Por Eduardo Lolo
Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea,
y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la
novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal
sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden
poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el
aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de
despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino
con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas
del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que
trincheras de piedra.
José Martí
“Nuestra América” (1891)
Martí
escribió “Nuestra América” en base a lo observado y vivido (más bien sufrido)
en Cuba, México, Guatemala, Venezuela y unos Estados Unidos recién salidos de
su última fase de expansión territorial. Según sus conclusiones, el espíritu de
aldeano vano como actitud vital presente en nuestros países y la consecuente
fragilidad del entramado socio-político de sus naciones en ciernes o a medio
hacer, como que servía de magneto y caldo de cultivo para la intervención de
cualquier poderoso foráneo aguijoneado por la codicia. Debido a la cercanía
territorial, su historia reciente y las intenciones de algunos de sus políticos
y aventureros contemporáneos, Martí vio a los Estados Unidos como la amenaza
mayor. Y aunque dejó aclarado en el mismo ensayo que “Ni ha de suponerse, por
antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente…”,
lo cierto es que no pudo prever el pronto fracaso irreversible de esos últimos
representantes de la ambición imperial norteamericana. Mucho menos fue capaz de
imaginar la conversión del amenazante coloso del norte en una especie de
guerrero benevolente que en los siguientes cien años liberaría de diversos
yugos opresores a más de una docena de países (comenzando por Cuba) sin
anexarse ni una pulgada de los territorios redimidos por el valor y el
sacrificio de sus hijos. Igualmente, aunque consciente del peligro de las ideas
socialistas, Martí tampoco vaticinó la amenaza de lejanas potencias que germinarían
luego adscritas al socialismo tales como la Alemania Nazi y la Unión Soviética,
efímeros imperios ideológicamente emparentados que tuvieron a Latinoamérica en el
colimador y que él no llegó a conocer. Sí creo que concluyó espantado que la
condición de aldeano vanidoso no se disiparía fácilmente (de ahí su desesperado
llamado) y se convertiría en una especie de síndrome histórico generalizado, lo
cual podemos constatar a inicios del siglo XXI en que es posible y hasta
probable que una nueva potencia emboscada en el futuro (China o un todavía
inexistente Imperio Árabe, por conjeturar sólo dos ejemplos) trate de
aprovecharse impunemente de la debilidad de los países-aldeas de América
Latina.
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Retrato de Martí por el pintor sueco Herman Norrman, único que le hicieran en vida pintado del natural |
Pero
en el ínterin, pigmeos que llevan siete pulgadas en las botas se las han
ingeniado para ser vistos, a través del falaz cristal de aumento de la
demagogia, como gigantes salvadores. Y gracias al engaño resultante se han
aprovechado de la dispersión histórica inherente al síndrome del aldeano vanidoso
para hacer del conjunto de aldeas mal llamado nación su propio imperio enano.
De ahí la caterva perenne y grotesca de dictadores y dictadorzuelos que han mal
decidido los destino de nuestros pueblos, convertidos en feudo o capellanía de
populistas de toda laya desde el fin de la colonia hasta nuestros días. Martí
conoció algunos de cerca, recibió sus zarpazos, tuvo que retirarse compungido
al calor y la protección de la democracia norteamericana, y temió su emergencia
en la república soñada que le costaría la vida.
Sus
temores estaban, desgraciadamente, muy bien fundados. En Cuba el síndrome del
aldeano vanidoso permea toda su historia: desde los lejanos tiempos de la
colonia hasta las postrimerías del longevo castrismo. Veamos si no:
Durante
el período colonial la sociedad cubana fue testigo inerte de hechos verdaderamente
bochornosos. Sirvan de ejemplos el fusilamiento de un grupo de estudiantes universitarios
inocentes de todo delito, o la larga condena a trabajos forzados de un
adolescente y su posterior deportación por la redacción de una carta a un
condiscípulo. Si la llamada Reconcentración de Weyler costó la vida por
inanición a miles de campesinos (quienes fueron forzados a abandonar sus
tierras y a permanecer en condiciones infrahumanas en las ciudades) fue porque en
general las instituciones sociales y religiosas de la época se hicieron de la
vista gorda al tiempo que en sus umbrales morían de hambre los reconcentrados. La
táctica mambisa de la Tea Incendiaria (consistente en la quema intencional de
cañaverales) no fue más que una patriótica reacción a la actitud mayoritaria de
hacendados y dueños de ingenios azucareros que se negaban a admitir que los
campos de Cuba se habían convertido en zonas de combate independentista.
Luego,
con la intervención norteamericana, hasta donde tengo entendido no hubo
protesta importante alguna por los ignominiosos artículos del Tratado de París
que hicieron permanente el robo de medios y haciendas a los mambises, cuyas
propiedades confiscadas por el gobierno colonial habían sido distribuidas entre
los integristas a manera de recompensa por la lealtad o la traición de los
premiados, según el caso. Hasta el empréstito concertado para licenciar a los
miembros del Ejército Libertador (convertidos en poco menos que indigentes por
las injustas apropiaciones señaladas) tuvo no poco políticos criollos opuestos:
el aldeano desagradecido.
Durante
la corta etapa republicana el espíritu de aldea se mantuvo incólume, ya que
también en Cuba “la colonia continuó viviendo en la república”. Es más, fue
dicha anacrónica permanencia, entre otros factores, la que propició su fin. A
muy pocos importaba la corrupción de los políticos nativos que suplantaron a
las autoridades coloniales españolas, con tal de que el tiburón salpicara
mientras se bañaba, en aceptación cónsona con el choteo cubano indagado por
Mañach. A los políticos se les dejaba hacer y deshacer (más bien lo último casi
siempre) con tal de que no interfirieran con la alcancía de ahorros privada de
cada cual, por lo general siempre abierta a las ‘salpicaduras’ de los
‘tiburones’ en ejercicio. La mayoría de los intelectuales emigraban asfixiados,
se encerraban en una tropical ‘torre de marfil’, o se ponían al servicio del
caudillo de turno a manera de “bribones inteligentes”, como calificara Martí a
sus homólogos decimonónicos. El carácter popular de las revoluciones fue
siempre escamoteado por los ya señalados pigmeos que llevaban botas de siete
pulgadas, convertidos entonces en gigantes de artificio. Recuerdo un
injustificado golpe de estado al cual se enfrentaron solamente un puñado de
estudiantes valerosos, abandonados a su propia suerte hasta por el mismo
Presidente constitucional por el que arriesgaban la vida. Los ejemplos son
numerosos.
El
advenimiento del castrismo fue una consecuencia directa del síndrome del
aldeano vanidoso ‒ya endémico‒ que de la colonia pasó a la intervención
norteamericana y de esta a la república. El nuevo ‘héroe redentor’, transformado
en el Máximo Truhán, supo hacer de su orden el orden universal del aldeano
sobre cuyos hombros se alzara, aunque después lo despachara, una vez
inservible, de un puntapié. Cuando comenzaron las ‘intervenciones’ (léase
incautaciones inapelables) de las compañías norteamericanas, algunos
empresarios criollos como que hasta se alegraron al verse libres de tamaña
competencia. Me viene a la memoria el caso de un magnate industrial que
invirtió una fortuna comprando vacas de alto rendimiento lechero en el Canadá
como su ‘aportación voluntaria’ a la Reforma Agraria, entonces el juguete
preferido del tirano de estreno. Me imagino que con ello pretendía congraciarse
con el nuevo patrón nacional y, consecuentemente, mantener su lucrativa empresa
a salvo. Durante semanas estuvieron las reses abandonadas en los predios
cercados con urgencia de su fábrica, en el corazón de La Habana, llenando de
pestilencias el medio alrededor, pues el objeto de la onerosa dádiva no se
dignaba recogerlas. Finalmente llegaron unos camiones en los cuales unos
barbudos cargaron con apremio y sin cuidado los sorprendidos animales. La torpe
manipulación de un personal no calificado para semejante tarea dio como
resultado que algunas vacas tuvieran que ser sacrificadas de inmediato, sin
importar su valor. Pero aun así supongo que el famoso empresario habrá
suspirado aliviado al ver partir las costosas reses aunque fuera para el
matadero (al menos los vecinos de su fábrica respiraron más a gusto), pensando
que la aceptación del dispendioso presente por parte del nuevo pigmeo-agigantado-por-artimaña
le garantizaba indemnidad en medio del caos. Su alivio, sin embargo, fue fugaz:
poco después, sin previo aviso, al llegar una mañana a la puerta del edificio
de la administración de su industria, lo esperaba un grupo de milicianos
armados. El que parecía de más autoridad simplemente le pidió la llave de
entrada al inmueble y, sin más explicación que su empresa había sido
intervenida por la Revolución, lo mandó de vuelta a casa: en el orden
particular del atrabiliario dictador emergente no había espacio para el orden
universal del aldeano vanidoso
.
Así,
mediantes las llamadas “reformas” ‒en realidad deformas‒ pasaron al Estado (ya convertido
en señorío del Máximo Truhán) las grandes industrias y fincas agrícolas o de
recreo pertenecientes a empresarios criollos. Bancos, comercios importantes,
medios de prensa, centros de enseñanza, y otras empresas de envergadura fueron
fácil presa de la ‘nacionalización’ a decreto de bayoneta. Pero aún así el
síndrome del aldeano vanidoso no disminuyó; simplemente saltaba de un estrato social
a otro, de cada peldaño de la escala económica al inferior. Dueños de
propiedades y negocios de menor cuantía nunca imaginaron que les tocaría a
ellos. ¿Quién podía pensar que a un Jefe de Estado le interesaría hacerse dueño
de una ‘bodega’ de barrio, de un ‘conuco’ y hasta de un ‘puesto de fritas’? Pero
uno a uno fueron sintiendo todos sobre el cuello el peso de la bota de siete
pulgadas, que en realidad se sentía como de siete leguas por aquellos que
habían duramente laborado toda una vida para levantar su hacienda ‒por muy
humilde que fuese‒, perdida de un demagógico plumazo inesperado.
Un
tanto igual pasó con la penalización de la homosexualidad. Las llamadas
Unidades Militares de Ayuda a la Producción (más conocidas como la UMAP, por
sus siglas) no eran más que inhumanos campos de concentración donde eran
mantenidos prisioneros por años jóvenes varones homosexuales únicamente por su
condición de tales. Hasta donde tengo entendido, las pocas instituciones no
gubernamentales todavía existentes en el país tales como las iglesias y logias
masónicas nada hicieron para, al menos, denunciar públicamente semejante
atrocidad. Era, simplemente, un problema de ‘los mariquitas’ que algo malo
tenían que haber hecho, pues ¿acaso no eran harto conocidos los homosexuales
del ámbito gubernamental que permanecían libres y disfrutando, como siempre, de
sus prebendas? Para el aldeano vanidoso heterosexual, la UMAP era un elemento
fuera de su orden universal y, por lo tanto, del todo lejano, cuando no
intrascendente.
La
reacción de los aldeanos vanidosos frente a otros hechos aún más trágicos no
fue diferente. Sirven de ejemplo la mudez, la ceguera y la sordera que se autoimpusieran
‒como una versión pusilánime de la conocida máxima pictórica japonesa‒ ante los
crímenes de los eficientes pelotones de fusilamiento, los denominados “Pueblos
Cautivos”, las cárceles atestadas de presos políticos, los infaustos llamados a
filas en las “misiones internacionalistas”, etc. etc. El aldeano vanidoso,
rehusándose a admitir la realidad o fingiendo desconocerla, se encerraba a cal
y canto en su ridículo orden universal y, como en la historia o leyenda judía,
aguardaba quedo para que la muerte pasara de largo frente a su casa, estampada por
una no siempre indeleble marca de inmunidad comprada con su silencio, en la
mayoría de los casos más temeroso que cómplice.
En
la actualidad, imprevistas circunstancias adversas tales como la debacle
económica resultante de la pérdida o disminución de los subsidios extranjeros con
que parasitaba el régimen y la catálisis del involuntario cambio ejecutivo del
Máximo Truhán al Mínimo Tahúr, han obligado a la gerontocracia en el poder a relajar
ligeramente el dogal asfixiante con que mal ha sobrevivido el pueblo cubano por
más de 5 décadas. Y de nuevo el síndrome del aldeano vanidoso anda de plácemes:
un laureado dramaturgo señalaba con alegría que ya en Cuba había libertad
porque podía decir que era homosexual sin que se lo llevaran preso; un zapatero
remendón agradecía a la Revolución la ‘actualización del socialismo’ que le
permitía ganarse unos pesos reparando los calzados raídos de sus vecinos sin
tener que hacerlo en la clandestinidad; y la alta jerarquía católica rezaba por
la salud del Máximo Ateo y consideraba un acto de misericordia gubernamental
propiciado por la Iglesia la conmutación de penas carcelarias por el destierro
forzado a algunos presos políticos, sin que el aldeano vanidoso con sotana hiciera
referencia alguna a que eran reos inocentes, encarcelados durante años sin
razón alguna. La larga noche del castrismo parece haber provocado en algunos la
mutación del Síndrome del Aldeano en el Síndrome de Estocolmo.
Lo
anterior no implica que en todas las etapas de la historia de Cuba no haya
habido hombres y mujeres inmunes al síndrome del aldeano y lo hayan enfrentado
con dignidad, constancia y sacrificios. Siguiendo la fórmula martiana, siempre
han existido cubanos que han llevado en sí el decoro de muchos. En la etapa
colonial los mambises constituyen el ejemplo máximo. En efecto, aunque siempre
en franca minoría dentro de la población y atacados por integristas,
anexionistas y autonomistas, los enérgicos independentistas no cejaron en su
lucha redentora a pesar de saberse discriminados, marginados o simplemente
ignorados por la mayoría de aldeanos vanidosos. La Colonia los despojó de todos
sus bienes materiales y la Intervención Norteamericana sancionó inapelablemente
el indigno pillaje; pero no pudieron hurtarles su patriotismo.
Más
adelante, durante la república, no fueron pocos los que denunciaron y se
enfrentaron a la corrupción, el compadrazgo y el caudillismo que a la postre ‒entre
otros factores‒ diera al traste con el sistema republicano. Cierto que sus
esfuerzos fueron vanos; pero no los principios que los motivaron. Sirvan de
ejemplo los jóvenes estudiantes universitarios, quienes no dudaron en más de
una ocasión en empuñar bisoños las armas cuando todas las puertas civiles les
fueron cerradas.
Los
decenios del castrismo dieron como resultado un incremento del síndrome del
aldeano vanidoso, catalizado por la institucionalización de la represión y el
miedo como método de (des)vida permanente. Pero, incluso en las peores
circunstancias de la Historia de Cuba, siempre ha habido personas que llegaron
a desarrollar una dignidad y un valor que los hicieron inmunes, retando briosos
al seudogigante y sus botas de horror. Los métodos de lucha han sido diversos;
el fracaso, desafortunadamente, compartido. Unos blandieron armas; otros
esgrimieron ideas; miles padecieron la cárcel injusta; muchos ofrendaron sus
vidas; más de un millón terminó en el exilio. Y no veo en la actualidad ni siquiera
un indicio de alivio efectivo en la tensión del dogal que nos permita avizorar al
menos un lejano destello de esperanza de mejora real proveniente de la
monarquía gerontocrática. En Cuba, a pesar de los pronósticos halagüeños de arúspices
oficialistas y nigromantes ingenuos o mercenarios, nada sustancial ha cambiado
con las recientes reformas del Mínimo Tahúr. Y si algo llegara a cambiar sería,
siguiendo la fórmula de Lampedusa, para que todo siga siendo igual.
Mas,
aunque ni un ápice de libertad y prosperidad podemos esperar de la dinastía
castrista y su séquito bufo, no todo está perdido. En medio del mar de temerosos
aldeanos vanidosos de la Cuba actual, existen islas del decoro que nos salvan
como pueblo. Aunque penetrados por indignos agentes gubernamentales en su papel
de bribones inteligentes o víctimas de la señalada mutación de síndromes, cubanos
de más recientes generaciones aportan novedosos elementos y energías a una
lucha que parecía perdida. Organizados en grupos de defensores de los derechos
humanos o embriones de partidos políticos democráticos, actuando como
periodistas o bibliotecarios independientes, dedicando clandestinamente sus
noches frente a una computadora de harapos cibernéticos como novatos
‘blogueros’ o experimentados cibernautas, lo cierto es que hoy está tan viva como
siempre la resistencia al gigante de atrezo y sus herederos en la falacia. Humildes
curas de pueblo que llevan sus sotanas con dignidad siguen el ejemplo de
sacerdotes tales como Félix Varela y Eduardo Boza Masvidal, aunque en el
intento corran el riesgo de acabar como sus modelos y de hecho tengan que
terminar enfrentándose a la jerarquía eclesiástica a la cual deben obediencia.
Pero,
más allá de consideraciones políticas coyunturales, el Síndrome del Aldeano Vanidoso
tiene curación. Incluso me atrevo a aseverar que existe una vacuna infalible al
alcance de todos: el ideario martiano. Quién sufrió toda su vida del ataque o
la indiferencia de los aldeanos vanidosos de su época, supo desarrollar en su
corta vida un elíxir infalible desperdigado en toda su obra. La República
fracasó por lo que no tuvo de Martí. Si queremos ser totalmente inmunes a tan
nefasto síndrome, hay que estudiar su obra. Verdadera y profundamente. Y hay
que leer a quienes se han encargado en libertad de estudiarla, dedicándose a la
interpretación, sistematización y ordenamiento de su pensamiento. Junto a las Obras Completas de José Martí deben
ocupar un sitial de honor en los libreros de las casas de cada cubano los
estudios martianos de Jorge Mañach, Medardo Vitier, Félix Lizazo, Roberto
Agramonte, Humberto Piñera, Rosario Rexach y Carlos Ripoll, por poner los
ejemplos más emblemáticos. Sus trabajos actúan como llaves para abrir de par en
par las arcas martianas.
Porque
es el caso que el pensamiento martiano, por su carácter imperecedero, es tan
válido hoy como lo fuera ayer: Trincheras de ideas siguen valiendo más que
trincheras de piedra. No podemos continuar con la colonia viviendo en la
república, a las órdenes de gamonales famosos con palabras de colores aupados
por petimetres prebendados, pensadores canijos y bribones inteligentes. Ya
bastante hemos purgado en las tiranías nuestra incapacidad para conocer los
elementos verdaderos del país. Si en una futura etapa postcastrista la república
no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere de nuevo. Lo que quede
de aldea en Cuba ha de despertar, ciertamente y para siempre. O nunca tendremos
esa república con todos soñada y para el bien de todos jamás alcanzada. De
nuestro horno es la hora. Y no ha de verse más que luz, más luz.
*(Tomado de la Introducción a: Eduardo
Lolo, Lo que quede de aldea. Más sobre
José Martí, Segunda edición. Miami: Alexandria Library, 2014.)