Entre las innumerables conmemoraciones y eventos, bien descarrilados o forzados a la posposición por causa de la pandemia del virus de Wuhan, cuyos estragos enfrentamos, ha debido aplazarse la celebración de numerosos programas relacionados con la conmemoración del cuarenta aniversario del “fenómeno” Mariel.
Entre las actividades previstas podríamos citar el lanzamiento del Dossier Carlos Victoria, a cargo de las Ediciones La gota de agua, que será presentado en fecha aún no determinada durante “Los viernes de tertulia” que conduce el escritor, poeta y periodista Luis de la Paz en la sede del ballet de Miami; la puesta en escena de la obra “¡Sin quejas ni lamentaciones!” de Rolando Morelli, autor de estas líneas, en el “American Museum of the Cuban Diaspora”, también en Miami, y varias lecturas de poemas y relatos en el mismo escenario miamense.
Es natural que todas estas celebraciones coincidan en un mismo ámbito, puesto que en él residen el mayor número de cubanos del exilio, entre ellos, muchos de los llamados “marielitos” de ayer. Por iguales o parecidas causas, me parece, cuando se habla de los sucesos del Mariel en su origen, las referencias a lo ocurrido se constriñen a la capital de Cuba, donde concurren como en un embudo todos los puntos de la geografía nacional. Afirmar esto es reconocer un hecho no demasiado nuevo, pero “ignorado” en su significación.
Ya en mi temprana juventud decíamos sin reparar mientes en la implicación del fenómeno: “todo lo que no es La Habana es césped” a lo que algunos agregaban “sin recortar”. Posiblemente hubiera otras variantes de esta declaración. En fin, que nuestra capital terminaría por “no aguantar más” y reventar por las costuras. En realidad, mucho antes de que Juan Formell se hiciera eco del fenómeno, ya la ciudad de La Habana había llegado a un tope de superpoblación en el que mucha gente no tenía donde vivir, y se las arreglaba peor que otros a quienes la categoría de estar mal les quedaba corta. Los orientales no eran todavía “los palestinos” que llegarían a ser menos de una década después, pero eran ya los pre-apestados “invasores” que “se querían coger la Habana para ellos solos”, expresión ésta que circulaba entonces, como se afianzó decir después y ha sido moneda de cambio de las autoridades para justificar el decreto por el cual a los no nacidos en La Habana, salvo excepciones conocidas y otras toleradas por los mismos, no se les permite residir en la capital.
Observo que, en mi condición de “provinciano”, nunca conseguí establecerme en La Habana por más gestiones que hice, y debí conformarme con verdaderas escapadas de fines de semana y durante períodos vacacionales en los que, generalmente, me hospedaba con parientes, amigos cercanos nacidos y residentes en la capital, o en hoteluchos de mala muerte, como el desaparecido San Carlos, que no estaban en capacidad de alojar viajeros internacionales. Aun así, era preciso disponer de alguna “justificación” que se estimara legítima para ocupar una habitación de esta categoría ínfima, y las visitas a las casas de parientes o amigos, eran fiscalizadas abierta o encubiertamente por los Comités de Defensa de la Revolución”.
¿Quiénes éramos? ¿Qué buscábamos o hacíamos en la capital? ¿Qué relación nos unía a nuestros anfitriones? Las interrogantes lo mismo se dirigían a quienes nos alojaban como a nosotros mismos. Vivíamos la asfixia, pero creíamos respirar. Algunos de estos procedimientos se nos antojaban incluso algo “normal”. ¡La Habana era después de todo La Habana! El interior del país era aún peor. La camisa de fuerza menos disimulada. Sí, Cuba era dos repúblicas o muchas a la vez. Y no es lo mismo la capital que el interior. En esencia esto no ha cambiado.
Es mucho más fácil represaliar y oprimir con absoluta impunidad a la población que no cuenta con la atención de posibles ojos y oídos de cuerpos diplomáticos e incluso de algún visitante extranjero. La capital es la cabeza del país (algo más parecido a una cabeza olmeca que a una cabeza de tamaño natural) sostenida sobre un cuerpecito de alfeñique al que se le propinan toda suerte de palizas. Un cuerpo lleno de mataduras, al que se azota para que no se eche al suelo.
Muchos de quienes salieron por el Mariel, procedían del interior del país, bien porque se hubiesen asentado antes del Decreto-Ley que vino después, bien porque se arriesgaron a hacer antes que la del Mariel-Cayo Hueso, la travesía terrible que en muchos casos fue llegar de sus respectivas provincias a La Habana. Poco se ha hablado, creo, de esos desplazamientos y de la suerte corrida en muchos casos por quienes se jugaron todo al albur de la suerte para llegar, antes a La Habana, y después, al exilio.
Durante una visita que hice a mis padres, dieciséis años después de haber salido (cuando me lo permitió el estado cubano apremiado por la necesidad de divisas) se me acercó una señora a quien conocía, a preguntarme ansiosamente por el destino de su hijo —dando por sentado que yo podría saberlo— que había sido detenido en mayo de 1980 antes de llegar a La Habana por las autoridades castristas, devuelto a su residencia donde lo esperaban ya hordas de supuestos vecinos y otros indignados pobladores para propinarle un acto de repudio, el cual había desaparecido finalmente sin dejar rastro, luego de un segundo intento de “deserción” de su parte. El “delito” cometido por esta persona, que había merecido el primer acto de repudio sufrido por él y su familia, se resumía en haberse “marchado subrepticiamente” en dirección a la capital para escapar de Cuba, cuando ninguno lo esperaría de él “un muerto de hambre” según decían, que “debería estarle agradecido a la Revolución y a Fidel por haberlo hecho persona”. Luego del primer “acto de repudio”, (siempre orquestados por el estado cubano) otros le sucedieron contra la residencia del individuo que vivía con su familia, de manera que una madrugada éste se arriesgó a salir a escondidas e intentar nuevamente llegar a La Habana, donde con mejor suerte se presentaría en uno de los lugares conocidos de “recogida de la escoria”. Lo que ocurrió durante este segundo intento, nadie lo sabe, o tal vez lo sepan algunos que no lo han declarado nunca a la señora, que vivía aún hace unos años, y aún procuraba saberlo.
Esta anécdota es sólo una muestra de lo que ocurría al interior de Cuba por esos días del año 1980.
Algún que otro recuento del Mariel corresponde a personas al interior de Cuba, como el que procede de Guillermo Hernández, en su libro Memorias de un joven que nació en enero (Editorial Persona, ed. Yara González Montes y Matías Montes Huidobro, 1991). Guillermo era natural de Santa Clara. Entre los años 1975 y 1979 cursó estudios en la “Escuela de Letras” de la Universidad de La Habana, y al tiempo que enseñaba literatura en una escuela secundaria de la propia ciudad, matriculó la carrera de derecho. Algo en él se iba manifestando cada vez más pronunciada y abiertamente contra la opresión reinante, realización ésta que lo que lo había llevado en primer lugar a matricular derecho, en un acto “de ingenuidad jurídica”, según afirmación que le oí alguna vez.
Según su testimonio gráfico no logró concluir la carrera de abogado que se había propuesto terminar, pues fue expulsado de la Universidad de La Habana, la noche del 24 de febrero de 1980 en medio de una reunión convocada aparentemente con otro propósito, en realidad con la intención de expulsarlos a él y a un número de otros estudiantes integrados a las “Facultades de Letras y Leyes” respectivamente, acusados del crimen de “diversionismo ideológico”.
En testimonio personal a este autor, Guillermo resaltaba la nocturnidad y alevosía de la encerrona. Expulsados él y sus compañeros de infortunio ante una asamblea vociferante y amenazadora, les fue informado que las autoridades “competentes” ya habían sido notificadas de la separación académica, a fin de que se tomaran otras medidas pertinentes.
Por la misma causa, Guillermo quedó cesante en su empleo como profesor de enseñanza secundaria. Sin otras avenidas por delante de él, regresó a la casa de sus padres en Villa Clara, donde estos lo aguardaban ansiosamente. Temeroso de que le fuera aplicada de un momento a otro la imprevisible “Ley contra la peligrosidad” (suerte de espada de Damocles pendiente sobre la cabeza de cualquiera), o la llamada “ley contra la vagancia” por hallarse desempleado, se mantuvo en su casa, vigilado de cerca por la Seguridad del Estado e incapacitado para continuar una vida más o menos normal. Naturalmente, cuando en los primeros días de abril de ese mismo año llegaron hasta él, en un oscuro rincón de provincias, las noticias de lo ocurrido en la Embajada del Perú y el consiguiente éxodo del Mariel, contempló de inmediato y manifestó eventualmente su intención de acogerse a esa válvula liberadora.
El procedimiento para acceder a esta espita milagrosa, sin embargo, no era simple cuestión de trámite. Después de informar, según se requería, al Comité de Defensa de la Revolución de su intención de sumarse al éxodo, aguardó a que le fuera autorizado emprender la tramitación correspondiente. A la espera de una respuesta se hallaba al interior de su casa, cuando la noche del nueve de mayo se presentó una turba de individuos armados con varillas de acero (cabillas), machetes y toda clase de instrumentos persuasivos, queriendo derribar puertas y ventanas del inmueble. Caídos en la cuenta de lo que aquello significaba, los ocupantes se precipitaron a reforzar desde dentro las posibles entradas, con tablas, muebles y cuanto obstáculo fuera concebible anteponerles. Guillermo contó alguna vez, con extremo de detalles, lo que sufrieron él y sus padres y hermano durante el tiempo que se prolongó el encierro ante la indiferencia de la policía local, a la que acudieron en algún momento propicio, en busca de protección. “Ellos nada podían hacer ni querían hacer para protegerlos de nada”, fue la respuesta. “La indignación del pueblo revolucionario contra los traidores y apátridas como ellos” no iba a ser contenida por las fuerzas del orden revolucionario.
El testimonio de lo sucedido con posterioridad, en el que no abundaré aquí, da cuenta de una paliza sufrida por el propio Guillermo, su padre y su hermano, forzados a procurar “una baja de empleo” como prerrequisito para emprender el trámite formal de salida del país, y la retención posterior de tres largos años sufrida por ambos padres con posterioridad a la salida del propio Guillermo y su hermano por el puerto del Mariel.
En un par de ocasiones intercambiamos notas Guillermo y yo sobre nuestros respectivos avatares que nos condujeron de las provincias respectivas en las que por entonces residíamos, a la capital, y de allí a Cayo Hueso. No me extenderé aquí en el relato de mis propias experiencias, sin embargo, mencionaré de pasada otro testimonio “de provincias” que recoge, con el trazo escueto característico de su escritura, la ferocidad de los “actos de repudio” durante los días “del Mariel”. Se trata del testimonio que corresponde a mi coterráneo y colega, el escritor Carlos Victoria, por entonces residente en la ciudad de Camagüey, que se recoge en el número conmemorativo del éxodo, de que hablé al comienzo. He aquí un brevísimo resumen de ese testimonio:
“(…) Ver a Cuba metida en esa fiebre donde se desataron los instintos más bajos (…); ver por primera vez la posibilidad real de una fuga, de iniciar una vida que se pareciera a lo que yo vagamente entendía que debía serlo, me despertó un instinto que tenía por muerto. El instinto del cambio. Tal vez el más riesgoso y el más preciado de todos los instintos. (…) Hoy recuerdo solamente detalles de aquellos días enloquecidos. Hay cosas que uno olvida, también por instinto. Y han transcurrido (muchos) años.
Recuerdo, como en una neblina, los actos de repudio, con sus golpizas y sus escupitajos (mi madre recibió uno en la mejilla), sus huevos y sus piedras lanzados con furor. (…) La violencia mezclada con la farsa.”
El verdadero perfil de esos días de abril a junio de 1980, no se concibe de manera integral si no se incorporan al registro existente incontables testimonios que corresponden a lo ocurrido en ciudades capitales de provincia y ciudades, pueblos y villorios del interior del país, esa Cuba profunda que si desemboca en nuestra capital es sólo por un cuentagotas cuyo contenido se vierte en la boca de un embudo. Si nuestra querida Habana es un horror sin cuento, el interior de Cuba ha sido desde hace mucho tiempo “el horror mismo” de un sistema que busca lavarse el rostro de cara a la galería internacional, siempre “sin salir del asfalto”.