligencia, una comedia mía, y por
no faltar al precepto de obedecer a V. A., la he visto como juez, no como
padre, y hallo que sino en cuanto al acierto, en cuanto al decoro se puede
imprimir como las otras.
El linaje de Baeza procede
de los antiguos Señores de Vizcaya, y está relacionado con la poderosa familia
de Haro, y aunque hay un personaje que aparece con idéntico nombre en un
expediente de genealogía y limpieza de sangre en la Catedral de Granada en 1584,
resulta improbable sea el mismo por los años de diferencia.
Mi buen y sabio amigo,
tan diligente como generoso, Gabriel Verd Conradi, S.I., de la Facultad de
Teología de Granada, me pasó unos datos sobre Andrés de Baeza, trasuntados de
la monumental obra de José Simón Díaz:[2]
En la Biblioteca
Nacional de España se conservan dos manuscritos de Baeza, “Hasta la
satisfacción” (Nº 2163, Mss. 14.810) y “No se pierden las finezas” (Nº 2164,
Mss. 15.096), y tres impresos: Más la amistad
que la sangre (En Comedias nuevas
escogidas de los mejores ingenios de España. Duodezima parte), Madrid, 1658
(con reimpresiones en 1659 y 1679); El
Valor contra Fortuna (Comedias
nuevas… Onzena parte), Madrid, 1658, y No
se pierden las finezas (ídem). Además, dos “Aprobaciones” (de igual fecha,
8 de junio de 1658) para las Comedias
escogidas… Onzena y Duodezima; y unas “Poesías” (Romance, octavas y
tercetos) en el Certamen angélico de
José de Miranda y la Cotera (Madrid, 1657).
Esta imprenta hispalense
de la Casa del Correo Viejo, es la misma casa editora, presumiblemente ya
entonces a cargo de su viuda, o la de alguno de sus sucesores, donde después se
imprime El Príncipe jardinero entre
1730 y 1733, como señala Bello Valdés.[3]
La
obra: Más la amistad que la sangre. Comedia famosa (1658):
El suelto está
foliado, no paginado. Zugasti resume así el argumento:
“Sobre
un trasfondo de enredos, disfraces, máscaras y amores dilatados en el tiempo,
el tema central es la profunda amistad que se profesan don Luis de Ávalos y don
Juan de Meneses, el segundo de los cuales se vende como esclavo a unos
mercaderes chinos para sacar de la cárcel al otro y eludir la pena capital. En
esta cadena de aventuras y lances inverosímiles, la segunda jornada transcurre en
La Habana, sin apenas toques de color local, salvo algún chiste, del gracioso
de comer morros, reminiscencia
jocosa al castillo del Morro de La Habana…”
(pp. 397-398).
Sin embargo, aunque
sólo como un elemento testimonial, la inclusión de La Habana en la obra tiene algo
bastante significativo, más allá de su exotismo, y es la asociación con lo
humorístico, bufonesco y divertido (lo cual no significa, necesariamente, el
popular choteo cubano de tiempos
posteriores).
En el f. 219 v. se
informa que la acción y los personajes llegan a La Habana:
D.[on] L. [uis] Ya, Señora, de
mi parte
Está la fortuna, no
Me niegues el mayor bien
Por disimularnos, hoy
En la Habana hemos fingido
Nombres, y patrias y con
El pretexto de soldados
Asegurado el menor
Cuidado, que era forzoso
Que la ociosidad de dos
Hombres en la Habana, siempre
Dieran motivo a la voz
De un lugar corto, y en Indias
Que es nota cada Español.
Y en el f. 221 v. se lee:
Mas, ¿qué es esto? Pat.
[atarrata] El Moro es
De la Habana, Jul. [ia] Fiero
azar:
[¿]Te llaman? Pat. [atarrata]
Son mis balanzas,
Mi obligación, y mi ley
Que sirvo en el Morro al Rey
Un español con dos lanzas.
Este fragmento tiene
también claras sonoridades gongorinas, que se añaden a otros ecos calderonianos,
pues remite al romance famoso “Servía en
Orán al Rey un español con dos lanzas…” (1587), lo cual comprueba además el
temprano gusto por cierta intertextualidad de los autores de la época barroca,
quienes se tomaban versos prestados, y hacían esa suerte de “homenajes”
divertidos e ingeniosos, en este caso como una delicada broma.
Que la acción dramática
transcurra brevemente en La Habana puede deberse, además de añadir un poco de
exotismo motivante para el público español, a la posibilidad de jugar con el
uso de las “r” y “rr”, que empieza desde el mismo nombre del pícaro Pata Rata o Patarrata, y del Moro y
el Morro que aparecen intermitente
pero sostenidamente a través de toda la obra. El Orán gongorino es sustituido por el Morro, con la ambigüedad que introduce al leerlo con “ere” como el Moro, lo cual es sin dudas un
contrasentido cómico. Estos juegos de palabras y artificios de ingenio eran
parte de los sabores y gustos de la época, pero ya habían perdido su
originalidad para finales del barroco tardío, pues estaban desgastados con su
uso y repetición, buscando un éxito fácil en un público no muy exigente. A
pesar de lo antes expuesto, no puedo afirmar que ya desde esa época temprana hubiera
un registro fonético preciso de la difusa articulación insular semi-andaluza de
las r,
s
y l,
tan característica en el habla popular cubana actual.
El
Moro y El Morro:
Por supuesto, El Morro para la época de esta pieza
(1658) es muy diferente del actual. El Castillo
de los Tres Reyes Magos del Morro fue construido en 1585 por el arquitecto
Juan Bautista Antonelli, por orden de Felipe II, quien deseaba fortalecer aquel
puerto que cada día era más importante en el imperio comercial español, por
concentrarse ahí la Gran Flota de Indias,
juntando los barcos de varias rutas americanas, para después navegar
debidamente protegida hacia Sevilla, primero, y luego, por el aumento del
calado de los buques, hasta Cádiz.
Al antiguo Castillo de la Real Fuerza, primera
fortificación habanera, Antonelli añadió el Morro y el Castillo de San Salvador de la Punta, entre los cuales se tendía
una gruesa cadena para impedir que entraran a la bahía los navíos no autorizados
o sospechosos. Durante el gobierno de Don Pedro Valdés (1600-1607) se
culminaron estos trabajos, y se añadió un torreón que servía de vigía. No fue
hasta 1763, después de la Toma de La
Habana por los Ingleses, que los arquitectos Silvestre Abarca y Agustín
Crame añadieron nuevas obras y estructuras, pues las anteriores habían
demostrado su ineficacia ante las armas modernas. El faro original se levantó
en 1764 como parte de esas reformas, pero fue sustituido por otro en 1844, bajo
el gobierno del tinerfeño Leopoldo O’Donnell, y electrificado apenas hasta
1945. Es decir, en la época de la comedia, lo que existía era el torreón
inicial, no el faro actual.
No consta que el autor
haya conocido la isla, pero seguramente Baeza pudo ver (en Madrid o Sevilla)
algunos de los primeros grabados antiguos de La Habana, muy fantasiosos en
general, concebidos por artistas extranjeros que nunca la habían visitado, como
las primeras imágenes que circularon por toda Europa, las cuales insertaban en
la ciudad alminares y minaretes de discordante exotismo. Pero, aunque no fuera
así, el concepto de La Habana como un
lugar de amplias resonancias fabulosas, ya circulaba por Madrid y otras
ciudades españolas y europeas.
El texto íntegro de la
pieza puede consultarse directamente en la red, pues se encuentra en libre
acceso en el sitio electrónico de la Biblioteca Nacional de España.
Todo parece indicar
hasta ahora, a menos que se encuentre otro testimonio anterior, que esta obra es el más remoto antecedente
teatral donde aparece La Habana como
parte del texto dramático, y hasta se emplean algunos sitios característicos de
ella como el Castillo de los Tres
Reyes del Morro, no sólo integrado en esa escenografía fantástica, sino como
parte de la trama, para intentar divertidos juegos de palabras, quizá aludiendo
a la peculiar fonética insular en ciernes.
Quede
esto como mi sencillo ramo celebratorio para colgar a la distancia en la simbólica
ceiba de El Templete, por los 500
años de esa ciudad que, pese a todo, sigue en pie, testaruda y empeñosamente
decidida a prevalecer contra la incuria y el desdén.
*Publicado
en Rialta Magazine.
[1]
Miguel Zugasti, “América en el teatro español del Siglo de Oro. Repertorio de
textos.” Cuadernos de teatro clásico,
Nº 30, 2014. pp. 371-410.Con este
estudio amplía uno anterior:“Notas para
un repertorio de comedias indianas del Siglo de Oro”. Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO. Eds. I. Arellano,
M.C. Pinillos, F. Serralto y M. Vitre. Pamplona-Toulouse, GRISO-LEMSO, 1996.
Vol. II, pp. 429-442.
[2] José Simón Díaz, Bibliografía de la literatura hispánica.
Tomo IV. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas- Instituto
<Miguel de Cervantes> de Filología Hispánica, 1961. P. 227.
[3]
Mayerín Bello Valdés, “Nuevas consideraciones sobre El príncipe jardinero y fingido Cloridano”. Revista Temas, La Habana, Nº 77, enero-marzo de 2014, pp. 108-115.
En este caso, p. 109.