Por Francisco García González
1961. El comandante Ernesto Guevara, flamante ministro de industrias, tiene ante sí una tarea titánica: unificar la planificación y ejecución del desarrollo industrial de la isla. Ernesto Guevara ha tenido un ascenso meteórico en la escala revolucionaria establecida por Fidel Castro. De capitán y médico de la fuerza expedicionaria ha pasado por las encomiendas de comandante de columna, fusilador de La Cabaña y presidente del Banco Nacional, hasta ser investido con el cargo de ministro.
En calidad más de procónsul del comandante en jefe en predios industriales que de ministro, es el actor principal en la organización del funeral de la industria nacional y de su economía, tarea a la que se dará con la tenacidad que le caracteriza. Las consecuencias de su labor llegan hasta el día de hoy. A fin de cuentas, sólo los médicos firman certificados de defunción.
El hombre a cargo del MINDUS se dirige a los directivos y obreros de la Textilera Ariguanabo, ubicada en Cayo de la Rosa, justo a escasos kilómetros de Bauta en dirección a San Antonio de los Baños. El procónsul está molesto. Es una vergüenza que en el parqueo haya tantos autos. Sus dueños ostentan su estatus de explotadores y poseedores de medios adquiridos a costa del trabajo obrero. Alguien se acerca y le dice con disimulo que los autos no pertenecen a ningún capitalista despiadado, sino que son propiedad de los trabajadores.
No es difícil imaginarse el efecto que la inoportuna aclaración provocó en el ministro Made in Argentina. Su pensamiento –curtido en la espiral de destrucción revolucionaria de la que era uno de sus protagonistas–, debió haber sido algo así como: “¿Que los trabajadores son los dueños? Pues esperen y verán”.
La anécdota la escuché muchísimas veces. Jamás me tomé el trabajo de verificarla era demasiado buena para someterla al rigor de los hechos. Y aunque los hechos alternativos no existen, encajaba con la personalidad del procónsul. Sin embargo, son ciertas sus frecuentes visitas a la Textilera. Allí ejecutó alguna que otra vez uno de sus performances favoritos de aquellos años: participar en trabajos voluntarios los fines de semana. El trabajo voluntario, o domingo rojo, consiste en un viático mediante el cual el socialismo se propone reparar, a través de estos momentos de resurrección, los descalabros productivos y económicos ocurridos durante el resto de la semana. El recurso, por absurdo que parezca, aún se mantiene con vida. Lo continúa haciendo el actual presidente poseído por el más acendrado espíritu guevariano. Una posesión que, si no aporta nada en términos de desarrollo económico y de satisfacción de las necesidades crecientes de la población, está a prueba de exorcismos.
En 1961 la Textilera Ariguanabo aún conservaba huellas de su anterior esplendor. Este desempeño alcanzado antes de que el ministro-comandante organizara, calculara y planificara su enterramiento, se expresaba en sus rendimientos y en la prosperidad de la que gozaban sus trabajadores. La exitosa actividad de la fábrica resume un gran capítulo de la vida de otro hombre muy disímil al diligente ministro de industrias. Vale destacar que ambos se consumieron en pasiones simétricas. Uno hizo lo inalcanzable por el desarrollo de la industria cubana. El otro hizo exactamente lo mismo por destruirla. Ambos fueron exitosos en su empeño. Ambos eran extranjeros, emprendedor e industrioso uno, sociópata y revolucionario profesional el otro. Ambos se convirtieron en ciudadanos cubanos. Sendos restos descansan en Cuba. Uno en un panteón de arquitectura moderna, franja monumentos, cementerio de Colón, La Habana. En un mausoleo en Santa Clara, el otro. Mientras el panteón de Hedges es una oda a la síntesis del modernismo arquitectónico, el mausoleo del condotiero es burda ejecutoria del más desencadenado kitsch revolucionario.
William Dayton Hedges, nacido en Long Island, New York, en 1884, arribó a Cuba en 1919. Ese año compró el acueducto y la planta eléctrica de San Antonio de los Baños, vendidos después a la Compañía Cubana de Electricidad. Luego, en 1927, adquirió una finca en Cayo de la Rosa y, para 1931, inauguró la Compañía Textilera Ariguanabo S.A., firma que con los años llegó a ser la más grande y productiva de América Latina, considerada, además, la mayor industria no azucarera del país y la más importante de sus empresas en Cuba.
Dayton Hedges también era propietario de la Rayonera de Matanzas, del pequeño aeropuerto particular en el Cayo de la Rosa y de una villa de recreo a la salida de Bauta a un costado de la carretera central hacia el oeste en el tramo de Bauta a Caimito.
Fue el empresario, nacionalizado cubano, quien introdujo en Cuba la licencia por concepto de maternidad. Esta reglamentación fue recogida en el proyecto constitucional de finales de los años treinta y pasó a formar parte del cuerpo de leyes que conformaron la Constitución de 1940.
Para esta fecha la Textilera daba empleo a la población de los alrededores: Bauta, San Antonio de los Baños, Caimito, Playa Baracoa, Punta Brava, Arroyo Arenas.
Dayton Hedges falleció en 1957. La muerte lo libró de asistir a las exequias de su emporio. Sus hijos sí lo vieron. No solo fueron testigos de la expropiación del patrimonio familiar. En el caso de Burke Hedges, embajador del gobierno de Batista en Brasil al triunfo de la revolución, jamás se le permitió regresar a Cuba. Sus cartas de petición al nuevo gobierno se recogen en las famosas ediciones de la revista Bohemia de enero de 1959. El pobre Burke, como su padre y el condotiero Guevara, también se sentía cubano.
El ensañamiento del ministro de industrias con Bauta no se reduce a su pelea argentina contra los demonios del empresariado capitalista. En plena asunción de su cargo la emprende contra el comandante Bernabé Ordaz, designado a las funciones de siquiatra en jefe. El pecado del loquero había sido realizar una tirada exagerada del primer número de la revista de la Sociedad Cubana de Siquiatría. ¿Para qué un país tan pequeño necesitaba de tantos ejemplares de la revista de marras? A ese paso el doctor Ordaz acabaría con las reservas de papel con que contaba el país en un santiamén. ¿Temía el sociópata ministro que en algún momento Ordaz vinera por él? No lo creo. Simplemente era el comunista que bullía en él. La carta de reproche contra Ordaz existe. La leí en una ocasión.
En mi adolescencia, durante los finales de los setenta y comienzo de los ochenta, mientras estudiaba en ESBECs e IPUECs, construidos en los campos de cítricos alrededor de Caimito, Ceiba del Agua, Vereda Nueva y Rancho Grande, fue que tuve mi primer contacto con los gusanos procedentes de Bauta. El gusano, término utilizado por Adolf Hitler y Fidel Castro para denostar a sus enemigos políticos y de cualquier índole, mostraba una densidad poblacional para nada despreciable entre mis compañeros de estudios en aquellos infiernos de inspiración martiana –siempre el fantasma del Apóstol presto a echarle una mano al comandante en jefe– etiquetados por Silvio Rodríguez con un lenguaje fascista de lo más ramplón como “la nueva escuela, cuna de la nueva raza”. Sólo con el tiempo entendí la relación entre cantidad de gusanos y Dayton Hedges.
El hecho de existir en el poblado una cantidad de obreros de la Textilera nada despreciable, trabajadores que gozaban de los beneficios de ser empleados de una próspera industria marcó la actitud de los bautenses desde el comienzo de la revolución. La respuesta por parte de este sector de obreros de cuello blanco a los cambios revolucionarios fue inmediata: la estampida de miles de personas hacia los Estados Unidos. Cuando era estudiante de los centros mencionados, la gente decía que Bauta era el pueblo con más alto índice de emigrantes hacia los Estados Unidos, léase Miami, per cápita del país. No sé de dónde sacarían la información. Sabemos que en Cuba los datos estadísticos que puedan ser incómodos para el poder permanecen ocultos. O ser tan engañosos como si vinieran de la chistera de un mago.
Cierto o no, muchos de los bautenses que conocí en aquel tiempo tenían familiares en los Estados Unidos. O en Miami. O en “la comunidad” como se comenzó a llamar en tiempos de la presidencia de Jimmy Carter al lugar a donde los bautenses, junto a cientos de miles de cubanos, habían fijado residencia.
Era en gran parte el legado de Dayton Hedges. Trabajar para sí a la vez que se crea riqueza estaba en parte del ADN de los habitantes del poblado. No es otro que el americano del Cayo quien prefigura cierto ser bautense caracterizado por un tenaz espíritu de empresa que aún sobrevive. Su presencia en esta peculiar genealogía es innegable.
¿Qué hacía diferente a los bautenses del resto de aquellos becados, incluyendo gente de El Vedado o Miramar, que habían ido a parar a los campos de Caimito?
El bautense definía al típico y exótico pepillo de los tiempos que corrían. A estos los caracterizaba, aparte del atuendo (pantalones a la cadera, pelo largo escondido detrás de las orejas para evadir la férrea disciplina escolar), el gusto por la música americana, etiqueta que incluía a cualquier música en inglés. Ellos conocían todas las bandas famosas de la época, el nombre de cada uno de sus integrantes, se aprendían las letras de sus canciones, en ¡INGLÉS!, que era mucho decir. Seguían los hit parades anuales de varias estaciones de la Florida. Escribían los nombres de sus grupos favoritos en las taquillas, camisas de trabajo, en las libretas de clases. Dibujaban por todas partes los signos que identificaban a bandas como Led Zeppelin. Copiaban en sus cuadernos las letras favoritas de las canciones de sus ídolos favoritos. Led Zeppelin. Rolling Stone. Deep Purple. Rare Earth. Kansas. Chicago. Knack. Electric Light Orchestra.
Los pepillos de Bauta conocían de marcas y de sus escalas de calidad. Fue por ellos que supe de la existencia de equipos electrónicos y cassettes Phillips, Sanyo, Sony, TDK. De pantalones Lois, Lee, Levis Strauss. Y no solo conocían las marcas, sino que además las consumían gracias a los envíos de sus familiares en los Estados Unidos.
Los fines de semanas, durante el pase, los pepillos se iban a las fiestas. Ya lo he dicho en otros textos: las fiestas de pepillos en Bauta eran míticas. Al pueblo bajaba gente de los alrededores y de La Habana. En esas fiestas sólo se escuchaba música americana con la que se bailaba “la onda”. Esta música se alternaba con música romántica de los prohibidos Roberto Carlos o Camilo Sesto. Música cubana jamás, no importaba que agrupaciones como Irakere o Los Van Van estuvieran marcando una pauta en la música popular. En tierra de pepillos y gusanos, solo valían Led Zeppelin y demás.
Téngase en cuenta el contexto en que todo esto sucedía. Segunda mitad de los setenta y comienzos de los ochenta. La fragua en que se cocía el hombre nuevo trabajaba a toda marcha. Aunque sus resultados dejaran mucho que desear. La sombra del quinquenio gris se extendía, no sólo a la cultura, sino a cada esfera de la vida cotidiana. El sistema represivo que operaba los designios culturales de la industria que fabricaba al hombre nuevo, había prohibido muchísima de esta música en inglés, esta nada más se podía escuchar en fiestas particulares o en otros lugares como las playas, por ejemplo. En la costa brava de El Salado y Baracoa siempre había pepillos bautenses, ¿de dónde sino?, escuchando las estaciones americanas en radios soviéticos Selena. La relativa cercanía del norte, la brisa, o lo que fuera, permitía que las estaciones del enemigo, la W o la Key West, se escucharan igual que las nacionales Radio Reloj o Radio Rebelde.
Las fiestas se hacían en las casas. Se ponía música y la gente bailaba en la calle y las aceras. De la música se encargaban personajes que poseían grabadoras y bafles y que disponía de una nutrida colección de casetes. Asistir a una fiesta en la que la música estaba a cargo del Conejo, por ejemplo, era la epifanía traducida en la experiencia de someter el cuerpo a las estridencias de voces agudas, punteos de guitarras, solos de batería.
La necesidad de mano de obra que aquejaba al sistema de agricultura socialista impuesto por Fidel Castro era acuciante. De ahí que Cuba se llenara de las mencionadas escuelas. El uso gratuito de la mano de obra infantil, como todos los planes y puesta en prácticas de las ideas del comandante en jefe, a largo plazo resultó un fracaso. Pero mirándolo a distancia, volviendo a las escuelas en el campo de mi adolescencia, creo que lo más cercano en la consecución del hombre nuevo eran los becarios de Alamar que invadieron el municipio para trabajar en el plan citrícola de Ceiba del Agua.
ESBEC Jorge Dimitrov. 1977. Los jóvenes de Alamar, futuro ghost town, desplegaban ante nosotros, guajiros de Bauta y Caimito, las ventajas de vivir en una comunidad cerca de la capital. Pero eso no amilanaba a los bautenses. Caminábamos por las mañanas a través de caminos y yerbazales empapados de rocío, abriéndonos paso entre el tibisí y el guizazo como en una novela de Reinaldo Arenas, hacia las fincas de Palomino o Cuéllar a trabajar en los campos de naranja o mandarina. El trabajo que nos aguardaba podía ser abonar las matas de cítrico con excremento de gallina. Sí, lo que acaban de leer, lo digo en serio. Entonces, comenzaba la trifulca verbal entre pepillos de Bauta y guapos de Alamar.
Los habitantes del futuro ghost town intentaban humillar a sus rivales exhibiendo cada una de las ventajas de vivir en un lugar urbanizado a media hora del Capitolio. En su haber [A su favor] disponían de una fábrica de sorbetos. De una playa, la Playa de los Rusos –puede imaginarse el efecto causado por la palabra ruso en un bautense–. De viajar hacia La Habana con rapidez. De un cine en el cual veían las películas de estreno antes de que viajaran hacia el interior y a los pueblos de campo, lugares remotos entre los que se encontraba Bauta. De un anfiteatro. De un supermercado, socialista claro.
Por los yerbazales los otros desplegaban su arsenal defensivo, basado sobre todo en el patrimonio que gozaba el municipio antes de la revolución. A la anónima fábrica de sorbetos anteponían la Textilera Ariguanabo que aún se mantenía con vida. Después venían las menos glamorosas fábricas de fósforos y de machetes. En cuanto a las playas, el pueblo costero de Baracoa poseía dos: Playa Hollywood y Playa Havana (derrotada la Playa de los Rusos) y en ambas había edificaciones de recreo construidas en tiempos de Dayton Hedges. ¿Tenían en Alamar un barrio que se llamara Nuevo Vedado o un paseo de granito conocido como El Sardiné?
Ninguno de los dos bandos ganaba. La discusión nunca acababa por los yerbazales de guisaso y tibisí. Los que éramos de Caimito sólo mirábamos. Mirábamos pero jamás interveníamos en aquel enfrentamiento estéril entre pepillos de Bauta, que inconscientemente expresaban un espíritu retardatario en correspondencia con la época de Dayton Hedges, y guapos de Alamar, que encarnaban lo más cercano que conocería en la batalla por la forja del hombre nuevo. Más que nada era un enfrentamiento entre dos mundos: uno extinto, anclado en la nostalgia y el nuevo que nos sometía a vivir lejos de la familias en aquellos antros.
A la luz de hoy, y continuando con las simetrías, imagino que las rememoradas discusiones eran sustancia de otra pelea que se gestaba en una diferente dimensión entre las almas del caudillo guerrillero y el americano industrioso.
Los becados bautenses, casi todos gusanos, estaban aquejados de uno de los males que desvelaba al gobierno: el diversionismo ideológico. Ellos tenían hasta su propio panteón de héroes. Aunque este no hubiera sido creado por ellos, fue de boca bautense la primera vez que lo escuché. El hagiográfico repositorio que cobijaba sátira y cadáveres exquisitos lo integraban José Manatí, Antonio Elmásfeo, Camilo Singüevos, Pepito Cake [y Flan País?], Ernesto Chevipara, Francisco Terrastroytepreño. ¿Suena gracioso? Para la fecha y lugar, dígase Ceiba 7, Ceiba 4 o Ceiba 2 no estaba nada mal.
Ese particular panteón es parte de la genealogía de la caricatura La orgía patria, de Alen Lauzán, ¡bautense tenía que ser!
Cuando cursaba estudios de preuniversitario en el IPUEC Vicente Pérez Noa, Ceiba 4, sucedieron los hechos de la embajada del Perú y la posterior salida masiva de cubanos por el Puerto del Mariel. Mucha gente de Bauta salió de Cuba por esa vía. El descubrimiento imagino que fue desolador para Fidel Castro. Gusanos no sólo había en Bauta. Ni la pepillería era una condición imprescindible del gusano medio. Su finca-fábrica había estado produciendo no sólo hombres nuevos defectuosos como los chicos de Alamar, sino que su real y producto más acabado eran eso: gusanos.
Claro, la conexión del gusano con Dayton Hedges era estrictamente bautense.
Al bautense siempre le ha sido consustancial el espíritu de empresa. Es su atributo más destacado. En la época en que la ropa de marca no se vendía en las tiendas, la encontrabas en Bauta. Si la ropa de marca no era de tu talla, había sastres emprendedores que la arreglaban a tu medida sin perder el glamur de lo hecho en fábrica. Luego, cuando el país se hundía en la peor crisis, el eufemísticamente llamado Periodo Especial, y se autorizaron el trabajo por cuenta propia y los pequeños negocios gastronómicos, el pueblo se llenó de restaurantes y cafeterías particulares. Fue la época de oro de las llamadas paladares.
El país se iba a pique pero el bautense daba la cara. No importaba la desgracia nacional, la independencia económica, por muy ilusoria y frágil que pareciese, llamaba a la puerta en forma de cuentapropista. La cartera de servicios incluía, además de las cafeterías y pequeños restaurantes, peluquerías, talleres de reparación de lo inimaginable, talleres de pintura de carros, fabricantes de camas y puertas y ventanas de aluminio, boteros –no pintores, de estos hablaré después– y reposteros.
La autorización a portar dólares decretada por Fidel Castro trajo como consecuencia el surgimiento de un nuevo trabajo emergente: el cambista de dólares. El trabajo del cambista data del medioevo y es de los más simples que existen, y consiste en comprar y vender dinero. Y en el poblado los había que hacían su trabajo lo mismo a domicilio que escondidos detrás de un árbol en las entradas de las tiendas en divisa. El cambista sobrevivió a la creación de los centros de cambios establecidos por el gobierno con el nombre de CADECAS.
Mis últimos años en Cuba, antes de salir del país en 2010, los viví en Bauta. Recuerdo que vivía rodeado de emprendedores. Fabricantes de lo imposible y reparadores de lo absoluto. Pero de estos trabajos ejecutados por aquellos bautenses imbuidos por el espíritu de Dayton Hedges había uno realmente llamativo e impensable. Lean: en mi barrio vivía un trabajador independiente que fabricaba en un taller más que precario las piezas de adornos para la carrocería de los carros americanos viejos. Daba lo mismo un Cadillac que un Dodge que un Chevrolet. ¿Cómo se las apañaba? Vaya usted a saber. Sus clientes venían de todas partes.
Eso solo sucedía en Bauta.
A la cuestión sobre si a este gusano lo caracterizaba responder a determinada ideología, o a un corpus de ideas, a través de la cual se explicara la esencia de su comportamiento… O que los llevase a ejecutar actos de rebeldía contra el sistema. La respuesta es no. Valían el rechazo visceral a la revolución, la sensación de independencia económica –que no es lo mismo que disfrutar de libertad económica, algo natural bajo la existencia de la vida en irrestricta libertad–, y el ejercicio del culto a la vida miamense. Y más que todo apañárselas para dejar atrás las noventa millas que separaban el infierno real por el ansiado paraíso.
Sin embargo, la existencia del espíritu de empresa en las condiciones del socialismo actúa como elemento contestatario. El emprendedor intenta a toda costa ser un ente libre que se aferra a las fallas del único sistema que conoce. No se rige por ningún programa ideológico, pero sí enarbola una curiosa, a la vez que egoísta, filosofía de vida. Sólo necesito que me den filito así, para colarme. Esto no lo decían, o dicen, los bautenses, es uno de los diálogos del Alexis Díaz de Villegas en la película Juan de los muertos. Claro, a Juan de los muertos lo apremiaba la supervivencia y el gusano bautense, además de la supervivencia, precisa de una vida mejor mientras aguarda el instante que lo lleve a donde sabemos.
Mientras vivía en Cuba siempre me consideré gusano. Compartía ese ser con casi la gran mayoría de mis amigos. No obstante, la ontología gusana se manifestaba solamente a puertas cerradas, en conversaciones privadas en las que no cesábamos de hablar mal del gobierno. De ahí no pasábamos. En la práctica ni siquiera fui un contestatario. Aunque jamás fui de la Juventud Comunista ni del Partido. Así era más o menos la gente que me rodeaba. Mis amigos gusanos y yo trabajábamos para el gobierno como el resto de los cubanos y no rebasábamos la frontera del cinismo.
En la Bauta en que viví llena de gusanos emprendedores ni siquiera Emilio Ichikawa o Alen Lauzán se manifestaban como gusanos en sus acciones.
Por otra parte en Bauta existía el mismo y eficaz sistema represivo que en la isla entera y en peso.
En 2008 o 2009 a un grupo de pintores se les ocurrió realizar una exposición titulada La forma del arte que vendrá. Aparte del título tomado en préstamo a Ornette Coleman por Karoll Pérez, la exhibición nada tenía que ver con el jazz ni el arte en sí. Las calles llenas de baches y el estado de abandono de edificios públicos emblemáticos fue el motivo del contenido de la muestra. Cincuenta años después de la debacle revolucionaria no quedaba ni rastro de los días de Dayton Hedges. En ese sentido la exhibición no superaba el juguetón “métete con la cadena pero no con el mono”. Pero, en esos momentos, ninguno de los participantes pensaba irse del país para siempre, sólo los consumía la ingenua inquietud de por qué vivíamos así. ¿Por qué no podía existir una Bauta mejor?
Karoll me pidió que escribiera un texto para La forma del arte que vendrá y no se me ocurrió nada mejor que escribir un relato a modo de palabras introductorias. Un relato que intentaba explorar la misma idea: vivíamos en un despingue insoluble. En medio de un desastre que trascendía los baches y la depauperación. La exposición se inauguró. En el lobby del otrora decoroso teatro se exhibían obras de Denis San Jorge, Ezequiel Sánchez, Adrián Infante, Ángel Silvestre y Karoll Pérez, entre otros.
La respuesta del gobierno municipal no se hizo esperar. El secretario del partido se lo tomó como un ataque a todo lo que representaba su contenido de trabajo. Fue un pequeño escándalo. Dicen que el comisario escribió un poema motivado por semejante indocilidad de sus súbditos. El poema nunca llegó a mis manos. Una lástima. Si usted es de los que piensan que los inquisidores son incompatibles con la poesía le recordamos, sin ir más lejos, la existencia de un poemario Bienaventurados los que cantan, del inefable Carlos Aldana, sacerdote supremo del DOR, de seguro el “asesor literario” más encarnizado y riguroso que tuvo María Helena Cruz Valera. Pero aparte de la incursión del secretario en tierra ajena el final de la exposición fue más policíaco que poético.
La forma del arte que vendrá sólo era gusana a la mirada del secretario del partido. Su sentido no pasaba de contestatario e ingenuo.
¿Y los gusanos opositores, los que hacía rato habían abandonado la práctica del deporte nacional, no del béisbol, sino del otro que consistía en hablar mal del gobierno y se dedicaban a la acción pacífica en contra de este? Me refiero a los que se enfrentaban abiertamente al régimen y que pertenecían a alguna organización relacionada con la lucha por los derechos humanos en Bauta y Cuba en peso.
¿Dónde estaban?
En los años que viví en Bauta sólo conocí a dos. Uno verdadero y el otro falso. Como en los exámenes.
El falso gusano era un balsero que fue devuelto a Cuba por un guardacostas americano luego de andar una semana a la deriva por el estrecho de la Florida. Su testimonio apareció en un periódico chileno, The Clinic, en el que Alen Lauzán se desempeñaba como ilustrador y diseñador. Una historia espeluznante. Como para perderle el gusto a las novelas de Julio Verne y Joseph Conrad. De alguna manera el balsero devuelto se hizo de un carné de un grupo opositor, (evitemos el término grupúsculo que tanto le gustaba usar a Fidel Castro en su afán de deslegitimizar lo que no fuera el mundo hecho a su imagen y semejanza). Gracias al carné el luchador por la libertad de Cuba se libró de una nueva travesía por el proceloso estrecho y pasó a mejor vida. O sea a Miami. El paraíso del gusano bautense.
Una tarde llegué a casa de unos amigos y ambos estaban en estado de excitación. El motivo era que habían recibido la visita de un disidente político. Un auténtico gusano de plataforma. No de zapatos, pero sí adscrito a alguna organización en la órbita de la CCDH. La presencia de este personaje en casa de mis amigos pasaba de exótica. Lo imaginaba sentado en una butaca rústica explicándoles la necesidad de un cambio en Cuba hacia una sociedad justa en la que todos gozasen de libertad de expresión, de iguales derechos políticos y libertad económica. En fin lo que nos han enajenado por años y años.
Pero si la presencia de un disidente en casa de mis amigos, y el personaje en sí, eran algo exótico, lo era más aún la encomienda de su presencia. El emprendedor, gusano de plataforma, había ido a arreglarles el microwave. El exotismo radicaba en la conjunción de mis amigos, que eran los únicos seres en cientos de kilómetros a la redonda que poseían un microwave, y un disidente real. A este opositor jamás lo vi en persona.
El hombre en la pantalla le explica al equipo de realización, primero, que el jefe de sector de su barrio le ordenó que retirara la bandera de Brasil del techo de su casa. Por supuesto, el policía desconocía de qué bandera se trataba, sólo que no era la de Narciso López. Después aclara que solamente era feliz en Cuba una vez cada cuatro años, época en que se celebran los mundiales de fútbol.
El entrevistado es Manuel Cruz. El documental se titula Tiempo extra y fue realizado por un equipo de cineastas pertenecientes a un taller de documentales impartido en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Manuel Cruz, de alias Manolo, conocido quizás como el más célebre, e incondicional, fanático de la canarinha en toda Cuba, también jugó futbol en su juventud. Delantero por más señas. Sin embargo, bautense hasta la médula, jugaba por el equipo del vecino Caimito donde tenía amigos y compañeros de estudio. Todavía hoy es famosa su romería por el pueblo, acompañado de otros hinchas, encaramado en el techo de un pequeño ómnibus gritando desaforadamente con una bandera de Brasil, en celebración del quinto campeonato mundial alcanzado por ese país en el mundial de Corea y Japón en 2002. Jamás olvidaré esa visión, como si se tratase de una versión bautense de La Libertad guiando al pueblo, y en cierto sentido lo era. Aparte de Manuel Cruz, ¿cuántos de aquellos pueblerinos no se sentían felices un mes cada cuatro años?
Manuel Cruz también era un emprendedor. Repostero por más señas. La fama meritoria de sus cakes se extendía de la aldea a la capital.
Entonces, llegó el once de julio de 2021.
Cientos de veces he intentado imaginar cómo fue esa mañana calurosa y tensa en que la vida de Manuel Cruz y de otros miles de cubanos cambió radicalmente. El emprendedor exitoso en tierra de emprendedores salió a la calle. La libertad, no la de un mes cada cuatro años, guiaba al pueblo. La gente gritaba no porque Brasil hubiera ganado el mundial. Gritaban: “¡Libertad!”.
Era la hora de los subalternos, de esos individuos que, según Gayatri Chakravorty Spivak, “no tienen historia y no pueden hablar”. Era el momento de una interpelación plebeya. Tan problemática y compleja como espontánea, desenfrenada y efímera.
Y el emprendedor bautense se dejó llevar. Y otros miles de cubanos en muchos lugares de la Isla se dejaron llevar. Solo el deseo de ser libres, corolario de la experiencia plebeya los embargaba. Ahora los emprendedores del pueblo estaban poseídos por una sustancia que rebasaba el espíritu de Dayton Hedges.
Es sabido cómo acabaron las protestas del once de julio: terminaron en un inevitable regreso al estado previo de control y dominación. Y bajo este signo Manuel Cruz y muchos otros bautenses y cubanos cumplen sentencias en prisiones castristas. Las condenas son arbitrarias, injustas y desproporcionadas. Ajenas al espíritu del derecho. Sin embargo, esta experiencia plebeya caótica y coyuntural provocó, sin lugar a duda, un momento fugaz de suspensión del statu quo en la Isla, que ha dejado trazas o huellas, no en la memoria oficial porque nunca lo permitirá; pero sí, en la memoria plebeya.
La represión a las protestas, ocurridas bajo la etiqueta “La orden está dada”, ha encontrado un eco favorable en la izquierda internacional y su acólita favorita: la academia. La han celebrado, la represión, personajes como la propia Spivak, una de las artífices de la subalternidad y la interpelación plebeya. Aun cuando las manifestaciones sean un ejemplo acabado de su teoría, la académica ha sido de las que ha adherido a la corriente que opina que las protestas fueron inducidas desde el exterior. Sobre el telón de fondo del bloqueo los actores culpables no son otros que la mafia cubanoamericana de Miami, y la intoxicación mediática a la que constantemente está expuesto un pueblo incapaz de pensar por sí mismo.
Todavía hoy los emprendedores no se rinden. ¿Usted desea arreglar su laptop, su celular, su televisor, su Cadillac necesita cubiertas para sus focos delanteros o una cuchilla para su batidora? Bauta se ofrece.
La diferencia es que al gusano bautense actual no sólo lo acompañan el alma del americano del Cayo, sino el espíritu de Manuel Cruz, un mártir gracias a encontrarse un día aciago en el lugar equivocado y a los desmanes del régimen castrista, pero mártir al fin.
Si ha tenido la paciencia de llegar hasta aquí y tiene alguna crítica, que todas son aceptadas y aceptables, la mejor sería: el articulista se equivoca. No Bauta, Cuba es gusanidad, y Manuel Cruz hay en todas partes. Entonces yo estaría complacido.
Montreal, diciembre de 2023-abril de 2024
*Tomado de La Santa Crítica