Por Ileana Fuentes
Dedicado a los 14,048 niños y niñas que salieron de Cuba entre 1960 y 1962 por la Operación Pedro Pan
Nota: Este texto narra mi experiencia personal del día en que salí de Cuba hace 60 años. No constituye un trabajo periodístico. Cada cubano y cada cubana que partió al exilio vivió una experiencia similar, o peor. Son historias que deben ser contadas porque constituyen la historia privada y no-oficial –pero no por eso menos oficial ni menos pública- de todo un pueblo.
MIAMI, Estados Unidos.- El telegrama llegó hace unos días. La suerte estaba echada. Carlitos y yo saldríamos de Cuba hoy, 20 de octubre. Año 1961. Toda la familia se dio cita en casa por la mañana. Todos intuían que se iniciaba el fragmentado viaje hacia la libertad, y que de pronto éramos como un organismo que se iría desmembrando poco a poco. Los muertos quedarían aquí, en el Cementerio de Colón; los vivos huiríamos despavoridos.
Tía Carmita y Juana empezaron a acicalar a Carlitos. Tía había mandado a hacer un trajecito de lana a la medida. Pobre niño de apenas 6 años, con el calor que hace aquí, y en un día como hoy, de por sí incierto y preocupante. Mamá y madrina me ayudaron a vestir. “Aquí tienes. Ponte esto”, dijo madrina. ¿Y qué es “esto”? No puedo creerlo: un ajustador copa B que mi cuerpo no necesita. A mis trece años yo no tengo con qué llenar una copa B, ni B, ni A, ni de ningún tamaño. Pero aquí está, su ajustador de algodón blanco con alforcitas y encajitos, lavado, hervido, almidonado y planchado, listo para yo heredarlo precisamente hoy. Los encajitos almidonados pican, como la lana.
— “Ya eres una señorita. Tienes que usar un ajustador… No puedes salir así, con las masas sueltas”, insistió mamá. “Ya no eres una niña. Tienes que ponerte esto también”.
Otro “esto”. Mamá se refería a una faja de goma, “para mantener tus curvas controladas”. Como si el trauma de este día no fuese suficiente, el separarme de mi familia, de mis amigas, de abandonar mi hogar, mi barrio… o el terror de viajar sola rumbo a otro país no bastaran… Como si el hecho de no poder negarme a una adultez prematura no fuera suficiente intimidación, había que añadirle estos amarres más aptos para vacas y yeguas que para “señoritas”. “Si pudiera llamar a María Julia o a Martica para ir a montar bicicleta”, pensé. En este día soleado de octubre, esta Wendy entre miles de otras Wendys huiría de Cuba para refugiarse en el país de Nunca-Jamás vistiendo una faja de goma, unas ridículas medias de nylon, un ajustador que me quedaba grande y me picaba, ¡y ropa de invierno: falda de pana y pullover de angora! ¡La temperatura en La Habana –y en Miami– está en 27 grados centígrados!
Mientras esperábamos a que llegara el resto de la familia sonó el teléfono. Lo contesté yo. Era Martica, mi compañera ciclista. Mamá estaba muy cerca, y poniéndose el índice de la mano derecha sobre los labios con seriedad de militar, me dijo, sin emitir el más mínimo sonido: “Ni una palabra”. Rechacé la invitación de Martica: para mí no habría bicicleta hoy. “Lo siento, Martica, no puedo ir a montar bicicleta. Tengo que salir con mi mamá”.
Hubiera querido decirle que había otra salida programada, “la salida más drástica de mi vida, Martica, lejos de aquí, de ti, de Mari y Lalita, lejos de Joe, de Hiriam y Olguita, lejos de Maribel y Yoly, de Jesusito y Chemi, de la vieja revolucionaria Inés y su maldito comité de defensa, lejos de la quincalla y el puesto de fritas de la esquina, lejos de Aldito y su cotorra malhablada, y del pobre enajenado Elías, y de todo lo que me es familiar, Martica… Tu “salida” llegará también, un día de estos. ¿Cuándo te volveré a ver, mi amiguita querida?”
A eso de las 11, todos habían llegado: mi padrino Antonio, tía Teresa, y mi prima Carmencita; tío Pepe y madrina Celia; tía Carmita y tío Carlos, su hermano Pancho y su hermana Flora con su esposo Joaquín; Fina, la queridísima prima de mi mamá y su esposo Andrés; los entrañables amigos de mis padres, María Cuervo y David Abascal; mi adorada Juana, mamá, papá, Carlitos y yo. Nos tomamos una última foto: sentados en el sofá de mimbre en la terraza, Carlitos, Carmencita y yo, con nuestra prima recién nacida, Carmen María, en mis brazos.
—“Sonrían…”
Cuatro carros esperaban abajo frente a la casa para llevarnos al aeropuerto. Esta no sería una despedida alegre como las anteriores, sería más bien como un cortejo fúnebre por la Avenida Carlos III hasta la carretera de Rancho Boyeros, que nos llevaría directo al Aeropuerto Internacional José Martí. Abuela Carmen había fallecido dos meses antes. Todos, excepto Carlitos y yo, vestían de negro.
Había muchas familias con niños esperando su turno para entrar en la pecera. Si mis padres me hubieran dado más detalles en vez de mantenerlo todo en secreto, yo hubiera sabido de antemano que muchos de los pasajeros serían adolescentes que viajaban sin sus padres, como yo. En los años cincuenta, los familiares y amigos del viajante tenían libre acceso a las puertas de embarque. La espera para abordar se hacía acompañado, y era muy placentera. Desde la terraza exterior la gente despedía los vuelos y podía ver a su ser querido subir las escalerillas del avión.
Pero las cosas han cambiado. Estos viajes no son de vacaciones, son viajes de índole política, viajes de desafectos, de “sálvese el que pueda”, viajes para poner a los menores a salvo del comunismo. En las salas de espera de las puertas de embarque, que son herméticas, de cristal, no puede entrar nadie que no vaya a viajar. Es, literalmente, un tanque, una pecera. Carlitos y yo hicimos la cola rodeados de la familia, todos tristes, todos llorando, aferrados a nosotros. Desprenderme del abrazo de mima y pipo y sentir que me empujaban hacia el interior de la pecera fue como si me arrancaran la piel.
Yo llevaba en la mano nuestras dos pequeñas maletas. La cola terminaba ante un mostrador a la entrada de la pecera que continuaba adentro de la misma, donde había que mostrar a los milicianos de aduana los pasaportes, las visas waivers, el expediente de vacunas y el pasaje. Una vez adentro, las maletas las agarró otro miliciano, las abrió, les puso un sello y varios cuños, y las puso sobre unas mesas detrás del mostrador. Al instante, ambas desaparecieron. “¿Tiene algo que declarar?”, preguntó el miliciano. La pregunta me tomó de sorpresa. Mamá había insistido que llevara puestos los areticos de brillantes que me había regalado abuela Carlota, y en mis orejas estaban, escondidos bajo el pelo que las cubría. Nadie puede salir de Cuba con sus prendas. Solo se permiten tres mudas de ropa por persona.
“No, no tengo nada que declarar”, mentí más fresca que una lechuga. La práctica de decir mentiritas en el matriarcado Ramos sirvió de algo. Igual, pasé tremendo susto.
Carlitos y yo encontramos dos asientos. La pecera se iba llenando de gente. Carlitos se estaba poniendo impaciente y majadero, y le dio por llorar. Busqué con la vista a mi familia del otro lado del cristal en busca de algún consuelo. Pero allí, en la parte exterior de la pecera, todos lloraban. Será una imagen imborrable la de mis padres, mis tíos, todos ellos sufriendo esta separación. Retrato de familia y retrato de mi infancia, pañuelos en mano, con un dolor tremendo en el alma, todos vestidos de negro de pie a cabeza, todos de luto no solo por mi abuela muerta sino por la muerte colectiva esa mañana de octubre.
Empezaron a llamar nombres. Oí el mío a lo lejos. Carlitos seguía lloriqueando. Me levanté para dirigirme al mostrador. El niño empezó a gritar: “No te vayas, Illy, no te vayas”. Una amable señora se hizo cargo de Carlitos con una bolsa de chocolates. Una miliciana me indica que la siga. Me llevó por fuera a la parte trasera del edificio. Se veían claramente los aviones en la pista, con sus escalerillas ya posicionadas. Pasamos varias puertas, hasta que se detuvo ante una, y me hizo entrar. Era una habitación pequeña, con una larga mesa y varias sillas pegadas a la pared. Al sentarme reconocí mi maleta ya abierta sobre la mesa. Detrás de la mesa, otra miliciana. Ambas estaban armadas. La miliciana número 2 me llamó al frente.
— “¿Eres tú Ileana Fuentes Ramos?”
— “Sí.”
— “¿Es esta tu maleta?”
— “Sí.”
— “¿A dónde viajas?”
— “A Nueva York, a visitar a mi tío, que vive allá.”
— “Pero, ¿tu vuelo no es a Miami?”
— “Sí, pero de ahí seguiré para Nueva York.” Con la ayuda de mamá, me había aprendido la respuesta de memoria.
— “¿Quién te espera en Miami?”
— “Las monjas.”
— “¿Qué monjas?”
— “Las monjas de las Dominicas Americanas.”
Fue ahí donde la miliciana empezó a sacar cosas de la maleta. Además de las tres mudas de ropa, los tres juegos de ropa interior, un segundo par de zapatos, el abrigo de invierno, y artículos personales como mi cepillo de dientes y el peine, yo llevaba otras cosas en el equipaje que no estaban en la lista de artículos aprobados. Mamá, la anti comunista, haciendo de las suyas. No había sido suficiente lo de los aretes de brillantes. ¿Y si ahora los descubrían y me cortaban las orejas?
— “¿Qué son estas fotografías?
— “Esa es mi abuela, que murió hace dos meses. Ese es mi papá; esa es Juana, nuestra sirvienta [¡Oh, oh! Metí la pata con esa palabra.]… Esa es mi mamá.”
— “¿Así que ‘nuestra sirvienta’? Tú eres una de esas niñas bitongas de padres burgueses y gusanos que quieren irse del país”.
El susto ya era miedo. Confesar mis pecados al cura, aterrorizada con la amenaza del infierno y la perdición eterna no era nada comparado a esto. Intuía que alguna penitencia recibiría, y no diez “Ave Marías” precisamente. Bajé la cabeza y no dije ni pío.
— “¿Estos zapatos tan lindos, son americanos?”
— “No sé. Mi mama es la que los compra”.
— ¿Y estas batas, son americanas?”
— “Oh, no, esas son cubanas. Mi mamá y mi madrina me los hacen. Compran la tela en la calle Muralla, y a coser. Ellas son muy buenas costureras”.
— “Tu mamá no es costurera. Tu mamá es maestra, ¿no?”
— “Bueno, sí. Ella es maestra de la Escuela No.8 de Guanabacoa, y alfabetizadora. Pero también cose muy bien”.
— “¿Ella viajará a Nueva York también?”
— “No creo. Mi mamá está muy ocupada con la campaña de alfabetización” [Otra respuesta que me aprendí de memoria]”.
— “Así y todo, ella estará pensando en reunirse contigo allá, ¿no crees?”
— “En realidad no lo sé.”
— “¿Y tu papá? ¿Se irá para Nueva York también?”
— “No lo sé, pero él es un viejo amigo de Fidel, de cuando militaban juntos en el Partido Ortodoxo”. [Respuesta memorizada número tres].
Estoy más tranquila. Mamá, en la campaña de alfabetización, y papi un viejo amigo de Fidel. Eso compensa el disparate de “sirvienta” y hará invisibles mis areticos. Ahora no hay quien dude de que solo me voy de vacaciones a Nueva York.
— “¿Y quién más en la familia se va para el Norte?
— “Que yo sepa, nadie”.
— “¿Y estos libros qué hacen aquí? Aquí no puede haber ningún libro”.
— “Esos son mis libros de piano. Mamá quiere que siga practicando mientras estoy en Nueva York”.
— “¿Practicando? ¿Tu tío en Nueva York tiene un piano?”
— “Bueno, eso espero”.
— “Eso esperas…. Estos libros no salen del país: aquí se quedan. Son patrimonio nacional. La revolución se los dará a niños pobres revolucionarios que los necesiten”.
— “No, no, por favor. Esos son mis libros de piano. ¿No podrían entregárselos a mi mama? Estoy segura de que las niñas pobres de Guanabacoa le sacarán provecho”.
— “¡Cállate la boca! Tu mamá también se irá del país, y tu papá, y los padres de tu primito. Todos los gusanos burgueses se irán del país, y mejor, porque no queremos escoria como ustedes en la nueva Cuba”.
“Llévate a esta chiquilla para la sala de espera…” le dijo a la miliciana número 1, que en todo este tiempo no había abierto la boca. El interrogatorio me había parecido una eternidad, pero solo tomó una media hora. La número 1 me escoltó hasta la pecera. Ya todos estaban en fila, listos para salir hacia el avión y abordar el vuelo de PanAm que nos llevaría a Estados Unidos. La amable señora no había soltado a Carlitos, y a ella me acerqué. El niño seguía inquieto.
— “¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos? ¿Por qué mami y papi están allá afuera?” Pobre Carlitos, todo le picaba por culpa del trajecito de lana. Traté de calmarlo.
— “Tú y yo nos vamos de vacaciones, mi amor… Ellos vendrán después”, le susurré al oído. La amable señora le dio más chocolates. ¡Benditos chocolates! ¡Bendita la amable señora! Lo tomé de la mano y, a unos pasos de la puerta de salida, miré de nuevo hacia los cristales de la pecera. Mi gente, la supuesta escoria, tenía pánico en sus rostros. Les dije adiós con la mano y les tiré besos. Pánico es lo que sentía yo por dentro, de solo pensar que quizás nunca más los volvería a ver.
De Retrato de Wendy: Memorias. © Ileana Fuentes. De próxima publicación.
*Publicado originalmente en Cubanet. Reproducido aquí por cortesía de la autora.