Eduardo Lolo
Una máquina del tiempo y una lupa detectivesca son las herramientas básicas para emprender la confección de una edición crítica. La primera, porque es imposible desde las circunstancias epocales del crítico identificar verdaderamente el proceso de creación de un texto en tanto que producto de un entorno histórico casi siempre lejano; la segunda, porque todo texto, a manera de parte visible de un iceberg, mantiene ocultos el sub-texto, el pre-texto y hasta un posible post-texto, sin al menos un atisbo de los cuales una edición no pasa de ser un manojo de notas al pie de página. A ello hay que añadir una paciencia a prueba de fiascos y una constancia digna de Sísifo. Todo ello precedido por una genuina admiración por la obra misma, sin menoscabo de la rigurosidad asociada a un trabajo crítico profesional.
Mi primer contacto con La Edad de Oro (1889), de José Martí (1853-1895), se encuentra perdido en la distante nebulosa de mi infancia. En realidad, mucho antes de que yo aprendiese a leer, personajes tales como Meñique, Pilar, Bolívar (este último en forma de estatua que de emoción se movía) y otros, ya eran parte de mi mundo gracias a las lecturas en voz alta de mis mayores. Luego vinieron las lecturas periódicas desde edades disímiles, porque es el caso que una obra maestra es más de una en dependencia de la edad y la cultura del lector. Es un lugar común que los buenos libros hay que leerlos en la infancia, en la juventud y en la vejez; la unión de las tres lecturas por los tres lectores finalmente también unificados conduce a la percepción total de la obra, re-creada gracias a la respuesta múltiple y a la postre consolidada de un mismo lector.
Mi acercamiento profesional a La Edad de Oro tuvo lugar mientras confeccionaba en Nueva York a principios de los años noventa, bajo la dirección de la destacada académica argentina Angela B. Dellepiane, mi tesis doctoral de título Modernismo y Literatura Infantil. José Martí se considera uno de los generadores del modernismo hispano en la literatura para adultos, por lo que resultaba una conjetura lógica asumir que también lo había sido en la literatura para infantes. Comencé entonces a analizar las diferentes ediciones de La Edad de Oro hasta entonces publicadas y grande fue mi sorpresa al comprobar la simpleza y hasta deficiencia de dichas ediciones. Algunas eran tipográficamente lujosas, con caras de tapas duras y/o sobrecubiertas; pero todas carecían de tan siquiera un aparato crítico decoroso que acercara el texto decimonónico a los lectores del siglo XX. Incluso una de ellas, vendida como “edición crítica” a cargo de Roberto Fernández Retamar, no llegaba a ser ni siquiera anotada profesionalmente, al tiempo que otras eran simples selecciones que se comercializaban como si tuvieran el texto íntegro; que es decir, ediciones anunciadas como ’crítica’ o ‘completa’ que no podían catalogarse sino como fraudulentas.
Los estudios críticos publicados se reducían en ese entonces a tan solo dos libros: A propósito de La Edad de Oro. Notas sobre literatura infantil (1956) de Herminio Almendros (1898-1974), y la compilación de Salvador Arias Acerca de La Edad de Oro, de 1980. Unos pocos trabajos publicados en revistas y periódicos al margen o no recogidos en la recopilación de Arias no aportaban mucho más.
Tal pobreza de análisis crítico, una vez comenzado mi estudio de la obra, me resultó comprensible. La Edad de Oro es un texto muy alejado de la ingenuidad que (erróneamente, según mi opinión) se le atribuye a la literatura infantil: su propia naturaleza multigenérica y su prevista conversión de revista a libro la hacen una colección sumamente compleja técnicamente, llena de escollos para cualquier crítico que pretenda analizarla profundamente. Su sencillez, en tanto que texto para niños, es sólo aparente: Martí, a manera de alquimista de lenguas, doctrinas y estilos, combina elementos franceses y anglosajones al vehículo hispano del español sin que se aprecien a simple vista las fórmulas o fronteras de sus combinaciones, revolucionando la literatura infantil en castellano tal como lo hacía, simultáneamente, con la de adultos. El propio Martí tenía conciencia de la importancia de su obra para niños, la cual confeccionó deliberadamente como mucho más que una efímera publicación periódica. De ahí que haya guardado celosamente los 4 ejemplares de la revista y, poco antes de partir hacia Cuba a “morir de cara al sol” ‒como había sido su deseo o premonición‒, se los entregara a su albacea literario para su re-edición, al menos parcial, como parte de sus trabajos preferidos. O el hecho de haber recomendado por el mismo tiempo a María Mantilla (ya una adolescente) la relectura de sus textos como ejemplos de buen español.
Concluida mi tesis doctoral, se me hizo evidente que tenía que continuar y hacer público mi estudio de La Edad de Oro, de manera tal que saliera de los taciturnos anaqueles de los archivos universitarios. Me di entonces a la tarea de adaptar el texto académico a formas más accesibles al lector tradicional, de donde emergió mi ensayo Mar de Espuma: Martí y la Literatura Infantil, terminado en 1994 y publicado un año después. La crítica especializada fue muy generosa con dicha obra; generosidad que se extendió hasta la prensa periódica, donde se aplaudió su salida. Todos los reseñadores que me hicieron el honor de su atención reconocieron que mi trabajo era un novedoso estudio que acercaba el texto martiano al siglo XX, profundizando en las intenciones éticas y estéticas de Martí al escribir para los niños, con especial énfasis en la identificación de sus fuentes y su naturaleza estilística modernista.
Sin embargo, la satisfacción por el éxito alcanzado fue efímero. Tanto mi ensayo como su aceptación pusieron de relieve que mi labor seguía inconclusa. Mar de Espuma… de ser epílogo de mi tesis (como yo había pensado) se convirtió en preludio de algo nuevo de importancia mayor. Sus conclusiones finales dejaron de ser vistas como tales para convertirse en el anuncio de una meta mucho más ambiciosa: la confección de una verdadera edición crítica de La Edad de Oro.
Inicié entonces una tarea que me llevó casi cinco años de arduo trabajo, teniendo que investigar en las principales bibliotecas de tres países: Estados Unidos, España y Francia. Fue una labor agónica y placentera a la vez, de momentos henchidos de euforia seguidos de simas melancólicas. Algunos resultados fueron verdaderamente sorpresivos; otros me ayudaron a confirmar lo que habían sido hasta entonces simples conjeturas; no pocas de mis dudas e interrogantes quedaron, no obstante, ocultas en las sombras del tiempo y las intenciones no declaradas por el autor.
El primer obstáculo con que me topé fue cómo combinar una edición crítica con una lectura infantil, pues es el caso que, aunque mi propósito inicial era confeccionar una edición crítica tradicional, quería que siguiera siendo una lectura para infantes. Se me ocurrió escribir entonces una Introducción para los pequeños lectores y una especie de epílogo titulado “Re-vista La Edad de Oro, estudio crítico para adultos”, además de añadir varios apéndices.
Mi objetivo principal era lograr una edición que se semejara a la que yo, de niño, hubiese querido tener en mis manos. Por tal razón, tuve mucho cuidado en redactar con amor la Introducción para infantes. En ella no solamente presenté al autor y su obra, sino que deliberadamente utilicé algunos estilemas martianos (aunque sin el correspondiente talento, como es lógico) a fin de introducir a los lectores infantiles en algo parecido a la magia que leerían a continuación. Era mi propósito hacer comprender a los niños que el lenguaje martiano se diferenciaba del español al que ellos estaban expuestos diariamente no porque fuera una forma ‘vieja’ o ‘extranjera’, sino simplemente bella y profunda, del todo vigente.
Las notas al pie se convirtieron en el escollo principal. Opté entonces por una nota extensa para adultos al inicio de cada trabajo y luego tratar de que las siguientes, de carácter fundamentalmente informativo, sirvieran tanto para menores como para personas mayores. Con el objetivo de añadir un elemento lúdico a la lectura (componente típico de la literatura infantil), se me ocurrió poner a los niños a ‘jugar’ con las notas al pie de página. El ‘juego’ consistía en completar éstas con informaciones inherentes a disciplinas escolares de los programas actuales de quinto o sexto grado o la interpretación del mismo texto leído inmediatamente antes de la nota. Confío en que el ‘juego’ haya viabilizado la incorporación de maestros o algún mayor del hogar a la actividad, pues de sobra es sabido que no hay lectura más placentera para un niño que cuando se hace de la mano amorosa de su educador o de un adulto de la familia.
El sub-texto general de la obra fue, desde un principio, de fácil identificación para quien conociera, aunque fuese someramente, la vida de Martí. Es una constante en la historia de la literatura infantil que los escritores originalmente no especializados en dicha categoría comienzan a crear para niños teniendo en mente y alma uno en particular, casi siempre miembro cercano de la familia o de alguna otra forma allegado. Para (y por) su hijo José Francisco Martí Zayas-Bazán (1878-1945) ya Martí había escrito y publicado Ismaelillo (1882); pero, para la época en que da a conocer La Edad de Oro ya el hijo amado había sido secuestrado por su madre y llevado a Cuba.
Sin embargo, hay otra persona que sería para Martí tan importante como su hijo Pepito: la niña María Mantilla (1880-1965), hija de Carmen Miyares y Peoli (1858-1925), con quien Martí mantuvo su más larga y estable relación amorosa conocida. Martí jugó un papel fundamental en la crianza de esa niña, y fue tal su amor por ella que algunos la consideran su hija natural[1]. No voy a discutir el asunto, pues lo que cuenta para los efectos de este trabajo no es la conformación genética de la niña, sino la relación espiritual entre Martí y la hija de la mujer amada que ayudó a formar y a quien quiso como un padre, llevara o no su propia sangre. Según mi interpretación, Martí escribió para (y por) María Mantilla la obra que nos ocupa. Baso mi aseveración en diferentes elementos, dos de los cuales resumo a continuación.
“Nené traviesa”, “La muñeca negra” y “Los zapaticos de rosa”; son tres narraciones de La Edad de Oro donde el personaje principal es una niña; las dos primeras en prosa y la última en verso. Pese a sus anécdotas lógicamente diferentes, estos cuentos presentan diversos elementos comunes que, más allá de sus características estilísticas semejantes, coadyuvan a su unidad. Una lectura continuada de los tres deja ver que las niñas actuantes como personajes principales muestran, independientemente de las diferencias en edad (Nené no había cumplido seis años cuando rompe el valiosísimo libro; Piedad cumplirá ocho años en el cuento; Pilar parece ser la más pequeña de las tres), grandes puntos de contacto. En mi análisis de dicha trilogía pude identificar elementos autobiográficos a la usanza modernista que me permitieron concluir que se trataba de anécdotas (vividas o soñadas) de la vida de María Mantilla en tres momentos de su ninez; la última a la edad que tenía en 1889, precisamente el año en que Martí escribe todo el material de La Edad de Oro.
Otro hecho que, según mi interpretación, reafirma lo anterior, fue la selección que hizo Martí de algunos dibujos de Adrien Marie (1848-1891) para ilustrar dichos cuentos; además de servirse de ellos como fuente ekfrástica. Los trabajos del artista galo habían aparecido originalmente en 1878 en Un Journée D’Enfant. Compositions inédites par Adrien Marie, una muy limitada edición de lujo numerada de grabados sin texto. Encontrando improbable que Martí tuviera en sus manos un ejemplar de dicha edición, rastreando la obra en Francia me tropecé con otra más popular de 1889, con textos de Henri Demesse (1854-1908) apoyados en los dibujos. No puedo garantizar que ésta haya sido la utilizada por Martí, pero teniendo en cuenta las características limitadas de la edición de 1878 y el hecho de que éste por ese entonces enseñaba francés a María Mantilla, me parece mucho más probable que utilizara, por más accesible y por tener textos, la edición recién aparecida (y más popular) de 1889. Parece corroborar mi interpretación que Martí dedicara “Los zapaticos de rosa” a María Mantilla no en español, sino en francés (“A Mademoiselle Marie”).
La identificación de parte de los pre-textos o fuentes de Martí en La Edad de Oro fue muy fácil. Se sabe que una de las características del Modernismo Hispano es la re-escritura de textos previos sin menoscabo de la ética autoral, práctica que a veces implica procesos traductivos. Martí re-escribió, siempre dándole crédito a sus autores, textos de Édouard de Laboulaye (1811-1883), Ralph Waldo Emerson (1803-1883), Helen Hunt Jackson (1830-1885), etc. Otros trabajos, aunque evidentemente re-escritos de algún original no identificado directamente por Martí, quedaron por mucho tiempo en la oscuridad. Una paciente investigación que me llevó, como dije al principio, por tres países, me permitió identificar casi todos los originales utilizados por Martí como fuente o pre-texto de sus re-escrituras en los cuatro números de la revista. Paso a sintetizar el proceso con un ejemplo.
Posiblemente la crónica fundamental de La Edad de Oro sea “La Exposición de París”, aparecida en el número 3 de la revista. Martí mismo confiesa que no visitó la famosa exhibición parisina, por lo que su larga y pormenorizada crónica no fue producto de una experiencia vivencial. Herminio Almendros intentó aclarar la fuente de esta crónica, conjeturando que “quizás” haya sido una especie de inmenso reportaje sobre la Exposición de París de 1889 de Henri de Parville (1838-1909) editado como libro ese mismo año[2]. Pero yo comprobé que ello no habría sido posible, ya que Parville incluyó en su obra elementos de la exposición más allá de agosto de 1889 (mes en que Martí escribió su crónica), por lo que evidentemente éste no pudo tener en sus manos ese libro. Me imagino que lo que haya confundido a Almendros fue la semejanza o igualdad de algunos grabados aparecidos en la revista de Martí y en el libro de Parville, perdiendo de vista que en ese tiempo era común ‒y posible, dada la naturaleza de las ilustraciones y los adelantos técnicos tipográficos‒, la reproducción de un grabado tomado de una imagen ya publicada. ¿Cuál fue, entonces, la fuente martiana de esa magnífica crónica que se mantuvo oculta a los ojos de Almendros? Muy simple: la prensa periódica.
Desde el otoño de 1888 la Exposición de París venía siendo noticia de primer orden en las publicaciones del mundo entero, particularmente en la prensa gala. Mi investigación de tales medios, comparando sus contenidos, ilustraciones y fechas de aparición con las crónicas aparecidas en La Edad de Oro, me permitió identificar como fuentes principales de las re-escrituras martianas La Exposition de Paris de 1889. Journal Hebdomadaire y la Revue de L’Exposition Universelle de 1889. De esas publicaciones periódicas ad hocsobre la afamada exhibición universal, Martí tomó las ideas, informaciones y descripciones (incluyendo sus ‘pies de grabado’, algunos simplemente traducidos) no solamente para su crónica “La Exposición de París” sino como fuente de re-escritura de “La Historia del hombre contada por sus casas”, “Un paseo por la tierra de los anamitas” e “Historia de la cuchara y el tenedor”. Es más, un análisis de los medios galos nombrados permite identificar a quienes parecen ser los cronistas franceses favoritos de Martí en ese tiempo por éste haber preferido reiteradamente sus crónicas como pre-textos de las suyas.
Las ilustraciones, pues, jugaron un papel importante en la identificación de varias de las fuentes martianas de La Edad de Oro. Algunos grabados, sin embargo, no me aportaron nada y al menos uno sumamente importante se identificó con un crédito confuso (cuando no equivocado), que se repitió, sin enmienda o aclaración alguna, en todas las ediciones posteriores. Me refiero a la ilustración que sirve de pórtico a la revista y de la cual toma su nombre la publicación. Ésta aparece con el siguiente pie: “La Edad de Oro – cuadro de Edward Magnus”. Pero es el caso que no existe ningún Edward Magnus y no se trataba de la reproducción de un cuadro, sino de un grabado basado en otro grabado anterior, a su vez creado a partir de una pieza al óleo de Eduard Magnus (1799-1872), pintor alemán (no anglosajón) que llegó a ser el artista plástico de moda de la clase germana alta de su tiempo. Mis investigaciones me llevaron a identificar la obra por su título real (“Das Goldene Zeitalter”), terminada en 1839 y exhibida ese mismo año en la Academia de Berlín, donde fue una de las pinturas más destacadas de la exposición. El cuadro fue comprado por la sociedad artística Verein Berliner Künstler y adjudicado como premio al Barón Werther, entonces Ministro de Asuntos Exteriores. Eduard Mandel (1810-1882) hizo luego un grabado inspirado en el óleo de Magnus que fue reproducido y distribuido por la mencionada sociedad entre sus afiliados en 1843.
Autorretrato de Eduard Magnus |
En fecha posterior que no he podido precisar, el escocés James Hunter (1855- ?) realizó otro grabado (teniendo como modelo el de Mandel y no el cuadro original) que fue publicado en una revista anglosajona, donde el nombre del autor de la obra inicial aparece traducido al inglés como Edward. Como quiera que ese es el nombre con que se identifica, erróneamente, al creador del cuadro en la revista de Martí, creo que resulta evidente que la ilustración publicada se trata de una reproducción del grabado de Hunter, no del de Mandel, y mucho menos del cuadro original, como se informa, erradamente, en La Edad de Oro. La misma publicación anglo hizo una edición limitada del grabado en un formato grande para ser enmarcado para su exhibición. ¿Sería mucha conjetura el suponer que Martí (o A. DaCosta Gomez, el editor de la revista y quien seleccionó su nombre) descolgase de una pared el grabado que se reprodujo en el frontispicio del primer número? No pude localizar la pintura original en los museos alemanes que contacté, por lo que es de suponer que haya terminado en una colección privada o, peor aún, que no haya sobrevivido a una de las dos guerras que asolaron Alemania en el siguiente siglo.
Otro “entuerto” que pude enmendar fue una importante errata en la edición príncipe que, inexplicablemente, se siguió repitiendo en todas las ediciones posteriores. Se trataba del nombre de un pueblo hindú que Martí no sólo menciona en “Un paseo por la tierra de los anamitas”, sino que da a conocer brevemente sus características. Busqué el nombre del pueblo en enciclopedias y otras fuentes (del siglo XIX, por supuesto), sin poderlo encontrar. Cambié, entonces, de estrategia: eché a un lado el nombre y me puse a investigar qué pueblos hindúes decimonónicos presentaban las peculiaridades descritas en la escueta información martiana. Luego de mucho hurgar en antiguas publicaciones inglesas pude dar con el verdadero nombre: Jahanabad (con a y no con e), en el distrito Gaya. El pueblo había sido un importante centro comercial hasta las postrimerías del siglo XVIII, específicamente en cuanto a tejidos se refiere. A fines del XIX ya carecía de dicha categoría; sin embargo, aún la mayoría de su población pertenecía a la casta Jolaha de artesanos textiles.
Pero no todas mis investigaciones concluyeron exitosamente. En realidad, mi edición crítica de La Edad de Oro ‒aunque ya de alguna forma anunciada y propiciada por mi ensayo Mar de espuma‒, terminó con no pocas dudas e incertidumbres. Pero ello es algo que era de esperarse, pues no en balde Gabriela Mistral había calificado la obra martiana como una “mina sin acabamiento.” Concluí, pues, mi edición crítica de La Edad de Oro como anuncio de otra por venir, al dejar todo lo que queda en las honduras de la mina martiana a disposición de investigadores del futuro que retomen el intento comenzando en el punto hasta donde yo pude, exhausto de gozo, llegar. Y utilizo deliberadamente la palabra “gozo” porque gracias a la placentera y agónica confección de mi edición crítica de esta obra eterna, de alguna forma fui capaz de ser otra vez Meñique, Bebé y hasta el Padre Las Casas; visitar de nuevo un París de universo engalanado, repetir una cena inolvidable en buena compañía con un tenedor delante nuestro de plata pulido, y hasta regocijarme una vez más vagando entre ruinas indias paradójicamente vivientes; regresar, en fin, a la raíz, a mi raíz.
Es más, la tenaz permanencia del niño Eddy durante todo el tiempo de confección de mi edición como que logró que éste se impusiera al ‘vetusto’ crítico encargado de su elaboración. Fue la voluntad del testarudo infante que el yo adulto (y doctorado, para más contradicción) terminara haciendo algo “académicamente incorrecto” en una edición crítica: añadir un material inexistente en el original. Ya he señalado la importancia de la crónica (que Martí calificó de “artículo) sobre La Exposición Universal de París de 1889. En la “Última Página” del tercer número, éste escribió lo siguiente:
Hay que leerlo dos veces: y leer luego cada párrafo suelto: lo que hay que leer, sobre todo, con mucho cuidado, es lo de los pabellones de nuestra América. Una pena tiene LA EDAD DE ORO; y es que no pudo encontrar lámina del pabellón del Ecuador. ¡Está triste la mesa cuan-do falta uno de los hermanos![3]
Pero es el caso que yo sí encontré el grabado de cuya falta se dolía Martí, por lo que decidí, vencido por la tenacidad del mí mismo de tiempos infantiles, publicarlo antecedido de esta breve acotación justificativa: “Para que la pena de Martí no se extienda hasta esta edición, reproducimos de inmediato el grabado del Pabellón del Ecuador en la Exposición Universal de París de 1889” [4]
Grabado del pabellón de Ecuador en la Exposición Universal de París |
El resultado final fue una no tradicional edición crítica ya necesitada y posiblemente hasta presentida desde mi niñez que incluía no solamente el estudio del texto en sí, sino también el de sus pre-textos y sub-textos. Es más, acuciado por la misma naturaleza de la obra, me vi obligado a traspasar las rígidas fronteras de las palabras y adicionar a mis investigaciones e interpretaciones las ilustraciones de seguro seleccionadas por Martí, por ser éstas un elemento íntimamente unido al texto. Determinaron esa intimidad el hecho de que el material gráfico no fue añadido a posteriori de la redacción y selección de los textos (como es usual), sino que sirvió de componente fundamental en la creación textual tanto como fuente de información como de herramienta estilística a través del lenguaje ekfrástico. Martí creó La Edad de Oro en su totalidad: con palabras propias como devenidas en trazos de otros, y las imágenes plásticas de otros conformando sus textos propios. De ahí que yo no diera por terminada la faena hasta completar la versión llamada “camera ready” en el argot tipográfico contemporáneo. Mío resultó entonces el post-texto implícito, quien quita si comenzado de manera subconsciente en los lejanos tiempos de mis lecturas infantiles.
En el otoño del año 2000 di por concluido mi trabajo. Juan Manuel Salvat, de Ediciones Universal (nao capitana de las editoriales cubanas del exilio y quien había impreso Mar de Espuma: Martí y la Literatura Infantil), aceptó publicar mi edición de La Edad de Oro a pesar de todavía tener en existencia ejemplares de otra que él mismo había sacado con anterioridad. Huelga decir que nunca tuvo que arrepentirse de haber tomado semejante decisión: de mi edición (aparecida por primera vez en el 2001) ha tenido que hacer varias reimpresiones. No en balde algunos especialistas la consideran ‒como resumió Gerardo Piña-Rosales‒ la edición “modélica, definitiva” del clásico infantil martiano.
La recompensa por mi dedicación y desvelos rebasó, sin embargo, el campo académico y literario inherente a la confección de una edición crítica. Recuerdo en ese sentido que una vez enviado el sobre con todo el material a Salvat, de la oficina de correos fui directamente a visitar por enésima vez la trágica estatua del Apóstol en el Parque Central. Silencioso y emocionado le describí el exitoso fin de mi tarea al bronce a punto de eternidad, cayendo siempre sin caer nunca. Y en respuesta el jinete agónico, tal cual la estatua de Bolívar en Caracas cuando se le allegó el joven Martí sin quitarse el polvo del camino, como que se estremeció como un padre cuando se le acerca un hijo.
Nueva York, otoño de 2016.
*Publicado originalmente en Círculo: Revista de Cultura Vol. XLV, 2016: 92-104.
[1] Para opuestos puntos de vista sobre el tema, véanse: José Miguel Oviedo, La niña de Nueva York: una revisión a la vida erótica de José Martí (México: Fondo de Cultura Económica, 1988) y Carlos Ripoll, La vida íntima y secreta de José Martí (New York: Editorial Dos Ríos, 1995).
[2] Henri Parville, Causeries Scientifiques. Découvertes et innovations. Progrès de la science et de l’industrie. Vingt-neuvième année. L’Exposition Universalle.Paris: J. Rothscchild Editeur, 1889.
[3] Martí, José. La Edad de Oro. Edición Crítica de Eduardo Lolo. Miami: Ediciones Universal, 2001. Pág. 231.