Por Alejandro González Acosta
In
Memoriam Inés María Braña Llanos y José Alberto Martínez Alonso, quienes durante
56 años sembraron amores, sabores y aromas cubanos en Madrid.
Dice
un antiguo adagio que “los pueblos olvidan primero sus dioses que sus comidas”.
La persistencia del sentido del gusto por sobre otros, parece indicar una
característica ancilar del ser humano y sospecho eso se debe quizá a que aún
antes del nacimiento, esa nueva criatura viene condicionada por los sabores que
recibe junto con los alimentos por el cordón umbilical desde su propia
progenitora. Así, pues, se nace “predestinado” a un sabor, para el que han
servido como antecedentes todos los nutrientes incorporados durante nueves
meses antes del alumbramiento. Desde el útero materno se comienza a perfilar el
paladar y luego, con la lactancia, se consolida. De tal suerte que ese origen
se vuelve destino, y todos quedamos marcados con esos gustos que asociamos con
la maternidad y la protección desde las entrañas de la madre. Posiblemente por
eso el sabor nos mueve tantos sentimientos, como aquella madeleine sumergida en té caliente que provocó la cascada de
recuerdos del joven Charles Swann, que Marcel Proust concibió para A la búsqueda del tiempo perdido.
Reacción muy parecida a la de cualquier cubano en diversos rincones del planeta
cuando se enfrenta a un fufú de plátano
o un puré de malanga; este último,
como bien se sabe, es el plato recomendado para “hacer el estómago” después del
destetamiento, y también para los ancianos achacosos y con úlceras estomacales:
esto nos dice que la malanga es buena para niños y ancianos, sanos y enfermos. Por
eso, como la madeleine, nos recuerda
la infancia. Aunque a uno de mis abuelos españoles la divina malanga “le supiera
a jabón”: pero él no fue amamantado con ella, claro.
En
Cuba existe una antigua tradición culinaria, que comenzó por legar, como parte
de la dote o del ajuar de la futura casa, las fórmulas culinarias acumuladas
por las generaciones anteriores. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando
aparecieron, apenas con un año de diferencia, los dos primeros recetarios de
cocina cubana: Manual del cocinero cubano
(1856) (La Habana, Imprenta de Spencer y
Compañía, 1856), del gaditano de origen cántabro-portugués Eugenio de Coloma y
Garcés, y el Nuevo manual del cocinero
cubano y español (1857) de
J. P. Legrán. Llama la atención que estas obras inaugurales hayan sido escritas
por extranjeros (español y francés) y demorado tanto en aparecer, en un país
donde se aprecia entrañablemente la comida, cuando ya desde la Tarifa general de precios de medicina
(1723), impresa en La Habana por el flamenco Carlos Havré, el arte de las
prensas en Cuba tenía una marcada inclinación comercial y mercantil.
Poco
después, en 1862, aparecía otro libro de este tipo: El cocinero de los enfermos, convalecientes y desganados como prueba de la rápida aceptación que
gozó el género de inmediato, lo cual indica además el interés generalizado para
aprender el arte de la buena mesa y el mejor servir que existía desde esa época
en la población isleña, donde ya se escuchaban, aunque en épica sordina, las cornetas insurreccionales.
Sin
embargo, el interés por lo que se comía, junto con los modos de supervisarla,
controlarla y regularla, viene desde mucho antes en Cuba. No deja de ser quizá
revelador que el mismo año cuando aparece el primer recetario cubano –arriba
consignado- José María de la Torre, en Lo
que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna (1857) consigna,
según las Actas Capitulares del Cabildo
habanero del 27 de febrero de 1551, que se estableció este arancel:
“La libra de pan, 4
cuartos; Torta de peopao,
medio; Huevos, seis por un real; Dos rábanos, medio; Una lechuga buena, 4
cuartos; Una col, medio; Una carga de casabe, 2 pesos de oro”.
Y
un poco más adelante, la preocupación por regular el comercio de bebidas
espirituosas se manifestó en el acuerdo que tomó el Cabildo el 18 de abril del
mismo año, donde “se acordó, que por
cuanto los taberneros tienen mucho desorden en la manera de vender el vino con
prejuicio de la república, mandaban que de esta fecha en adelante ninguna
persona que tuviese por oficio y trato, y fuese tabernero vendiendo por menudo,
no pueda tener ni tenga en su casa ni fuera de ella más que una pipa de vino,
la cual pueda vender y venda por postura del diputado, y que acabada y echada
fuera de casa la madera, pueda comprar otra, y el que tuviese más, ya sea en
pipas, botijas, etc., sea penado en 6 ps. [pesos] de oro.”
Y
además, por la aguda y crónica escasez de casabe que servía para proveer la demanda
“a
causa de las muchas flotas y armadas que de un año a esta parte han pasado por
él, y de esta causa algunos vecinos de este pueblo han tomado la de vender la
carga de pan a 3 p., 3 y medio y aun 4, lo que es mucho perjuicio a la
república, por tanto mandaban se pregone que ninguno de esta villa pueda vender
ni venda la carga de casabe a más de dos pesos de oro, pagados en buena moneda
en plata o en oro (...) Y así mismo se mandó pregonar que ningún vecino pueda
vender la arroba de los tasajos a más precio de un peso cada arroba, pena en
ambas faltas de 12 pesos en oro, mitad para obras públicas y denunciador.”
Uno
de los primeros aranceles que aplicaría la aduana habanera, sería el
establecido por acuerdo del Cabildo en la temprana fecha de 14 de febrero de
1552, a pagar por el contratista:
Por una pipa de vino, a
riesgo del arrendador y darla arrumada......... 4 reales
Por una pipa de harina,
arrumada................. 3
Por el barril quintalano
de vizcocho, jabón, pasas, higos o cualquiera mercadería de peso de un
quintal......................... 1
Por ¼ de tonelada de
harina, vizcocho o cualquiera otra mercadería... 1 ½
Y
así sigue detallando otras mercaderías diversas.
Quizá
pueda considerarse como el Primer Menú de la Isla de Cuba
el que publicó el Cabildo habanero el 24 de abril de 1556, presentado por Juan
de Inestrosa y Antonio de la Torre:
Por tres libras de pan
casabe.............. 2 Reales
Por una libra de carne de
puerco, que es la cuarta parte de un arrelde,
cocida o
asada.....................
½
Y si fuere cocida, que
den sus coles o calabazas con ello.
Por una libra de carne de
vaca................ ½
Que den con ella un plátano
u otra fruta de la tierra.
Que puedan ganar en el
vino que dieren en cada arroba, seis reales y que lo midan delante de la
persona que lo comprare.
Por una piña................
½
Por doce
plátanos................
1
Que las tales personas
que dieren de comer sean obligadas a dar agua a los que comieren, la que les
bastare, mesa y manteles limpios, de valde, sin llevar para ello interés
alguno.
Que si alguna persona
quisiese dormir en las tales casas de tratos, y se le diere una hamaca, lleven
por cada noche un real, y si no diesen hamaca ni otra cosa, medio real.
Que si las tales personas
que así mismo dieren de comer, beber y tengan peso de balanza y medida, para
pesar y medir lo que así dieren de comer y beber.
Que los susodichos tengan
colgados este arancel en lo público de sus casas, en la pieza o lugar donde dieren
de comer de manera que todos le puedan leer y entender, todo bajo pena de tres
ducados por la primera vez, repartidos entre la Cámara, juez y denunciador, y
por la segunda, doblados, y por la tercera, en diez ducados y privación del
trato de mesón.
Un
año más tarde, el 18 de enero de 1557, volvía el Cabildo habanero a intentar poner
orden en el comercio de comida: “Otro sí:
Porque muchas negras y otras personas andan por las calles vendiendo longanizas
y buñuelos y maíz molido y sin postura de diputado y en lo que venden no se le
ha puesto precio, de cuya causa se recibe perjuicio, y así mismo venden
pasteles y tortillas de maíz y de catibías, y conviene que de aquí en adelante
en el vender de lo susodicho haya orden, de manera que no agravie el que lo
compre y quien lo vendiere, mandaban y mandaron que las longanizas se vendan a
vara y media por un real, y todas las demás cosas no las vendan sin que el
Regidor o Diputado que es o fuere, le ponga precio en ello, so la dicha pena
aplicada de suso, y porque venga a noticia de todos y ninguno pretenda ignorancia,
mandaron se pregone públicamente en esta villa”.
Y
todavía otra provisión del Cabildo regulaba la hotelería clandestina que había
proliferado en la villa con tanto visitante:
“Cabildo de 14 de Mayo de
1557.- Se proveyó y mandó que muchas negras esclavas de esta villa han tomado
por trato de tener casa para hospedar y tener taberna y tabaco, lo que es en
mucho perjuicio de esta república, y mandaron pregonar públicamente que de hoy
en adelante ninguna negra esclava sea osada de vivir en casa por sí, ni tener
taberna ni tabaco, so pena de cincuenta azotes a cada una de las dichas negras
que lo contrario hicieran y demás de ésta, que el amo por se lo consentir
incurra en pena de dos pesos para la Cámara y Fisco, y obras públicas, y
mandaron que se pregone públicamente.”
Desde
muy antigua fecha hubo un control de precios estricto sobre las mercancías por
parte de las autoridades españolas, en algunos casos, con penas de hasta 100
azotes. Esta economía de plaza sitiada es una antigua tradición insular,
determinada por la nutrida presencia militar, los constantes ataques de
piratas, las frecuentes sequías y los terribles huracanes.
Algo
curioso es que muy temprano en el siglo XVI existía un gran consumo de
tortillas de maíz en Cuba, que luego desapareció, siendo sustituido por el pan
elaborado con trigo. Dice De la Torre que “las
tortillas de maíz se vendían (...) a razón de diez onzas cada una, y así se
mandó en Cabildo que “se vendiese a tres por un real, y que cuando se diesen
dos, tuvieran quince onzas...”
Antes
todas estas restricciones y controles al comercio y la economía, ejercidas por
los gobernantes españoles contra los pobladores isleños, el sabio José María de la Torre anotaba –en
1857- con cierta displicente sorna (p. 164): “No debe sorprender mucho ver que en tiempos en que no se conocía la
ciencia económica se ponía tasa a las ventas de varios efectos y principalmente
de comestibles, cuando en el día [de hoy] vemos disputar y sostener de buena fe (a personas, es verdad, exentas de
conocimientos económicos), que debería ponerse tasa al pan, pescado y demás
comestibles, al precio de entradas en las funciones de teatro, etc., etc.”
Este pionero Manual del cocinero cubano se publicitaba
como una exhaustiva recopilación de las mejores recetas extranjeras y
nacionales, adecuadas «al temperamento, naturaleza, usos y costumbres de este
envidiable suelo cubano, puesto que, si ellos escribieron para su país,
nosotros escribimos para el nuestro».
Por primera vez, el Manual reseña platos
típicos de la Isla como el Mondongo criollo, Criadillas a los Tierra-adentro,
Sopa habanera, Olla cubana, Col rellena criolla, Ajiaco de monte, Picadillo del
país, Puerco frito a lo habanero, Arroz blanco criollo, Plátanos fritos verdes
(los deliciosos tostones), Crema de guanábana, Dulce de papayas y Cajeta de
piña cubana, entre varios más.