Thursday, October 31, 2024

LA ÉPOCA QUE QUISIERON BORRAR (Una conversación conmigo mismo)

 

Discurso de investidura del Dr. Aurelio de la Vega a la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp., el sábado 19 de mayo de 2018, East Los Angeles Public Library, Los Angeles, Ca. Transcripción de Octavio de la Suarée, con el propósito de dar a conocer a la juventud cubana la verdadera historia de la denigrada República de Cuba (1902-1958) por la perversa tergiversación castrista del registro histórico. 

 
Desde hace algún tiempo, una parte de mí, desdoblada, me pregunta con insistencia sobre hechos musicales que ocurrieron en Cuba en la primera mitad del pasado siglo, época en que la República cubana nació (1902) y murió (1959). Este otro “ýo” reitera la idea de que la memoria no debe jugarnos jugarretas, y que las vivencias de aquellos tiempos tienen que mantenerse vivas y presentes. Como estoy de acuerdo con ese “otro yo”, converso hoy con él, objetivizado cuando lo coloco en el papel de entrevistador -que de pronto considero ajeno, con interés inquisidor-, y lo elevo a la categoría de extraño amable, que entra en mi estudio de visita y me insta a revivir cosas que fueron muy reales e interesantes. Llamemos al “otro” Interlocutor, afirmando que sabe mucho sobre la historia de la que fui protagonista, y que pregunta tanto porque quiere aclarar aspectos musicales de la República cubana.

Esta conversación comienza una tarde de invierno en Northridge, y concluye un día después, al crepúsculo, sentados ambos – el interlocutor y yo- en los farallones de Pacific Palisades, que miran al Océano Pacífico con la misma persistencia con que lo hacían al menos desde 1947, en que por vez primera supe de esta relación tierra del oeste norteamericano-océano. En suelo estadounidense, fueron testigos de muchas visitas de aquel primer grupo de refugiados europeos que, huyendo de la Segunda Gran Guerra, se habían acomodado en Santa Mónica, California, a partir de 1938, y que por años incluyó a Arnold Schoenberg y a Thomas Mann, a Ernest Bloch y a Bertold Brecht, a Richard Neutra y a Ernst Toch, a Hanns Eisler y a Lion Feuchtwanger, a Bruno Walter y a Jascha Heifetz, A Franz Werfel y a Alma María Mahler. Algunos se quedaron hasta la muerte por estos lares (como fue el caso de Heinrich Mann, hermano mayor de Thomas, y el de Schoenberg), y en tardes, mañanas y domingos se sentaban en los bancos de esos mismos acantilados que yo, nuevo refugiado, empecé a conocer de pura visita hace setenta y un años y que ahora revisito con permanencias. Allá lejos queda Cuba, a la cual no he regresado por cerca de seis décadas, pese a mi amor por ella, porque a unos vengativos envidiosos, vestidos de redentores y repletos de ansias de poder, se les ocurrió cambiarla, acusarla y llevarla a una destrucción ético-física casi total que, sin guerra ni bombardeos, la empujó a un bajo escaño del Tercer Mundo.

Interlocutor: Desde que Cuba fue proclamada como territorio marxista-leninista la maquinaria gubernamental cubana, que sin elecciones libres y honestas se ha mantenido en el poder por cincuenta y nueve años, insiste en afirmar que en la Cuba republicana, anterior al poderío total del castrismo, la cultura era casi inexistente, el pueblo, humillado y desamparado, no tenía acceso a la educación superior, la clase media era reducidísima, la medicina era pobrísima y primitiva, y la subyugación política de la Isla al imperialismo estadounidense sumía a la nación en una inercia total. Se multiplican otras muchas más falsedades, hoy repetidas ad infinitum por “las cotorras liberales” del planeta y por “los tontos útiles”, que tanto proliferan y quienes contribuyen a crear un grueso diccionario de mentiras y distorsiones. Ambas – mentiras y distorsiones- pueden ser desmontadas y destruidas fácilmente por cualquier mente no comprometida y objetiva, con solo leer toda clase de estadísticas publicadas por instituciones mundiales socioeconómicas e historiográficas. Como tú eres compositor, hacedor de música clásica específicamente, que ocupaste importantes posiciones musicales y educativas en la Cuba-BC, y que fuiste parte, en las décadas de los 40 y 50, del desarrollo de esa música de arte cubana (que por esa época comenzaba a tomar auge, marcando con su presencia un tiempo de gran efervescencia artístico cultural), ¿qué grado de evolución y madurez había alcanzado ese tipo de música que tú representas durante el período republicano cubano?

Aurelio de la Vega: Ya hemos dicho muchas veces que el gran florecimiento de la música popular cubana, que explota por vez primera en la escena internacional en la década de los 20, eclipsa rápidamente la percepción de una música clásica cubana que en el siglo XIX había producido a un Manuel Saumell, a un Ignacio Cervantes, a un Gaspar Villate, o a un José Manuel (“Lico”) Jiménez. Solo Guillermo Tomás, en las primeras décadas del siglo, había tratado de expandir al terreno sinfónico de gran formato la música pianística del siglo XIX, que era el principal modo de expresión de la incipiente música cubana clásica. Enseguida, Eduardo Sánchez de Fuentes trata de continuar la tradición lírico-dramática de Villate y de José Mauri, y durante las primeras décadas de la República escribe varias óperas. Es la época en que Ernesto Lecuona compone sus más conocidas piezas pianísticas y sus zarzuelas, antes de sucumbir, en los 49 y 50, a la atracción comercial (de Broadway a Hollywood) que abarató su música. Habrá que esperar a la aparición de la figura importantísima de Amadeo Roldán para enfrentarnos al primer compositor relevante cubano de música clásica que se viste de contemporaneidad. Enseguida se suceden Alejandro García Caturla y José Ardévol -el catalán que llega a Cuba y funda el Grupo de Renovación Musical, primer intento orgánico por establecer una verdadera escuela de compositores cubanos de música clásica, que de Harold Gramatges a Edgardo Martín, de Serafín Pro a Gisela Hernández, de Argeliers León a Virginia Fleites, de Hilario González a Julián Orbón, llenan con sus creaciones dos décadas de producción. Pronto Orbón abandona el Grupo de Renovación y comienza su fecunda carrera de importante compositor que se nutre de Cuba y de España, y une el son al Canto Georgiano, y la tonadilla a los ritmos africanos. Fuera de esta órbita neoclásica primero y más tarde nacionalista, de corte tonal, cuyos dioses tutelares eran Stravinsky, Falla, Bartók y García Caturla, aparezco yo con mis deseos de universalizar la música cubana. Para ello adopto primero un pan-tonalismo cromático, que pronto desemboca en el primer atonalismo que nace en suelo cubano, para pasar enseguida a las primeras obras dodecafónicas creadas por un hijo de Cuba. Mis dioses no eran franceses, ni españoles, ni italianos, sino alemanes. Con esto vienen formas complejas, grandes estructuras, poco interés en lo natamente vernáculo. Esta doble proyección de lo que es la música clásica cubana de las dos últimas décadas de la República -nacionalismo neotonal versus universalismo atonal- crea una fascinante, activísima y contrastante atmósfera musical que en lo creativo produce múltiples y varias obras. Son también los tiempos en que Alfredo Diez Nieto, Paul Csonka (un vienés que se radica en Cuba a partir de los años iniciales de la Segunda Guerra Mundial), Carlo Borbolla, Natalio Galán y Félix Guerrero producen sus composiciones independientemente del Grupo de Renovación.

Principalmente, la década de los 50 es concretamente un tiempo musical jugoso, intenso, fructífero, y más transcendental que cualquier otro momento antecedente o subsiguiente. Son años en que la música clásica cubana entra en contacto con el gran público a través de innumerables conciertos (de las presentaciones de la Orquesta Filarmónica de La Habana a las veladas de la Sociedad de Conciertos y de la Sociedad de Música de Cámara de Cuba) y, asimismo, de transmisiones radiales. Ahora sí hay música cubana clásica de envergadura (de piezas sinfónicas a obras de cámara sólidas, de ballets a óperas), y aunque también se componen obras para piano se va más allá de danzas, de piezas características descriptivas, de música amable de salón, y se escriben sonatas, suites, preludios y variaciones. Si observamos de nuevo la década del 50 -postrimerías de la República- podemos anotar varias obras importantes: las Tres Versiones Sinfónicas y el Concerto Grosso de Julián Orbón, los Tres Preludios a modo de Tocata y la Sinfonietta para orquesta de cuerdas de Harold Gramatges, las Fugas para cuerdas y las Soneras de Edgardo Martín, el Cuarteto de Cuerdas No. 3 de José Ardévol, y mi Introducción y Episodio, para una orquesta enorme, y mi dodecafónico Cuarteto de Cuerdas en Cinco Movimientos (In Memoriam Alban Berg).


Los conciertos con obras mías y de mis colegas se sucedían rápidamente, y hay numerosos estrenos que proclaman toda clase de estilos y de personalidades creativas. La Habana bulle con acelerada actividad musical. La música clásica cubana, que comienza a ser reconocida más allá de las fronteras nacionales, obtiene su mayoría de edad.

Interlocutor: Se proclama por las autoridades cubanas que el número de orquestas sinfónicas, tras el triunfo de la Revolución Castrista, se elevó rápidamente a través de la Isla, y que la educación musical profesional alcanzó metas muy superiores a la instrucción que se impartía durante la era republicana. ¿Qué me dices sobre esto?

Aurelio de la Vega: Como toda propaganda que emana continuamente, a modo de bombardeo justificativo, de todo estado totalitario, la verdad es a medias, y está muy teñida de proselitismo. Puede afirmarse que el número de orquestas sinfónicas se elevó considerablemente. Lo que no se dice es que el nivel técnico interpretativo de las mismas era, y es, inferiorísimo al que alcanzó durante los 40 y los 50 la antigua Orquesta Filarmónica de La Habana, que llegó a ser una de las tres mejores de toda América Latina y que alcanzó norteamericanos de segunda línea, comparándose con (y hasta superando a) orquestas como las de New Orleans, San Francisco, Seattle, Denver, Indianápolis, Phoenix, Dallas y Houston (por aquella época, antes de llegar a ser conjuntos de primer orden), Tulsa, Cincinnati, Atlanta o Miami, por nombrar unas cuantas. La calidad de los grupos de cámara en la Cuba actual es también muy desigual, y si bien el Cuarteto de La Habana es, sin lugar a dudas, un grupo excelente, otros conjuntos de cámara no son de igual calidad. Lo que siempre hay que recordar es que el mundo musical occidental de libre mercado (véase el caso de España) ha avanzado en todos los órdenes, de lo económico a lo artístico, con el decursar de los años. No se puede especular con total certeza lo que hubiese logrado una continuada Cuba republicana en el terreno de la música clásica, por ejemplo, medio siglo más tarde. Lo que sí es muy importante es pasar revista a lo que existió en la Isla hace ya más de siete décadas.

Si bien es cierto que la actividad de La Habana era mil veces superior a la que tenía lugar en el resto de la Isla, no hay por ello que negar que la capital llegó a ser, en las últimas dos décadas republicanas, una de las ciudades más deslumbrantes de las Américas en lo tocante a música, bien fuese popular o clásica. Como esta última es la que nos concierne en este curioso diálogo, enfrentémonos con los datos históricos reales.

En lo tocante a los conjuntos musicales de música clásica que operaban en la Cuba republicana, apuntemos que siempre hablamos de las décadas del 40 y del 50, con incursiones a los últimos años de los 30, porque es en esa época que la Isla avanza rápidamente desde un punto de vista musical. De 1902 a 1918, año éste en que se funda en La Habana la magnífica y prestigiosa Sociedad Pro-Arte Musical pueden apuntarse los esfuerzos ingentes que realizó la Banda Municipal de la capital, dirigida por Guillermo Tomás, el verdadero pionero de la música sinfónica cubana. Tomás y su banda tocaron por primera vez en Cuba música de Wagner, de Max Reger y de Richard Strauss, en transcripciones laboriosas que realizaba Tomás como tarea de amor. Tomás compuso, asimismo, poemas sinfónicos de corte alemán que fueron las verdaderas primeras obras sinfónicas cubanas, tras la única Sinfonía de Ignacio Cervantes. No hay que olvidar que ya en la décadas de los 10 y de los 20 se hacía ópera en La Habana con buen nivel artístico, y nada más y nada menos que Enrico Caruso fue persuadido, tras una oferta monetaria gigantesca para su época, proveniente en su totalidad de la vilipendiada burguesía habanera, para que cantase en la capital.

Primero hablemos de Pro-Arte Musical. Esta increíble sociedad, fundada por María Teresa Giberga y dirigida por ella y por mujeres cubanísimas que la ayudaron y prosiguieron luego su labor inicial -mujeres cubanas que también establecieron más tarde la Sociedad de Conciertos, la Sociedad de Música de Cámara de Cuba, la Coral de La Habana, el Lyceum (y Lawn Tennis Club), y Pro-Arte Musical de Santiago de Cuba-, se convirtió en las décadas de los 30, 40 y 50 en una entidad ejemplar que capeando toda clase de altibajos socio-económico-políticos, trajo a La Habana lo más notable del mundo musical internacional -de Rubinstein a Horowitz, de Heifetz a Isaac Stern, de Gigli a Mario del Mónaco, de Rosa Ponselle a Helen Traubel, de Milstein a Platigorsky, pasando por temporadas de ópera, por la presentación de la Orquesta Sinfónica de Filadelfia, con Eugene Ormandy a la cabeza, y de los Ballet Rusos de Montecarlo, con Leonid Massine y Michel Fokine bailando y diseñando coreografía. Pro-Arte tenía socios que asistían a un promedio de tres conciertos mensuales (abonos de tarde y noche) mediante el pago de una irrisoria cuota, y lo más asombroso de todo es que construyó su propio y elegante edificio en la esquina de Calzada y D, en el Vedado. Este local dignísimo tenía la mejor sala de conciertos de Cuba, el famoso Auditorium, que tanto recordarían cantantes, instrumentalistas y directores de orquesta, famosos todos, como uno de los templos musicales más acogedores y significativos de las Américas. Además del Auditorium, el edificio de Pro-Arte Musical contenía una hermosa biblioteca que poseía una de las colecciones más completas de partituras de ópera de todo el continente americano, y una sala de conferencias y salón de actos en donde el Grupo de Renovación Musical dio conciertos y yo pronuncié, en 1946, una conferencia sobre Schoenberg y la Segunda Escuela Vienesa. Para coronar su lista de aportaciones, Pro-Arte Musical creó una Escuela de Ballet que se hizo pronto famosa, donde se forjaron Alicia Alonso (neé Martínez) -vocera luego del régimen castrista-, Fernando Alonso y Alberto Alonso. Este último salió de Cuba poco después del triunfo de la revolución marxista, y vivió y actuó en Puerto Rico hasta su muerte prematura. Esta Escuela de Ballet de Pro-Arte, luego Ballet Alicia Alonso y posteriormente Ballet Nacional de Cuba, ocupó un edificio adyacente al del Auditorium, que era una amplia casona en Calzada adquirida por Pro-Arte a fines de los 40. De esa Escuela, dirigida por excelentes profesores rusos, salieron muchos de los mejores bailarines de ballet que ha dado Cuba. Pro-Arte Musical presentó a numerosos cantantes e instrumentalistas cubanos, de Ángel Reyes (violinista) a Ivette Hernández (pianista), de María Teresa Sardiñas (soprano) a Jorge Bolet (uno de los grandes pianistas del siglo XX). Tanto Bolet como Hernández fueron en sus años tempranos becados por Pro-Arte para realizar estudios en los Estados Unidos. Pro-Arte presentó, además, el estreno de los ballets Forma, de José Ardévol (sobre un libreto de Lezama Lima) e Ícaro, de Harold Gramatges, así como la ópera S.O.S. de Csonka. El Auditorium, y todo el interior del edificio de Pro-Arte Musical, fue consumido por un fuego misterioso en los primeros tiempos del castrismo. La hermosa biblioteca desapareció para siempre, a la par del teatro. El gobierno marxista cubano, que había bautizado al Auditorium con el nombre de Teatro Amadeo Roldán ( y lo vendía así, como erigido por la revolución, a los “socialistas del Este” y a los norteamericanos, por lo general jóvenes de ojos asombrados que lograban burlar las leyes existentes y visitaban la Isla), tardó muchos años en reconstruirlo. El escenario quedó reducido, y el exterior es ahora una muestra del mejor arte arquitectónico soviético: cuadradito, desprovisto de belleza, estéril y soberanamente anti imaginativo.

Aparte de Pro-Arte Musical, la Sociedad de Conciertos, fundada en La Habana por Rosa Rivacoba de Marcos, y que realizaba sus actividades en el Lyceum del Vedado, ofrecía conciertos numerosos, presentando principalmente instrumentalistas y cantantes nacionales, y en sus temporadas se estrenaron varias obras de compositores cubanos de música clásica (incluyendo mi Trío para Violín, Cello y Piano de 1949). La Sociedad de Conciertos llegó a tener su propio Cuarteto de Cuerdas, que alcanzó un excelente nivel profesional. A la par de la Sociedad de Concierto, también desarrollaba en el Lyceum sus actividades la Sociedad de Música de Cámara de Cuba, cuyo principal promotor, el violinista Carlos Agostini (quien falleció en el Canadá hace años), también había fundado el Cuarteto de Cuerdas de esta Sociedad.

¿Y qué decir del Lyceum de La Habana, institución creada y dirigida por entusiastas y valiosísimas mujeres cubanas que bajo la égida de Elena Mederos habían concebido esta maravillosa asociación? El Lyceum contaba en las últimas décadas de la República con un atractivo edificio propio, situado en la esquina de Calzada y Ocho, en el Vedado, y poseía una biblioteca de gran uso público, una íntima y agradable sala de conciertos y una sala de exposiciones, donde aquella pléyade espléndida de pintores cubanos, que en las décadas del 40 y 50 dieron a Cuba, por vez primera, un perfil pictórico internacional, colgaron sus cuadros estupendos. Allí expusieron, entre otros, Mario Carreño, René Portocarrero, Carlos Enríquez, Eduardo Abela, Wilfredo Lam, Amelia Peláez, Cundo Bermúdez, Mariano Rodríguez, Víctor Manuel, Luis Martínez Pedro, Hugo Consuegra y Daniel Serra Badué.

También estaba activa la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, dirigida por el compositor Harold Gramatges, que más allá de su secreta agenda comunista, ofreció excelentes conciertos en la década de los 50. Finalmente, hay que señalar la existencia del magnífico Coro Polifónico Nacional, bajo la tutela de Serafín Pro, uno de los compositores que fundaron con Ardévol el ya mencionado Grupo de Renovación Musical.

El Lyceum, Pro-Arte Musical y la Sociedad de Conciertos, entre otras, eran instituciones -repetimos una vez más- timoneadas por mujeres de la comunidad habanera, de burguesas a intelectuales, de profesionales a educadoras, de ricas a representantes de la clase media, de mayores de edad a jóvenes entusiastas. Todas muy independientes todas desmanteladoras de otro mito ‘revolucionario’ que asegura al mundo que la mujer cubana solo se liberó al triunfo del castrismo (!). Algún día, también se escribirá pausadamente sobre estas mujeres republicanas que tanto hicieron por la cultura de Cuba.

Interlocutor: Sí. Todo esto es muy bonito y loable, pero ¿qué me dices, insisto, acerca de las orquestas al servicio de la música clásica y qué me explicas con respecto a la enseñanza musical?

Aurelio de la Vega: Tomemos primero el caso de la enseñanza de líneas y bolitas. En la Cuba republicana existían cientos de conservatorios esparcidos por toda la Isla. Con la excepción notable del Conservatorio Municipal de Música de La Habana, fundado por Roldán, donde sí se impartía una instrucción musical intensa, orgánica y cabal, y donde se enseñaban todos los instrumentos y se oían conciertos interpretados por sus grupos instrumentales y vocales, es cierto que muchos conservatorios de la era republicana, que graduaban alumnos como fábricas activísimas de embutidos, dejaban mucho que desear. Dentro de esa serie grande de conservatorios que solo enseñaban pobremente piano, teoría y solfeo, podían detectarse, sin embargo, algunas instituciones más serias: los Conservatorios Orbón, Falcón, Ada Iglesias, Peyrellade y Hubert de Blanck, con distintos niveles de efectividad, que incluían en sus planes de estudio Historia de la Música, Armonía, un poco de Contrapunto y de Orquestación y que, en el caso de Ada Iglesias, que yo recuerde, hasta Estética de la Música. El hecho de que posteriormente las escuelas de música creadas por la revolución marxista hayan llevado la enseñanza musical a planos más técnicos y desarrollados, no excluye la parte mejor de la acción de los conservatorios republicanos, los cuales abonaron el terreno para que muchos cubanos se lanzaran a proseguir estudios fuera de Cuba con una noción más o menos sólida de los juegos y misterios del arte musical. No hay que olvidar que en el Conservatorio Musical de Música de La Habana -institución establecida en plena República-, impartían clases casi todos los compositores del Grupo de Renovación, quienes luego, quedados en Cuba después tras la revolución castrista, vinieron a fundamentar y dirigir la enseñanza musical en Cuba a partir de 1959. Debe mencionarse, asimismo, que en los 50, las Universidades de La Habana y de Las Villas mantenían Escuelas de Verano dentro de las cuales se insertaron cursos de Apreciación Musical.

Capítulo aparte merece el establecimiento de la Sección de Música de la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, que fue fundada por mí en 1953, por encomienda de la propia Universidad, y que funcionaba dentro de la Facultad de Filosofía. Era la primera escuela de música a nivel universitario que se inauguraba en Cuba y la segunda de toda América Latina, habiéndose establecido la de la Universidad de Tucumán, Argentina, en 1947. Esta escuela de música de la Universidad de Oriente creó una Licenciatura (4 años) y una Maestría (2 años adicionales). Los planes para un Doctorado fueron esbozados. Se contrataron profesores especializados de primera línea y, antes de yo abandonar definitivamente la tierra natal, graduamos el primer contingente de alumnos que cursaron la Licenciatura en Música. Posteriormente a 1959, en el afán antihistórico del castrismo, se borró mi existencia del ámbito musical de Cuba, y mi nombre desapareció como fundador de esta escuela universitaria de música, para ser emplazado por el de dos de losa profesores que yo había traído a la Universidad. Mi ostracismo biográfico se unió al de otros que dentro del campo de la música clásica cubana habían contribuido en la era republicana al desarrollo de la misma -de Julián Orbón a Alberto Bolet; de las damas de Pro-Arte Musical, de la Sociedad de Conciertos y del Lyceum, a los mecenas de la Orquesta Filarmónica.

Ahora hablemos de las orquestas. En La Habana existieron desde la década de los 30 dos orquestas activas: la Sinfónica, fundada y dirigida por Gonzalo Roig, que tocaba mucha música de este compositor y de Lecuona - y que acompañó en algunas ocasiones al montaje de óperas del repertorio italiano-, y la Filarmónica, fundada y dirigida por Amadeo Roldán y por el director de orquesta español Pedro Sanjuán, la cual pronto se convirtió en conjunto altamente profesional y a través de la cual La Habana escuchó por vez primera mucha música contemporánea internacional, de Stravinsky a Bartók, de Hindemith al propio Roldán, de Prokofieff a García Caturla. En la década de los 40 la Orquesta Filarmónica cayo providencialmente en manos del famosísimo director de orquesta alemán Erich Kleiber, alejado del teatro musical europeo a causa de la horrísona Segunda Guerra Mundial. Kleiber transformó radicalmente la Orquesta, y en seis años la convirtió en un aparato sinfónico notable, capaz de llegar a interpretar muy bien el difícil laberinto atonal de Wozzeck de Alban Berg. Por esta época, la Orquesta estaba financiada en su casi totalidad por el mecenas cubano Agustín Batista, prominente y acaudalado hombre de negocios que le permitió a Cuba tener su primer y activísimo gran conjunto sinfónico. La Filarmónica pasó luego a ser dirigida por la flor y nata de los más prominentes directores de orquesta del mundo: Bruno Walter, Arthur Rodzinski, Manuel Rosenthal, Herbert Von Karajan, Efrem Kurtz, Erich Leinsdorff, William Steinberg, Serge Koussevitzky, Sir Thomas Beecham, Juan José Castro, Charles Münch, Pierre Monteux y Sergiu Celibidache, entre otros. Incidentalmente, la Filarmónica, en los 50, tocó música de Ardévol y de los cubanos Edgardo Martí n, Pablo Ruiz Castellanos y Gilberto Valdés. Hay que apuntar que la orquesta ofrecía conciertos populares a medianoche en el Teatro Nacional (antes Teatro del Centro Gallego) al precio de 50 centavos la entrada, platea y palcos incluidos.

Además de estas dos orquestas sinfónicas, existían en la Cuba republicana la Orquesta de Cámara de La Habana, fundada y dirigida por José Ardévol, la Orquesta de Cuerdas del Instituto Nacional de Cultura, que regía Alberto Bolet, y la Orquesta Sinfónica de Santiago de Cuba, bajo la dirección de Antonio Serret. Con la Orquesta de Cámara de La Habana, Ardévol hizo oír por vez primera en Cuba, música de Malipiero, Villa-Lobos, Chávez, Milhaud y otros muchos compositores importantísimos dentro del campo de la música clásica contemporánea y estrenó obras de él mismo, de Roldán, de Edgardo Martín y de Harold Gramatges. La Orquesta de Cuerdas del Instituto Nacional de Cultura (fundado por Guillermo de Zéndegui a mediados de la década de los 50, y que sustituía y ampliaba en sus funciones a la antigua Dirección de Cultura del Ministerio de Educación) tenía por sede el Palacio de Bellas Artes, situado directamente al sur del Palacio Presidencial de La Habana, y efectuaba sus conciertos en su propia sala decorada con murales de José Mijares. Allí se oyó por vez primera en Cuba mi Elegía para orquesta de cuerdas (1954), que Bolet había estrenado en Londres con la Royal Philarmonic Orchestra.

Finalmente debe notarse el lecho de que la radioemisora CMQ

había fundado una orquestra sinfónica propia, bajo la dirección de Enrique González Mantici, militante del Partido Socialista Popular, y buen director, al que nunca se le preguntó su filiación política. Mantici, además de tocar varias obras sinfónicas cubanas, estrenó en 1951, con esta Orquesta, mi Obertura a una Farsa Serie, compuesta un año antes.

Interlocutor: ¿Y eso era todo?

Aurelio de la Vega: No. Además de los conjuntos musicales mencionados anteriormente, sufragados casi todos por individuos y entidades comerciales privadas (salvo en el caso de la Orquesta de Cuerdas del Instituto Nacional de Cultura, las subvenciones gubernamentales eran mínimas), existían, desde la década de los 30, la Ópera Nacional, que presentó muchas óperas en La Habana y que en la década de los 50 organizó varias presentaciones notables en el Palacio de los Deportes; los conciertos gratuitos de la Plaza de la Catedral, costeados por el Estado (que culminan a mediados de los 50 en una magnífica puesta en escena del oratorio de Honegger Juana de Arco en la hoguera, obra estrenada en Zürich, en este formato, en 1942); los también gratuitos conciertos de verano en el Estadio del Cerro y, sobre todo, las transmisiones radiales de varias emisoras cubanas que, a finales de los 40 y en la década de los 50, incrementaron su apoyo a la música clásica. La CMQ llegó a trasmitir, en horas de gran audiencia, a través de la televisión (Cuba fue el primer país de América Latina que en plenos tiempos republicanos tuvo televisión en colores), ballets clásicos y zarzuelas, como la Lola Cruz de Lecuona, y llegó a crear historia al montar, en estreno mundial escénico, el ballet La Rebambaramba de Amadeo Roldán. La música clásica se difundía desde los 40 por la cadena radial CMZ, fundada por Fulgencio Batista durante su primer período presidencial constitucional, y también por la emisora de filiación comunista Radio Mil Diez, siendo, sin embargo, las transmisiones más populares las de los conciertos diurnos dominicales de la Orquesta Filarmónica en el Auditorium, patrocinados por la General Electric en la CMBF y por la General Motors en la RHC.

Interlocutor: Basta ya de recuentos. Una última observación: ¿es cierto que toda esta actividad musical que has mencionado era de carácter elitista, y tú mismo has sido tildado de esto?

Aurelio de la Vega: Si ser elitista es sinónimo de buen gusto, de refinamiento estético y cultural, y de aspiración al saber y a la defensa de la cultura occidental, a la cual yo -y creo que la gran mayoría de los que tomaron parte en la gran aventura de la música clásica cubana durante la República, pertenecíamos y pertenecemos-, me alegro de sustentar el calificativo. Pero si se usa éste negativa y peyorativamente para indicar discriminaciones, falta de generosidad, egoísmo cultural y cerrazón de puertas a las clases más pobres, rechazo totalmente, en mi nombre y en el de tantos otros, que esto tuviese nada que ver con la realidad histórica del desarrollo de la música clásica en Cuba. He apuntado que había en la Isla, sobre todo en La Habana, un sinnúmero de conciertos de gran calidad con entrada gratis, la matrícula del Conservatorio Musical de Música en la capital era casi inexistente, los abonos de los conciertos de Pro-Arte y los dominicales de la Filarmónica eran de costo minúsculo, y un par de estaciones de radio transmitían música clásica de continuo. Ahora pregunto yo: ¿cuántas veces hay que alertar al mundo para que vea la verdad histórica más allá de la cortina de humo “oficial” alimentada diariamente por el actual Gobierno cubano?, ¿cuánta más paciencia hay que esgrimir para tratar de convencer al dudoso? Frente al malvado, me encojo de hombros o escupo en el suelo, frente al marxista doctrinario y furibundo guardo silencio, frente al imbécil de todos colores, me largo a tomar un buen vino. Los datos reales, querido, quedan fundamentados en libros, memorias, ensayos, opúsculos, revistas, diccionarios, publicaciones de organismos económicos internacionales y, sobre todo, en la verdad que proclamamos los que fuimos testigos y partícipes de una etapa magnífica, donde Cuba llegó a ocupar, pese a la corrupción política imperante y al enlodamiento cívico, una posición económica envidiable, y a poseer una vida intelectual y artística realmente asombrosa. Conmovedor es recordar aquellos tiempos. Para los que quieran oír, diles, “Interlocutor”, lo que hemos hablado.

Post Data:

Aurelio de la Vega fue un compositor cubano de reconocida fama internacional. Nacido en La Habana, en 1925, residió en Los Ángeles desde 1959. Fue un profesor Emérito Distinguido de la Universidad Estatal de California en Northridge. Falleció en 2022.

Sunday, October 27, 2024

Un cubano en la OEA IX

 

Por Guillermo A. Belt



Primeros veinte años

Poco menos de la mitad de lo que sería mi carrera en la OEA había transcurrido en 1980 al darse mi regreso a Washington, casi exactamente 20 años después de llegar a las puertas de la organización más antigua de su clase en el mundo. Evitando las trampas de la nostalgia (gracias, García Márquez) haré un alto en el relato para recordar a personas que de una u otra forma me ayudaron a llegar hasta aquí.

La generosidad de Julia Copperman me abrió el camino a la categoría de funcionario internacional desde las filas de los llamados locales. Tras la defenestración de Betances surgió Aminta Knight, quien en aquella unidad que marcaba el camino hacia la calle me ayudó con suma eficiencia en la redacción de los manuales para Portner. Al llegar a la dirección de las oficinas en los Estados Miembros la suerte puso en mi camino a dos personas excepcionales: Beatriz Taylor y Mary Baldwin. Sin ellas, incansables y de precisión asombrosa en la transcripción de mis dictados peripatéticos a las páginas impresas mediante las IBM Selectric, jamás habría logrado expedir un altísimo número de circulares para normar la reorganización total de esas dependencias. Recuerdo con el mismo afecto a Cathy Hall y Vicky Domínguez.

El aterrizaje de vuelta en la sede y el inicio de un trabajo nuevo junto al Consejo Permanente pudo llevarse a cabo exitosamente gracias a Lía Onega, funcionaria muy inteligente que compartió sin reservas su experiencia, dándome la bienvenida sinceramente y no como mera cortesía. Lía fue mi mano derecha, y además formó un equipo de primera línea con Gyliane Kalogerakis, cuyo dominio de su francés natal, así como del español e inglés, sumado a su cortesía, contribuyeron muy valiosamente a mi gestión.

De mis supervisores directos en aquellos 20 años, mi gratitud a Luis Raúl Betances vive hasta hoy, muchos años después de su partida del reino de este mundo (de nuevo, Carpentier). Fue el primero de mis jefes, sin contar los de la breve etapa en la calle 14 que no tuvieron tiempo de hacerme bien ni mal.

Ya he hablado de los dos subsecretarios, Stuart Portner y Santiago Meyer. También, pero no lo suficiente, de Alejandro Orfila; hay más en el tintero. Para comenzar, la confianza del Secretario General a raíz de mi desempeño en Chile, luego aumentada al verme actuar en el Consejo Permanente, fue motivo de gran satisfacción personal, desde luego, pero también dio lugar a conflictos con mi nuevo director y, eventualmente, con el Secretario General Adjunto. La situación con el director quedó resuelta por decisión de Orfila, no así la tensión con el ex embajador de Barbados Valerie T. McComie, elegido Secretario General Adjunto en 1980, la cual se agravaría con el tiempo hasta hacer crisis en la gestión del Embajador Joao Clemente Baena Soares, el sucesor de Alejandro Orfila.

Como hemos dicho, el cargo de Secretario General Adjunto fue una creación de los Estados Unidos. Se produjo cuando el gobierno de este país aceptó la realidad: el cargo principal de la organización hemisférica lo ocuparía un latinoamericano, considerando que la Unión Panamericana, precursora de la OEA, la integraban las 20 repúblicas de la América Latina y los Estados Unidos. Cuando se firmó la Carta de la OEA en Bogotá en 1948, un ilustre colombiano, Alberto Lleras Camargo, que venía actuando de director de la Unión Panamericana, pasó a ser el primer Secretario General de la OEA. Desde entonces, todos sus sucesores han sido latinoamericanos.

El segundo cargo en el escalafón de la Secretaría General quedó reservado, de facto, para un ciudadano de los Estados Unidos. Este arreglo de caballeros, si así puede llamarse, se mantuvo hasta 1968. El 18 de mayo de ese año los Estados Miembros de la OEA eligieron al Dr. Miguel Rafael Urquía para reemplazar a William Sanders como Secretario General Adjunto de la OEA. En esa misma fecha eligieron Secretario General al ex presidente del Ecuador Galo Plaza.

Ambas elecciones fueron para bien de la OEA. De don Galo ya he expresado mi opinión, aunque necesariamente de manera resumida; él merece mucho más de lo dicho aquí. El Dr. Urquía, ilustre jurista de El Salvador, llegó a la OEA tras un desempeño exitoso en Naciones Unidas como embajador de su país. Trajo a la Organización su rica experiencia, y al personal de la Secretaría General le hizo un regalo espléndido. Gracias al Dr. Urquía se creó en la OEA el Tribunal Administrativo, encargado de velar por los derechos de los funcionarios cuando se hacía necesario acudir a la vía judicial para salvaguardarlos.

Aunque el Dr. Urquía no fue mi supervisor lo cito entre mis agradecimientos a quienes tuvieron esta responsabilidad porque tuve el privilegio de trabajar directamente con él. El Dr. Urquía se abocó a la reorganización total de las Normas Generales para el Funcionamiento de la Secretaría General. A este efecto creó un grupo de trabajo en el cual me invitó a participar como director de las Oficinas en los Estados Miembros. Fueron varios días de trabajo intenso. La redacción fue toda del Dr. Urquía. Con impresionante rapidez incorporaba nuestros comentarios cuando valían la pena. Sus vastos conocimientos jurídicos unidos a su manejo impecable del idioma nos asombraron a todos los integrantes de aquel grupo de trabajo.

Un circo de tres pistas

La expresión a three-ring circus denota algo que si bien es atrayente puede causar confusión. Al lanzarme al agua con el Embajador Castulovich, él de capitán y yo de grumete, sentí el embrujo del mar (ya que estamos en otro símil, que no el del toreo para no enredarnos, y mucho menos el del circo) mientras intentaba sortear los escollos - treinta y tres colegas del embajador panameño - en nuestra travesía de estreno por las aguas procelosas del Consejo Permanente de la OEA.

El Consejo Permanente se compone de un representante por cada Estado Miembro, nombrado especialmente por el Gobierno respectivo con la categoría de embajador. Así lo dispone la Carta de la OEA en su artículo 80. La Carta asimismo establece que la presidencia del Consejo Permanente será ejercida sucesivamente por los representantes en el orden alfabético de los nombres en español de sus respectivos países. Conforme al Estatuto, la presidencia del Consejo Permanente se ejerce por un período no mayor de tres meses.

Como el lector comprenderá, un embajador cuya efímera condición de presidente se debe al alfabeto y no a una elección por sus colegas, como era antes de la Carta de Bogotá, estará consciente de esta situación a la hora de hacer cumplir el Reglamento del Consejo Permanente. El presidente da la palabra, y en ocasiones la niega a colegas que no olvidarán su rigidez, o quizás su benevolencia al aplicar las disposiciones reglamentarias que rigen la materia. Asimismo debe resolver cuestiones de orden planteadas por los representantes en el Consejo, y sus decisiones pueden afectar el fondo de un asunto importante.

De entrada, Juan Manuel Castulovich debió enfrentar la costumbre de llegar tarde a las sesiones, practicada asiduamente por colegas suyos desde mucho antes de su arribo a la presidencia. Al final de su primera sesión, que comenzó con la tardanza habitual, el presidente manifestó su intención de comenzar la próxima a tiempo, exactamente a las 10 de la mañana, apelando a la colaboración de todos para lograr su propósito.

Llegado el día, bajamos al salón desde la oficina del presidente en la planta alta del Edificio Principal y ocupamos nuestros puestos en el estrado minutos antes de las 10. A la hora fijada, en punto, el presidente me dijo “vámonos”. El salón estaba vacío. Cuando atravesábamos el Patio Azteca, frente a la puerta del salón del Consejo, nos cruzamos con varios embajadores que, extrañados, saludaban al presidente un tanto tímidamente mientras caminaban en dirección a la sala, en tanto que nosotros íbamos en dirección opuesta. En la sesión siguiente todos los embajadores estaban en sus puestos cuando el presidente y yo hicimos nuestra entrada.

En estas nuevas funciones mi tarea abarcaba un trabajo previo al ingreso en el circo de tres pistas. Me reunía con el presidente antes de cada sesión del Consejo para examinar juntos el proyecto de temario preparado por mis colegas de la secretaría. El Consejo se alimenta de los mandatos que le da la Asamblea General, órgano supremo de la OEA integrado por los ministros de Relaciones Exteriores. También, de los informes que le rinden sus comisiones, entre ellas la de Asuntos Jurídicos y Políticos y la de Programa-Presupuesto. Mis compañeros de trabajo asignados a las comisiones, llamados secretarios de comisión, preparaban los documentos para estudio por el Consejo Permanente y éstos conformaban el temario de las sesiones ordinarias, celebradas el primer y tercer miércoles de mes.

El proyecto de temario habría de aprobarlo el presidente de este órgano político, el segundo en importancia después de la Asamblea General. Mi trabajo previo consistía en ilustrar al presidente sobre los antecedentes de cada sesión. Con el tiempo llegué a ilustrar a mis mandantes sobre mucho más. Con Castulovich, de mente ágil y muy buen sentido político, esta labor resultó muy grata, y fue la base en que se asentó nuestra amistad. Recordando esta etapa a cuarenta y tantos años de distancia puedo hacerlo con la satisfacción del deber cumplido, y además con una sonrisa para mi amigo Juan Manuel.

Primeros escarceos

En vista de lo bien que nos entendíamos el embajador Castulovich y yo, el director Armando Cassorla me cedió su puesto en las sesiones del Consejo Permanente, a la izquierda del Secretario General Adjunto en el estrado de la presidencia que se levanta tres modestos escalones por sobre los asientos que en forma de una gran U ocupan los Excelentísimos Señores Embajadores, Representantes Permanentes.

En la Secretaría General de la OEA se habla bastante de la delegación de autoridad y se practica bastante menos. Armando me explicó que yo no tendría que hacer gran cosa puesto que el Departamento de Asuntos Jurídicos, representado en cada sesión, se encargaría de cualquier consulta de la presidencia sobre aplicación del Reglamento del Consejo. De esta manera justificó la delegación de autoridad que me hacía, ante mi evidente sorpresa.

Pero tanto Castulovich como yo, siendo abogados, entendíamos que la responsabilidad de interpretar el reglamento correspondía en primera instancia al Secretario General Adjunto porque la Carta le asigna la función de Secretario del Consejo Permanente, y a los abogados de la casa sólo en caso de una duda de carácter jurídico. Por consiguiente, el presidente se volvía a McComie, sentado junto a él a su izquierda, y le preguntaba en voz baja, o bien le daba la palabra para evacuar consultas reglamentarias más bien rutinarias, planteadas por la sala.

Aquí comienza, paciente lector, el camino de mis desavenencias con el jefe superior de la oficina encargada de todos los servicios de secretaría a los órganos políticos – Asamblea General, Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores y Consejo Permanente – nada menos que el Secretario General Adjunto McComie, sucesor del Dr. Jorge Luis Zelaya Coronado, ex embajador de Guatemala, quien a su vez había sucedido al Dr. Urquía.

Val McComie era un hombre inteligente, con experiencia diplomática pero sin afición por el Derecho ni simpatía por sus practicantes. Por consiguiente, no se había tomado el trabajo de estudiar el Reglamento del Consejo Permanente, lo que le habría permitido asesorar a los presidentes del órgano. De suerte que ante la primera consulta de Castulovich, McComie se limitó a mirarme con expresión inquisitiva. No recuerdo el motivo de la consulta pero sí mi respuesta. Le señalé con un dedo el artículo aplicable en mi copia del reglamento, él le susurró el número de la disposición al presidente, éste citó el texto en alta voz, y aquí paz y en el cielo gloria.
El autor entre Alejandro Orfila y Val McComie


A lo largo del trimestre de la presidencia del Embajador Castulovich se presentaron varias consultas de este tipo, y en cada ocasión se repitió el procedimiento señalado. El avispado lector comprenderá que los Excelentísimos señores Representantes Permanentes no tardaron en darse cuenta de quién dirigía, en los hechos, la secretaría del Consejo Permanente.

Por su parte, el Secretario General, sentado a la derecha del presidente, llegó a la misma conclusión que los embajadores. Alejandro Orfila me lo hizo saber por medio de su jefe de gabinete, Alberto Salem, quien me llamó por teléfono un día, cuando trabajaba yo con el Embajador de Paraguay, sucesor de Castulovich. Salem me dijo que el jefe estaba muy satisfecho con mi desempeño y pronto reconocería la realidad comentada por varios embajadores, es decir, que era yo quien manejaba el Consejo Permanente. De grumete a capitán, como quien dice.

Thursday, October 24, 2024

Un cubano en la OEA VIII

Por Guillermo A. Belt


En el servicio exterior

Es una experiencia aleccionadora la de trabajar por varios años a miles de kilómetros de distancia de tu jefe inmediato y de toda la plana mayor de una organización. Los diplomáticos están acostumbrados a desempeñar su misión fuera de la capital y más bien lejos del Ministerio de Relaciones Exteriores. No así los funcionarios de organismos internacionales. En la OEA, los de las llamadas áreas técnicas viajan a los países miembros en misiones de corta duración; otros, en las dependencias de apoyo a las conferencias, viajan a éstas por una o dos semanas; la mayoría de los destacados en la sede nunca se alejan de ella.

Tras haber reorganizado las oficinas en los países miembros me tocaba ahora, por decisión propia, incorporarme a lo que podríamos llamar el servicio exterior de la OEA. Conforme al protocolo, los jefes de misión deben presentar sus cartas credenciales al ministro de Relaciones Exteriores al inicio de su gestión. En Chile esto es extensivo a los representantes de organismos internacionales. Cumplí este requisito el 2 de agosto de 1976 en mi visita formal al Vicealmirante Patricio Carvajal, titular de la cancillería.

Presentación de credenciales al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile


Después de presentar credenciales me di a la tarea de visitar a las personas que podrían facilitar mis funciones en Chile. Tuve la fortuna de conocer a Arturo Fontaine, director de El Mercurio, el diario más antiguo del país. De entrada nuestra relación fue muy cordial. Le expuse mi interés en destacar las actividades de cooperación técnica que la OEA desarrollaba en Chile, que eran muchas y variadas.

Arturo comprendió de inmediato mi propósito de mantenerme al margen de temas políticos en mis actuaciones públicas. El Mercurio dedicaba varias páginas a temas apolíticos y en ellas me dio amplia cabida. Comencé por visitar nuestros proyectos, y al efecto establecí una buena relación de trabajo con CONICYT, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, entidad gubernamental de trayectoria muy anterior al gobierno de Augusto Pinochet.

CONICYT veía con buenos ojos mi interés en dar mayor relieve a los proyectos de la OEA, que el organismo manejaba como contraparte nacional. Por consiguiente, sus funcionarios me facilitaron las cosas y pronto me encontré inaugurando cursos en el Centro de Perfeccionamiento del Magisterio, en Lo Barnechea, un lugar alto y fresco, próximo a Santiago, y visitando otros proyectos de índole variada, en Valparaíso, Osorno y algunas ciudades más.

La publicidad en El Mercurio le resultaba muy grata a Santiago Meyer, y en general para los funcionarios de su subsecretaría, deseosos de dar mayor importancia a su área y – me atrevo a decir – a ellos mismos. Lo que quizás no advirtieron es que al cabo de unos meses de aparecer yo casi todas las semanas, frecuentemente con fotos, en las páginas del diario de mayor circulación en el país, altos funcionarios gubernamentales comenzaron a establecer contacto conmigo, lo cual me facilitó la actividad política que el Secretario General me había encomendado y sobre la que le daba frecuentes informes por cartas personales.

Comprenda el lector no familiarizado con las comunicaciones burocráticas que, en teoría, cometía yo una falta grave al comunicarme directamente con el Secretario General. Todos mis informes, como subalterno de mi sucesor en la dirección de la Oficina de Coordinación, debían ser dirigidos a él. Este funcionario, a su vez, elevaría al subsecretario Meyer aquellos informes de suficiente importancia para merecer su atención. Las probabilidades de que Meyer a su vez remitiera algo a Orfila eran mínimas.


Mínimo también era el riesgo de ser acusado de saltarme los llamados canales de comunicación, puesto que yo estaba procediendo conforme a instrucciones explícitas, si bien verbales, del Secretario General. Mi correspondencia con Orfila, contestada amablemente por él la mayoría de las veces, y ocasionalmente por su jefe de gabinete, Marcelo Huergo, resulta más nutrida (y por supuesto más interesante) que la otra.

Sin pasar a más diré que mi actividad política en Santiago de Chile, totalmente apartada de la luz pública, fue de mayor utilidad para la OEA, y mucho más satisfactoria para el autor de estos recuerdos, que la referente a la amplia gama de proyectos de cooperación técnica impulsados por la Organización en el país.

El regreso a la sede

Por razones de carácter familiar, principalmente la preocupación de mi madre por la salud de mi padre, solicité mi traslado a la sede de la OEA. Lo hice privada y confidencialmente mediante cartas al buen amigo Juan Nimo, quien dio cuenta de mis preocupaciones a Orfila, también privadamente. Las autoridades chilenas habían dado muestras de su satisfacción con mi trabajo y mi salida del país no sería bien recibida por ellas.

El Secretario General fue muy comprensivo y, aunque no deseaba poner fin a mi misión en Santiago, ordenó el traslado en atención a mis circunstancias familiares. En marzo de 1980, pocos meses antes de cumplir cuatro años como representante de la OEA en Chile, me encontraba de vuelta en Washington en el cargo de subdirector de la Oficina de Servicios de Secretaría a la Asamblea General, la Reunión de Consulta, el Consejo Permanente y las Conferencias.

El director de la oficina era Armando Cassorla, un funcionario con muchos años de servicios, y además amigo de Orfila. Me recibió amablemente, pero con un atisbo de recelo, algo inevitable cuando en la burocracia aterriza un posible rival. De entrada me hizo saber que sólo él se comunicaría con el Presidente del Consejo Permanente, a quien asesoraría antes y durante cada sesión de este órgano, que se reúne de ordinario dos veces al mes.

En cuanto a mis funciones, el nuevo jefe no fue explícito. Comenzaba yo a preocuparme y, aún peor, a aburrirme por falta de trabajo cuando un buen día el director me sorprendió con una instrucción clara y precisa, aunque contradictoria de la anterior. A partir de hoy, me dijo, te harás cargo del Presidente del Consejo, el embajador de Panamá Juan Manuel Castulovich.

Discretas averiguaciones me revelaron el motivo del cambio de instrucciones. En una primera reunión con Castulovich las cosas le habían ido mal a mi jefe. El recién estrenado presidente requería mejoras en el mobiliario de la oficina asignada por la Secretaria General a la presidencia del Consejo Permanente. El director de la secretaría no aceptó ninguna de las solicitudes, alegando falta de recursos. No supe detalles del intercambio, sólo que no fue nada cordial.

Muchos años después, cuando ya me había retirado de la OEA, Juan Manuel Castulovich y su esposa nos invitaron a Nora y a mí a la celebración de la boda de su hija Milena en el Hotel Alfonso XII, en Sevilla. En un aparte durante la fiesta, al agradecernos por haber viajado desde Washington, me dijo que yo lo había ayudado mucho al asumir él la presidencia del Consejo Permanente puesto que no tenía experiencia alguna en esas funciones. De allí surgió una amistad que se mantuvo cuando Juan Manuel se retiró del servicio diplomático y regresó a vivir en Panamá, donde lo visitamos en una ocasión.

Debo aclarar que tampoco yo tenía experiencia en los manejos del órgano político de la OEA cuando un incidente personal me hizo lanzarme al ruedo, sin capote, espada ni muleta. No obstante, tuve dos cosas a mi favor: cuatro años de práctica en Chile, donde las funciones del cargo de representante de la Secretaría General en el país me pusieron en constante relación con altas autoridades del gobierno y miembros del cuerpo diplomático; y mi preparación como abogado, que me facilitó un pronto dominio del Reglamento del Consejo Permanente para asesorar al presidente –primero, al Embajador Castulovich y luego a todos sus sucesores– en la conducción de las sesiones de un órgano integrado por embajadores, a quienes el colega que por turno del alfabeto lo preside debe tratar con exquisita cortesía al aplicar las reglas del debate.

Tuesday, October 22, 2024

Un cubano en la OEA VII

 

Alejandro Orfila

Por Guillermo A. Belt

Reencuentro


Los diplomáticos suelen reencontrarse en algún momento de su carrera. Recuerdo el Grupo de Brasilia, integrado por tres embajadores que allá por la década de 1970 se encontraron de nuevo en la OEA y con agrado adoptaron informalmente esta denominación por haber coincidido previamente en la capital brasileña.

Como funcionario internacional – aclaro, nunca me hice pasar por diplomático, a diferencia de algunos colegas de la Secretaría General – también experimenté, y muy gratamente, similares reencuentros.

Al concluir su trabajo para la reunión de presidentes en Punta del Este, Alejandro Orfila le había dirigido una carta al Secretario General Mora, agradeciéndole por la confianza depositada en él, y tuvo la gentileza de elogiar mi labor. El Dr. Mora me llamó a su despacho y me dio copia de la carta, agregando unas palabras amables. Por supuesto, llamé por teléfono a Orfila y le agradecí el gesto. Su respuesta fue que nos mantendríamos en comunicación.

Unos años después Orfila se reincorporó al servicio diplomático activo como embajador de Argentina en Washington. Un buen día recibí una invitación suya para una recepción en honor de los gobernadores estatales de Estados Unidos, reunidos en la capital en esos días. Fue una recepción muy elegante, trasmitida por televisión en vivo a la Argentina. Esa noche comencé a entender mejor a Orfila, un maestro de las relaciones personales y públicas.

Tras su elección como Secretario General de la OEA en 1975, el Embajador Orfila citó a los directores de departamento y oficina, uno por uno, para reunirse con él en su despacho en la embajada. Me recibió junto con Guillermo McGough, su Ministro Consejero, Jorge Labanca, funcionario argentino y colega en la OEA, y quizás alguien más.

En esta ocasión su tono fue más formal que cuando nos habíamos visto por última vez en aquella recepción. Resultaba obvio que nuestra relación entraba en una modalidad nueva. Me pidió que describiera mis funciones. De entrada, le dije que ponía a su disposición el cargo de director de la Oficina de Coordinación de Actividades de las Oficinas de la OEA en los Estados Miembros, por ser cargo de confianza en el que había sido nombrado por su antecesor. Orfila mostró su extrañeza y me preguntó si estaba cansado. Le contesté que me encontraba muy a gusto en mis funciones, pero que era mi obligación dejar el cargo en sus manos.

Concluida mi exposición resumida de las actividades que me habían sido encomendadas, Orfila dio por terminada la entrevista sin otro comentario. Al regreso a mi oficina en el Edificio Premier recibí una llamada telefónica de Labanca, quien me dijo que el jefe – así le llamaban sus allegados, como me enteraría después – había quedado muy bien impresionado conmigo. A diferencia de mis colegas, que habían aprovechado la entrevista para destacar sus logros, dijo Labanca, yo había sido el único en presentar mi renuncia. Y me comunicaba en nombre del jefe la confirmación en el cargo.

Repliegue táctico

Un alto funcionario de la Secretaría General, con muchos años de servicio y veterano de cien batallas por el poder burocrático, tuvo lista para la llegada de Orfila una orden ejecutiva mediante la cual se trasladaba mi oficina, con todas sus funciones y personal, de la Subsecretaría de Administración a la de Cooperación Técnica, donde él trabajaba. Había hecho bien su trabajo preparatorio y el Secretario General firmó la orden. De la noche a la mañana salí de la órbita de Portner y pasé a la de un flamante subsecretario, Santiago Meyer Picón, recién llegado de un ministerio en México.

Conservo gratos recuerdos del trato amable que me dispensó Santiago Meyer. Sin embargo, su interpretación del papel principal de las oficinas de la OEA en los Estados Miembros era distinta de la que yo había puesto en práctica, con pleno respaldo de don Galo.

Meyer pensaba que las oficinas debían dedicarse principalmente a brindar apoyo a los proyectos de cooperación técnica, o sea, desempeñar tareas administrativas. Don Galo me había encomendado la internacionalización del cargo de director de oficina; es decir, que cada oficina tuviese por director a una persona que no fuera nacional de ese Estado Miembro. Esto se logró, no sin dificultades, durante el mandato de Plaza, y los directores habían adquirido un estatus similar al de los representantes de Naciones Unidas en cada país.

Muy pronto me quedó claro que la interpretación del subsecretario y la de don Galo no serían conciliables. Surgieron las primeras tensiones. Se me presentaban dos opciones: librar batalla frontal contra un subsecretario recién nombrado, el mexicano de más alto rango en la Secretaría General, que abogaba por un cambio de enfoque, algo casi siempre grato a un nuevo Secretario General; o iniciar un repliegue táctico.

A mi nivel de director de oficina de servicios, clasificado como D-1 en el escalafón, no había una vacante a la que podría aspirar. No era factible ascender a un cargo D-2 de director de departamento como solución al conflicto con mi superior inmediato. Resuelto a no participar en una nueva concepción de las funciones de los directores de las oficinas de la OEA en los países miembros, que a mi modo de ver era errónea, decidí optar por un cargo de los llamados “directores de campo”.

Con el embajador de Chile en la OEA disfrutaba de una buena relación, gracias en parte a la amistad entre Manuel Trucco y mi padre. Le consulté informalmente sobre la posibilidad de solicitar mi traslado a Santiago. El embajador me contestó que le parecía una excelente idea, agregando que él mismo se la propondría a su amigo el Secretario General. Así lo hizo y sin demora se me nombró para representar a la Secretaría General en Chile.

Varios años antes había tomado una decisión sobre mi carrera en la OEA al optar por el área administrativa en vez de aspirar a un cargo vacante en el entonces Departamento Legal. Ese cargo de abogado lo obtuvo un compañero de curso en la Universidad de Villanueva, mi buen amigo José Ignacio Tremols, para bien del Departamento Legal. No me equivoqué en aquella oportunidad, y tampoco con el traslado a Chile.

Cuando me despedí del Secretario General, Alejandro Orfila me dio una instrucción muy clara, pero de difícil cumplimiento: “Proyecte una buena imagen de la OEA, sin perder de vista que el actual gobierno de Chile no goza de la simpatía de otros gobiernos en la Organización”. Hasta hoy no sé si le gustó mi decisión de alejarme de Washington, si bien era una medida provisional, al menos en lo que a mí concernía.

Respuesta a la investidura de Ellen Lismore Leeder y Mariela A. Gutiérrez

 Respuesta a los discursos de investidura a la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp., de las doctoras Ellen Lismore Leeder y Mariela A. Gutiérrez, el martes 9 de enero de 2018 en la Universidad Rafael Belloso Chacín, situada en 2550 NW 100 Ave., (entrada por la 102 Ave), a las 7.00 pm.


Por Octavio de la Suarée,


Muy buenas tardes.

Es un honor para mí responder a estos discursos de investidura a la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp., dando así comienzo a este nuevo 2018 a la vez que vemos aumentar las filas de
nuestra organización con estas dos destacadas escritoras. Y como todo en esta vida nos viene en pares, cada destello de luz viene acompañado de su recogedora sombra, a la vez que les damos la más calurosa bienvenida a las doctoras Ellen Lismore Leeder y Mariela A. Gutiérrez y celebramos hoy junto con ellas, no podemos dejar de recordar que en este mismo acogedor recinto le dimos la bienvenida hace apenas un año al querido colega Salvador Larrúa-Guedes, ese Caballero de la Hispanidad, que acaba de fallecer prematuramente. Mas, si por un lado no podemos olvidarnos que hemos perdido en el hermano Salvador una parte integral de esta Academia, por otro, solo tenemos que mirar a nuestro derredor para comprender que aun así esta centenaria institución continúa su dedicada labor 

de informar al pueblo cubano donde quiera que se halle de los hechos que forjan su historia, labor que se nos hará aún más fácil ahora con la adhesión de estas conocidas escritoras. Queremos asimismo señalar que con estas dos investiduras de hoy, la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp., no solo continúa reforzando su misión y expandiendo su alcance, sino que a la vez reconoce que casi la cuarta parte de su membresía reside o tiene relaciones estrechas con este Estado de la Florida, cuyo intercambio a través de los siglos –es interesante destacar-, informa  muchos de los estudios del desaparecido colega.

Pasemos a responder estas provocadoras presentaciones.

Ellen Lismore Leeder

La Dra. Ellen Lismore Leeder, en su discurso titulado “Breve acercamiento a un suceso histórico cubano: La toma de La Habana por los ingleses”, nos informa de su decisión de haber escogido este tema para exponer algunos detalles de este extraordinario suceso “que considero de gran interés durante la época colonial de nuestra patria”. Comienza su estudio por recordarnos la importancia del marco histórico en que se encuentra este hecho al ser una de las principales batallas que tuvo lugar en la conocida “Guerra de los siete años” por control de la balanza política en Europa. La Habana, por supuesto, era una de las más codiciadas metrópolis del nuevo mundo con cuantiosos tesoros, y la más importante colonia española del Caribe. Por otro lado, La Habana también estaba bien fortificada, como señala la Dra. Lismore Leeder, debido a que por mucho tiempo la ciudad había sido objeto de ataques de corsarios –piratas y filibusteros--, algunos por iniciativa propia y otros “enviados por países europeos conocedores del botín que pudiera existir en el lugar”. La topografía del área, con sus alturas y valles e irregular disposición en general, no ayudaba a defender adecuadamente la ciudad. No obstante, La Habana se encontraba protegida por un casco amurallado –como indica la profesora Lismore Leeder--además del conocido Castillo del Morro, que situado a gran altura podía defender la ciudad de cualquier flota que hubiese intentado acercarse por mar. La batalla en si duró dos meses escasos, desde la llegada de la Fuerza británica el 6 de junio de 1762 con unos 30,000 hombres en más de 200 embarcaciones a cargo del Duque de Albermarle, jefe de la expedición, y del Vice Admiral George Pocock, comandante naval, hasta el 13 de agosto, cuando las baterías inglesas compuestas de 47 cañones, 12 morteros y 5 horowitzers comenzaron a bombardear la ciudad a una distancia de solo unos 500 metros.

Si por un lado tenemos que admirar la estrategia empleada por los ingenieros ingleses para penetrar las fortificaciones españolas como asimismo el arrojo de las tropas invasoras, por otro lado, tenemos que reconocer que los españoles no se prepararon lo suficiente para tratar de evitar la captura de la ciudad, además de cometer graves equivocaciones. La primera se encuentra en la designación de Juan del Prado Portocarrero como Gobernador de La Habana y Capitán General de la Villa, quien sorprendido por el tamaño de la fuerza invasora –aunque esperaba el ataque-- adopta una estrategia defensiva de demora, esperando o bien que le llegasen refuerzos de sabrá Dios dónde (pues no se esperaba nada más de España) o que una epidemia de fiebre amarilla decimase a los invasores o que un ciclón viniese a salvar la situación. Por supuesto, ninguna de las tres plegarias llegó a su destino. El segundo error lo comete el mismo Prado Portocarrero con el asentimiento del comandante de sus fuerzas navales, Gutierre de Hevia, cuando ordena tender una gran cadena que enlace las dos puntas de la entrada de la bahía y hundir de seguido tres de sus naves de guerra previamente desmanteladas: “Asia, Europa y Neptuno”.


Nadie podría ahora entrar en la bahía de La Habana, pero al mismo tiempo, los veintidós buques de guerra de la marina española tampoco podrían moverse y quedaban acorralados en su lugar. Y ahora los españoles disponían de 3 buques de guerra menos.

Pasemos al tercer error. La Habana tiene uno de los puertos más agraciados de las Indias Occidentales, con apertura de 180 metros de ancho y con 800 metros de largo que puede acomodar fácil 100 barcos o más. La entrada la defienden por un lado, el muy sólido Castillo del Morro, situado en la cordillera de La Cabaña, en la parte norte de la entrada con 64 cañones y 700 hombres y, por otro lado, está el Castillo de la Punta en la parte sur, también muy protegido. Pues bien, resulta que el mismo rey Carlos III, desde el lejano Madrid, se había percatado de que el punto débil de la defensa de la isla se encontraba en el rocoso promontorio situado en la colina de la Cabaña, junto al Castillo de La Cabaña y le había encomendado a Prado Portocarrero que fortificase esa debilidad, expresa recomendación que fue ignorada por completo por el Gobernador debido bien a su ignorancia, su soberbia o su estupidez.

Y precisamente fue ahí mismo por donde el ingeniero inglés, Patrick Mackellar, comenzó la construcción de parapetos para bombardear el Castillo del Morro desde una muy cercana y excelente posición de unos 7 metros o 23 pies de altura más elevado que el mismo castillo. En dos ocasiones diferentes trataron los españoles de destruir los parapetos de Mackellar, pero ya era muy tarde y las dos veces fueron rechazadas las incursiones. Varios días después La Habana tuvo que rendirse.
Mariela A. Gutiérrez

En el segundo discurso que escuchamos, “José Martí: Amor Devoto a la Patria y a su América”, la Dra. Mariela A. Gutiérrez nos presenta un interesante recorrido del desarrollo afectivo e intelectual del Apóstol desde el momento en que sale desterrado de la isla y pone pie en tierra en el continente americano.

Es ahí cuando el joven desterrado conoce íntimamente la flora, la fauna y en especial su gente, y cuando comienzan a evolucionar sus sentimientos de amor hacia todo ser humano, ya presentes desde su estadía en el presidio político en Cuba. Es a través de sus peregrinaciones por México y Centro América –como precisa la Dra. Gutiérrez--cuando Martí descubre una “naturaleza sublime y diferente” y al observar la fragilidad y la dolorosa realidad de las repúblicas americanas concretiza sus conceptos indigenistas. Es como si de repente tuviese una revelación y piensa como el Libertador Bolívar en términos colectivos mientras vibra dentro de él su pasión americanista.

Preocupado como está por el destino tanto de su patria como de la América Latina en general, el Apóstol pasa revista al pasado americano, evalúa el presente y considera su porvenir. Siguiendo su pensamiento a través de su penetrante y esclarecedor ensayo “Nuestra América”, la profesora precisa que es en el pasado de esta América hispana donde Martí encuentra los graves errores que sentaron la base de muchos de los problemas que padece el continente hoy día, a saber: la discriminación hacia el aborigen primero y hacia el negro después, forzado a vivir aquí contra su voluntad. Critica fuertemente Martí las guerras de conquista contra las culturas indígenas por innecesarias en la gran mayoría de los casos y a la vez la deleznable trata de esclavos durante siglos por conseguir mano de obra barata, sin pensar en las consecuencias que traería la esclavitud para esa sociedad en un futuro no muy lejano. Por último, critica la tendencia eurocentrista no solo de los extranjeros, sino de los mismos criollos que se dejan deslumbrar por todas las novedades creadas en el exterior, a la vez que rechazan cualquier característica autóctona del país natal.

Como consecuencia de todo lo anterior, no es de sorprender que este héroe americano considere tanto la falta de libertad como la negación de la dignidad humana las dos consideraciones apremiantes en la América Hispana de su tiempo, privación de derechos humanos del hombre que continúa en boga aún hoy día. El Apóstol también pasa revista a tres naciones en las que había vivido después del destierro forzado de su patria por las autoridades coloniales españolas y de las cuales tiene que salir rápidamente auto desterrándose por similares razones. En México, con la llegada de Porfirio Díaz al poder, Martí se percata rápidamente de que el nuevo gobernante no es más que otro caudillo lleno de ambiciones personales que va a proteger los intereses económicos extranjeros y que por igual va a demoler todo lo que es generador de progreso para el aborigen mexicano. Esta revelación continúa haciéndose más intensa cuando pasa a Guatemala y vive más cercano de los indios. Ahí comprende la necesidad de educar a los indios para lograr un cambio social y económico en el nuevo continente y para que no continue en existencia una América dividida.

Los indios –explica-- son seres humanos, la raíz primigenia del Continente y hay que amarlos y respetarlos. Termina auto desterrándose de Guatemala, al igual que antes lo hiciera de México y poco después de Venezuela.

Martí llega a la conclusión –como sesudamente apunta la profesora--que los problemas de la América Hispana no son simplemente raciales, sino más bien de naturaleza social y económica, y que hoy día en América lo que existe no es más que una falsa democracia, llena de corrupción y de autoritarismo, sin sentido alguno ni de justicia ni de sensibilidad moral. Por todo lo anterior es imperativo acabar con las guerras civiles, tomar consciencia de lo que somos, salirse de la inanición y construir un porvenir colectivo en América. Ser un verdadero americano es aceptar la huella del indígena y la transmigración del africano. Y como recalca la profesora Gutiérrez citando al Apóstol: “En los países de indios, los gobernantes aprenden indio”.

Podemos decir, a manera de resumen, que Jose Martí se inspira en la filosofía de la Americanidad, donde es necesario corregir los errores del pasado, heredados en su mayoría de España, e ir aproximando lo que en últimas instancias ha de ir juntándose. O sea, alcanzar la nivelación deseada, como apunta nuestro escritor, mediante la propagación de un ideario común, político, social y económico, para que concluyan las divisiones existentes y la América Latina termine siendo una sola entidad que refleje las aspiraciones de su pueblo.

Por último, como especifica el Apóstol en su esclarecedor estudio, “Nuestra América”, el pluralismo o el multiculturalismo de América, como diríamos hoy día, le permitirá levantarse como un continente unido y fuerte en un futuro no muy lejano.

Queremos expresar nuestro agradecimiento a las dos presentadoras– y ahora colegas- por su visión y sus contribuciones a la historiografía cubana de este exilio, a la vez que les damos nuestra más cordial bienvenida. ¡Muchas felicidades!

Muchas gracias.





Monday, October 14, 2024

Un cubano en la OEA VI: De la improvisación

Por Guillermo A. Belt

Como en un espectáculo de improvisación teatral, donde te subes al escenario sin guion, en la OEA de aquellos años se presentó una situación que puso a prueba la capacidad de improvisación de su personal a distintos niveles. En 1965 la crisis en la República Dominicana requirió la movilización de muchos funcionarios de la Secretaría General, tanto del nivel local, luego llamado de servicios generales, como del internacional en las categorías salariales superiores.

Me impresionó la eficiencia de funcionarios de menor nivel salarial, como los oficiales de sala, o sea, los encargados de distribuir los documentos en las sesiones de los cuerpos colegiados de la Organización. Ellos desempeñaron tareas complejas en Santo Domingo, como el manejo de trámites administrativos en el aeropuerto y la atención a clientes en bancos que carecían de su personal habitual debido a la situación de guerra civil. La Asociación de Personal tuvo la amabilidad de publicar un artículo mío sobre esas actuaciones. Muchos años después tendría el privilegio de trabajar junto a los oficiales de sala.

La necesidad de improvisar también tocó a mi puerta. Poco después de la medianoche del 23 de diciembre de 1972, un terremoto de intensidad 6.3 destruyó 13 kilómetros cuadrados en el centro de la capital de Nicaragua, causando graves daños en una zona de 27 kilómetros adicionales. Las dos terceras partes del millón de habitantes que entonces tenía Managua fueron desplazados y debieron enfrentar la escasez de alimentos y las enfermedades resultantes.

Managua devastada por el terremoto de 1972


La OEA contaba con un fondo de asistencia para situaciones de emergencia en los Estados Miembros, el FONDEM, bajo la supervisión del Secretario Ejecutivo para Asuntos Económicos y Sociales, Walter Sedwitz, reconocido economista estadounidense. Para mi sorpresa, ese día de Nochebuena me llamó por teléfono el alto funcionario y me encargó la organización de la ayuda del FONDEM a Nicaragua.

Digo sorpresa porque entre mis funciones como director de las oficinas de la Secretaría en los países miembros no figuraba la de actuar en situaciones de esta naturaleza. La emergencia no admitía cuestiones de jurisdicción burocrática, de manera que me di a la tarea de improvisar alguna solución.

El primer obstáculo era la falta total de comunicaciones con Managua. Roberto Monti, ex capitán de la Fuerza Aérea de Argentina, era el subdirector de la oficina a mi cargo. Roberto era radioaficionado y tenía un equipo de radio en su casa en Alexandria, Virginia. Podía traerlo a nuestras oficinas y desde allí nos comunicaríamos con colegas suyos en Managua, dijo. Pero tendríamos que instalar una torre de trasmisión en la azotea del Edificio Premier, donde estaba nuestra dependencia.

Un vecino mío en McLean, Virginia, también era capitán retirado, pero en este caso de la Marina de Guerra de los Estados Unidos. Mi amigo Don Russell respondió a mi pedido de ayuda con mucha generosidad y eficiencia. De inmediato llamó a unos colegas suyos en las instalaciones de comunicaciones de la US Navy en Washington, les explicó el problema y consiguió que enviaran a varios técnicos, vestidos de civil y provistos de una torre, los cables de conexión y todo lo necesario para instalarla. Con Monti los acompañamos a la azotea del Premier y comenzaron ellos a montar la torre.

En eso estábamos cuando apareció el gerente del edificio para decirnos que sin una autorización de no recuerdo cuál oficina no podíamos continuar el trabajo. Le explicamos la urgencia del asunto y cedió antes nuestros razonamientos. Hasta hoy ignoro si pidió el permiso. Lo que sí recuerdo es que a las pocas horas estaba Monti hablando por radio con un aficionado que trasmitía desde su automóvil en marcha, el cual le servía de planta eléctrica ante la ausencia de servicio en toda la capital.

El FONDEM aprobó una cantidad para la compra de tiendas de campaña y la construcción de un número de viviendas. Nos encargamos con Monti y nuestro personal del envío de las primeras y de la contratación para construir las casas. Algún tiempo después viajé a Managua para constatar que ambas ayudas habían llegado al país o se hallaban en trámite. No olvido hasta hoy la desolación de una ciudad cuyos habitantes estaban desorientados ante la desaparición de edificios que les habían servido por años como puntos de referencia.

De esta experiencia y con base en los felices resultados de la improvisación pasé, sin quererlo, a ser considerado como experto en desastres naturales. Algo de esto habrá servido para que dos años después se me encargara la muy honrosa tarea de acompañar a don Galo Plaza en su viaje a Honduras para evaluar los daños del Huracán Fifi.

Asimismo influyó en mi viaje de urgencia a Guatemala en 1976 para supervisar la entrega de un hospital de campaña donado por el FONDEM a raíz del terremoto que en la madrugada del 4 de febrero causó la muerte de más de 23,000 personas y lesiones a unas 76,000, con enorme destrucción material, incluyendo el 40 por ciento de la infraestructura hospitalaria del país.

El ex embajador de Guatemala Jorge Luis Zelaya Coronado había resultado electo Secretario General Adjunto de la OEA en 1975, junto con el ex embajador de Argentina Alejandro Orfila, electo Secretario General. Zelaya decidió viajar inmediatamente a su país y me pidió acompañarle. Continuaba yo a cargo de las oficinas en los Estados Miembros y tenía otro terremoto y un huracán en mi hoja de servicios.
Jorge Luis Zelaya Coronado

Tan rápidamente partimos ambos que tuve que hacerlo sin obtener el permiso de reingreso a los Estados Unidos exigido por mi visa G-IV. A lo largo de mi carrera de 37 años en la OEA mantuve mi ciudadanía cubana, pero no había renovado mi pasaporte al vencer el presentado a mi llegada al exilio. Por consiguiente, en los viajes oficiales que hice fuera de la sede de la OEA llevaba el pasaporte de la Organización, que me servía para el viaje de ida, pero no el de vuelta a EE. UU. Para éste debía presentar un permiso de reingreso expedido por el Departamento de Estado.

El ex embajador de Panamá en la OEA, Eduardo Ritter Aislán, era el director de nuestra oficina en Guatemala. Le pedí ayuda, no en su calidad de funcionario sino como buen amigo mío, para obtener el permiso. Eduardo me acompañó a visitar el Consulado de los Estados Unidos, donde una señora poco amable, con rango (y cara) de cónsul, por toda respuesta preguntó, Do you understand that we are in an emergency in this country? Le dije que por esa misma emergencia me encontraba yo en Guatemala. No le agradó mi respuesta. Sugirió que regresara en unos días y vería lo que podría hacer. Su actitud no me infundió ninguna esperanza.

El arribo del hospital de campaña nos presentó un problema protocolario. El gobierno de los Estados Unidos había corrido con los gastos del hospital, su equipamiento y transporte aéreo, y si bien todo figuraba como aporte del FONDEM era necesario dar el debido crédito a quien había puesto la plata. Como buen diplomático, Zelaya resolvió el asunto satisfactoriamente. Al regresar del aeropuerto tras la ceremonia conjunta de recibo del hospital por parte de EE. UU. y la OEA, el embajador de los Estados Unidos nos invitó a visitarlo en su despacho para celebrar la ocasión.

Francis Edward Meloy Jr. era un diplomático de carrera. Nombrado en Guatemala en 1973, llegaba de ocupar igual cargo en la República Dominicana, luego de haber sido segundo jefe de la misión diplomática de su país en Roma. En algún momento de la conversación nos preguntó, por cortesía, si regresaríamos a Washington en los próximos días. Zelaya le contestó que en un par de días, agregando medio en broma que no estaba seguro si yo podría viajar por carecer del permiso de reingreso.
Francis Edward Meloy Jr. 

El Embajador Meloy me preguntó si había hecho gestiones al respecto. Le conté en pocas palabras la infructuosa visita al consulado. Dijo entonces que recordaba a un embajador cubano de apellido Belt y preguntó amablemente si era pariente mío. Al decirle yo que se trataba de mi padre, me pidió que fuera al consulado al día siguiente.

Así lo hice, de nuevo en compañía de Ritter. Nos recibió la misma funcionaria, con la misma cara de pocos amigos, pero con el permiso de reingreso en la mano. Cumplida nuestra misión, el Dr. Zelaya y yo regresamos a Washington.

En abril del mismo año el Presidente Gerald Ford nombró a Meloy como embajador en el Líbano. En junio el diplomático fue secuestrado y asesinado en Beirut. Lo lamenté mucho. Nunca he olvidado su gentileza conmigo.

Historia de la música popular cubana: De las danzas habaneras a la salsa (1829-1976) de Antonio Gómez Sotolongo




"Historia de la música popular cubana: De las danzas habaneras a la salsa (1829-1976) de Antonio Gómez Sotolongo constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.En él encontrarán los interesados un estudio exhaustivo de la materia expuesta, que lo convierte, definitivamente, en obligado material de estudio sobre el importante tema de la música popular comercial en Cuba"

 Armando Rodríguez Ruidíaz.

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LA IGLESIA ANTE EL RETO CASTRISTA


Por Néstor Carbonell Cortina

Nota:  Artículo basado en la conferencia que pronuncié en Nueva York, en julio del año 2000 bajo el título “Reflexiones sobre la Iglesia en Cuba”, a petición y en presencia de los Monseñores Eduardo Boza Masvidal, Agustín Román, Octavio Cisneros y otros dignatarios de la Iglesia en el exilio.

 

            En julio del año 2000 distinguidos prelados cubanos en el destierro me invitaron a dar una conferencia sobre la trayectoria de la Iglesia Católica en Cuba tras la caída de la República.  Me pidieron que analizara objetivamente el impacto y consecuencias de decisiones relevantes de la Iglesia y el Vaticano bajo el régimen comunista de Castro, que ofreciera un contexto histórico, y que procurara extraer enseñanzas edificantes para el futuro del traumático proceso que hemos vivido.

           

Acepté la delicada y honrosa encomienda, anticipándoles que mi exposición no sería una insípida conferencia académica con ínfulas eclesiales. Hablaría respetuosamente, pero sin subterfugios, con la perspectiva laica de un católico que aboga por Cuba y su libertad; de un católico que desea fervientemente que nuestra Iglesia salga de toda esta lucha más fuerte y prestigiosa que como lamentablemente emergió de nuestras guerras emancipadoras. No hubo necesidad de mayor explicación. Los distinguidos prelados sabían cuál era mi posición, y aplaudieron cuando al comienzo de la conferencia la definí en estos términos:

 

“Para que la Iglesia alcance en Cuba la excelsitud de su grandeza no debe, a mi juicio, comprometer su autonomía y dignidad sometiéndose a un régimen tiránico que la margina y desdeña. Este régimen, clavado en la ignominia, será visto como un aborto monstruoso de nuestra historia, y la Iglesia podrá resurgir con plena autoridad moral y nuevos bríos, si en el proceso se mantiene firme al lado de la verdad y no de quienes la falsifican; al lado de la libertad y no de quienes la conculcan; al lado del pueblo cubano y no de quienes lo oprimen”.

A continuación, les ofrezco un artículo actualizado y basado en mi conferencia.

 

El ejemplo de Varela

Sería inconcebible analizar la posición de la Iglesia en estos tiempos angustiosos y convulsos, sin evocar primero el ejemplo inmarcesible de valentía, abnegación y grandeza de nuestro inolvidable Padre Félix Varela.  Frente al silencio cómplice en la era colonial, el ínclito presbítero se irguió diciendo: “Debo a mi patria la manifestación de estas verdades, y acaso no es el menor sacrificio que puedo hacer por ella el hablar cuando todos callan, unos por temor y otros porque creen que el silencio puede, si no curar los males, por lo menos disminuirlos…”.

 

En defensa de los derechos naturales, aplastados por gobiernos absolutistas sin escrúpulos, Varela aseveró: “Tenemos derecho por naturaleza, y lo exige el orden eterno de la justicia…; sí, tenemos derecho para mejorar nuestro estado físico, político y moral; queremos que nuestro país sea todo lo que pueda ser, y no lo que quieren que sea unos amos tiránicos que no pueden conservarlo sino mientras puedan oprimirlo…”.

 

Y al condenar a los que apoyaban la tiranía, Varela empleó los más duros calificativos: “Traidores son a la patria, traidores a la humanidad, traidores a las luchas, traidores a su misma conciencia los auxiliares de los déspotas y opresores de los pueblos”. [i]

La moral cristiana en la Constituyente de 1940

            Antes de adentrarnos en los retos del presente y los que nos depara el futuro, interesa repasar someramente las relaciones Estado-Iglesia en Cuba, partiendo de las bases establecidas en la Constitución de 1940.  Esta Carta Magna de la República no ha sido abrogada por el pueblo sino suplantada por los que usurpan el poder.   En el seno de la Convención Constituyente de 1940, en donde estuvieron representados todos los partidos y sectores del país, se suscitaron debates memorables en torno a las tradiciones cristianas de nuestro pueblo y a las relaciones entre la Iglesia y el Estado.  Sólo voy a citar algunos párrafos relevantes de unos de esos debates para que se vea qué es lo que desde entonces tenían en mente los líderes comunistas (los mismos que redactaron la Constitución de Castro de 1976), y cómo fueron derrotados en el foro democrático de la Constituyente del 40.[ii]

 El debate a que voy a referirme se originó al discutirse el artículo 35 de la Constitución, que dispone que la Iglesia estará separada del Estado, y declara que “es libre la profesión de todas las religiones, así como el ejercicio de todos los cultos, sin otra limitación que el respeto a la moral cristiana y al orden público”.  Los delegados del partido comunista presentaron una enmienda sustitutiva que eliminaba toda referencia a la moral cristiana y oficializaba el ateísmo al establecer que “ningún funcionario público ni sus representantes podrán, como tales, participar oficialmente en ceremonias religiosas”.

 En su defensa, Blas Roca plantea lo siguiente sobre la moral cristiana: “[Si ponemos en la Constitución] una limitación de orden religioso –porque la cristiandad es una religión, […] – estamos impidiendo a los adeptos de otras religiones a profesar su culto, aun cuando […] se haga de acuerdo con la Constitución y las leyes de la República…”.

 Aclara Jorge Mañach: “Yo creo que [el Sr. Roca le está] dando a la frase moral cristiana un contenido religioso, un sentido confesional y dogmático [que no tiene].  Lo que estamos tratando de establecer en la Constitución es la necesidad de que los cultos religiosos que en el país haya, sean normados por un sentido moral.   Pero la palabra moral es muy vaga, tiene un sentido muy lato.  Hay muchas morales.  Tenemos que elegir alguna, y la moral que elegimos es la moral tradicional cubana, la que informa nuestras costumbres.  Esa moral está representada por la figura de Jesucristo.  Y hasta aquellos autores que, como Renán, Strauss o Papini, han escrito los libros más negativos acerca de Cristo, como divinidad, no han podido menos que ponderar y situar en su lugar histórico la significación moral, la alta ejemplaridad moral de Cristo.  Ahí están los preceptos cristianos: ‘Amaos los unos a los otros’; ‘No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti’.   Son normas de convivencia social que en todas partes pueden ser aceptadas…”.

 Contraataca Salvador García Agüero diciendo que “han pasado veinte siglos… afirmándose que los infelices, los menesterosos, tendrán consolación infinita más allá de la vida terrena.  Se pretende [así] garantizar la sumisión del humilde [con] resignación cristiana, […] [y perpetuar] las prebendas de quienes predican esa doctrina… [para mantener] una ventaja.

José Manuel Cortina, al explicar su voto a favor de la moral cristiana, interpretó el sentir de la mayoría de los convencionales:

 “[…] La moral de Cristo, separada de todo fanatismo religioso…, fue una ola de espiritualismo trascendente que impulsó toda la civilización europea, de la cual somos [nosotros] una representación”.

José Manuel Cortina

 “La moral cristiana […] levanta el espíritu humano sobre la bestia, refrena los apetitos inferiores, impulsa la fraternidad, la piedad y el perdón, y constituye una defensa permanente contra los venenos que segrega el egoísmo humano…”.

 “Por eso, al mantenerla nosotros en la Constitución como norma de las religiones que puedan convivir [aquí], ponemos un guardián de suprema aristocracia espiritual para que cuide las evoluciones de la conciencia moral cubana a través de los siglos.  La moral cristiana, en lo que tiene de fundamental para ennoblecer la conducta de los seres humanos, es inexpugnable a toda crítica.  La civilización contemporánea, que tiene aún tanta oscuridad, abismos y retrocesos, quedará herida de muerte el día que esos principios espirituales sean abandonados para siempre y caigamos en un materialismo infecundo, que hace de la vida una tragedia de apetitos rudamente materiales, extinguidos en la tumba”.

Los comunistas fueron derrotados en éste y otros debates de la Constituyente de 1940. Mas la derrota que allí sufrieron devino en victoria para ellos en 1959 con el advenimiento del régimen castro-comunista.  Contribuyó a esa desgracia para el pueblo de Cuba el desquiciamiento constitucional que produjo el golpe militar de Batista el 10 de marzo de 1952.

       

Batista y la mediación de la Iglesia

En lo que respecta a las relaciones Estado-Iglesia durante el régimen de Batista, los derechos de la Iglesia, como tales, fueron respetados.  Pero considerando los desafueros de la dictadura y las pugnas sangrientas que desencadenaron, la Iglesia no podía mantenerse marginada diciendo “al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.”  El país se había convulsionado, y militantes católicos y sacerdotes, en número creciente, cooperaban con el movimiento insurreccional.

 Ante esa crisis alarmante, el Episcopado decidió actuar como mediador a principios de 1958 y trató infructuosamente de romper el impasse que impedía una solución democrática y pacífica.  Podrá decirse que el fallido intento del Episcopado fue tibio y tardío, pero no puede negarse que la iniciativa fue noble y que el esfuerzo, aunque vano, fue sincero.

La comunización de Cuba

Una confluencia de factores produjo el desenlace de 1959:  la fuga de Batista, precipitada por el ultimátum de Washington; la rendición incondicional de un ejército acéfalo y desmoralizado; la división y ceguera de múltiples organizaciones cívicas y partidos de oposición; la impresionabilidad de un pueblo proclive al mesianismo político y, sobre todo, la monumental estafa de un diabólico simulador ensalzado por los medios de publicidad nacionales y extranjeros. En particular, sobresalió la nefasta influencia internacional que ejerció Herbert Mathews del New York Times.


 
Castro inició su revolución con el apoyo entusiasta de gran parte del pueblo y de la Iglesia.  Uno de sus más altos prelados afirmó, con lenguaje hiperbólico:  la Divina Providencia “ha escrito en el cielo de Cuba la palabra TRIUNFO”.  La Iglesia estimó que el programa revolucionario que comenzaba a implementarse seguía los lineamientos cristianos.  Los obispos reconocieron públicamente el derecho del gobierno a decretar la pena de muerte, pero hicieron un llamado a la clemencia. Consideraron que la reforma agraria se inspiraba en los principios de la justicia social cristiana, mas anotaron los posibles peligros de una “excesiva dependencia del Estado”.

 En los primeros meses de la revolución, los representantes de la Iglesia creyeron, en su mayoría, que las extralimitaciones o abusos de poder eran el producto de la improvisación y no de un plan siniestro, y que el radicalismo que se manifestaba en los decretos revolucionarios no provenía de Castro, sino de algunos de sus cofrades comunistas.  

   Prominentes escritores y periodistas (no muchos al inicio del régimen), dieron la voz de alerta. Yo, por mi parte, muy joven y a otro nivel, escribí un trabajo titulado “Hacia Dónde Vamos”, que circuló clandestinamente en La Habana a mediados de 1959, y que fue citado por el Diario de la Marina sin mencionar mi nombre. Traté de demostrar que no estábamos frente a un gobierno revolucionario con meras infiltraciones o tendencias comunistas.  Sostuve que estábamos en presencia de un régimen de corte totalitario que aplicaba sistemáticamente las medidas recomendadas por Marx y Lenin para implantar el marxismo-leninismo:  concentración del poder político absoluto y rechazo del pluralismo;  negación del principio de legalidad para arrasar las instituciones y cercenar todo vínculo con el pasado;  lucha de clases para dividir a la población y vencer la resistencia;  anulación del derecho de propiedad privada so pretexto de eliminar el latifundio;  control progresivo de los medios de producción;  tiranía ideológica mediante el lavado cerebral de las masas, e intimidación y cierre posterior de los medios independientes de comunicación y los centros de enseñanza privada y religiosa.



 En un entorno de histeria colectiva y terror difuso, se celebró el 28 de noviembre de 1959, en la Plaza Cívica de La Habana, el Primer Congreso Católico Nacional.  Los organizadores trataron de restarle matiz político al homenaje a la Virgen de la Caridad del Cobre, pero resultó imposible.  Cerca de un millón de personas de todas las capas sociales y regiones del país, ávidas de orientación y de fe, allí se congregaron para reafirmar sus tradiciones cristianas frente al avance comunista que ya se palpaba.  El grito a coro de ¡Caridad!  ¡Caridad!  no fue más que un repudio masivo a la consigna revolucionaria de! ¡Paredón!  ¡Paredón!

 Al día siguiente, en la Asamblea del Apostolado Seglar, el Obispo de Matanzas, Mons. Alberto Martín Villaverde, planteó la siguiente disyuntiva:

 “Que escojan, pues, los pueblos: o el reino de Dios y ser hermanos en justicia y amor, o el reino del materialismo y unos contra otros en la ley del más fuerte. O con Dios en el amor, o contra Dios en el odio. No hay término medio…Hay que definirse totalmente”.[iii]

 Así lo hizo la Iglesia a los pocos meses. No había otra alternative digna. Para no ser molestada por el régimen, según la advertencia de Juan Marinello, la Iglesia tenía que “permanecer dentro de los templos adorando sus imágenes”.  La humillante postración intramuros implicaba no oír, no ver, no sentir lo que afuera acontecía. Esto era moralmente inaceptable.

 La internacionalización de la lucha y Bahía de Cochinos

 Polarizado el país por la visita de Mikoyan, Vice Premier de la Unión Soviética a La Habana en febrero de 1960, la valiente protesta de estudiantes católicos y la clausura posterior de la prensa independiente, el gobierno acelera el proceso de comunización e intensifica los actos de hostigamiento contra la Iglesia.

Protesta en el Parque Central por la visita de Mikoyan

 Mons. Pérez Serantes denuncia en una pastoral que el enemigo no está en las puertas, porque en realidad está dentro. Y le sigue el Episcopado con su Circular Colectiva de 6 de agosto de 1960, en la que confirma el creciente avance del comunismo en Cuba y que sólo por el engaño o la coacción podría ser conducido a un régimen comunista.

 La suerte estaba echada. Comienza la llegada a Cuba de armas y de técnicos del bloque soviético. Castro coloca su primer pedido de aviones Migs y acuerda un programa de entrenamiento para sus pilotos en Checoslovaquia.  Kruschef anuncia que protegería a Cuba con misiles en caso de ataque. Estados Unidos, por su parte, promueve la resistencia interna, que va cobrando fuerza, y organiza una brigada de asalto de cubanos anticomunistas en Guatemala.

 Lo que ocurrió después, el 17 de abril de 1961, si no fue un crimen, fue una infamia. La Casa Blanca decidió, ante una nueva amenaza de Kruschev, no respaldar la operación de Bahía de Cochinos con la cobertura aérea prometida, condenándola de antemano al fracaso. Caen en la contienda más de un centenar de valerosos brigadistas, y 1200 fueron encarcelados por Castro. Los alzados en el Escambray son acorralados y exterminados. La resistencia interna, abandonada, se derrumba, y sus líderes, muchos de ellos católicos militantes, son fusilados. Con sus gritos de ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Cuba Libre!, murieron abrazados a los dos símbolos de la Cuba eterna: la cruz y la bandera.

 Castro, envalentonado por los acontecimientos, se quita la careta. Le restriega a los Yankees que está haciendo en sus narices una revolución socialista, y declara posteriormente que es, y será siempre, marxista-leninista. Sólo quedaba, para consolidar su poder omnímodo, neutralizar y purgar a la única organización independiente que, aunque debilitada, quedaba en pie con amplia representación nacional: la Iglesia Católica.

 Incita el tirano a las turbas amaestradas para hostigar y agredir al clero y a los feligreses; fuerza el asilo del Cardenal Arteaga en la Embajada de la Argentina; provoca la violenta confrontación durante la procesión de la Caridad el 8 de septiembre de 1961, y ordena la expulsión de 131 sacerdotes en el “Covadonga”, encabezados por un ilustre prelado que honra a la Iglesia y a la Cuba democrática del destierro: Mons. Eduardo Boza Masvidal.

 

La Crisis de los Misiles, la Iglesia del Silencio y la Política de Zacchi

            Muchos pensaron que el acuerdo Kennedy-Kruschef, que  le puso fin a la Crisis de los Misiles en 1962 sin desatar una guerra nuclear, había sido  una gran victoria para Occidente. Ese sueño o ilusión duró poco, al menos en Cuba.  Si bien Moscú tuvo que desmantelar y retirar los misiles ofensivos instalados en la isla, Kruschef recibió a cambio de Estados Unidos un protectorado en el Caribe con garantía norteamericana de no invasión, que sirvió de base para mantener sojuzgado al pueblo cubano y subvertir  impunemente a Latinoamérica, África y otras regiones.

 La expansión galopante del imperialismo soviético en las décadas de los 60 y 70 le dio ímpetu y arraigo al mito de la inevitabilidad del triunfo comunista.  Washington y sus aliados trataron de aplacar a Moscú con una política de coexistencia pacífica, distensión y acomodo.  Y la Iglesia, sumergida por un tiempo en el silencio, aconsejó después del Concilio Vaticano II, insertarse en el contexto social de los pueblos en desarrollo, evitando la marginación y las divisiones dañinas. 

 A raíz de las conferencias episcopales latinoamericanas de Medellín y de Puebla, toman auge los abanderados de la llamada teología de la liberación, así somo los partidarios de encontrar puntos de coincidencia con el marxismo.  En Cuba, Mons. César Zacchi, Encargado de Negocios de la Nunciatura Apostólica, auspicia y promueve el diálogo con el régimen, logrando varias concesiones:  liberación de algunos presos; permisos para que entrara en el país un grupo limitado de sacerdotes, e importación de biblias.  Pero estas exiguas concesiones tuvieron un alto precio:  la convergencia con el régimen, que a veces se tradujo en connivencia.

 En una entrevista concedida al diario Excelsior de México y citada por el P. Ismael Testé en su libro Historia Eclesiástica de Cuba, Mons. Zacchi declara que por su situación diplomática él se había transformado “en una especie de voz de la Iglesia ante el gobierno”.  Después añade que, debido a “los gusanos que vivían en Cuba”, el clero tenía “una visión deformada de los procesos revolucionarios”.  Asimismo, Zacchi puntualiza que el Partido Comunista en Cuba y sus cuadros “desempeñan una función importante en las tareas concretas del campo social.  No veo inconveniente en que un católico adopte la teoría económica marxista, a los efectos prácticos de una conducta, como cuadro de una revolución”.   Y con respecto a Castro, afirma que “ideológicamente se ha declarado marxista-leninista; pero yo lo considero éticamente cristiano”.

Esta política de contemporización, por no llamarla de sumisión, que preconizó Zacchi no impidió que el régimen de Castro creara las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) – verdaderos campos de concentración en los que rindieron jornadas de trabajo forzoso un número considerable de homosexuales, intelectuales disidentes, Testigos de Jehová, y destacados sacerdotes.

 Tampoco el diálogo y la convergencia evitaron el éxodo conmovedor del Mariel y la intensificación de las actividades militares y subversivas del régimen de Castro, desde el Cuerno de África hasta la Cuenca del Caribe y Tierra del Fuego, al sur de Argentina.

Frente a esos estériles intentos de entendimiento con  Castro, que sólo lo envalentonaron, fue cobrando fuerza la disidencia en Cuba como movimiento pacífico, pero enérgico, de denuncia y protesta de la sociedad civil emergente. El objetivo común que galvanizó a los disidentes fue la defensa de los derechos humanos.   

 

La contraofensiva de Reagan y de Juan Pablo II

Durante  la Guerra Fría, el apaciguamiento del comunismo cesa con la llegada a Washington en 1981 de Ronald Reagan.  Este presidente revive la fe de su país, desmoralizado tras la derrota en Vietnam, el escándalo de Nixon, y la ineptitud de Carter, e impulsa el rearme material y moral de Estados Unidos para hacerle frente a lo que él llamó “el imperio del mal”.

 

Convencido de la vulnerabilidad del sistema comunista, Reagan decide estimular las fuerzas latentes de cambio en los países satélites para que dieran al traste con la Cortina de Hierro.  A ese efecto, descarta la tradicional política de contención, que le dejaba la iniciativa a Moscú, y toma la ofensiva con una estrategia multidimensional para finiquitar sin guerra la funesta hegemonía soviética y viabilizar la liberación de los satélites. Esta estrategia consistió en presiones económicas y comerciales al bloque soviético, cese de ayuda tecnológica, guerra psicológica, carrera armamentista y subversión de los regímenes comunistas con apoyo técnico y financiero clandestino a los movimientos de resistencia cívica, comenzando con Solidaridad en Polonia.   Washington coordinó esta estrategia con la cruzada emprendida por Su Santidad Juan Pablo II. Varios historiadores estadounidenses ensalzaron esta histórica coalición, llamándola una nueva y democrática Santa Alianza (Holy Alliance).

 Tras recibir su sagrada investidura en 1978, Juan Pablo II hace suya la consigna de Cristo “No tengáis miedo”, y se apresta a inspirar la lucha cívica, no bélica, contra el comunismo en Europa del Este.  No acepta, como inevitable, la perpetuación de la arbitraria división territorial acordada en Yalta, que cubrió de sombras a los países que cayeron en la zona de influencia de Moscú.  Los recios paladines no se resignan a los determinismos históricos; los soslayan o los vencen.


Consciente de que el totalitarismo es un sistema brutal de vasallaje y que la libertad es consustancial a la dignidad humana, el Santo Padre decide emprender su jornada liberadora.  Se concentra inicialmente en Polonia, su país de origen y el eslabón más vulnerable de la cadena soviética.  Estremece al país durante su peregrinaje en junio de 1979.  A los gobernantes les advierte en el Palacio Belvedere que la paz sólo puede edificarse sobre la base del respeto a los derechos humanos fundamentales, que incluye el derecho de la nación a ser libre y a crear su propia cultura.

 

Cruzada en Polonia contra el conformismo

Sabía el Santo Padre que sin una fuerte y sostenida presión popular no se producirían los cambios necesarios.  Había, pues, que sacudir y vencer el conformismo reinante en el pueblo con la terapia de la verdad y el electroshock espiritual de la fe.

Los regímenes totalitarios, al controlarlo todo, crean en el pueblo un estado de dependencia absoluta. Este es el clima soporífero del conformismo, que es más nocivo que el miedo, porque el miedo es una reacción defensiva que paraliza temporalmente, pero no derrumba.  Mientras que el conformismo, que se traduce en inercia y profunda depresión, es la atonía del espíritu y el desplome de la voluntad.  Las tiranías totalitarias se sostienen mientras los pueblos cautivos se creen impotentes para rescatar su libertad, y caen cuando los pueblos despiertan de su letargo, se sobreponen a la apatía, y recobran la fe en su capacidad para regir su propio destino.

 Inyección de fe fue la que el Santo Padre les impartió a sus compatriotas.  A los jóvenes en Dublín les dijo: “El mayor peligro […] es el hombre que no toma un riesgo y no acepta un reto; que no escucha sus más hondas convicciones, su verdad interior, sino que sólo desea acomodarse, flotar en el conformismo, moviéndose a la izquierda o a la derecha según sople el viento”. [iv]  Esa prédica vivificante, reafirmada y sostenida por el Episcopado  en Polonia, galvanizó el movimiento de Solidaridad y lo transformó en una fuerza catalizadora que sobrevivió los tanques soviéticos y las persecuciones, e hizo posible la transición democrática en el país.  La prédica papal llegó también a los disidentes en los demás pueblos de Europa del Este.  Para Václav Havel y otros en Praga, ella fue un acicate moral para deslindar los campos entre la mentira comunista y la verdad que engendró pasión de libertad.

  La intransigencia de Castro y la reacción de la Iglesia

            En Cuba, las esperanzas de una apertura fueron rápidamente tronchadas por Castro.  Para él, la máxima prioridad siguió siendo su absolutismo político, económico y social a costa del sufrimiento y de la miseria de su pueblo.  Y no queriendo arriesgar su poder, rechazó todo intento de liberalización y pluralidad.  A pesar de ello, los obispos cubanos rompieron su silencio y publicaron en septiembre de 1993 su Carta Pastoral “El Amor todo lo espera”.

 En dicha carta, los prelados expusieron los graves problemas que confrontaba el país:  pérdida de los valores morales y familiares; deterioro económico progresivo; sistema político unipartidista y excluyente que no toleraba el disentimiento; crisis cismática de la nación, agudizada por el éxodo.  Ante ese cuadro pavoroso, los obispos pidieron que se buscasen “caminos nuevos” para que, mediante un diálogo amplio con espíritu de reconciliación, Cuba pudiese “entrar al tercer milenio como una sociedad justa, libre, próspera y fraterna”.

 A pesar del tono mesurado y constructivo de la Carta Pastoral, las tensiones aumentaron entre la Iglesia y el régimen cubano.  Castro no sólo fustigó al Episcopado y rechazó el diálogo propuesto, sino que desató una nueva ola de represión que culminó en el acoso y encarcelamiento de disidentes, incluyendo los autores de "La Patria es de Todos", y en los crímenes atroces del remolcador "13 de marzo" y de los pilotos  de Hermanos al Rescate. Años después, en lo que se denominó la Primavera Negra, el régimen encarceló y torturó a 75 gallardos defensores de los derechos humanos.

 

El Peregrinaje del Papa a Cuba

El Santo Padre no desistió de su empeño de ir a Cuba.  Sospechaba  que Castro trataría de aprovechar la visita papal para legitimar su régimen desacreditado y aumentar la presión contra el embargo norteamericano.  Pero Su Santidad, lejos de amilanarse, encaró el reto con el prestigio de su investidura, el temple de su carácter y el magnetismo de su mensaje.  Tras largas y arduas negociaciones, el viaje se produjo en enero de 1998.  

 

Durante el vuelo a La Habana, el Santo Padre señaló inequívocamente las hondas diferencias que lo separaban del régimen comunista de Castro.  Dijo a los periodistas que lo acompañaban: "La revolución de Cristo es la del amor.  La revolución marxista es la revolución del odio, las venganzas y las víctimas".

 

A fin de aclarar que la Iglesia estaba en contra de todos los embargos, tanto del interno como del externo, Su Santidad pidió que Cuba se abriera al mundo y que el mundo se abriera a Cuba.  Asimismo, abogó por la reunificación de la familia, la defensa de la vida, el derecho de los padres a la educación de los hijos, la conservación de las raíces cristianas, la solidaridad con los que sufren, y la reconciliación entre todos los cubanos.

           

Pero lo que tuvo mayor resonancia en su prédica, lo que más conmovió a las almas henchidas, fue su defensa, sin miedo, de la verdad, y su clamor ardiente de libertad.  Secundando al Santo Padre, con vigorosa elocuencia, el Arzobispo de Santiago de Cuba, Pedro Meurice, condenó los "falsos mesianismos" que han confundido la Patria con su partido", y pidió la unión de los cubanos de la isla y del destierro, no como resultado de una regimentada uniformidad, sino como fruto de la más amplia y democrática diversidad.

 


El recorrido apoteósico del Papa fue más que un memorable peregrinaje pastoral.  Fue, para el pueblo cautivo y desesperanzado de Cuba, una epifanía de fe y un apostolado de dignidad.  Este apostolado quedó resumido en la vibrante exhortación del Santo Padre a los jóvenes en Camagüey:  "[…] fuertes por dentro, grandes de alma, ricos en los mejores sentimientos, [sean ustedes] valientes en la verdad, audaces en la libertad, constantes en la responsabilidad, generosos en el amor, invencibles en la esperanza".

 

A los pocos días de su regreso al Vaticano, el Santo Padre les envió el siguiente mensaje a los cubanos: "Les deseo a mis hermanos y hermanas de aquella bella isla que los frutos de esta peregrinación sean similares a los frutos de la peregrinación…  a Polonia".  No desconocía el Papa las diferencias innegables que existían entre las dos peregrinaciones y los dos pueblos.  Lo que quiso fue subrayar que el objetivo era el mismo: ganar espacios, no sólo para que la Iglesia pudiese cumplir su misión pastoral y gestión humanitaria, sino también para que el pueblo pudiese despertar y eventualmente asumir su protagonismo en la lucha por la libertad.

Lamentablemente, ni el entonces Cardenal de Cuba, Jaime Ortega, ya fallecido, ni el actual Papa Francisco, le dieron seguimiento a la prédica de Juan Pablo II. Ambos apoyaron la política del Presidente Obama de concesiones unilaterales al régimen de Castro, incluyendo la exoneración de Cuba como país promotor de terrorismo. La isla bajo Trump fue reinsertada en la lista estadounidense de países terroristas con las consiguientes sanciones, y ha  permanecido en ella hasta ahora bajo Biden.

 Pero ha faltado una política consistente y efectiva, tanto de Washington como del Vaticano, que promueva una verdadera apertura en nuestra Patria, sojuzgada con el apoyo de potencias enemigas que ponen en peligro la seguridad no sólo de Cuba, sino de todo el  hemisferio. Ha faltado liderazgo, estrategia y recursos adecuados de Estados Unidos y sus aliados para contrarrestar la alarmante penetración de China, Rusia e Irán en las Américas.

Terapia de Fe

Sin minimizar las tremendas dificultades que se interponen en el camino, permítanme concluir mis palabras con algunas sugerencias para abordar esta gran pregunta: ¿Qué podría y debería hacer la Iglesia en Cuba en las actuales circunstancias?  Aparte de intensificar, conjuntamente con la diáspora, ayuda humanitaria para tratar de aliviar el hambre y la miseria que estremecen a la población, considero que la situación en Cuba requiere una terapia intensiva de aliento en pro de la única solución real que existe: la libertad.  El régimen de Castro está hoy vacío de ideología, de mística y de credibilidad.  Ya pocos toman en serio sus consignas manidas y promesas incumplidas. El régimen se apoya en su poder tiránico y en el escepticismo de gran parte del pueblo, que piensa que nada se puede hacer como no sea sobrevivir o escapar.

 

La Iglesia, con su prédica de fe, puede y debe contribuir a contrarrestar este fatalismo enervante para ir creando la conciencia de una sociedad civil que reclame sus derechos y no se someta abyectamente a los ukases del Estado. Al pueblo cubano no le ha faltado valor para reclamar sus derechos. Lo demostró con las armas en la mano en la etapa bélica de los ‘60, así como en la protesta espontánea del Maleconazo el 5 de agosto de 1994, y en el alzamiento cívico masivo a lo largo de la isla el 11 de julio del 2021. Pero hoy necesita, más que nunca, una terapia iluminadora y estimulante. 

 

Con ese fin, la Iglesia debería revivir el mensaje de Juan Pablo II en pastorales, homilías y seminarios privados; difundir revistas edificantes como Convivencia, dirigida por Dagoberto Valdés, y estimular  pronunciamientos claros, incisivos y previsores como los emitidos por el Padre José Conrado Rodríguez, el Padre Alberto y otros sacerdotes.

 

Urge también lograr que circulen en Cuba, aunque fuese subrepticiamente, libros que evoquen la memoria de nuestros históricos adalides y exalten sus valores patrios.  El brillante periodista y poeta disidente, Raúl Rivero (ya fallecido), se refirió a uno de esos libros antes de caer preso durante la Primavera Negra: “Está circulando ahora en Cuba”, escribió Rivero, “subterráneo, enmascarado y en silencio, un libro fundamental, un espléndido fogonazo de luz sobre la historia. Es una edición facsimilar de Próceres de Néstor Carbonell Rivero”.  “¿Cuál es el contenido de esa obra, que obliga a la discreción y al camuflaje? Son 36 ensayos biográficos sobre los creadores de la nación.  Lo que puede tener de subversivo en la Cuba actual es la honestidad, la anchura y el desenfado con que se abordan figuras que, en las últimas décadas, han sido sepultadas bajo una montaña de marxismo”.  Y concluye Rivero: “Con Próceres” me sentí más libre y cercano a mi país”.

 

Rebatir Mentiras y Reiterar Verdades

La Iglesia haría bien en rebatir mitos y falacias del régimen, despejar confusas percepciones, y difundir verdades esenciales. Muchos fuera de Cuba desconocen que detrás del  pregonado éxito de la alfabetización en la isla está el malhadado adoctrinamiento comunista que degrada la educación y envenena las conciencias. Y bajo el celebrado Sistema de Salud Pública, hay clínicas bien abastecidas para funcionarios privilegiados y extranjeros dolarizados, pero sólo hospitales empobrecidos, sin higiene y sin medicinas, para el pueblo discriminado y desvalido.

 

Al oponerse al supuesto bloqueo externo del embargo norteamericano, la Iglesia en Cuba a veces silencia el verdadero bloqueo interno del régimen totalitario. Debería el Episcopado invocar consistentemente su propia Pastoral del 5 de junio de 1998, que postula que la apertura externa [sin el embargo] “debe ir normalmente precedida y acompañada de una apertura interna de la sociedad cubana”.

 

El objetivo de la reconciliación y la paz es loable como noble aspiración cristiana. Pero debe abordarse con precaución para no hacerle el juego a los que oprimen al país sin enmienda ni arrepentimiento. La verdadera y amplia reconciliación es la que surgirá en una Patria libre. Ella deberá afincarse en la justicia, templada por la caridad, a fin de evitar los extremos nefastos de la vendetta y de la impunidad.

 

Pero el anhelo de una solución pacífica, es decir, sin derramamiento de sangre, no debe llevarnos sumisamente al pacifismo. Porque hoy en Cuba no hay paz, como no sea la paz del terror o del cementerio.  Lo que hay es un régimen totalitario, que no es más que la violencia institucionalizada.  Ejercer presiones o resistir para que cese ese régimen de oprobio y de fuerza no implica, pues, quebrantar la paz, sino restablecerla bajo un estado de derecho.

 

Como sentenciara Su Santidad Juan Pablo II en 1984, "la paz no es auténtica si no es fruto de la justicia […].  Y una sociedad no es justa ni humana si no respeta los derechos fundamentales de la persona […]".  Y agrega el Santo Padre: “Por muy paradójico que parezca, el que desea profundamente la paz rechaza toda forma de pacifismo que se reduzca a cobardía o simple mantenimiento de la tranquilidad.  Efectivamente, los que están tentados de imponer su dominio, encontrarán siempre la resistencia de hombres y mujeres inteligentes y valientes, dispuestos a defender la libertad para promover la justicia".

 

Finalmente, quisiera tocar el tema fundamental de la solidaridad con los que siguen el ejemplo patriótico de los que han sido fusilados o vilmente asesinados por el régimen, como el propulsor del Proyecto Varela, Oswaldo Payá.  Solidaridad con los presos políticos indoblegables que resisten tortura, entre los que sobresale por su insigne historial, José Daniel Ferrer. Y solidaridad con los altivos líderes cívicos que padecen amenazas y hostigamiento por su valerosa y continuada defensa de los derechos humanos, como las Damas de Blanco y el Dr. Oscar Elías Biscet.                                             

 

Cuando la disyuntiva es totalitarismo o libertad, la Iglesia no puede mantenerse marginada o adoptar una postura neutral.  Su misión en estos casos ha de ser ayudar a los desvalidos y alentar a los que se sacuden el conformismo y luchan en pro de los derechos humanos y de la democracia con tesón y dignidad.

 

A la luz de la caída estrepitosa del comunismo en Europa del Este, el Santo Padre, San Juan Pablo II, en el discurso que pronunció en las Naciones Unidas el 5 de octubre de 1995, afirmó lo siguiente:

 

“Un factor decisivo del éxito de esas revoluciones no violentas fue la experiencia de la solidaridad social de cara a regímenes que se apoyaban en el poder de la propaganda y el terror.  Esa solidaridad fue el sostén moral de los indefensos, un faro de esperanza y un constante recordatorio de que es posible, en la jornada histórica del hombre, seguir un camino que conduce a las aspiraciones más altas del espíritu humano”.

 

Esa solidaridad que evocaba el Santo Padre es la que necesitan hoy en Cuba los abanderados de los derechos humanos y en general todos los disidentes que hablan por la mayoría callada.  Y esa solidaridad es la que ellos esperan de la Iglesia.

           

Considerando los enormes obstáculos en el camino, bastante ha hecho el Episcopado en Cuba en su misión pastoral y en sus programas educativos y humanitarios con la ayuda de la Orden de Malta, de Cáritas y otras instituciones benéficas. Pero por ser la Iglesia la única organización independiente que hoy existe en la patria aherrojada, su responsabilidad histórica es mayor.  Consiste en orientar y estimular, con el acicate de la fe, las reservas patrióticas latentes del pueblo cubano para ponerle fin a la tiranía, instaurar un estado de derecho basado en la Constitución legítima de 1940, promover la reconciliación anclada en la justicia y la caridad, y emprender la gran tarea de la reconstrucción económica y la regeneración moral.

 

Romper el presente impasse es tarea ingente, pero no imposible.  La historia tiene sus imponderables, y los regímenes totalitarios, como el actual en Cuba, no son tan sólidos como parecen.  Sus cimientos son endebles y se derrumban con presiones sostenidas, fisuras verdaderas, y fuertes soplos de aire fresco. 

 

Levantemos el ánimo, y evocando el recuerdo de Félix Varela e impetrando la bendición de nuestra Virgen de la Caridad, cumplamos nuestro deber como lo quiso el Santo Padre, San Juan Pablo II: “valientes en la verdad, audaces en la libertad, constantes en la responsabilidad, generosos en el amor, invencibles en la esperanza”.

                   



NOTAS:

 

[i] Rafael B. Abislaimán: Félix Varela: Frases de Sabiduría, Ediciones Universal, Miami, 2000; pp 95, 108.

[ii] Néstor Carbonell Cortina: Grandes Debates de la Constituyente Cubana de 1940, Ediciones Universal, Miami, 2001, pp. 193-208.

[iii] Pablo Alfonso: Cuba, Castro y los Católicos, Ediciones Hispamerican Books, Miami, 1985, p. 66.

[iv] George Weigel: The Final Revolution, Oxford University Press, 1992, p. 132.

NOTAS:

 

[1] Rafael B. Abislaimán: Félix Varela: Frases de Sabiduría, Ediciones Universal, Miami, 2000; pp 95, 108.

[1] Néstor Carbonell Cortina: Grandes Debates de la Constituyente Cubana de 1940, Ediciones Universal, Miami, 2001, pp. 193-208.

[1] Pablo Alfonso: Cuba, Castro y los Católicos, Ediciones Hispamerican Books, Miami, 1985, p. 66.

[1] George Weigel: The Final Revolution, Oxford University Press, 1992, p. 132.