|
José Olivio Jiménez en el Instituto Cervantes de Nueva York, durante la presentación de su libro La Raíz y el Ala: Aproximaciones críticas a la obra de José Martí (29 de septiembre, 1995) |
Por Jesse Fernández, Ph.D, Distinguished Teaching Professor (Emérito)
Pocos años antes de su muerte, el eminente educador y erudito cubano José Olivio Jiménez (Las Villas,1926 - Madrid, 2003) escribe un ensayo autobiográfico titulado Cuanto sé de mí: esbozo de una autobiografía integral. 1 Como el término integral aparece también en el título de mi trabajo, he creído oportuno citar los esclarecedores comentarios del autor en cuanto a los diferentes significados que él le atribuye a dicho vocablo en su autobiografía: “Me refiero, en principio, a mi voluntad de no limitarme a la notarización escueta de los datos que han resultado de mi carrera profesional. […] Sin descuidarlos, quiero dar entrada también a los hechos y circunstancias (de cualquier índole) que a lo largo de mis años han permitido que aquélla, mi carrera, haya podido conducirla yo de un modo nada gravoso, sino placentero.” (CS:1). Y añade enseguida que no da por perdidas las horas dedicadas a la lectura y al estudio, “ya que las experiencias que esas horas me trajeron han enriquecido, después, mi meditación intelectual sobre la poesía, que nace siempre de la existencia.” En otras palabras, la poesía tiene que (o debería) estar armónicamente integrada a la vida, es decir, al ámbito de lo vital. Por eso piensa Jiménez que “Es necesario haber vivido a todo riesgo, y tener en cuenta lo que en ese empeño hemos aprendido, para después leer, hablar, escribir sobre poesía… con conocimiento de causa.” (CS, 2) Y es precisamente por tener con conocimiento de causa que me animo a escribir los apuntes que siguen.
Aproximadamente una década antes de redactar la citada autobiografía, El Diario/La Prensa de Nueva York le hace una entrevista al Profesor Jiménez con motivo de su ascenso al elevado rango de Distinguished Professor (Profesor Distinguido). En respuesta a una pregunta responde el entrevistado lo siguiente: “Creo… que enseñar poesía es un absurdo. La poesía no se enseña, ni se explica; se crea, se vive, se convive.” 2 Indudablemente, este último planteamiento registra las estrategiaspedagógicas del insigne profesor, las cuales podrían resumirse escuetamente de la siguiente manera: la ausencia de posiciones dogmáticas; el respeto al interés, al grado de preparación, y aún a los “gustos” artísticos de cada estudiante; y sobre todo, el diálogo fructífero en lugar de la imposición de dictámenes preconcebidos. José Olivio lo expresa sucintamente: “la universidad como laboratorio de ideas y lugar de comunicación”. (CS:13) De ese modo logra el Maestro despertar la curiosidad de sus interlocutores, comunicándoles su entusiasmo, o mejor aún, su pasión por la poesía y por la literatura en general.
|
(Abajo) De izquierda a derecha, con las profesoras Zenaida Gutiérrez Vega y María Soledad Carrasco y una alumna del Centro Graduado. (Arriba): De izquierda a derecha, dos estudiantes y el Prof. Jesse Fernández, (quien presentó el libro). |
Si se considera que Jiménez tiene a su haber más de una veintena de libros publicados (la mayoría de ellos tan vigentes hoy como el día que vieron la luz); centenares de ensayos, artículos y estudios monográficos difundidos en las más prestigiosas revistas académicas a nivel mundial; incontables ponencias en instituciones académicas y profesionales; y numerosos honores y homenajes recibidos, llegamos a la conclusión que resulta ocioso repetir algo que todos sabemos: José Olivio Jiménez tiene ya un lugar asegurado en la historiografía del exilio cubano por su destacada labor en el campo de la enseñanza y de la crítica literaria en los círculos académicos de Cuba, Estados Unidos y España, los tres países que más profundamente marcaron su desarrollo profesional y existencial. Como ya hemos señalado, la camaradería y el entusiasmo caracterizan lo que podría considerarse “su sistema educativo” (él lo llama con mayor gracia: “mis manierismos didácticos”). Por eso, más que alumnos, puede afirmarse que José Olivio cultivó discípulos, con quienes mantuvo siempre relaciones cordiales y en muchos casos afectuosas. Esa conducta, que forma parte de su sentido democrático de las relaciones humanas, es sin duda uno de los atributos imprescindibles para que a un educador se le otorgue el relevante tratamiento de Maestro: inspirar en sus discípulos el respeto y la confianza en vez del temor –o peor aún, la indiferencia; provocar la curiosidad y la sorpresa del estudiante, por encima del asentimiento rutinario y poco imaginativo. En una carta póstuma escrita por su discípulo y amigo Dionisio Cañas, hoy un reconocido poeta y crítico español, leemos lo siguiente: “Me enseñaste a leer la poesía desde la humildad del lector; no partiendo de ninguna teoría ni como un viajero que sabe al lugar donde va a llegar cuando empieza el viaje. Para ti leer un poema era siempre una aventura hacia lo desconocido. Dejabas que el protagonista fuera el poema, no el crítico, y tus ensayos eran algo así como una crónica de ese viaje por dentro del texto...” 3 Justo homenaje al Distinguido Profesor José Olivio Jiménez, o simplementeJosé Olivio, como él prefería que lo llamara un grupo selecto de antiguos alumnos –algunos comenzaban el bachillerato en sus clases, y con él completaban el doctorado. No se puede trazar una imagen completa del genuino y nada petulante educador sin mencionar las memorables tertulias que organizaba en su apartamento del alto Manhattan, en las que muchas veces sus alumnos dialogábamos con escritores y otros intelectuales españoles, mexicanos, chilenos, etc., que se encontraban de paso en Nueva York. A esas reuniones, que se convertían en una extensión del salón de clase, concurrían José Hierro, Francisco Brines, Luis Cernuda, Gonzalo Rojas, José Emilio Pacheco, Humberto Días Casanueva, Gonzalo Sobejano, Ivan Schulman, y otros del contorno más cercano: Radamés de la Campa (“Rada”) a quien considera su primer verdadero amigo al ingresar en la Universidad de La Habana), Dionisio Cañas, Ángela Dellepiane, Octavio de la Suarée, Marithelma Costa –y animando la velada, Mercedes, la madre bondadosa y sabia que fue siempre, hasta su muerte a la edad de 96 años, el infalible sostén espiritual de José Olivio.
Estudios y primeros pasos en su formación pedagógica |
José Olivio Jiménez |
Quiero destacar, si bien a grandes rasgos, aquellos momentos que fueron moldeando la vocación de servicio y los gustos literarios del joven estudioso, que también se puede calificar como su proyección profesional y existencial. Desde la temprana edad de 17 años aparece José Olivio ejerciendo la enseñanza en una escuela primaria. Para ello estaba plenamente calificado, pues ya se había recibido de la Escuela Normal para Maestros en su ciudad natal de Santa Clara. Pero el ambiente provinciano, con ser el de la capital de la provincia de Las Villas, le resultó estrecho a un joven talentoso y con grandes aspiraciones. Lo cierto es que poco tiempo después, en 1952, José Olivio ingresa en la Universidad de La Habana, donde obtiene su primer Doctorado en Filosofía y Letras, y también es premiado con una beca para continuar estudios especializados en la Universidad de Madrid. Tres años más tarde (1955) completa todos los requisitos para un segundo doctorado en Filosofía y Letras de dicha institución, y gana el Primer Premio del curso por su tesis titulada La poesía cubana contemporánea. Simultáneamente, asiste a la Universidad de Salamanca, donde ese mismo año (1955) también recibe un Diploma de Filología Hispánica. La estadía en España ayuda a cimentar la amplia cultura del joven y estudioso cubano. Para ello cuenta con distinguidos maestros (baste mencionar a Dámaso Alonso) y otras destacadas personalidades del mundo académico en esos momentos. Aquella experiencia española también le permite establecer una estrecha amistad con varios poetas jóvenes que muy pronto habrían de convertirse en los baluartes de la lírica peninsular de posguerra: Carlos Bousoño, José Hierro, Francisco Brines, Luis Cernuda, José Angel Valente y un futuro Premio Nobel, Vicente Aleixandre.
Al año siguiente, 1956, se encuentra Jiménez de regreso en Cuba, ocupando el puesto de Profesor Asociado en la Universidad de Villanueva. En esa prestigiosa institución habría de enseñar hasta finales de 1958 cuando el joven profesor y novel ensayista sale nuevamente de Cuba con destino a España. Era este un viaje inesperado, que se debía más que nada a su incertidumbre sobre los acontecimientos políticos que ya se anunciaban en toda la isla, y que en efecto culminarían con el triunfo de los revolucionarios al mando de los hermanos Castro, Ernesto Guevara y otros jefes guerrilleros. Cuando estos entran triunfantes en la capital cubana y se apoderan del gobierno, ya hacía varios días que José Olivio se encontraba en Barcelona. Según confiesa en el ensayo autobiográfico donde aparece mucha de esta información, “Los primeros meses de de ese año, del 59, me enfrentaron al más terrible dilema de conciencia moral de mi vida”. (CS:27)La disyuntiva, por supuesto, era quedarse en España o regresar a Cuba para servirla bajo un sistema político peor aun que el que lo había obligado a salir del país en primer lugar. Por suerte, la distancia y su afortunado “ojo de zahorí”, hacen que tome la única decisión decorosa en aquellos momentos: quedarse en España y no hacerse cómplice de una nueva injusticia, quizás la peor cometida hasta entonces contra su infortunada isla. En el ensayo autobiográfico que venimos citando concluye el autor: “Con el tiempo, la realidad me ha hecho no tener que arrepentirme de aquella decisión de no volver a Cuba, a pesar de que supuso la amputación impuesta de mis primeras raíces.” (CS:28)
Un nuevo entorno profesional y “existencial”: Los Estados Unidos
En 1960, tras permanecer durante casi un año en España (a la que más tarde llamará “mi segunda patria”), llega Jiménez a los Estados Unidos. El recorrido había sido largo y a veces
penoso, pero a la vez fecundo. Veamos algunos ejemplos de ese recorrido. El primer encuentro, con el que habría de convertirse en su país adoptivo, fue en el Estado de Massachusetts. Viene con un contrato de Profesor Adjunto a Merrimack College. Acaba de cumplir 34 años y está solo, por eso se lamenta en un tono lírico y sobriamente melancólico: “Ninguna amistad cercana, ningún amor”. (ME: 26)(José Olivio, como muchos han señalado, tenía un temperamento poético que no lograba disimular abajo el disfraz de profesor y de crítico). Allí, en “las praderas seis meses nevadas de Massachusetts”se refugia el joven cubano durante dos años que, a pesar de la nieve y la soledad absoluta, o tal vez gracias a ellas, se convierten en una de las etapas más productivas de su carrera profesional: “… [Viví] ese tiempo –y es otra manera muy válida de vivir –de un modo intelectual (y poéticamente) provechoso. ... Leo con gran entusiasmo una buena parte de la poesía francesa del XIX, con Nerval y Baudelaire (muy diferentes) como mis inclinaciones mayores en aquella pléyade que tanta siembra magnífica legó a la modernidad poética. Escribo lentamente el primero de mis libros, Cinco poetas del tiempo , que se publicaría en 1964.” (ME:26)Como es bien sabido, esa obra le aseguró al autor, desde muy temprano, un lugar destacado y permanente en el mundo de la crítica literaria. El método de análisis filosófico y cognoscitivo que José Olivio emplea en la interpretación de textos poéticos de cinco escritores españoles de la posguerra, contribuyen a que el libro esté reconocido como un clásico en su género.
En octubre de 1962 entra José Olivio Jiménez a la ciudad de
Nueva York, a la que su compatriota José Martí había llegado ocho décadas antes (aunque en condiciones muy diferentes, por supuesto). La “la gran ciudad”, como la llamó Martí, habría de convertirse muy pronto, para el joven y resuelto educador, en su “horizonte vital más inmediato.” (ME:27)Viene contratado por la City University of New York para enseñar en el Departamento de Lenguas Románicas de Hunter College. En el fragmento autobiográfico que acabamos de citar, confiesa Jiménez que “éste (Hunter College) fue mi verdadero taller como profesor en el nivel universitario”. (ME:28) Comienzan también sus relaciones amistosas y profesionales con destacados colegas de renombradas universidades e instituciones culturales norteamericanas: Harvard, Princeton, Columbia, Barnard College, New York University, The Modern Languages Association, el Instituto Cervantes, el Círculo de Cultura Panamericano, entre otras. En 1965 es ascendido al rango de Profesor Asociado, y comienza a enseñar en el programa de "Masters” de Hunter College. Sus publicaciones comienzan a aparecer en destacadas revistas literarias de Estados Unidos, España e Hispanoamérica, y sus intervenciones en congresos nacionales e internacionales se multiplican. Establece, además, contactos directos y frecuentes con escritores e intelectuales con quienes comparte inquietudes filosóficas, culturales, políticas, pero sobre todo literarias, que hasta entonces sólo había vislumbrado “desde afuera”. Una de las consecuencias inmediatas (y probablemente la de mayor trascendencia para su carrera) fue el reencuentro con la literatura cubana e hispanoamericana, terreno que había quedado postergado (o tal vez vedado) durante sus años de estudio en España, cuando sus lecturas y sus trabajos críticos se habían centrado casi exclusivamente en la poesía española contemporánea. Su “puesta al día” en el estudio de la literatura hispanoamericana se debió, al menos inicialmente, a un encargo del Director del Departamento de Lenguas Románicas, el escritor español Emilio González López, de organizar por primera vez cursos de literatura hispanoamericana a nivel sub-graduado –en aquella época, aunque hoy nos parezca inaudito, a ese nivel no se estudiaba la literatura peninsular)! El requisito para ejercer su nuevo puesto se convierte para José Olivio “en la raíz de una de mis más fecundas y permanentes experiencias.” Y añade de inmediato, “A partir de entonces, y consciente de la equilibrada importancia de las dos anchas zonas del orbe hispánico, se produjo espontáneamente en mí otra decisión, pero ésta nada conflictiva sino enriquecedora: dedicar mis actividades (como lector de poesía y como profesional de esa lectura) tanto a España como a Hispanoamérica.” (CS:28). El nuevo entorno, como vemos, favorece uno de los legados culturales y literarios que mayor reconocimiento le ha merecido al destacado educador y crítico cubano. Dos años más tarde, en 1967, el Centro de Estudios Superiores (The Graduate Center) de la City University of New York inicia el programa de Estudio Hispánicos a nivel de doctorado, y José Olivio es invitado a formar parte de ese esfuerzo, en el que muy pronto es considerado uno de los miembros más activos y competentes del grupo planificador. Por esas mismas fechas alcanza el alto rango de "Full Professor”. En sólo cinco años (1962-1967) asciende de Profesor Asistente a Catedrático Titular, algo casi insólito dentro de ese sistema universitario. Cuando Hunter College le confiere a Jiménez el honroso título de "Profesor Distinguido”, en 1990, no hacían más que reconocer de manera oficial lo que sucesivas promociones de estudiantes habían comprobado desde hacía mucho tiempo: además de ser un educador excepcional, José Olivio era un verdadero guía y Maestro, con todas las implicaciones que esa denominación conlleva. Como sugerimos al comienzo, el calificativo de Maestro lo había merecido desde muy temprano en su carrera, no sólo por su fecunda labor en el campo de la docencia sino por la calidad y la trascendencia de sus aportaciones en el terreno de la crítica literaria. Todas esas actividades se complementaban en él, a tal punto que resulta difícil hablar de una sin referirse a las demás.
La investigación y la crítica literaria
En el terreno de la investigación y del análisis literario habría que destacar, como esfuerzos paralelos a la enseñanza, los penetrantes y audaces planteamientos inspirados en obras, autores y épocas que llenan más de cuatro décadas –mediados del siglo XX hasta los comienzos del nuevo milenio. Desde muy temprano Jiménez comprendió que los estudios interpretativos en torno al modernismo hispanoamericano, y sus indiscutibles vínculos con el modernismo peninsular, seguían repitiendo conceptos anacrónicos e inexactos. Uno de ellos era destacar, casi exclusivamente, el perfil decorativo, ornamental, exótico y extranjerizante del modernismo, y no admitir –o no querer admitir – que aquellos primeros impulsos “preciosistas” no representaban por igual a todos los iniciadores del modernismo, ya que paralela y simultáneamente, se había cultivado una poesía íntima, espiritual y fundamentalmente ética. No es de extrañar que cuando el lector inexperto abordaba por primera vez el estudio de ese movimiento o época, sospechara que entraba en un virtual callejón sin salida: ¿Se trataba de una escuela literaria cuyo indiscutible maestro era Rubén Darío, como afirmaban casi todos los estudios críticos a nuestro alcance, o de un movimiento “anárquico y contradictorio”? ¿Habían sido Martí, Gutiérrez Nájera, Casal y Silva simplemente “precursores” de la hazaña modernista, o sus verdaderos “iniciadores”? (aquí la distinción lingüística entre precursor e iniciador era cardinal)! ¿Era Martí uno de los últimos románticos, uno de los primeros modernistas, o ambas cosas a la vez? ¿Qué significaba eso del sincretismo modernista? ¿Cuáles habían sido las fechas aproximadas de iniciación y clausura del modernismo? (Sobre este último detalle, por cierto, los críticos todavía polemizaban hasta el cansancio, hasta la década de los 80!)
Por fortuna, la notable capacidad de síntesis que caracteriza el pensamiento de José Olivio Jiménez logra poner orden y descifrar enigmas en lo concerniente a la reforma modernista, que el poeta español Juan Ramón Jiménez define como “un movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza”. Es justo señalar que José Olivio no fue ni el primero ni el único en presentar una visión coherente e imparcial del modernismo; pero también lo es admitir que él fue uno de los más lúcidos y tenaces en ese sentido. Los anticipos teóricos de Pedro Henríquez Ureña, Federico de Onís, Ricardo Gullón, Manuel Pedro González, Octavio Paz, Ivan Schulman, entre otros destacados investigadores de la época (a quienes José Olivio reconoce como los pioneros de aquella “afortunada revaloración”), habían señalado el camino a las nuevas promociones de estudiantes y lectores. Pero las especulaciones teóricas de los especialistas citados no hacían más que confirmar, tácitamente al menos, las audaces revisiones formuladas por Jiménez de modo conciso y metódico. Comienza a surgir entonces una imagen más equilibrada y coherente del modernismo como una época compleja, de signo sincrético y anárquico, “expresiva del angustioso conflicto espiritual del hombre contemporáneo”.4 El modernismo, como apunta certeramente el crítico, se comprende mejor si aceptamos de entrada que se trata de un movimiento confuso, signado por un estilo, o por una suma de estilos que logran expresar el espíritu de toda una época conflictiva: “varia, compleja y contradictoria”, que fue la de finales del siglo XIX y comienzos del XX. (Ibídem)
José Martí y el modernismo: estilo, lenguaje y la filosofía de la existencia Cabe destacar que uno de los planteamientos más anticipatorios, y tal vez más arriesgados del autor durante la etapa que éste califica de su “primer estadio” en el acercamiento teórico al modernismo, consiste en relacionar la ideología de la época con los presupuestos del pensamiento existencial. Consciente del riesgo que esa reflexión acarreaba Jiménez se esmera en explicar que la “filosofía de la existencia” se perfilaba ya en la obra del filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855), desde mediados del siglo XIX. Es por ello que el crítico se esmera en precisar las diferencias entre “filosofía de la existencia” y “existencialismo”, por considerar que este -ismo se asocia más concretamente al movimiento francés que se manifiesta alrededor de la Segunda Guerra Mundial, cuyos fundamentos teóricos y espirituales proponían algo muy diferente. Abre así Jiménez las puertas a uno de sus más innovadores y perdurables legados en el terreno de la crítica literaria hasta aquellos momentos: el estudio del pensamiento martiano desde la perspectiva de un espiritualismo universalista y anti-materialista. Pero antes de adentrarme en su tesis quisiera dejar constancia de lo que la lectura de Martí significó en la formación profesional y espiritual de nuestro ensayista. Para comenzar, éste declara que su acercamiento a la obra martiana fue tardío, situación que lo afligió profundamente al descubrir que Martí había sido, en realidad “el prosista más brillante del modernismo hispánico, y el sembrador más generoso de fe y humanidad que los tiempos modernos han conocido.” (CS:44)El retraso, confiesa Jiménez (quien declara en otro momento que “me reconozco muy cubano”) se debió, fundamentalmente, a su antipatía al “culto mostrenco a Martí” predominante en Cuba desde la independencia, y que perduraba aun durante sus años de estudiante universitario. Más tarde, ya en el extranjero, José Olivio se empeña en reivindicar el legado poético y filosófico de José Martí, y es cuando éste “…pasó a convertirse en guía, maestro, mentor moral, y aún en el norte más seguro de mi espíritu para la consecución de una visión armónica de la existencia, especialmente en el nivel de las relaciones humanas (lo que he tratado de inculcar, en el contacto inmediato y personal, a mis alumnos)”. (CS:45)
Una pista necesaria para vislumbrar la ideología martiana se encuentra en el ensayo titulado Una aproximación existencial al ‘Prólogo al poema del Niágara, de José Martí’ que encabeza el volumen titulado Estudios críticos sobre la prosa modernista hispanoamericana (1975). En este ensayo, de firme sostén filosófico, José Olivio destaca la actitud paradójica del ilustre pensador cubano, que se resuelve en dos impresiones contradictorias: el revés negativo y el haz positivo, de la existencia. La intuición de ese “revés negativo” de la condición humana propicia la entrada triunfal de la duda en el ideario martiano, que por suerte nunca llega a convertirse en una inclinación nihilista, aunque sí incluye una visión de mundo que concibe “el desplome total de los valores del pasado y la ausencia de valores sustitutivos y valederos.” 5 El haz positivo, por el contrario, proyecta una visión jubilosa y entusiasta de la vida histórica que Martí veía surgir en los Estados Unidos en la época de su llegada a este país (1882). El resultado es una conceptualización paradójica del destino humano: “el vivible en lo concreto de nuestra experiencia existencial y alcanzable sólo en la trascendencia suprema”. (RA:51) La tesis propuesta por el autor de este penetrante ensayo se apoya en el concepto de la filosofía de la existencia, entendida “como un tenso juego de antinomias pero donde la fisura de la nada en el ser no tiene por fuerza que marcar el destino último y único del hombre”. (RA:31)Desde esa perspectiva, concluye el investigador, “no debe haber impedimentos ni recelos para detectar cuánto hay de existencial…en el pensamiento de Martí.” (RA:32)El planteamiento jimeniano, por cierto, provocó algunas censuras por parte de una crítica miope y esclerótica que consideraba inaceptable, por anacrónico, acercar el pensamiento de José Martí, un escritor del siglo XIX, a lo que era un movimiento del siglo XX. No obstante, una lectura cuidadosa de dicho ensayo, así como de otros que se incluyen en el volumen La raíz y el ala (1993), comprueba que el autor se anticipa a esos detractores, haciendo ver que la proyección existencial en Martí es perfectamente asimilable a la de Kierkegaard, un pensador decimonónico que también había sido “el primer espíritu de su siglo, acuciado por esa preocupación, dirigida ya derechamente a esclarecer la situación del hombre en el mundo.” (RA:26)
Y aún hay más. En la introducción a la Antología crítica de la prosa modernista hispanoamericana (1976), publicada en colaboración con Antonio Radamés de la Campa, se refuta la noción tradicionalista que consideraba el modernismo como una cuestión casi exclusiva de estilo, sin tomar en cuenta que se trataba también de la “revelación de todo un estado de la cultura y el espíritu”.6 En otras palabras, el modernismo era, ante todo, una expresión artística en la que cristaliza un estilo, “más allá de sus variadísimos y aun opuestos elementos temáticos”. Por lo tanto, concluye Jiménez, el modernismo es “una forma dada de modalidad expresiva del lenguaje” a través del cual se manifiesta el espíritu de toda una época. (Ibídem) Otras polémicas sobre el modernismo habían tenido lugar a principios y mediados de los años ’70. En varios ensayos de ese período Jiménez logra demostrar, mediante ejemplos y argumentos irrefutables, que más que un precursor del modernismo, José Martí era una de las figuras cardinales de ese movimiento –adelantando, de paso, que contrario a lo que la crítica tradicional seguía repitiendo, la experimentación modernista se había manifestado primero en la prosa y sólo más tarde en el verso. Los penetrantes sondeos en torno a la obra y la dimensión humana de Martí le muestran a nuestro investigador la singularidad del insigne escritor y pensador cubano, sin duda el escritor que “con mayor tenacidad había de llevar nuestra lengua literaria, y los contradictorios códigos de pensamiento que en ella encontraron viabilidad comunicativa, no sólo al modernismo, sino hasta las puertas mismas de la modernidad.” 7
En aportes críticos de esa época (década de los 80 y 90), comenzando por el ensayo introductorio a su Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana (1985), Jiménez analiza a fondo los conceptos teóricos planteados por Octavio Paz en el sugerente libro Los hijos del limo (1974): “La analogía –declara Paz –concibe al mundo como un ritmo: todo se acuerda porque todo ritma y rima”.8 El autor apoya la tesis del pensador mexicano que sitúa las raíces del modernismo hispanoamericano dentro del pensamiento poético del primer romanticismo, concretamente en el marcado por románticos alemanes (Holderlin, Novalis, Schlegel). Para Jiménez, “Esta evolución interior de la poesía modernista puede contemplarse desde la tensión dialéctica que arman entre sí la ley universal de la analogía y el imperativo de la ironía: esas dos tensiones que, nacidas en el romanticismo, marcan los avatares de toda la poesía moderna”. (34) El crítico cubano se cerca a las ideas de Octavo Paz, y examina esas dos intuiciones del pensamiento poético decimonónico (la ley universal de la analogía y el imperativo de la ironía), en un estilo riguroso que nunca deja de ser elegante:
La analogía lee el universo como un vasto lenguaje de ritmos y correspondencias, donde no tienen asiento el azar y los caprichos de la historia, y a esta luz la poesía o el poema habrán de entenderse como un microcosmos, como otra lectura o reinterpretación, de aquel rítmico lenguaje universal.
Y añade más adelante:
Bajo la acción de la analogía, el poema no pude recoger la esperanza del habla común, ni el exabrupto que cabe en el coloquio. Sólo le es dable reproducir, verbalmente, la armonía y la belleza originales de la Creación. Y el poeta es así, además de un visionario o un veedor, el sacralizador por la palabra de la realidad, y quien habrá de reinstaurar el orden natural –la perfección– de lo creado.” (36)
Y es que el tiempo, dentro de ese lenguaje, no es lineal e irrepetible, que es el único aceptable desde la conciencia irónica, sino cíclico y recurrente; es decir rebelde siempre a la condena de finitud y muerte que la ironía impone. (37)
José Olivio Jiménez incorpora los postulados teóricos de Paz en torno a “ese elemento dual, y que no hay más remedio que llamar demoníaco: la visión analógica del universo y la visión irónica del hombre”, y que el pensador mexicano ve reflejado en los elocuentes versos de Martí: “El Universo/ Habla mejor que el hombre”. (34-35)
José Olivio Jiménez parece vislumbrar con plena claridad las relaciones y dependencias entre el lenguaje modernistay los conceptos de la ironía y de la analogía, que Octavio Paz desarrolla dentro de los parámetros teóricos de la modernidad, dándoles (a esos conceptos teóricos) un sentido y una dimensión artística universal o ecuménica. En la introducción a la excelente antología aludida (la cual, por cierto, continúa siendo lectura obligatoria en cursos universitarios sobre el modernismo) José Olivio demuestra cómo aquellas intuiciones del pensador mexicano también se manifiestan o aplican a nivel de estilo. En ese ensayo introductorio (y emblemático) el crítico traza los rasgos de la expresividad modernista que nace de la dialéctica entre los principios de “unidad” y “ruptura”. El primero, es decir el principio de unidad, proviene de “aquel ensueño analógico desde el cual todo se presenta como compacto, unitario, cíclico, cabal”. (p.36) De ahí que la primera generación modernista privilegiara una expresión poética nacida precisamente de los supuestos estéticos de la analogía, eso es, del principio de la armonía universal. El crítico enumera cuáles son algunos de esos recursos expresivos: amor a la palabra hermosa y musical; las frases rítmicas o cadenciosas, la versificación acentual, la rima como una forma de reforzar la circularidad del tiempo, las aliteraciones, las sinestesias, las rimas interiores, la práctica intensa de la metáfora que, concluye Jiménez, “también descubre y establece correspondencias secretas entre objetos distantes de la realidad”. La noción de ruptura, por el contrario, nace del imperativo de la ironía, que, según Paz, representa “la estética de lo grotesco, lo bizarro, lo único”, y que según el erudito cubano “introducirá la descreencia en la sacralidad del mundo, en los poderes descifradores y unitivos del poeta, en el respeto sagrado al arte.” (37-38) Esto último, calificado también como “el descoyuntamiento” del lenguaje, se manifiesta en metáforas chocantes o atrevidas, tal como se encuentran en Lunario sentimental de Lugones (“la luna amarilla y flacucha como una trucha”), y en Los maitines de la noche, de Herrera y Reissig (quien compara el vaho de la campiña con “una jaqueca sudorosa y fría”), y en otro poema del mismo libro nos dice que “es un cáncer tu erotismo/de absurdidad taciturna”). (p.39) Este nivel de ironía, que afecta a la segunda más que a la primera promoción modernista, se aproxima, casi hasta llegar a las puertas, de la estética vanguardista en las letras hispanoamericanas.
Otros razonamientos sobre ese mismo tema –y estamos todavía en el amplísimo campo de la crítica modernista—coinciden con las certeras intuiciones y revisiones de José Olivio en torno al simbolismo, o quizás cabe decir, a la relevancia del símbolo poético como recurso expresivo cuya vigencia se extiende a todo lo largo de la época modernista (1882-1916, más o menos) y continúa hasta casi los finales del siglo XX. Para Jiménez, el símbolo, concebido como “el resultado literario de la visión analógica del universo”, se convierte en la piedra angular de las actitudes estéticas que integran no sólo el modernismo sino casi toda la literatura “moderna”. Uno de los mayores riesgos de las especulaciones sobre la estética simbolista, opina el crítico, es que modernismo y simbolismoson las dos caras de una misma moneda. Martí, Silva, Darío, Nervo, Manuel Díaz Rodríguez, y Herrera y Reissig, fueron sólo algunos de los modernistas hispanoamericanos que identificaron la sensibilidad simbolista, y hasta la decadentista, con los criterios artísticos del modernismo. Y es que, como también sugiere José Olivio en el ensayo titulado “La conciencia del simbolismo en los modernistas hispánicos”, esos escritores nuestros exhibían una perfecta conciencia “de saberse instalados en una corriente poética o literaria universal que, identificada o no por su nombre ya legitimado, era justamente la simbolista”.9
Aunque nos hemos extendido en el análisis del modernismo y de la posición cimera de José Martí dentro de esa empresa literaria con raíces en este lado del Atlántico, también es obligatorio mencionar otros aportes crítico anteriores, sobre todo la celebrada introducción a su Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea,1914-1970 (Madrid: Alianza Ed., 1971). De esta publicación es importante señalar que hay una segunda edición revisada, que aparece en 1977, y una tercera edición aumentada, que incluye poemas escritos entre 1914 y 1987, que ya cuenta con numerosas reimpresiones. Unos meses después de aparecer la primera edición del libro, Octavio Paz declara que “Es la mejor antología dedicada a la poesía hispanoamericana contemporánea que se haya publicado hasta hoy. Me gustaría conocer al autor de esa estupenda introducción para pedirle que colabore en mi revista”. (Charla con estudiantes de Hunter College , Bronx, NY. (circa: 1972). Paz se refería a Plural, donde poco tiempo después, en efecto, aparecen varias colaboraciones de Jiménez. Otra anécdota curiosa: un funcionario de Alianza Editorial declara en un diario madrileño que la antología citada de José Olivio Jiménez había vendido más ejemplare ese año que El Quijote de Cervantes!
Finalmente, y a manera de recapitulación, convendría resumir los mayores aportes del crítico cubano al proceso de desciframiento y re-valoración de la hazaña modernista en el ámbito hispánico. El modernismo, según dicha valoración, no fue una escuela, sino la expresión artística y la actitud espiritual de toda una épocaconfusa y contradictoria, en la que se reflejaban las inquietudes de aquel “angustioso fin de siglo”. Tampoco fue un movimiento exclusivamente preciosista, decorativo, sensorial y exótico —aunque en muchas ocasiones incide en estas actitudes. Visto desde esa perspectiva, el modernismo nace, y se mantuvo siempre, bifurcado en dos vertientes o direcciones paralelas: una exterior, decorativa, con énfasis principal en los valores formales y sensoriales; y la otra interior, espiritual, esencial, angustiada por los graves problemas del ser humano —cuestiones existenciales o trascendentes, que no excluyen las preocupaciones políticas y económicas. Sobre esa base, Jiménez niega la visión del modernismo concebida como una escuela “preciosista” y “escapista,” que tiende a ignorar el fundamentalmente ético pensamiento de José Martí y su palabra, en el catálogo de los grandes maestros de la época. En su valoración global del modernismo, José Olivio Jiménez atiende a lo que en su conjunto aquél movimiento legó a la modernidad. Vale decir, su dimensión estética (su interés en los valores de la belleza en la prosa y el verso); su preocupación ética (humanista, existencial y aun política en algunos escritores representativos); y su vibración trascendente o metafísica, es decir, su apertura al misterio y a los enigmas del ser-para-la-muerte, tal como lo prescribe el pensamiento existencial de la época.
Opino que las etiquetas de académico, crítico, ensayista, y erudito, aunque legítimas, tienden a reducir la verdadera dimensión humana del profesional espontáneo y generoso que fue José Olivio Jiménez. No es extraño, por lo tanto, que desde su fallecimiento hace ya casi 15 año, se le hayan rendido y se le sigan rindiendo merecidos reconocimientos y homenajes, tanto en este país como en España, y aun en la tierra que lo vio nacer, su añorada y escarnecida Cuba, de donde se había ausentado hacía ya más de cuatro décadas por resultarle imposible contemplar a diario “esa amputada y trágica libertad de su patria”, como lo expresó en páginas entrañables dedicadas a su guía y Maestro, José Martí.