Por Alejandro González Acosta
En
el siglo XX en México hubo varios exilios políticos: el primero fue el ruso, o
mejor, el soviético, con los desplazados por el comunismo en el antiguo imperio
zarista. En este estuvieron Trotsky, Serge y Vlady y varios más. Vladímir
Viktorovich Kibólchich Rusakok (Petrogrado, 15 de junio de 1920 – Cuernavaca,
21 de julio de 2005) o simplemente “Vlady” fue un pintor soviético, hijo de los
comunistas soviéticos Víktor Serge y Liuba Rusakova, estenógrafa en francés de
Stalin. Ambos fueron recluidos en un gulag
en Siberia cuando el hijo era muy pequeño y más tarde por las privaciones allí
sufridas la madre enloqueció y primero fue recluida en un manicomio controlado
por la policía política de Stalin, y finalmente murió en un asilo de dementes
en Francia a edad muy avanzada; Stalin los consideró lo suficientemente inocuos
cuando los desterró en 1936: pasaron por Bélgica, Francia, Martinica, República
Dominicana, Cuba y llegaron finalmente a México en 1943, poco tiempo después
del asesinato de Trotsky. En cierta forma el caso de Vlady resulta simbólico para muchos exiliados cubanos hoy en
México, pues su exilio fue originado por el comunismo que lo sometió a
represión, persecución, privaciones y otros daños, pero persistió en su
identificación y simpatía por esa ideología contra toda lógica y explicación
racional.
Después
vino un primer exilio cubano, de origen antimachadista, con Julio Antonio
Mella, Teté Casuso, Porfirio “Piro” Pendás, Juan Marinello y otros. Después el
gran exilio republicano español (que tropezó aquí con una nutrida comunidad
española previa con la cual no siempre hubo relaciones cordiales, salvo
excepciones), luego la segunda oleada cubana, la originada por Batista (Pendás,
Marinello, Raimundo Lazo y ocasionalmente Nicolás Guillén y otros), y luego
comenzó la tercera oleada cubana, la originada por Castro, que a su vez se
subdivide en varias marejadas
sucesivas. El exilio cubano a partir de 1959 resulta excepcional por varios
motivos: primero, su prolongada duración, de hoy 60 años. Si tomamos 15 años la
duración de una generación, hoy ya son cuatro de ellas las que han tomado el
camino del exilio. Otra característica ha sido la relativa proximidad de sus
destinos de exilo: Estados Unidos, República Dominicana, Puerto Rico y México,
además de España y otros países.
El
cansancio del prolongado exilio y la tentación de la cercanía del paraíso
perdido, ha provocado que cada día se vayan abriendo grietas en la estructura
exiliar. Lo que primero fueron casos excepcionales y puntuales de excepción,
contadísimos y poco conocidos, luego indicaron la conveniencia de que se
convirtiera en una política de Estado, con los famosos “diálogos con la
comunidad cubana en el exterior”, acompañados por las famosas Brigadas “Antonio
Maceo”. A partir del derrumbe de la Unión Soviética, lo que era conveniente se
convirtió en urgente, por el peso económico que temía para la subsistencia del
régimen tiránico en la isla, que, utilizando su antigua y bien probada y eficaz
práctica de “dividir para vencer”, comenzó a segmentar el exilio, desde los
políticamente aceptables a los más irredimibles y pertinaces. Esto abrió una
profunda huella entre el llamado “exilio histórico” (que a su vez se divide al
menos en dos bandos: batistianos y
los otros, de pasado castrista o al
menos fidelista) y el “nuevo exilio”:
los hijos todavía nacidos en la isla y los nietos ya nacidos en otro país, que
mantienen sus lazos con la isla en función del respeto a sus ancestros, pero en
un drama que cada día les resulta más naturalmente ajeno, aunque se solidaricen
con sus mayores.
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Teté Casuso |
A
la luz de esta diversidad y la prolongación del conflicto, así como la
legislación sobre la emigración y el exilio ha evolucionado en la isla, también
debe proceder en reciprocidad la legislación norteamericana –principal fuente
de recibo y sustento de los exiliados- para adecuarse a las nuevas
circunstancias. No resulta legítimo, aunque pueda considerarse humanitariamente
explicable, que el exiliado goce de un status
privilegiado y de excepción cuando él mismo no asume su propia condición
exiliar. Esa distinción, además, constituye no sólo una piedra de escándalo,
sino que es motivo de fricciones y rechazos por parte de otras nacionalidades
que se ven excluidas de esa legislación especial y privilegiada, lo cual le
merma apoyo y credibilidad al exilio político cubano. Hoy el status migratorio debería estar
condicionado al tipo de exiliado que en cada caso se declare. Todas las
ventajas y prebendas y otras granjerías eximentes deben estar directamente
condicionadas a ello. No se puede reclamar el beneficio de una excepcionalidad
cuando al mismo tiempo se reniega de ella según la conveniencia y las
circunstancias: sencillamente, se es o no se es.
Estas
no fueron tan bien aceptadas como las anteriores, por la intensa propaganda del
régimen comunista de la isla y sus colaboradores y simpatizantes nacionales en
México y recibieron numerosas e intensas presiones para dejar México en los
años más duros de la desbandada, invitándolos e incitándolos a que abandonaran
el país para irse a Estados Unidos. La hospitalidad mexicana en esto no fue tan
efectiva, sobre todo en los gobiernos originados por el PRI que siempre se
presentó como un partido “amplio, pero de izquierda nacionalista”. Esto trajo
incluso problemas para gobiernos mexicanos como los de López Mateos y Díaz
Ordaz. Pero siempre México, desde 1959 hasta hoy (y algunos dicen que desde el
siglo XIX), ha manejado las relaciones con la Cuba de Castro como un comodín o moneda de cambio con los
sucesivos gobiernos de la Unión Americana. No hay que despreciar la
consideración de que la plaza mexicana, por su importancia continental y su
ubicación estratégica, siempre ha sido, pero especialmente en los años más
álgidos de la “guerra fría”, una plaza muy estratégica para el espionaje de
ambos bandos y han operado aquí las estaciones más importantes tanto de la CIA,
como el KGB y el G 2, y los gobiernos y autoridades mexicanas, con Luis
Echeverría Álvarez, Fernando Gutiérrez Barrios y muchos otros, han operado en
ese juego con ambivalencia un juego doble, al prestar servicio a distintos
organismos de inteligencia y espionaje, lo cual ha sido secundado también por
parte de la izquierda mexica y la derecha mexicana: Gilberto López y Rivas,
viejo militante comunista mexicano y fervoroso fanático de Castro lo ha
declarado al ser desclasificados documentos secretos del KGB en la antigua
Unión Soviética, y otros, desde el otro bando, como Manuel Calvillo, Elena
Garro y Emilio Uranga también jugaron papeles como informadores de la inteligencia
norteamericana.
México
recuperó su talente hospitalario, aunque vigilado y controlado, en la Constitución de 1917 y fue “tierra de
asilo”: fueron recibidos lo mismo los libaneses, que los armenios huyendo de su
shoah, los soviéticos frustrados por
Stalin como Trotsky, Víctor Serge y Vlady. Sin embargo, fueron levemente
restrictivos con los judíos en principio, antes de Pearl Harbor, cuando EEUU
entró en la guerra con el eje, al igual que en cuba –como cuenta la historia y
dos novelas recientes- y fue en cambio un caudillo dictatorial como Rafael
Leónidas Trujillo y otro venezolano como Marcos Pérez Jiménez, quienes abrieron
las puertas irrestrictamente… Los republicanos españoles derrotados, y luego,
en los sesenta, los sudamericanos de las dictaduras de derecha, chilenos,
uruguayos, argentinos, guatemaltecos (desde Jacobo Arbenz), peruanos,
brasileños, panameños, salvadoreños, que eran irónicamente recibidos por un
presidente como Echeverría que como servidor subalterno y como presidente
luego, había reprimido con mano dura los movimientos revolucionarios del 68 y
el 71. Parafraseando a Goya, “la política tiene motivos que la razón no
entiende” …
Si
el meritorio exilio intelectual español ha gozado en México, por ejemplo, de la
creación de una “Cátedra de Maestros del Exilio Español”, quisiera ver cuándo
en Estados Unidos, Europa o algún país iberoamericano, se crea una que lleve el
nombre de “Maestros del Exilio Cubano”. Habrá que sentarse cómodamente para
esperar, pero tarde o temprano llegará. Porque esta demanda es real y es justa.
Pero
en ese voluntario desconocimiento o “ninguneo” para expresarlo con un término
muy mexicano, ha pesado la larga mano de la dictadura castrista, que ha
movilizado recursos y agentes para demonizar a los exiliados y condenarlos a un
ostracismo silencioso y anónimo, pero que hoy se va quebrando poco a poco en la
misma medida que se desintegra el régimen dictatorial en la isla. México ha
sido, aún desde antes de 1959, un enclave muy importante para la estrategia y
la geopolítica castrista, por sus planes de dominio y expansión continental e
internacional. Y en especial el medio académico y periodístico ha tenido una
atención especial y generosa por parte de los ideólogos del poder en Cuba, que
han empleado medios diversos para cooptarlos, coartarlos, controlarlos y
utilizarlos en beneficio de sus manipulaciones. La “izquierda mexicana”
tradicionalmente –con contadísimas excepciones más recientes, como Carlos
Monsiváis- se ha plegado gustosamente a esta marginación y encapsulamiento de
los opositores cubanos democráticos en México, cumpliendo así una inclinación y
vocación natural y los servicios a una estrategia partidista ideológica.
El
régimen del Caudillo español fue mucho más benigno que el del Comandante
cubano: varios académicos españoles siguieron ocupando sus cátedras aún en el
exilio durante el franquismo, y continuaron perteneciendo a sus corporaciones
como la Real Academia Española y la Real Academia de la Historia y otras,
conservando sus escalafones y hasta contando sus ausencias forzadas como
asistencias, todo lo contrario de Cuba, donde fueron cuidadosamente
exterminados de las listas, borrados de los anales y pretendieron reescribir
una historia falsa sobre sus nombres y obras suprimidos.
Cualquier
medio profesional e intelectual no tangible –con esto me refiero a que sus
resultados no son de índole pecuniaria relevante ni otorgan extraordinario
poder- resulta altamente competitivo: lamentablemente son frecuentes las
descalificaciones, las zancadillas, los “ninguneos”, las descalificaciones
viscerales, los ataques ad personam
de gran virulencia, sin que esto reporte –como en el caso de los agresivos
agentes de bolsa o empresarios importantes- grandes beneficios económicos. En
el mundillo intelectual se discuten muchas veces minucias de vanidad, excesos
de egolatrías, susceptibilidades y rencores miserables. Pero la mezquindad,
diría yo, casi “normal” del medio, en el ambiente académico cubano es
especialmente mezquina y bajuna: siempre he vacilado en atribuir su causa a una
esencia política e ideológica, o si ésta es sólo el pretexto para una actitud
destructiva y excluyente. Es decir, no sé aún si quienes se dedican a tan
innobles pasiones sirven a su propia ideología enfermiza, o si sólo ésta es el
pretexto para expresar una condición personal tan deleznable y despreciable.
Esto
ha ocurrido especialmente en el territorio de la Historia y es casi normal que
sea así, pues se enfrentan dos visiones opuestas de la historia y especialmente
miserable ha sido en lo que se refiere al estudio de la obra y la figura de
José Martí. Aportes documentales de valor innegable realizados por
investigadores cubanos exiliados, han sido ignorados, desvirtuados,
descalificados o sencillamente silenciados, como los casos de Ángel Aparicio
Laurencio, Carlos Ripoll y Jorge Camacho, por citar sólo tres. Esto es
realmente lamentable y deprimente, pero además sumamente aburrido: los enviados
martianos oficiales de la isla suelen –no todos, hay contadas excepciones-
repetir el discurso oficial al pie de la letra, y resultan por tanto
predecibles: nunca osan emprender y asumir esa deliciosa aventura que los del
exilio conocemos apagando un precio muy alto, como es la de “pensar en
libertad”. Aquellos infelices repiten consignas, fórmulas, definiciones
taxativas –y algunas lavativas- con la puntual precisión de obedientes
autómatas. Por ejemplo, un tema tan plausible como la disposición de José Martí
para morir en un autosacrificio, tan sólidamente sustentada por sus propios
textos y el estudio de su personalidad, es airadamente rechazada por los
críticos oficialistas como si fuera un insulto personal a un miembro venerado
de su familia, y lo consideran una agresión del enemigo y casi una misión
destructiva secreta del imperialismo: absurdo.
Exilio nutrido y diverso
Empresarios,
artistas, profesionistas diversos, intelectuales, obreros especializados y
empleados cubanos, han enriquecido la vida mexicana en diversos renglones
durante los últimos 60 años. Sin embargo, no existe un estudio realizado en
México por ninguna institución pública o privada, que reconozca y estudie este
fenómeno, y se atreva a analizarlo y valorarlo.
Existen
sí, muchos estudios sobre los cubanos en México durante épocas anteriores,
especialmente el siglo XIX y la primera mitad del XX, pero al llegar a la fecha
de 1959 todo se detiene y enmudece. Hay obras realizadas por historiadores
mexicanos que estudian aspectos históricos, económicos, sociales, culturales y
políticos de las relaciones entre ambos países, pero ninguna se aplica al
estudio del exilio cubano en México asumiéndolo como tal, es decir, como una
emigración de origen político como rechazo a la dictadura castrista en la isla,
con varias oleadas.
Actualmente,
a todos los niveles, cuando se refiere a la presencia de numerosos cubanos en
México se habla de migración, pero se
evade el término exilio, incluso
oficialmente. Postura que discrepa radicalmente en lo referente a chilenos,
argentinos, uruguayos y otras nacionalidades latinoamericanas, desplazadas por
la situación política de sus países en épocas pasadas. En México, para los “intelectuales
biempensantes”, sólo han existido y existen los exilios provocados por
regímenes llamados “de derechas”: los originados por sistemas represivos “de
izquierdas”, simplemente no existen.
Cabe
destacar que desde 1959 el exilio político cubano en México -como en muchas
otras partes- fue cuidadosamente demonizado por una activa, efectiva y
constante campaña de descrédito, que quiso -y logró- identificar a todos los
desplazados insulares con el régimen político derrocado en Cuba a partir del 1
de enero de 1959: todos eran batistianos
y, además, sin juicio ni apelación posible, torturadores,
sicarios y ladrones, que “huían de la justicia revolucionaria”. Gran parte de
la prensa nacional y la casi totalidad de la intelectualidad mexicana (salvo
muy contadas excepciones), apoyó eso, y a pesar de la injuria y la injusticia
de la generalización, todavía no hay una disculpa expresa sobre esta
discriminación, excepto casos individuales muy aislados. México, que ya había
tenido su propia experiencia “revolucionaria”, ya sabía bastante en eso de
demonizar a los opositores, como ocurrió primero con los porfiristas y luego la
amplia gama de variantes caudillescas que se sucedieron anárquicamente en el
poder en el país.
Se
explica -pero no se entiende- que esta situación haya ocurrido cuando tomó el
poder el amplio movimiento social que desplazó las instituciones republicanas
cubanas, por la novedad y la simpatía que despertó internacionalmente en un
principio, y la intensa propaganda que realizaron tanto la prensa cubana como
mexicana, y también la norteamericana, a través de sus principales medios; pero
posteriormente, con los sucesivos “desencantos” que provocó lo que finalmente
se despojó de su máscara democrática y popular para convertirse en una
descarnada dictadura totalitaria de partido único y de líder solitario en el
poder, asombra que no haya ocasionado una revaloración y una rectificación
adecuadas.
Prominentes
figuras intelectuales de todas las épocas en México fueron variando su opinión
(cada una en su momento, no todas al unísono), ante lo que inicialmente fue la
llamada “revolución” cubana (Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan José Arreola,
Eraclio Zepeda, Carlos Monsiváis, Fernando Benítez, Juan de la Cabada, Héctor
Aguilar Camín, Jorge Castañeda y muchos más), los cuales se fueron escalonando
en la misma medida que la “revolución” fue tocando y agraviando aspectos
específicos y personales de cada uno de ellos, como por ejemplo la reacción de
Monsiváis, no contra los fusilamientos sin juicio a miles de víctimas, sino la
represión contra los homosexuales y el macabro engendro de las UMAPs. Varios
transitaron de sus ópticas y valoraciones personales e individuales hacia otras
más amplias y generales, pero partiendo de sus características específicas.
Hoy,
en realidad, sin tratar de minusvalorar, sólo figuras muy menores persisten en
apoyar la “revolución” y perseveran en una actitud totalmente irracional y
puramente visceral en su absurdo y fútil empeño de tratar de tapar el sol con
un dedo. Tal parece que con la repetición buscan suplir la carencia de
argumentos y su carencia de una ética elemental humanista. Figuras tan
prescindibles que ni vale la pena mencionarlas aquí, pero que se integran en
organizaciones grupusculares -vinculadas por supuesto con la embajada
castrista- se aferran, atraídas por la posibilidad de invitaciones, estancias
médicas, publicaciones y premios politizados de parte del régimen cubano,
contra toda lógica y razón, en negar las pruebas evidentes de la sistemática e
implacable represión cotidiana de la dictadura, su carácter brutal y
hereditario y el enorme atraso que ha significado para el país y su sufrido
pueblo, al que le niegan siquiera la auténtica solidaridad de la denuncia,
afiliados incondicionalmente a un gobierno represor que no querrían ni
aceptarían (en los mejores intencionados) para su propio país.
Pero
el mundo académico todavía es más retardatario y remiso a reconocer esto, y
calla u oculta ese exilio cubano en México, como parte quizá de una conciencia
negra que se rehúsa a reconocer su formidable error y hasta su criminal
complicidad. Posiblemente hoy, con el drama venezolano, las instituciones
mexicanas al parecer adopten progresivamente un cambio de actitud (por
supuesto, la evidente torpeza madurista no puede competir con la innegable
habilidad castrista), y quizá eso marque el comienzo de un cambio en su
tradicional política exterior, groseramente manipulado según las conveniencias,
embozada en la famosa “Doctrina Estrada” (1930), totalmente superada y rebasada
por el mundo actual, globalizado e interactuante. Paradójicamente, son las
autollamadas “izquierdas” mexicanas las que más se aferran a esta anacrónica
“doctrina” implantada y sostenida por los gobiernos del PRI más conservadores y
represivos, correspondientes a la etapa conocida como “Maximato” y la tenebrosa
figura de Plutarco Elías Calles, quien al promoverla buscaba obtener impunidad
para su represivo manejo de la política nacional. Antes predominó la “Doctrina
Tobar” (creada por el Canciller ecuatoriano Carolos R. Tobar, en 1906, que
defendía como prioridad condicionante la legalidad de origen de los gobiernos
latinoamericanos).
El exilio que nunca existió
Advertencia preliminar:
Por
lo pronto, estas páginas son apenas sólo un primer acercamiento al tema y
constituyen expresamente “apuntes provisionales”, por lo cual están sujetos
-necesitados y agradecidos- del enriquecimiento que pueda brindar el
intercambio de opiniones, la indagación de nuevos datos, y la imprescindible
confrontación de pareceres que seguramente lo ampliará.
No
se pretenda encontrar en estas páginas un análisis sociológico, ni un compendio
estadístico, o un enfoque filosófico ni ideológico del exilio cubano en México,
porque ese no puede ser ahora nuestro propósito y ni siquiera es nuestro
interés. Este es más bien reunir noticias, notas dispersas, sucesos, hechos,
documentos que faciliten en un futuro espero que cercano, se realice un estudio
científicamente riguroso que pueda elaborar conclusiones, líneas de reflexión y
especulaciones teóricas de mayores vuelos.
Etapas históricas
generales del exilio cubano en México:
Para
las condiciones específicas de la nación azteca y para poder medir mejor su
impacto, a diferencia de los Estados Unidos donde los periodos presidenciales
son de cuatro años, renovables una vez para un total de ocho con alternancia
frecuente de partidos republicano y demócrata, para las circunstancias de
México esto opera cada seis años, en los sexenios que de forma exclusiva
retuvieron los gobiernos del PRI desde su fundación en 1925 como Partido
Nacional Revolucionario hasta el año 2000. Así pues, esta periodización
requiere ajustes específicos particulares y responde a una cronología peculiar
distintiva. En México, a partir de 1959, y aún desde antes, ha habido ambos
tipos de cubanos: una emigración neutra, en el mejor de los casos, tibia y
hasta colaboracionista, con el régimen cubano imperante. Y otra, compuesta por
oleadas sucesivas y cada una con matices diferenciadores, que pueden agruparse
en períodos que propongo a continuación, conjugando no sólo sus orígenes
insulares sino las circunstancias concretas de la política mexicana con cada
mandato presidencial: 1959-1970; 1970-2000; 2000-2012, y en adelante.
La
década de 1959-1969 responde a una primera oleada de asilados de origen
netamente político, como exfuncionarios o personajes vinculados con el gobierno
de Fulgencio Batista, pero de inmediato se agregan otros provenientes de la
misma insurgencia triunfante. Corresponde a los períodos presidenciales de
Adolfo López Mateos (1958-1964)
y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Ambos mandatarios tenían fuertes convicciones
democráticas liberales, y especialmente el segundo rechazaba resuelta y
sinceramente el credo comunista. La actitud de ambos mandatarios ante el régimen
cubano fue de cierta relativa tolerancia, pero también de una sana distancia,
manteniéndose en una prudente expectativa. A finales de este período (1969)
ocurrió el affaire del diplomático
mexicano en La Habana, Humberto Carrillo Colón, acusado de ser agente de la CIA
por la Inteligencia cubana, imputación que nunca aceptó México. Aplicando por
una parte la “Doctrina Estrada” y por otra con una motivación más pragmática
–hasta se ha sugerido que por indicación de Washington- de ser el “puente”
entre el régimen castrista y el resto de las naciones latinoamericanas, comenzó
en esta época también el papel utilitario de la Cuba de Castro, como la carta
“comodín” de la política exterior azteca para las situaciones de conflicto con
la poderosa potencia vecina, con la que comparte una dilatada frontera.
Después,
entre los años 1970-2000 se produjo el “matrimonio por conveniencia” entre el
régimen priista y el cubano, que acordaron un “pacto de caballeros” donde uno
respetaba al otro, sin interferir en sus formas de gobierno, reforzando en el
caso mexicano la llamada “Doctrina Estrada” de “respeto a la soberanía y
autodeterminación de los pueblos”, principio nodal de la política exterior
mexicana priista, que sin embargo fue rota durante ese lapso en el caso del gobierno
militar chileno de Augusto Pinochet y en la intervención azteca en el conflicto
nicaragüense. Estos treinta años crearon un “estilo” de sólida colaboración
entre ambas cancillerías y gobiernos, de apoyo mutuo en los foros
internacionales y otras cuestiones estratégicas. Especialmente con el sexenio
de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), el primer mandatarios mexicano en
viajar a la Cuba castrista, y por interés político interno (para apaciguar y
quizá atraer a la izquierda mexicana, lastimada con los sucesos de Tlatelolco y
El Halconazo) y externo (para
reforzar el perfil “antiimperialista” como campeón del Tercer Mundo que quiso
proyectar Echeverría, con aspiraciones de ser Secretario General de la ONU,
aprovechando los rasgos de vanidad y egolatría muy destacados del carácter del
mandatario azteca), se impulsó un acercamiento “fraternal” con el régimen de
Castro, al que se llegó hasta obsequiar gran parte de los terrenos del
Conservatorio Nacional de Música para que se construyera la opulenta embajada
cubana que aún ocupa uno de los predios más valiosos de la capital mexicana en
la lujosa Avenida Presidente Massaryk. Se inició con Echeverría la costumbre de
llamar familiarmente a Fidel Castro como “El Comandante”, eludiendo así con una
irónica admiración reconocerlo como “El Presidente” (todavía Osvaldo Dorticós
Torrado ocupaba sólo testimonialmente esa posición) o el más distante
tratamiento de “Primer Ministro”. El de Polanco no fue el único presente
propiciatorio: al monumental predio se añadió poco después un yate de lujo, “El
Pájaro Azul”, expropiado a un notorio narcotraficante, que el mandatario azteca
obsequió graciosamente a su colega antillano.
La
entente cordial continuaría con su
relevo, José López Portillo (1976-1982), aunque matizada por la innegable
formación humanista y jurídica del dignatario, quien en su vista a la isla se
atrevió a declarar en la Plaza que “la Revolución cubana había alcanzado la justicia social y la Revolución mexicana
había logrado el respeto a la libertad”,
como un velado reproche y con algo de autocrítica conciliadora hacia su
anfitrión. Esta difícil fraternidad –donde competían dos egos superlativos- se
enturbió cuando por imperativos de la geopolítica mundial, López Portillo
(quien había sido su solícito anfitrión en mayo de 1979) se vio obligado a
“desinvitar” a su colega cubano al famoso “Diálogo Norte-Sur” (por presiones de
Ronald Reagan, que amenazó con no acudir al encuentro si asistía el cubano) dos
años después, en 1981, ofreciéndole como atenuante y desagravio un cálido
encuentro especial y privado en el balneario de Cancún y en el sitio de Tulum.
Termina la luna de miel:
El
noviazgo cubano-mexicano se enfrió un tanto con el apacible y algo indeciso
Miguel de La Madrid (1982-1988), el primer tecnócrata en el poder que decidió
recuperar al país de la profunda ruina en que lo había dejado la megalomaníaca
presidencia anterior con José López Portillo,, que extendió una invitación muy
especial a Castro para que asistiera a la toma de posesión de su sucesor (y respaldara
así los muy cuestionados resultados de las elecciones, que muchos adjudicaron
al izquierdista Cuauhtémoc Cárdenas) pero luego reverdeció con Carlos Salinas
de Gortari (1988-1992), quien muy hábilmente, al mismo tiempo que estrechaba
lazos con Estados Unidos (logrando el TLC o NAFTA), también complacía la visión
de una izquierda interna acentuando sus tratos con Castro y promoviendo las
inversiones mexicanas en la isla, de las que él mismo tomó parte; pero esto
comenzó a fracturarse con el mandatario siguiente, Ernesto Zedillo Ponce de
León, quizá el presidente mexicano de origen más netamente proletario de todos
(fue vendedor callejero de periódicos en su juventud), quien marcó un adusto y
severo “hasta aquí” a Castro, ocasionando el primer sobresalto en una dilatada
relación de mutuas complacencias, con el famoso incidente de “Mickey Mouse”,
que en realidad comenzó desde mucho antes con el discurso franco y luminoso de
Zedillo en la IX Cumbre Iberoamericana en La Habana (1999), donde cuestionó
directa y claramente uno de los dogmas del régimen castrista: “No puede haber
naciones soberanas sin hombres ni mujeres libres. Hombres y mujeres que puedan
ejercer cabalmente sus libertades: libertad de pensar y opinar, libertad de
actuar y de participar, libertad de disentir, libertad de escoger; esas
libertades solo se alcanzan en una democracia plena”.
Poco
antes de la Cumbre, Zedillo se había reunido en México con Carlos Alberto
Montaner, reavivando la molestia de Castro, quien lo consideró un gesto
agresivo, como cuando el propio Montaner y Carlos Más Canosa se reunieron en
1992 con el Presidente Salinas, por lo cual lo tachó de “ingrato”, al olvidar
el apoyo moral sustantivo que le prestó al asistir a su cuestionada toma de
posesión. Fidel Castro siempre se arrogó el derecho
de admisión no sólo para él sino para sus colegas latinoamericanos. Además
de prestar su “aureola revolucionaria” a los gobiernos del PRI, Castro prestó
otros servicios sustantivos a la llamada “dictadura perfecta” por Vargas Llosa,
reteniendo en Cuba, bajo el pretexto de “asilo político” a elementos
guerrilleros mexicanos por expresa solicitud de los gobernantes mexicanos, como
obsequió también a los gobiernos españoles con terroristas de la ETA y otras
facciones violentas. En cuba estaban no sólo “protegidos” sino también
“aislados y controlados”, bajo una vigilancia especial disfrazada de
hospitalidad caribeña. Esto se sumaba a la expresa disposición de Castro desde
1959, por deferencia hacia sus apoyadores priistas, de no promover, ni apoyar,
ni sostener guerrillas en México, a diferencia del resto del continente donde
no dudó en organizarlas, financiarlas, entrenarlas y asesorarlas.
El
dictador anfitrión tragó en seco, calló y se la guardó. Pocos días después
acusaba que, como parte de una indigna política vendida al imperio, “los niños
mexicanos conocían mejor a Mickey Mouse que a los héroes de la patria”. Esto
derivó en una cadena de tensiones que, entre otras acciones, logró por primera
vez en 40 años, que la Cancillería mexicana, a través de la Embajadora Emérita
Doña Rosario Green, recientemente fallecida, convocara a contactos y consultas
con una emigración política cubana exiliada en México, hasta entonces
cuidadosamente apartada de contactos oficiales, gesto que nos colmó de
esperanzas y buenos augurios de que algo al fin iba a cambiar.
Con
altibajos (más altos que bajos) y oscilaciones, la relación entre Castro y los
gobiernos del PRI compartieron como elemento estratégico el factor
antimperialista y especialmente antinorteamericano como un naipe del juego
político internacional, como contrapeso y coartada ideológica para un partido
que siempre quiso presentarse como auténticamente revolucionario y de izquierda
(incluso de izquierda más hacia la izquierda, dentro de la economía de mercado
con Echeverría, quizá para purgar pecados personales recientes como Tlatelolco
y El Halconazo). El tema cubano, para
México, no ha sido sólo un tema de política internacional (su papel como
“comodín” en la siempre compleja relación con los sucesivos gobiernos de EE.UU.
desde 1847 para acá) sino de política doméstica (un partido que se autotilia de
“izquierda” como el PRI, o de “centro-izquierda” más recientemente, pero
siempre fiel a su origen y pasado revolucionario, ha sido aprovechado POR AMBAS
PARTES para sus fines, propósitos e interese particulares) hasta muy cercana
fecha.
Esto
fue el vestíbulo para que el presidente siguiente, primero de la alternancia,
Vicente Fox Quesada, expresara una actitud aún más coherente con los principios
democráticos en su relación con Castro. Que llegó hasta el manipulado y muy mal
conocido “Comes y te vas”, frase que nunca
dijo Fox, pero que casi era el subtexto implícito de la difícil situación, como
reconoció su Canciller Jorge G. Castañeda, que vio reeditada en sus tiempos la
reticencia norteamericana que con Reagan enfrentó su padre, entonces en cargo
idéntico con López Portillo. Irónicamente, la situación se repitió, pero el
mundo de 2000 era muy diferente de 1981. Zedillo fue, a estos efectos, el
Gorbachov mexicano, y Fox devino en el Yeltsin azteca.
Sin
embargo, con el segundo gobierno panista, el de Felipe Calderón Hinojosa, hubo
señales contradictorias: por una parte, se acentuó la precisión de postulados
democráticos, pero por otro se suscribió un “Memorándum
de entendimiento para la migración regulada entre Cuba y México” que, a
pesar de sus presumibles buenas intenciones por parte de México, fue una
afilada cuchilla para el exilio cubano en estas tierras, pues incluía formal y
explícitamente, entre otras concesiones, el “intercambio de información” entre
los órganos de inteligencia de ambas naciones sobre los ciudadanos cubanos
residentes en México, lo cual fue, sin duda, una medida muy cuestionable del
gobierno calderonista, que contribuyó con cierto grado de complicidad, en la
vigilancia y control de los exiliados cubanos en el país, reforzando el temor
ante la “muy larga mano” de Castro aún más allá de sus fronteras.
Debe
tenerse muy presente que desde que Castro se inscribió en la órbita soviética
(y contando con el abundante y generoso sostenimiento de la nueva metrópoli)
cerró a cal y canto el país: de Cuba se salía para no regresar, y así se hacía
constar impúdica e implacablemente en los documentos de viaje: “Salida
definitiva del país”. Era un viaje sin regreso. Se suprimió el turismo
internacional (antaño una de las principales fuentes de ingresos del país) por
considerarlo oficialmente como un “vicio capitalista” fuente de todos las
lacras y deformaciones. El turismo sólo sería, muy reducido y selectivo, con
“los otros países socialistas”. Para viajar a Cuba se necesitaba imprescindiblemente
una invitación oficial, para el caso de los artistas e intelectuales, de la
UNEAC, la Casa de las Américas o del ICAP. Sólo las “organizaciones
revolucionarias” y el gobierno podían invitar extranjeros, y el control era
mucho más extremo y cuidadoso cuando venían de los odiados “países
capitalistas”, México entre ellos, aunque siempre con una consideración
“especial” en recuerdo al apoyo –tácito y expreso- a la “revolución cubana”.
La
realización en 1978 del IX Festival Mundial de las juventudes (antiguo evento
proselitista del comunismo internacional) en La Habana, primero, y luego la
gradual y muy controlada visita por “motivos de reunificación familiar” entre
los cubanos de la isla y sus parientes residentes en el exterior
(fundamentalmente Estados Unidos), fueron en primer lugar una política que
aparentemente buscaba ofrecer otro rostro de la “revolución cubana” pero
tampoco era desdeñable el ingreso económico que representaba –y sigue
representando- la “comunidad cubana en el exterior” (representados previamente
por los llamados “dialogueros”), hasta entonces oficialmente calificada como
“la gusanera”. Por cualquiera de los
motivos expuestos, la prohibición terminante de viajes al exterior comenzó a
fragmentarse siempre dentro del estricto control oficial y ya para la época
cuando Gorbachov, aparentando que iba a realizar un “proceso de apertura” a
semejanza de su hasta entonces patrocinador URSS, Castro empezó a tolerar
algunas salidas, siempre y cuando no implicaran gastos al Estado cubano y la persona
favorecida asumiera todos los costos, lo cual creó una contradicción flagrante:
los autorizados podían salir del país con una “invitación” pero debían adquirir
sus boletos –de ida y vuelta, para obtener
el permiso- pagándolo en monedas duras convertibles, cuando al mismo
tiempo la posesión y tenencia de “divisas” (dólares americanos
fundamentalmente) era fuertemente penada con cárcel y en manos de particulares.
Sin embargo, esas “cartas de invitación” fueron el codiciado y esperanzador
salvoconducto para escapar de la isla-cárcel por muchos agraciados, que
gestionaron así sus salidas.
Los
cubanos así beneficiados que arribaban a México contando con una beca obtenida
por concurso de oposición o en misiones “semioficiales” tenían un pasaporte
cubano de color rojo, oficial y debían de inmediato registrarse en la embajada
cubana y asumir, entre otras obligaciones, la de hacer guardias los fines de
semana en su sede. En algún momento se manejó la posibilidad además de “donar”
parte de sus ingresos como becarios para “contribuir a la causa de la
Revolución”. En esa época las oficinas del Instituto Nacional de Emigración se
encontraban aledañas al llamado Palacio Negro de Lecumberri (antigua cárcel
mexicana ya convertida en sede del Archivo General de la Nación) por el
apartado rumbo de San Lázaro, donde debían acudir cada seis meses (luego el
plazo se amplió a un año) para justificar su presencia en el país –como muchos
otros extranjeros- pero donde además contaban con la denigrante condición de
“nacionalidad controlada conflictiva”, junto con los palestinos y saharauis.
Perder la condición oficial (contrato empresarial, beca y otro) implicaba la
deportación inmediata del individuo. Además, los funcionarios mexicanos
entonces que aplicaban las leyes migratorias contaban con el recurso de la
“discrecionalidad” para acceder o no a la solicitud, pues la legislación
vigente los facultaba ampliamente. Esto ocasionó sistemáticos casos de
corrupción, cohecho y extorsión o, sencillamente, venganzas personales. Algún
cubano fue mandado encarcelar con amenaza de deportación por alguna funcionaria
migratoria que argumentó “no entender” lo que decía el nervioso cubano tratando
de explicarse, y prefirió asumir como graves ofensas personales algún vocablo
de ambigua significación entre ambos países. Este fue el caso del entonces
joven actor Mauricio Rentería, quien fue enviado a la Estación Migratoria
(cárcel provisional para extranjeros en trámite de expulsión) por el empleo del
vocablo “cuño”, que en México se utiliza más como “sello” y una funcionaria
quiso entender que la insultaba cuando con dicción algo tropelosa y nerviosa
por las circunstancias él le pedía le pusiera “un cuño” en sus papeles…
El
perfeccionamiento del Instituto Nacional de Migración, adscripto a la Secretaría
de Gobernación vino mucho después, así como la creación de la Comisión Nacional
de los Derechos Humanos (28 de enero de 1992 y con autonomía del Estado desde
el 13 de septiembre de 1999) y la apertura en México de una oficina de
representación de la ACNUR (1982), la Ley de Refugiados (2011) y sólo muy
recientemente, apenas en 2017, México califica como País de Refugio, pero esta
adopción es más como una respuesta política a la progresiva clausura de la
porosa frontera con los Estados Unidos, aunque se ha querido presentar
políticamente como una generosa concesión del Estado mexicano, preocupado por
los desvalidos migrantes que lo toman como territorio de paso.
A
mediados de los años 80 no se contaba con ninguna de estas instancias de
protección y salvaguardia. Y fueron muchos los cubanos en México que
recibieron, sin audiencia previa ni otro procedimiento, el aviso perentorio
para abandonar el país en el plazo de menos de 72 horas. Esto ocurrió con los
cubanos desde el temprano 1959, como señalan varios testimonios, hasta la
promulgación de la nueva Ley General de Población. Esta situación crítica para
los cubanos exiliados se hizo especialmente dura durante el ejercicio de los
funcionarios Fernando Gutiérrez Barrios y Patrocinio González Blanco Garrido al
frente de la Secretaría de Gobernación, cuando el mandato presidencial de
Salinas de Gortari.
Venían
con distintos propósitos expresos (becas, invitaciones, competencias
deportivas, etc.) y decidían quedarse en México, sabiendo que el regreso era
entonces, por severo e inapelable decreto oficial, imposible: se cortaba toda
posibilidad de concebir una visita al país de origen, y se pasaba a integrar
las filas de la “gusanera”. Su correspondencia con familiares -aun cuando no
estuvieran en el “Imperio” de EEUU- era vigilada y constituía un elemento en
contra para su promoción y desarrollo social. “Cartearse con el enemigo”
familiar, aunque estuviera en un país “amigo de la Revolución” como México, era
visto como algo sospechoso y punible, y se condicionaba poder trabajar en
ciertas instituciones y realizar estudios superiores (“gratuitos”) a no
sostener intercambio con “familiares en el extranjero”, incluso en México. Esto
comenzó a atenuarse -levemente- en 1979, con el inicio de los famosos y
frustrados “diálogos con la comunidad cubana en el exterior”, que procedieron
no sólo de EEUU sino de comunidades cubanas en otros países, como México.
Una
primera dificultad para aceptar, reconocer y estudiar el exilio cubano en
México, estriba en la circunstancia que este tema ha sido cuidadosamente
orillado por otros investigadores, y por tanto se carece de una bibliografía
nutrida para referenciar. Varios investigadores mexicanos han estudiado con
profundidad la migración cubana en México desde el siglo XVI, pero cuando topan
con la fecha de 1959 se detienen súbitamente.
Pero
esto es común no sólo a especialistas mexicanos, sino cubanos y de otras
nacionalidades. Es un tema tabú, que puede ocasionar problemas diversos por
enfrentar a un sector de la academia comprometido con “lo políticamente
correcto”, y que asigna con exclusividad el carácter de exilio político sólo a
los migrantes con posiciones “de izquierda”. Y es que más que un fenómeno
externo de relaciones internacionales, el caso cubano se asume y considera como
un problema doméstico, no sólo por la cercanía geográfica, sino por la activa
presencia de una “izquierda” que se pone al servicio del régimen castrista, sin
ocultarlo, así como el de otros gobiernos progresistas.
Una
muestra poderosa de la permisibilidad y tolerancia hasta cómplice que ha
obtenido este sector de izquierda –que siempre se declara perseguido y acosado-
es que aunque la Constitución Política de
los Estados Unidos Mexicanos (vigente desde 1917, con modificaciones)
incluye el delito de traición a la patria por prestar servicios y recibir pagos
por ellos a un gobierno extranjero, y hasta lo pena severamente, un notorio
político de esa izquierda como Gilberto López y Rivas, ha declarado
orgullosamente su condición de antiguo espía a favor de la extinta Unión
Soviética” al resultar reveladas las pruebas que lo comprobaban en los archivos
desclasificados de la antigua KGB, según se reseñó en la revista Proceso (Nº 2144, 8 de abril, 2000).
Hasta la fecha no le ha pasado absolutamente nada y además ha ocupado varios
altos cargos en partidos de izquierda en México y en el servicio público. En
cambio, otros mexicanos sospechosos de vínculos con la CIA, han sido cuidadosa
e implacablemente satanizados, perseguidos y pulverizados, como Elena Garro, Manuel
Calvillo y otros más. El diplomático mexicano Humberto Carrillo y Colón (1934)
que hoy disfruta tranquilamente de su retiro, después de muchas décadas
dedicado al periodismo, fue acusado en 1969 por el gobierno cubano de
espionaje, sin pruebas indubitables, las cuales ripostó puntualmente, como
represalia de Castro por la expulsión de un diplomático cubano en México
sorprendido con una gran cantidad de dinero y de armas para apoyar las
guerrillas centroamericanas unos meses antes.
En
el ámbito latinoamericano esto ha sido muy evidente y se ha contribuido a
construir una imagen políticamente útil para reforzar el desempeño de esos
exiliados, pero ha excluido implacablemente a los exiliados insulares que se ha
osado calificar como “de derecha”, como los cubanos a partir de 1959, olvidando
(o queriendo ocultar) que muchos de esos desterrados fueron de izquierda,
antes, durante y después de los acontecimientos que culminaron en la isla en
1959 y años inmediatos siguientes, cuando el “proceso revolucionario” (ya no la
“revolución libertadora” contra Batista) se “radicalizó”, es decir, abjuró por
la voluntad y la decisión de su “máximo líder” de sus anteriormente expresados
y promovidos principios democráticos y se convirtió, bajo la fachada de un
“sistema socialista marxista-leninista”, en una descarnada dictadura personal,
y ahora familiar, una anacrónica teocracia militar del siglo XXI donde conviven
rasgos tan reaccionarios, anti modernos y de derecha como los del feudalismo,
el esclavismo y el totalitarismo. Los que siendo participantes de ese
“proceso”, ya como actores protagónicos y simples actores que se distanciaron u
opusieron al desarrollo de los acontecimientos, han sido fácil y e injustamente
calificados como “de derecha”, reaccionarios y, muy comúnmente, “gusanos”,
“apátridas”, “desertores”, “contrarrevolucionarios” y “pro yanquis”, olvidando
y ocultando que han sido precisamente los dueños del poder en la isla los que
han sido más antipatrióticos al arrastrarse vilmente ante otros países como la
URSS, Venezuela y ahora, en tiempos de Obama, increíblemente, EEUU, y con su
necia actitud de oponerse a los cambios necesarios que reclama a gritos el
pueblo cubano, han resultado los verdaderos contrarrevolucionarios, desertando
de sus ideales antes publicitados y ahora, a través de una gerontocracia
militar entregan la isla precisamente al odiado capital norteamericano.