Por Alejandro González Acosta
Introducción necesaria y actualizadora
Los centenarios y sus
múltiplos tienen un indiscutido e irresistible atractivo sobre los hombres. No
me explico aún por qué sucede esto exactamente en esas fechas, pues podría
perfectamente evaluarse un acontecimiento a los 25, 50 ó 75, o a los 125 ó 130
años de ocurrido. O también no poderlo examinar con suficiente imparcialidad ni
a mil años de distancia. Porque los sucesos verdaderamente importantes y
trascendentes, si de veras se está dispuesto a estudiarlos, pueden evaluarse
antes del centenario; y si no, díganlo las revoluciones francesa de 1789 y rusa
de 1917: bastó mucho menos tiempo para que los historiadores -desde las más
diversas tendencias- aportaran juicios meridianos sobre ellas.
1998 amenaza con ser una
reedición, en España, de 1992: es decir, aunque con menos recursos financieros
disponibles, la memoria colectiva (y su inconsciente junguiano) se apresta a
celebrar, memorar y examinar de mil modos lo que fue 1898 como una fecha capital en la historia de la España actual.
Noto -y advierto- que apenas saldrán de estos exámenes y ya tendrán que
aplicarse en la celebración y estudio de los primeros 300 años de la Casa de
Borbón en el trono español para el 2000, al mismo tiempo que los mundiales por
el Tercer Milenio de Cristo y los 500 de la muerte de Carlos V. En 1998, además
del centenario de la pérdida de sus últimas colonias americanas y asiáticas y
de la Generación que se nucleó alrededor de ese año, van a celebrar también el
doble primer centenario de Federico García Lorca (natalicio) y Ángel Ganivet
(muerte), los 800 años de la construcción de La Giralda de Sevilla, y los 400
años de la muerte de Felipe II... En fin, que ya se sabe, España es un país de
muchas celebraciones, pues siempre hay alguna fecha que necesita examen. Pero
ojalá lo hagan de verdad.
1998 será sin duda un
año de abundantes quejas y reclamos, expresiones de mejores propósitos -y hasta
profesiones de enmienda-, y bastantes lamentos, los cuales subyacentemente se
condensarán en la reiteración de una vieja frase, pero que se actualizará con
insistencia hasta la obsesión: “Más se perdió en la Guerra de Cuba”, o en la
otra variante también oída, “Más se perdió en Cuba”, pues ambas forman parte de
las expresiones populares españolas de hoy, cuando se acepta melancólicamente
como irremediable la pérdida de algo. Pero llama la atención que, aunque 1898
también fue el año de la “pérdida” de Puerto Rico y las Islas Filipinas, no
existan ni hayan existido expresiones equivalentes para estas antiguas
posesiones igualmente “extraviadas”. Así pues, por decisión natural de los
españoles, 1898 será a no dudarlo el año de la reflexión sobre Cuba, “la perla
de la Corona”, y se verterán como en 1992 -a propósito del “encuentro”,
“encontronazo”, “descubrimiento”, “hallazgo”, “tropezón”, o como quiera
llamársele, de América- abundantes
quejidos y quizá hasta alguna nostálgica lágrima. Apenas seis años han
transcurrido desde que todos se lanzaron a evaluar el inicio de la conquista y
colonia americanas, y ya se empeñarán ahora en examinar a poco más de un lustro
su extinción definitiva. Bueno, si exceptuamos Ceuta y Melilla, porque España sigue siendo una nación colonial... de dos colonias, pero para el caso da
igual. Un síntoma probable de esta situación puede ser un artículo que leí a
principios de este año en un periódico provinciano español, donde se afirmaban,
entre otras imprecisiones, algunos conceptos erróneos como que las guerras de
Cuba y Filipinas “se iban prolongando más de treinta años apoyadas por USA”[1]:
cualquiera medianamente informado en la historia cubana sabe sin duda alguna
que los Estados Unidos -como otros países de la zona- se opusieron
sistemáticamente a la independencia cubana, y la incautación del cargamento de
armas y pertrechos que transportaba el barco expedicionario “La Fernandina”
contratado por Martí, es sólo un ejemplo contundente y muy cercano a la entrada
norteamericana en la guerra lo cual reforzaba una política tajante, y que
involucró a otros países del área, como México, también de acuerdo en
entorpecer la liberación isleña. Sin embargo, el mismo articulista que sufre
esta distracción, es capaz de asumir críticamente y con cierta ironía la
actitud que cubrió el rostro español de esa época, al calificar la situación
como “un conflicto que finalizaba con un enfrentamiento internacional, desigual
y tramposo. Pero éramos los héroes, las víctimas del mal y los defensores de la
Hispanidad”[2].
El suceso marcaba -o debía hacerlo- una nueva etapa en la historia española,
signada por la reflexión crítica y el examen del perfil nacional en el amanecer
de un nuevo siglo y el ocaso de toda una época. Cien años después, España se
enfrenta a la entrada plena en Europa y la adopción del euro como la moneda del bloque comunitario. Ahora vive en el
futuro, pero hace un siglo residía en el pasado más superado. Posiblemente por
esto se imponga hoy una reflexión tan crítica o más que la de hace una
centuria, y si hubo entonces un grupo de reflexión nombrado como la “Generación
de 1898”, hoy no sería ocioso desear que surgiera una “Generación de 1998” para
visualizar ese pasado y ese futuro al cual hoy se encaran. Quizá así se
contraponga la pasada conciencia agónica del XIX con la triunfalista del XX. La
clase dirigente española resultó claramente incapaz para encontrar soluciones
efectivas a la crisis colonial, aferrada a sus valores tradicionales
provenientes de otra época histórica y miopemente paralizada para acordar las
reformas urgentes que demandaba la situación. Uno de los pocos -si no el único-
que trató de variar esta situación fue Francisco Pi y Margall, quien
personificó lo mejor del impulso revisor español de su momento. Aunque no ha
sido nunca contemplado como tal, a Pi habría que conceptualizarlo a la luz de
lo que fue o debió ser lo mejor de la “Generación del 98”, a la cual precedió y
en gran medida fecundó ideológicamente. No fue una “izquierda fallida” el 98,
como se ha insinuado alguna vez[3].
Ojalá y la autotitulada “izquierda” española de hoy enfrente con seriedad el
reto que supone no sólo interpretar ese pasado, sino relacionarlo con un
presente que también necesita urgente revisión y acciones congruentes con el
pensamiento auténticamente progresivo. Sin proclamarlo demasiado, Pi fue en su
época un auténtico descifrador y compulsador, digno de imitación por sus
actuales admiradores.[4]
Este 98 resucita la “pena” por el otro 98,
ante la “pérdida” de Cuba. Quizá será ahora el momento idóneo para decir que
esto fue lo mejor que podía ocurrirle
no sólo a Cuba, sino a la misma España, la cual así debió enfrentarse con una
tarea siempre postergada: su propia revisión como nación (la Generación del 98, por una parte, y el Movimiento Regeneracionista, por la
otra, no fueron sino eso) y conviene no olvidarlo, porque este 1998 amenaza
-ojalá me equivoque- ser una reedición ampliada de lo mismo que siempre se ha dicho: “¡qué pérfidos son los yanquis!”
Lo cierto y demostrablemente sucedido ese año
ahora a un siglo de distancia, fue que España -ni aún con la tardada autonomía,
parchecito emergente aplicado ya con el grano incontrolablemente afuera- no tenía nada para ofrecer a Cuba, sólo
un decadente y atrasado feudalismo superviviente en sus más entretélicas
estructuras sociales, políticas y económicas. La burguesía criolla cubana no
sólo estaba arrinconada por los intereses españoles, sino por las crecientes
inversiones norteamericanas en la isla, estimuladas por el desastre económico
nacional que significó la guerra anterior, la de la década de 1868 a 1878, y la
política de “la tea incendiaria” practicada por los insurgentes cubanos, no
sólo como fórmula de hostigamiento contra el poder colonial, sino como estrategia
de compulsión destinada a los indecisos propietarios rurales insulares.
Resulta comprobable que
para 1958, en 50 y tantos años de precaria pero viable vida republicana, el
sector empresarial cubano ya ocupaba con un amplio margen el control mayoritario
de las principales riquezas e industrias de la isla. Y eso nunca habría sido posible con
España (que lo demostró hasta la saciedad más exasperante), y sin Estados Unidos, no sólo su principal
mercado sino su esencial fuente de inspiración progresista, de donde se tomaron
tecnologías y algo más importante: el ejemplo democrático recibido en las
estancias de los cada día más numerosos estudiantes criollos acomodados que
iban a sus universidades y ya no a las españolas.
Creo que si de algo nos
da la oportunidad 1998 es ver con nuevos ojos -no repetitivos y veraces- lo que
realmente sucedió en 1898: quizá se
atenúe o adelgace un tanto si así fuese, o al menos se modularía
acolchadamente, ese “muro de los lamentos” compartido hasta hoy por
considerables sectores españoles y cubanos ante la “pérdida” de la isla, y esto
es también la expresión de un aterrador imperialismo
y colonialismo supervivientes;
imperialismo tanto más anacrónico cuando hoy todavía se presenta como parte de
un sector de la democracia española, y vale recordar que en 1874 fue el propio
José Martí, primero esperanzado y después frustrado, quien buscó sostener una
conversación sobre la necesaria independencia de Cuba con un republicano
español, Cristino Martos, y como balance de esta reunión sólo quedó una
expresión lapidaria del enjuto y quijotesco cubano: “O ellos, o nosotros”. Lo
peor de todo es que la relación no ha variado mucho en estos cien años...
porque lo que es bueno para ciertos españoles, no tienen algunos de ellos que
considerarlo bueno para los demás. Sobre todo, sus famosas “izquierdas”,
“antiyanquis” a ultranza y contra todo razonamiento. ¿O sería mejor decirles
“siniestras”?
De evitarse estos
escollos anteriores quizá este 98 deje un saldo positivo, para poder terminarlo
diciendo lo contrario de hace un siglo: “Más se ganó en la Guerra de Cuba”. Ojalá.
Viejas cuentas pendientes.
Hay varias “quejas” a la
distancia de un siglo que han aparentado tener cierta razón:
Los cubanos no fueron invitados a firmar el Tratado de París.
* Se refiere a la “exclusión” de “los cubanos” en la negociación de los acuerdos de paz en Washington y la firma del Tratado en París. Pero, ¿con cuáles cubanos podían dialogar los representantes de dos gobiernos constituidos como España y los Estados Unidos? Es bien conocido que para 1895 se había reproducido casi exactamente el mismo esquema divisorio entre las fuerzas insurrectas que en 1868: la disputa entre el poder civil y el militar de la “República en Armas”, el cual primero se dio entre Ignacio Agramonte y Carlos Manuel de Céspedes, casi se calcó entre José Martí con su Partido Revolucionario Cubano -sin base real en la isla, sólo en el exilio y bastante precaria, por cierto- y los caudillos Antonio Maceo y Máximo Gómez. Desaparecidos los dos primeros -en circunstancias nunca satisfactoriamente aclaradas a mi juicio- esto no simplificó sino complicó aún más el problema, pues el bravo dominicano quien hizo más por la libertad de Cuba que muchos cubanos, declinó quizá con excesiva prudencia y modestia ocupar el lugar que por sus servicios le correspondía[5], y dejó así abierta la puerta para la agudización -no el surgimiento, pues nunca habían cesado- de las contradicciones irreconciliables en el bando insurgente. ¿Habrá necesidad de recordar que la propia Asamblea Provisional, llamada del Cerro, le cerró el paso a Gómez y su ejército en el paraje habanero de Puentes Grandes? Y eso -dicen - que el dominicano cascarrabias se sacó la mala leche diciendo: “Voy a escribir la historia de esta Guerra sin mencionarlos a ustedes: prueben ustedes a hacerlo sin mencionarme a mí”. Pero en eso sólo quedó: en la frase. ¿Con quién podían “dialogar” los representantes de Estados Unidos y España si las facciones cubanas no querían ni verse unas a otras? ¿Con el caudillo militar cubano Calixto García? ¿Con los delegados civilistas constituyentes, por ejemplo, Tomás Estrada Palma o Domingo Méndez Capote, quienes ignoraron y callaron el desplante hecho por los norteamericanos a Calixto García, que antes los había cuestionado públicamente? ¿No resulta claro y evidente por los mismos hechos que ningún representante de un bando cubano habría sido bueno y aceptable para el otro? ¿Cuánto se demoraría la negociación entonces y cuánto tiempo se prolongaría la ocupación extranjera ante esta carencia de interlocutores legitimados por todos? Muy diferente -quizá- hubiese sido si todas las facciones, al menos coyunturalmente, hubieran cerrado filas con el gobierno civil, aunque después ya tuvieran tiempo de disputar internamente sus diferencias e intereses. Pero no fue así. Y lo peor es que hoy continuamos padeciendo el mismo síndrome el cual se ha hecho parte consustancial de nuestra identidad: ¿de qué asombrarse?
La guerra estaba ganada cuando entraron los yanquis.
* Suponiendo que así hubiese sido al menos en
las zonas rurales, debe tenerse en cuenta que para 1897 ya habían desaparecido
dos de las principales figuras de la lucha, las cuales, al mismo tiempo, por
extraña y aleccionadora paradoja, representaban también dos de los más grandes miedos: Antonio Maceo (el miedo al negro
y a los militares) y José Martí (el miedo al exilio y a los civilistas). Pero
si la situación en los campos estaba precariamente controlada por las fuerzas
mambisas, ¿qué sucedía con las grandes ciudades donde se concentraban las
principales fortificaciones y armamentos más poderosos del gobierno español?
Con un decreciente suministro de avituallamiento y pertrechos desde el exilio
-ya agotado y con la muerte de Martí falto del principal conseguidor de estos
recursos- y sin una artillería poderosa capaz de romper las defensas militares
y permitir el ataque de las infanterías: ¿existía alguna posibilidad real de
que el Ejército Mambí venciera a los españoles en La Habana, Santiago de Cuba y
otras ciudades? Varios estrategas han coincidido en negarlo, entre ellos un
joven oficial inglés graduado con los más altos honores en Sandhurst, de paso
entonces por la isla: Winston Churchill. Esto en cuanto a la tierra, pero ¿y en
el mar? Peor aún: en el caso de una virtual independencia de la isla, a la
república le era imposible enfrentar el decretado -ahí sí con todo rigor-
bloqueo marítimo que impediría la llegada y salida de Cuba de las mercancías
imprescindibles para sobrevivir. Los insurgentes carecían en absoluto de una flota
de guerra. Por ello debe reconocerse que la “felona” intervención
norteamericana proveyó al menos de la marina de guerra imprescindible para
derrotar la flota española. Es un hecho sabido que ésta no contaba con poder
para enfrentar a su adversaria norteamericana[6],
pero sí tenía suficiente capacidad ofensiva para bombardear las más importantes
ciudades costeras -La Habana, Santiago de Cuba, Matanzas y Cienfuegos- desde
alta mar, e impedir la formación de un gobierno en esos sitios neurálgicos,
altamente simbólicos y estratégicos. Y con ese poder, podían desembarcar cuando
quisieran todas las tropas necesarias para mantener por mucho tiempo más el
conflicto. La derrota naval española le hizo ver al gobierno español que la
famosa consigna de Cánovas, “hasta el último hombre y hasta la última peseta”,
había sido tomada muy en serio por los adversarios.
Los yanquis invadieron la isla.
* El gabinete norteamericano, al decidir la
entrada en la guerra hispano-cubana[7],
había asumido explícitamente un compromiso jurídico internacional de entregar
el mando de la isla liberada al gobierno que surgiera democráticamente electo
en la misma, pero para ello había que organizar y crear previamente las
condiciones necesarias, que no fueron sólo electorales, por cierto, sino hasta
sanitarias y educacionales. Para empezar, algo básico y evidente, siempre
pasado por alto: el Censo de Población de
1899. ¿Cómo organizar elecciones sin un registro de electores? ¿Y cómo
preparar éste sin un censo de pobladores y ciudadanos? Resulta elemental que, en una nación apenas
nacida a la soberanía, se necesitaba un proyecto y quiénes lo llevasen a cabo;
en este sentido y con toda una burocracia hispana automáticamente excluida
¿cómo realizarlo? Si ni para presentar un frente común en algo mucho más
trascendente -como fue la selección de un
representante- se habían puesto de acuerdo las facciones, ¿cómo esperar que
sí lo hicieran para esto?
Balance.
Sin recursos militares
ni sociales, y con una política española que había excluido sistemáticamente de
la isla -como en la misma península, por cierto- toda preparación democrática y
organizativa: ¿era tan viable la organización posterior de un estado, aun en caso del hipotético
triunfo en solitario? Claro que algunos obcecados tienen siempre el recurso de
afirmarlo voluntariosamente, para tratar de sustituir así, negándose a la razón
y los argumentos, la historia que fue
con la historia que hubieran querido que
fuera. Pero eso ya rebasa y excluye cualquier análisis sensato. Y debo
dejar en claro para algún “suspicaz” -el cual nunca faltará- que no hay nada de
“anexionismo” en estas líneas. Creo más bien que quienes suelen afirmar lo
contrario son -sin percatarse de ello por una insuficiente meditación sobre la
trascendencia de sus argumentos- ingenuamente anexionistas: la única forma de
sobrevivencia y viabilidad como nación independiente de la joven república
cubana, era fortalecer la burguesía nacional como efectiva defensora de su
soberanía, papel que ésta estaba desempeñando hasta 1959, cuando llegó otro
“integrista intransigente” para poner nuevamente en condiciones de supeditación
al país, y una vez más por la manipulación del “odio a los yanquis”. Ese mismo
“integrista” furibundo terminó incluyendo un inconcebible y vergonzoso texto en
la Constitución cubana que él
decretó, de “agradecimiento” por la sempiterna “desinteresada ayuda” de la
Unión Soviética: caso nunca visto en que el sometimiento de una nación
“soberana” -bajo el pretexto de “gratitud”- se elevara a texto constitucional,
ni aún en las repúblicas más sumisas al “imperialismo yanqui”, y nunca en la
Cuba anterior a 1959. Ni la “Enmienda Platt” llegó a tanto. Y valga apoyar esto
con los hechos: pocos años después de su imposición, el propio gobierno
norteamericano negoció con su correspondiente cubano la derogación de la
“Enmienda”, y para que se suprimieran de la Constitución
de la República de Cuba las abyectas referencias ¡tuvo que desaparecer la
misma Unión Soviética!, pues no fue hasta 1992 cuando se expurgó: duró más la
segunda que la primera. Y esas son las funestas -e inevitables- contradicciones
de los “nacionalismos” exacerbados. Por eso resulta amenazante hoy en día que
con semejantes razonamientos estemos condenados a dar una vez más la vuelta en
un cerrado, perfecto y decepcionante círculo de nuestra historia.
Visto lo anterior, y como dijo Víctor Batista
en memorable ocasión[8],
no nos queda más que enfrentar esta interrogante de fuego: ¿realmente nos
merecíamos los cubanos la independencia? Por lo menos, vale la pena preguntárnoslo
a la luz de un pensamiento razonador y objetivo.
Es por eso que la saludable reflexión se
impone y con el pretexto de
1898-1998, y en las puertas de un nuevo milenio, se revalúe una situación que
en sus posiciones tradicionales no ha variado esencialmente, y se recurra a lo
mejor de ese pasado para tratar de iluminar o desentenebrecer -si se me permite- este presente nuestro. Y he
pensado que son pocas las figuras mejores para esto que la de Francisco Pi y
Margall, un excepcional político español quien tiene aún mucho para decir a los españoles -y a los cubanos- sobre
su relación con Cuba.
Pi y Margall y la independencia cubana: una oratoria de servicio
Es innegable que la
política y la actitud que tanto en la tribuna como en el gabinete y en la
prensa sostuvo Francisco Pi y Margall (29 de abril, 1824-29 de noviembre, 1901)
durante su vida de 77 años, impulsaron de alguna manera el reformismo y el
autonomismo en Cuba, pues su posición era la mejor muestra de que en España,
además de los integristas a ultranza, también habían políticos inteligentes e
informados, quienes percibían el conflicto insular en su magnitud real y
apoyaban una verdadera solución para él; así pues, las autonomistas no eran
voces clamantes en el más desalentador desierto, sino que -aunque tenue,
minoritario y precario- también encontraban algún eco y cierta disposición
favorable para su proyecto en la misma España. Sin embargo, esta esperanza fue
interrumpida por Cánovas del Castillo y Sagasta con la Restauración y la
Regencia, lo cual constituyó un golpe estremecedor para el reformismo y el
autonomismo cubanos. Así, cuando se hace el recuento de 1898, no es extraño que
un historiador en fecha muy reciente invoque con palabras de justo elogio la
figura señera -y solitaria- de Pi y Margall en relación con la coyuntura cubana[9].
Es cierto que la política del federalista catalán impulsó el reformismo y el
autonomismo en Cuba, posibilidades canceladas por la política integrista y
anticoncesionista de Cánovas y Sagasta.
Como escritor,
publicista y orador, Pi y Margall ha sido calificado por diversos estudiosos
que coinciden en señalarle -formalmente- la antítesis del orador español más
común durante la segunda mitad del siglo XIX[10],
debido a su concisión y claridad expresivas, a la vez que por el riguroso
análisis lógico característico de sus discursos. Al estudiar esta etapa de la
oratoria española, María Cruz Seoane ha destacado la estrecha vinculación de
ésta con el periodismo[11],
relación que se observa a través de toda la actividad pimargalliana. Sin
embargo, esta autora apenas menciona a Pi, ni lo considera como orador: no lo
incluye entre los “grandes” de la Generación
de 1854 (Ríos Rosas, Castelar, Salmerón, Echegaray), ni lo tiene en cuenta
aún como orador menor. Tampoco lo trata en su capítulo “Crítica de la retórica
y ‘Vejamen del orador’ a fin de siglo”, donde sí estudia a Maura, Silvela,
Vázquez de Mella y otros, etapa que caracteriza como de una oratoria de estilo
sobrio, depurado y sencillo[12].
Por mi parte, no alcanzo a ver la razón de esta exclusión. Y agrego que estos
criterios estilísticos singularizantes se podrían extender también a los
conceptuales.
Ha sido destacado el
valor que la palabra alcanza en esta época española conocida como “Sexenio
Revolucionario” (1868-1874), donde se produce una fuerte lucha de diversas
posiciones políticas en el debate ideológico nacional. Esto enriquece el
vocabulario y, a la vez, aporta connotaciones variadas a las palabras en
relación con los intereses en juego, pues, como ha señalado Marina Fernández
Lagunilla, “las palabras no son meros útiles que el hombre emplea en función de
sus necesidades comunicativas, sino que son expresión de actitudes, de
posiciones ideológicas que van más allá del propio sujeto individual, y
constituyen, al mismo tiempo, un medio de acción dotado de una gran fuerza. Si
lo que hemos afirmado se puede constatar en cualquier sector del léxico, no
cabe duda de que el de la política representa un campo especialmente abonado
para ello”[13].
Sin embargo, esta autora no contempla en su estudio sobre el vocabulario
político de los republicanos españoles el término independencia, que sí aparece en la oratoria de Pi y Margall y
otros políticos de la época. Las voces más cercanas a ésta que considera, con
diversas connotaciones, son revolución y
autonomía.
Rafael Lapesa ha
descrito la época en que vive y actúa Pi y Margall como de una oratoria cuando
“la devaluación de las palabras por el abuso de que se las hacía objeto no era
obstáculo para que perdurase la adhesión entusiasta a los ideales que
encarnaban; por eso, a pesar de todo, conservaban vigencia como signo positivo”[14].
Los términos
fundamentales del ideario pimargalliano son federación,
pacto federal, independencia y separatismo.
Pi recibe una influencia ideológica aún debatida en cuanto a sus fuentes.
Antoni Jutglar plantea la “originalidad pimargalliana sobre el federalismo”,
pues ya desde 1854 propuso la idea federal, antes que lo hiciera Proudhon, y
apoya su tesis en los antecedentes protofederales catalanes como el caso de
Ramón Xaudaró, quien en 1832 redactó las “Bases de una Constitución política o
principios fundamentales de un sistema republicano”[15],
y agrega que desde fecha temprana Pi habló de la dialéctica entre la libertad y
el poder como antinomia para considerar en el establecimiento de un sistema
político. Empero lo anterior, Juan Ferrando Badía señala que si bien es cierto
que La Reacción y la Revolución
(1854) es anterior a De la justice dans
la Révolution et dans l’Eglise (1858), de Proudhon, no es menos cierto que
esta obra de Pi muestra evidente parentesco con la Idée générale de la Revolution au XIX siécle, que publicara
Proudhon en 1851. Y cita en su apoyo a G. Trujillo Fernández: “La idea central
de ambas obras es la misma: institución del poder por el contrato. Sólo que en
la obra de Pi |por diversos factores| se pretende aplicar el contrato a las
relaciones políticas”[16].
Isidro Molas, en cambio, señala que “parece indudable que en estos años |1851|
conocía ya los escritos de Proudhon y muy posiblemente a través de él, o
gracias a él, los de Hegel. Casimir Martí deduce que posiblemente en 1850 había
leído ya a Feuerbach”[17].
La raíz proudhoniana de Pi y Margall es enfatizada también por Charles A. M.
Hennessy[18].
También es para tener muy en cuenta la simpatía expresada por Pi sobre Fourier
y Esteban Cabet (autor de Viaje por
Icaria), así como su discrepancia con Luis Blanc. En carta al duque de
Solferino, Benet de Llanza, el 9 de octubre de 1852, dice Pi sobre Proudhon que
éste “es la dialéctica personificada, el tamiz de la ciencia moderna, el
gigante de la razón humana”, para terminar declarando que “Proudhon es hoy el
verdadero representante de la revolución en el siglo XIX”. Isidro Molas ha
apuntado que “falta por estudiar el pensamiento de los ‘socialistas utópicos’
españoles y las influencias que Fourier, Cabet, etc. ejercieron en la
Península: posiblemente un estudio más riguroso de este tema podría ayudar a
comprender a nuestra figura |Pi|. No existe hoy una determinación clara entre
los conceptos de demócrata y ‘socialista utópico’”[19].
Rousseau es otra fuente del pensamiento pimargalliano. Jutglar señala este
hecho citando a Pi, en La Reacción y la
Revolución: “‘Entre entidades igualmente libres, la ley no puede ser más
que la expresión de la libertad de todos’. De dicha afirmación, que recuerda,
entre otras cosas, la proximidad de Juan Jacobo Rousseau, pasaba Pi a efectuar
ya la defensa concreta de la fórmula propia, de la federación, entendida (...)
como única solución posible, para él: como una realización viable, la única
viable, para el funcionamiento de la libertad. Y, en esta defensa, no podrá
menos que referirse, antes (y de forma concreta y clara) al hecho -para él
fundamental y constituyente- de que tal solución federalista presupone, necesariamente,
la realización profunda de un proceso revolucionario”[20].
Pi tiene una amplia
labor, política y socialmente muy diversa. Desde los 20 años de edad hasta su
muerte, mantiene una intensa actividad como publicista, orador y concertador de
voluntades. Y a lo largo de todo este camino muestra un evidente proceso de
desarrollo; sin embargo, éste se estructura alrededor de una idea fijamente
sostenida, adecuada a sus diversas etapas de maduración, pero medularmente
presente siempre: el federalismo. Por ser un un político e ideólogo
contradictorio, en virtud tanto de su dilatada actividad como por los momentos
por los cuales atraviesa, es apropiado exponer algunos criterios relacionados
con el federalismo y la idea del pacto social en Pi, que después influyen tanto
en su concepción sobre el problema colonial y su remedio. “La federación
-apunta Jutglar- debía ser el resultado de la aplicación del pacto, concebido
como garantía de libertad y, por ello mismo, tenía que pasar a convertirse en
la solución lógica de las necesidades asociativas, de todo tipo, de los
hombres; de todos los hombres, y consiguientemente, debía ser una auténtica
fórmula solventadora de los problemas sociales”[21].
Manuel Tuñón de Lara destaca la labor y la personalidad de Pi, cuando señala
que “en el mundo intelectual avanzado brillaba ya Pi y Margall, que publicó en
1855 su obra Reacción y Revolución,
donde se reúnen ideas filosóficas, económicas y políticas. En ella defiende ya
el sistema de República federal como medio de lograr la unidad peninsular
respetando las particularidades locales y provinciales”[22].
La trascendencia del federalismo español en el panorama político de la época es
de gran importancia, como ha desatacado Juan Ferrando Badía, el decir que “la
aventura federal es un hito decisivo en la historia social de España. Separa
netamente dos épocas del movimiento obrero español. Tras ella quebrará el
socialismo utópico en España (...) Cuando en 1881 los obreros vuelvan a
organizarse socialmente, no querrán saber nada del Partido republicano federal.
Pero el federalismo (...) no será ajeno -y he aquí su verdadera trascendencia-
a sus formas de acción y pensamiento. La aparición de una mentalidad proletaria
española estará condicionada por la obra de Pi (...) En Pi está el anarquismo
que se federa por regiones”[23].
Independientemente de
las fuentes del pensamiento federalista pimargalliano, su concepción del pacto y la federación resulta el centro de toda su interpretación del Estado y
la sociedad, así como de su análisis del problema de las colonias. En el
“Prólogo” (“El Pacto”) a la tercera edición de Las Nacionalidades, había señalado que “el pacto es el legítimo
origen de todas las relaciones jurídicas entre los hombres que han llegado a la
plenitud de la razón (...); el verdadero lazo jurídico de las naciones, es
preciso desengañarse, se encuentra en el pacto”[24].
Su concepción federal la había enunciado al decir que “la federación es un
sistema por el cual los diversos grupos humanos, sin perder su autonomía en lo
que les es peculiar, se asocian y subordinan al conjunto de los de su especie
para todos los fines que les son comunes”[25].
Más adelante, Pi señalaría el carácter esencial de la asociación pues “los
asociados han de ser y no otros, el origen de los gobiernos y de las leyes; las
opiniones en ellos dominantes dentro de cada periodo histórico, las que dirijan
los negocios públicos: el voto del ciudadano es la base de toda política”[26].
La utilidad de la federación como sistema de organización y conciliación de
intereses (aplicable a las colonias) es destacado por Pi al señalar que “la
federación es, pues, el mejor medio no sólo para determinar y constituir las
nacionalidades, sino también para asegurar en cada uno la libertad y el orden y
levantar sobre todos un poder, que, sin menoscabarles en nada la autonomía,
corte las diferencias que podrían llevarles a la guerra y conozca de los
intereses que les son comunes”[27].
A partir de estos y otros similares puntos de vista, se puede hablar de la
relación entre el pensamiento de Pi y el de socialistas utópicos franceses como
Fourier[28],
y demócratas como Rousseau[29].
Algo esencial en toda la teoría federal de Pi es su carácter legalista,
consustancial a su praxis democrática. Como ha señalado Jutglar, “el
constitucionalismo pimargalliano -concebido como metodología y forma de apoyo
para la transformación de la sociedad (es decir, como medio para la realización
revolucionaria)- entraña el principio de la revisión permanente de la misma
realidad constitucional”[30].
Es decir, una legalidad en permanente transformación, no estática, sino abierta
al cambio. Otros autores, como Manuel Tuñón de Lara, señalan el carácter
abstracto de la concepción pimargalliana, alejada de la interpretación
histórica de la formación de las nacionalidades modernas: “Pi y Margall es
mucho más el teórico de un federalismo que parte del individuo y de su
autonomía y que sitúa el centro de gravedad social sobre ese individuo aislado
y sobre cada grupo federado. Aunque en Las
Nacionalidades defiende la tesis de un Estado compuesto por una federación
de naciones ibéricas unidas por un pacto federal, llega a esta conclusión por
efecto de una construcción racional más que por el reconocimiento del hecho
histórico de una serie de entidades nacionales coartadas por el centralismo estatal
de Castilla”[31].
Sin embargo, Jutglar enfoca el proyecto federal de Pi con una visión que
trasciende el escenario ibérico y con aún más amplias connotaciones: “El
planteamiento federalista pimargalliano no sólo supone (...) un proyecto
original y revolucionario (...) en el ámbito español, sino que, además, se
comprueba que el sustrato ideológico que anima dicho proyecto trasciende más
allá de nuestras fronteras y llega a ir, incluso, más lejos de las propias
concepciones pimargallianas”[32].
A la vez, el carácter esencial y básico del proyecto federal tiene un indudable
sentido de renovación y replanteamiento de todo el sistema, que comprende
igualmente el caso colonial, inevitablemente: Jutglar lo ha calificado como “un
proyecto transformador situado (...) en una perspectiva revolucionaria, de
verdad, respecto a la fundamentación concreta misma de la unidad de los hombres
y los pueblos españoles”[33].
Más adelante comentaré los juicios, favorables y desfavorables, en cuanto al
federalismo y la actuación de Pi, pero creo propio reiterar junto con Jutglar
que este pensador “presenta el mérito indiscutible de haber sabido presentar y
defender uno de los programas más originales y atrevidos de la contemporánea
historia española”[34].
Dejando aparte la disputa sobre si su mayor legado proviene de Proudhon o Hegel
(hacia el cual se inclina Jutglar), es importante reconocer que “es evidente
que en la idea de Estado, fundada en el concepto y el papel de la revolución
federal, la tentativa de aplicación del federalismo (...) significa el intento
máximo de elaboración de un movimiento revolucionario democrático de raíz
pequeño-burguesa, en España”[35].
Aunque también asumimos el criterio, vertido por historiadores como los ya
citados Tuñón de Lara, Ferrando y Lida, de la responsabilidad de Pi ante el
fracaso de la idea federal, por su temor de aceptar un federalismo ascendente
desde abajo[36].
Pi no es un pensador estático, como nadie
puede serlo. A través de sus obras se aprecia la evolución ideológica, que va
progresivamente abriendo nuevos puntos para el análisis e interpretación de su
realidad. Es cierto que, desde muy temprana fecha, abrazó decididamente el
ideal federal como solución particular de los problemas de España, y universal
de los conflictos del mundo. Digamos que su doctrina federal y pactista es la
columna principal de su edificio teórico. Pero es necesario apreciar también
cómo se modifica en algunos puntos básicos a través de su desarrollo personal,
lo cual se refleja en las obras que sucesivamente publica y que ayudarán a
comprender más adelante su progresiva interpretación del problema colonial.
Charles A. Hennessy ha señalado que “during
the last twelve years of his life the Pi myth began to crystallize as,
increasingly isolated by the developments of new parties representing sectional
interests, he waged a lone campaign on behalf of unpopular causes. Foremost was
his campaign in his own paper ‘El Nuevo Régimen’, from its foundation in 1891,
on behalf of Cuban independence and his condemnation of Spanish colonial policy.
This required considerable courage at a time where the violently jingoistic
Spanish press universally condemned any talk of dismembering Spain’s remaining
colonial possessions. During the war fever of 1898 his plea for sanity was
drowned in the hysterical demands of frustrated national feeling for war with
the United States”[37].
Sin embargo, la simpatía de Pi por la causa de transformación colonial es mucho
más antigua de lo que supone Hennessy, pues se remite a la temprana fecha de
los fallidos intentos reformistas de los criollos cubanos en los años previos
al periodo 1868-1874, que ha definido Marina Fernández Lagunilla[38].
Dentro de este panorama de transformaciones,
dilaciones, tanteos y aciertos, la figura de Pi es destacada por numerosos
autores debido a su excepcionalidad, por lo cual Jutglar no duda en calificarlo
como “una figura que constituye una de las biografías más destacadas de la
España contemporánea (tanto por su importancia intrínseca, como por su
sensibilidad y honestidad), paradójicamente casi desconocida entre nosotros y
que -por justicia y por fidelidad a los imperativos de la verdad histórica-
debe ser colocada en el lugar señero que, por sus méritos, le corresponde”[39].
Para explicar la actividad de Pi, en ocasiones contradictoria, resulta
apropiado tener en cuenta el carácter sumamente ecléctico de la Primera
República Española[40],
donde Pi viene a ser algo así como un “hegeliano de extrema izquierda”[41].
Otros autores, en cambio, lo consideran de forma diferente, pues
“filosóficamente es un anarquista, políticamente un demócrata, socialmente, un
reformista (...) pasó de la defensa apasionada de la soberanía individual a la
estructuración lógica de su ideario político: la federación”[42].
Jutglar, después de preguntarse si Pi evolucionó desde posiciones ácratas hasta
un socialismo más o menos concreto (utópico, democrático y pequeño burgués),
para llegar a un radicalismo liberal federal, supone más lógico que estos
precedentes pueden considerarse exponentes parciales del radicalismo liberal federativo
vinculado al socialismo utópico[43].
Otros autores enfatizan el nexo
socialista de Pi desde la temprana fecha de 1854.
Hay algunas obras de principal importancia en
la comprensión del pensamiento político y social pimargalliano que muestran su desarrollo
de la idea federal la cual, como ya dije, constituye la espina dorsal de su
ideología. En una valoración general y sintética de sus obras, Tuñón de Lara ha
señalado sobre Pi: “No es posible ignorar la acción de un Pi y Margall, que a
la cabeza de los republicanos federales expresaba buen número de ideas de la
pequeña burguesía republicana. Entre sus obras más importantes se cuentan La reacción y la revolución, de la época
juvenil, publicada en 1855, donde dice: ‘no sólo es necesario acabar con la
actual organización política, sino también con la económica’. Luego, en 1877, Las Nacionalidades, en que establece su
doctrina federalista, y en 1884, Las
luchas de nuestro tiempo. Publicista incansable, Pi y Margall insertaba su
pensamiento en el positivismo agnóstico de la época cuya crítica vigorosa del
orden existente no se hallaba siempre contrapesada por soluciones coherentes
para su sustitución”[44].
Isidro Molas no duda en calificar La
Reacción y la Revolución, junto con Las
Nacionalidades, como los títulos más interesantes de la producción de Pi[45],
y agrega sobre el primero que “a pesar de que anuncia la federación, todavía no
desarrolla la idea. Se limita a señalar la meta y la senda por la que debe
marcharse: la soberanía individual y las libertades democráticas. Por esta
razón el libro puede ser calificado ideológicamente de anarquista y
políticamente de reformista. Es el anarquismo político”[46].
Aunque siento un tanto absoluta esta definición, sí parece interesante tener en
cuenta el criterio de Tuñón de Lara, quien define a Pi como un gobernante que
fue más allá del liberalismo y, posiblemente, más allá de la influencia de
Proudhon que suele atribuírsele[47].
Es en la respuesta a Echegaray sobre el librecambio -en 1870- cuando Pi desliza
conceptos tales como: “Yo creo y sostengo que el trabajo es lo que
principalmente crea el valor: que mientras una cosa es simplemente útil no
tiene valor ninguno. Una cosa no empieza a ser valor sino desde el momento en
que el trabajo del hombre ha entrado en ella”[48].
Molas insiste en calificar Las
Nacionalidades como la madurez del pensamiento de Pi, quien veintitrés años
antes había publicado La Reacción y la
Revolución. Entre una y otra fecha, las vivencias se han acumulado
fructíferamente en Pi: ha vivido el destierro, ha clarificado su teoría con
nuevas lecturas, ha sido parte de la oposición y del poder y, sobre todo, “ha
cambiado radicalmente la estructura social, mental y política de España”[49].
Al mismo tiempo que se produce una evolución en el pensamiento de Pi, también
ha sido señalada una transformación en su estilo, que se vuelve más limpio y
directo[50],
pero sobre este aspecto me detendré después. Con su incesante actividad, Pi
llega a convertirse en una leyenda viva, prototipo de honradez y admirado por
todos, aunque casi solitario en su lucha.
El llamado “Sexenio
Revolucionario” donde Pi desempeña tan importante papel con su mantenido credo
federalista, se desarrolla bajo lo que Manuel Tuñón de Lara define como
“contradicción esencial entre propietarios y no propietarios”[51],
y se resume en el balance del periodo que Molas describe así: “Atacada la
República por los carlistas, abandonada por la burguesía, reagrupándose los
monárquicos, organizándose aparte la clase obrera, con la rebelión de la
fracción más radical de los propios republicanos, los federales fueron víctimas
de su propia debilidad como organización, de su propia contradicción como
ensamblaje de fuerzas sociales entonces ya dispares. Más que un fracaso
personal de Pi y Margall, fue un fracaso de los esquemas y los vehículos que la
burguesía española había creado para tomar el poder. Así paradójicamente Pi y
Margall, que había formulado y creado los andamiajes de la revolución
democrática, se encontraba despegado de las clases que básicamente habían de sostenerlo,
las cuales, temerosas de sus propios actos, se volvían atrás intentando buscar
una solución pactista o de compromiso: la Restauración”[52].
En el complejo panorama
de la Primera República Española, Pi representó entre sus dirigentes quizá la
más sólida posición teórica, pero también la más contradictoria actuación desde
el gobierno. Es lo que Jutglar denomina como su “constitucionalismo
revolucionario”, de plataforma eminentemente legalista, que llevó a vías de
hecho en un momento donde -realizado el balance de los años- hubiera sido más
necesario, factible y útil, como él mismo lo reconoció después, una actitud
menos ortodoxa en relación con la legalidad[53].
Pi y Margall, es un hecho, tuvo importantes y trascendentes errores y
vacilaciones, cuya raíz resulta intrincado y casi estéril desentrañar hoy[54].
Son muchos los problemas que enfrentó Pi a través de su larga ejecutoria
política[55],
pero interesa en especial su actitud y actuación ante el problema colonial.
Agudamente, Jutglar ha señalado que dentro del ideal federal pimargalliano
“queda patente el hecho de que una posible Constitución federal para España,
significaba no sólo una radical reordenación y reorganización del aparato
político-administrativo del conjunto del país, sino que, además (y muy principalmente)
tal reordenación llevaba aparejada, inexorablemente, la necesidad de revisar
las estructuras básicas en que asentaban cada uno de los núcleos constituyentes
de la Federación española...|lo cual| implicaba (...) una mutación general, e
ineludible, de las estructuras económicas y sociales del conjunto de España”[56].
Esto conduciría, dentro de su concepción de la “unidad en la variedad”, a su
ideal de “una España unida. Unida y variada. A una España que debía ser algo
más que el mero ámbito de un mercado nacional. Una España, en fin, que, para
poseer una auténtica unidad, debía realizar una reorganización revolucionaria
de base”[57].
El problema es que, para Pi, en un inicio “su España comprendía las colonias,
como provincias federales de Ultramar. No pudo apreciar, en temprana fecha, que
“la península había dejado de ser una necesidad para determinados sectores
cubanos, que cada vez se veían más vinculados a su propio continente”[58].
No es para extrañar, pues este espejismo fue muy común aún entre los criollos
reformistas cubanos quienes solicitaron repetidas veces de las Cortes el
reconocimiento de un estatus especial para la Isla, lo cual tuvo siempre como
resultado el fracaso[59].
Y es que Pi apoya la independencia colonial dentro del marco constitucionalista,
coherentemente con toda su ideología[60].
Mucho después de consumada la independencia de Cuba, Pi insistía en la solución
federal, aplicada a tiempo, como panacea para el problema: “Con la sola
aplicación de nuestros principios habríamos desarmado nuestras colonias. Las
habríamos hecho autónomas al par de las regiones de la Península: y si ni aún
con esto hubiésemos conseguido pacificarlas, las habríamos declarado
independientes bajo las más equitativas condiciones, que no somos de los que
reconocen el derecho de conquista, ni creemos que contra la libertad de los
pueblos baste ni la prescripción de siglos”[61].
Sin embargo, aprecia la inevitabilidad de la separación de los territorios
coloniales; es así que con un claramente visible aliento rousseauniano advierte:
“Por la fuerza las adquirimos, y por la fuerza es natural que las perdamos.
Tienden los pueblos todos a su independencia. Están compuestos de hombres y la
libertad es en el hombre condición de vida”[62].
Es el mismo pensamiento de quien antes había aseverado, en Las Nacionalidades, que “los pueblos deben ser dueños de sí mismos”[63].
Evidentemente, como señala Jutglar y muy de acuerdo con el pensamiento
positivista pimargalliano, “no cree en la existencia de factores de ‘ontología
socio-política’ determinantes ni en la vocación ‘imperialista’ o ‘hegemónica’
de las naciones”[64].
La prensa y la tribuna de esta época recogen
suficientes muestras las cuales permiten afirmar que, dentro de todo el
panorama español, “sólo los federales de Pi y Margall y los socialistas y
anarquistas se mostraron contrarios a la guerra”[65].
En 1890, cinco años antes de estallar el conflicto que definitivamente
separaría a España y Cuba, viendo que los problemas planteados aún estaban sin
solución, y no se apreciaban tampoco intentos para ello, advierte Pi: “Sóis
árbitros de vuestra suerte, les diríamos también mañana que venciéramos.
Dictáos la Constitución que os plazca (...) os enviaremos por de pronto hombres
civiles y aún fuerzas para llevar a cabo esa transformación profunda: haremos
después cuanto podamos para borrar en vosotros hasta el recuerdo de vuestra
antigua servidumbre”[66].
Al poco tiempo de estallar el Grito de Baire, Pi escribió: “Estoy decididamente
por la independencia de Cuba. La aconsejan a la vez el derecho y la salud de la
patria (...) No por patriotas, sino por los mayores enemigos de la patria
tenemos nosotros a los que hoy tratan de llevar la nación a la guerra,
poniéndole ante los ojos pasajeras y tal vez mentidas glorias y ocultándole el
triste estado a que la ambición de sus reyes le condujo. No por la guerra, sino
por la instrucción y el trabajo, hay que levantarla”[67],
y consecuentemente con esto declaraba poco tiempo después que, si la cuestión
de Cuba no podía arreglarse por medios pacíficos, había que ir al reconocimiento
de su independencia, así como de la autonomía de las Filipinas. Esta proyección
federalista de Pi hacia el caso colonial lo singularizó en la península y
despertó entre los separatistas cubanos, si no total coincidencia de opiniones,
al menos gran simpatía y respeto[68].
El federalismo de Pi se
manifiesta ante el caso colonial, en principio, como un programa reformista que
promueve la autonomía dentro de un sistema similar a la Mancomunidad Británica
de Naciones -el ejemplo de Inglaterra aparece a cada momento-, hasta llegar a
un reconocimiento caluroso y decidido por la independencia total, que proviene
del irreversible fracaso de la política española y como lección histórica, lo
cual utiliza ampliamente en sus escritos y discursos. Todo este proceso,
dilatado por treinta años, atraviesa los vaivenes de la política peninsular y
está repleto de matices, tonos e intenciones alrededor de su idea central, el
pacto federal, como hemos visto antes.
La oratoria de asunto
cubano de Pi tiene varios puntos de interés temático, formal e intencional. Es
ejemplar la unidad de su pensamiento político, durante medio siglo de intensa
actividad en la primera fila de la escena política española. Su estilo oratorio
cambia; muchas apreciaciones formuladas inicialmente de una manera, van
transformándose con el tiempo. Como escritor, publicista y orador, Pi fue
destacado por sus “observaciones, silogismos y deducciones de una potencia
lógica y un poder de convicción incontrastables por ningún sofisma metafísico”[69],
al decir de alguno de sus contemporáneos. En general, su estilo expresivo
reconoce una evolución señalada por Conangla Fontanills: “De joven, el estilo
de Pi era florido, ampuloso, esmaltado de imágenes brillantes, lleno de
digresiones oratorias. La influencia de los clásicos retóricos españoles y en
gran parte de los románticos franceses, trascendía a su prosa. Pero a medida
que sus estudios, sus luchas políticas y su experiencia le robustecieron el
carácter, evolucionó su estilo; su prosa se hizo más concisa y clara, adquirió
una serenidad y una sencillez de expresión que constituían el mejor
‘ejemplario’ de la pulcritud, de la fluidez, la perfección y la tersura
literarias. Esta maestría insuperable se plasmó exquisitamente en sus campañas
periodísticas de ‘El Nuevo Régimen’. No puede darse mayor precisión expositiva
de los asuntos, proceso resumido en pro o en contra de los mismos y deducción
sentenciosa del concepto que merecen (...) Cada uno de aquellos artículos era
(...) modelo de claridad y bella expresión, exento de giros y contorsiones
gramaticales, depurado de asonancias ásperas y de neologismos cursis; sobrio en
adjetivos, pero palpitante de emoción en la defensa de sus ideas...|eran|
verdaderas obras arquitectónicas de una armonía, una elegancia y una solidez de
conjunto que en la literatura castellana, y sobre todo en el periodismo de más
noble escuela, quedarán como modelos clásicos”[70].
Vera González, biógrafo de Pi, ha sintetizado la imagen de él como orador: “Es,
en efecto, uno de los primeros oradores de España. No se abandona nunca al
fuego de la imaginación; no se deja dominar por la palabra; aparece dueño de sí
mismo, sereno, reposado, tranquilo; expresa su pensamiento con admirable
propiedad y elegancia, y sus discursos pueden pronunciarse siempre como han
salido de sus labios, sin que aparezca en ellos la menor incorrección. Fluido y
espontáneo, noble, claro y lógico, desdeña las pompas vanas de la fantasía y
fía su fuerza a la verdad, al peso de sus razonamientos, a la influencia
incontrastable de su lógica (...) Es quizá el más mesurado de nuestros
oradores: habla con convencimiento de la bondad de las ideas que defiende: e
insensible casi por igual a los aplausos y a las censuras, parece dirigirse, no
a la Cámara, sino al país. Su voz es dulce y suave. Su aspecto, digno y severo.
Su dicción, persuasiva y correctísima. Su presencia, majestuosa y varonil”[71].
Más adelante en su obra citada, Conangla señala que “Pi probó que nuestra
lengua puede tener toda la claridad y precisión del inglés, con el arte, la
sencillez y la elegancia del francés, sin perder por ello su clásico sabor, ni
su espíritu majestuoso. La ampulosidad, la rimbombancia, la vacuidad (...)
atribuidas por algunos, a defectos del idioma, son faltas de los autores y no
del castellano”[72].
Pi, definido por algunos como un “filósofo de la tribuna”, un “místico moderno”
y también como “fraile franciscano de la política”, inició su carrera
parlamentaria en 1869. Desde sus primeros discursos se reveló como un orador
potente y cabeza indiscutible de los republicanos, dirigidos entonces por
Figueras, Castelar y el propio Pi[73].
Desde esos momentos iniciales sus contemporáneos reconocieron en él la
austeridad y la frialdad de carácter que lo convertían en el opuesto -de forma
y fondo- de Castelar: “Es la antítesis de la pasión y verbalismo castelarinos
-fuegos de artificio-. Decía Sardol: ‘el señor ministro de la gobernación, que
ha elevado a una magistratura su alto cargo; el señor Pi, con la impasibilidad
de los bancos de la oposición, cuando explanaba sus teorías filosóficas, así
piensa hoy en el sillón del Ministerio”[74].
Reconocido como orador representativo de la llamada “Generación de 1854”[75],
y uno de los “picos de mayor valía” de la oratoria republicana, ilustró todo un
estilo muy personal dentro del grupo de tribunos, aunque calificado en alguna
ocasión de “frío”[76].
Es cierto, como ha señalado Lapesa, que “para bien o para mal, la elocuencia
era instrumento político indispensable, y para alcanzarla se acudía a los
procedimientos de la retórica tradicional, que de rechazo influían en mayor o
menor grado sobre la expresión escrita. Ésta alcanzaba mediante el periodismo
una difusión incomparablemente mayor que la lograda en épocas anteriores. La
prensa diaria, destinada a saciar el interés de un público extenso por las
cuestiones de actualidad, intentaba orientar la opinión con sus comentarios
acerca de ellas”[77].
Todo este proceso tiene su raíz en el antecedente inmediato de las Cortes de
Cádiz y su intento democratizador. De hecho, Pi apoyaba su desempeño oratorio
mediante manifiestos, circulares partidistas y diversos artículos que insistían
en sus ideas sobre el federalismo. Marina Fernández Lagunilla, al analizar su
connotación, ha señalado que “es federalismo, junto con toda la serie
etimológica con él emparentada, uno de los vocablos donde se muestra de un modo
más patente la impronta y aportación republicana al léxico político durante los
años comprendidos entre 1868 y 1874. En efecto, a pesar de que el término no es
nuevo en 1868, pues está documentado ya en las Cortes de Cádiz, es a partir de
esa fecha cuando alcanza verdadero auge y adopta un significado moderno. Es de
notar a este respecto que el Diccionario
de la Real Academia Española no registra federalismo hasta 1852 (‘Espíritu
o sistema de confederación entre corporaciones o estados’)”[78].
Esta autora también señala los diversos valores que adopta el término
federalismo de acuerdo con la intención del que lo utilizara: así durante casi
toda la primera mitad del siglo XIX, los liberales lo identificaron
peyorativamente con provincialismo o particularismo, pero desde 1868 el
vocablo va perdiendo su matiz negativo. Aparecen entonces estrechamente ligados
los términos federación, confederación y
federal, sustitutos en varios
contextos del federalismo y ligados siempre a la noción de pacto como base de la unión[79],
pues el sentido de ésta determina que se defina como federación (de arriba
hacia abajo) o confederación (de abajo hacia arriba). Pi fue -y lo demostró- un
partidario total de la federación de arriba hacia abajo, cosa que ya vimos al
analizar su actitud frente a los levantamientos federales durante su
presidencia de la República Española. Mucho más interesante resulta la
connotación que adquiere federación
entre los miembros del sector más conservador, quienes lo identifican como
“despedazamiento de la patria”.
Como orador, Pi hereda
la influencia cercana de la expresión neoclásica del siglo XVIII, más tarde
matizada por el verbo y gesto románticos, de los pensadores y movilizadores
liberales de las Cortes de Cádiz -quienes
marcan prácticamente todo el siglo XIX- al mismo tiempo que continúa una
herencia española proveniente de Gracián y Saavedra Fajardo, e incorpora los
grandes modelos de la oratoria revolucionaria francesa (Robespierre, Mirabeau,
Danton, Marat, Saint Just), y del parlamentarismo británico (Palmerston,
Disraeli, Pitt).
El tema de Cuba y su problema colonial aparece
en varias obras de Pi (artículos periodísticos, proclamas, manifiestos,
circulares partidistas), y en un conjunto de discursos dedicados al análisis de
la política interior y exterior de España. Estos constituirán el objeto de mi
comentario, lo cual no excluye la posibilidad de que acuda a otros textos
pimargallianos para esclarecer mejor su doble evolución oratoria, sobre la base
del análisis cronológico de una muestra significativa de sus discursos.
Conceptualmente, Pi
parte de una posición federal autonomista ante el problema colonial, hasta
asumir el franco reconocimiento del separatismo independentista como única salida
viable para el problema cubano. Formalmente, la oratoria pimargalliana va
remozando sus recursos, haciéndolos más efectivos y punzantes, a partir de una
simplificación del discurso, desde una herencia retoricista en un principio
demasiado cercana a los románticos, hasta el empleo preciso de la palabra justa
en el momento oportuno, sin adornos que obstaculicen el proceso de
entendimiento y persuasión.
En su extensa vida (77 años) Pi escribió
alrededor de 358 textos sobre el problema colonial cubano. El primero de ellos
que alcanzó amplia resonancia lo publicó cuando tenía 30 años de edad. Después
se ocuparía de Cuba casi ininterrumpidamente durante poco menos de medio siglo.
Su oratoria de tema cubano está compuesta por 13 discursos capitales, los cuales
cubren un período desde 1870 a 1900[80].
De éstos, me detendré sobre tres en especial, que responden a momentos
históricos y personales muy importantes en la actividad pimargalliana. Con el
objeto de profundizar en las diversas implicaciones contenidas en estas piezas,
acudiré igualmente al resto de sus discursos de tema cubano, así como a otros
textos los cuales pueden ayudar a hacer comprender mejor el pensamiento de Pi,
como es el caso de La Reacción y la
Revolución, y los artículos “La cuestión de Las Antillas” y “Las elecciones
municipales de Barcelona”.
Creo especialmente
importantes y significativos dentro de la oratoria pimargalliana los discursos
que pronuncia el 13 de junio de 1873, el 22 de junio de 1895 y el 14 de julio
de 1897. Durante el periodo cubierto por estas oraciones públicas ocurren dos
guerras de emancipación en Cuba (Guerra de los Diez Años: 1868-1878, y Guerra
de Independencia: 1895-1898), y Pi participa activamente en la vida política
española: Diputado a Cortes, Presidente de la Primera República Española, y más
tarde Diputado durante varios años de la Restauración borbónica. Su pensamiento
es el de un hombre de izquierdas, en
el sentido que este término era entendido en España a mediados del siglo XIX,
como herederas de las transformaciones jacobinas en la Francia revolucionaria,
y lo respalda con su actitud, siempre dentro de un perfil legalista y
constitucional[81],
para llevar adelante su idea de la república
federal, antepasado de la actual organización de las autonomías hispanas. El pacto
federal al cual se refiere insistentemente durante toda su actuación
política, se inspira en el pacto social
expuesto por Rousseau, aplicado a las condiciones históricas y culturales
específicas de las comunidades españolas.
Desde que en 1870 interpela en el Congreso de
Diputados al General Prim en relación con su actitud hacia el problema
colonial, Pi muestra ya un estilo sobrio, depurado de pasados devaneos
retoricistas provenientes de sus primeros años en la tribuna política. Al poner
sobre la mesa el conflicto cubano, destaca un sentido de urgencia para que las
Cortes tomaran en consideración el dilema, sin ambages ni dilaciones. Cree Pi
en una posible solución reformista autonómica dentro de las condiciones
legalistas parlamentarias, y todavía no tiene en cuenta la guerra emancipadora
como el resultado de un proceso irreversible de desarrollo, la cual alejaba y
separaba los intereses de las colonias de los de la Metrópoli. Se trataba, en
la intención de Pi, de “desarmar” a los insurrectos mediante la concesión de
“los derechos individuales para aquellas islas”. Aún no aparece en su
vocabulario político el término “independentista”, que ya formaba parte de la
terminología polémica en Latinoamérica desde fecha muy anterior[82].
Destaca entonces la inconsecuencia con los principios de la Revolución de
Septiembre, y previene el peligro de disolver las Cortes sin elaborar antes una
respuesta para el problema colonial. Su análisis del problema, lleno de buenas
intenciones, aún resulta periférico y mediático.
El 13 de junio de 1873
Pi presenta a las Cortes españolas su programa de gobierno, como Presidente de
la República. En todo el discurso utiliza el término integridad como oposición a separatismo,
y concluye que las colonias no se podían conservar dentro del sistema entonces
vigente, pues se había creado un círculo vicioso donde resultaba evidente el
contrasentido de la actitud sostenida por los intereses antirreformistas, los
cuales se escudaban detrás de un torpe subterfugio, aduciendo la imposibilidad
de llevar a las “provincias americanas” (como denomina Pi a las colonias,
siguiendo el argumento de sus opositores), las libertades reconocidas para los
españoles peninsulares, “porque se creería que obedecíamos a la presión de los
insurrectos |quienes| por su parte dicen que no pueden deponer las armas,
porque la patria les niega las libertades concedidas a los peninsulares,
libertades que son inherentes a la personalidad humana”. Y resume el sentido de
esta actitud: “Por este camino no es posible llegar a ninguna parte”[83].
Es este un discurso donde el orador observa puntualmente una lógica razonadora,
no exenta de calor y pasión, con partes bien diferenciadas de exposición,
antítesis y síntesis, y frecuentes interpelaciones a un supuesto interlocutor.
El alejamiento de las colonias lo señala Pi como un hecho mucho más que
geográfico, pues apunta que los jóvenes criollos ya no van a educarse en las
universidades españolas y se dirigen a Estados Unidos donde reciben, al mismo
tiempo que la educación, “el aire de libertad que allí reina”, y agrega, con
certero espíritu lógico: “¿Queréis luego que al volver a sus hogares vean con
calma que allí domina un régimen completamente distinto?”[84]
Por conceptos así, Pi se convierte en la mejor representación de la conciencia
autocrítica española ante el problema colonial. Debe considerarse también el
precio político que semejantes afirmaciones tenían para la posición del
diputado, en una época donde la demagogia integrista señoreaba las tribunas.
Pi también aborda otro punto
de interés dentro de su programa reformista autonómico para las posesiones
españolas: la abolición de la esclavitud. Y esto supone un cambio de toda la
estructura levantada sobre ese sistema. Era un punto cuidadosamente soslayado
en los debates parlamentarios, por todo lo que implicaba y los intereses
afectados dentro de él. Ni aún como “provincia de tercera clase” los
legisladores españoles -en su enorme mayoría- estaban dispuestos a conceder
cierta soberanía a Cuba y otras colonias. Por ello, este breve discurso -no era
amigo Pi de perorar durante horas- sintetiza su posición (reveladoramente,
desde el poder) ante el problema colonial y marca la huella que seguirá durante
varias décadas posteriores, ya en la oposición. Esto explica su actitud ante el
fin de la Guerra de los Diez Años, cuando en un discurso pronunciado el 27 de
marzo de 1881 en Santander, cuestiona las vías utilizadas por España para
terminar temporalmente con la guerra de Cuba. La manipulación sagazmente
realizada por el general Arsenio Martínez Campos de las divisiones internas
entre las fuerzas independentistas no solucionó el conflicto, de raíz mucho más
honda, y la paz conseguida resultaba superficial. Pi lo aprecia y advierte: “El
fuego está oculto debajo de la ceniza. Un ligero soplo puede renovar el
incendio. Hemos prometido mucho; no hemos cumplido nada”[85].
Todavía Pi muestra una explicable actitud paternalista hacia las colonias, las
cuales pueden esperar aún de España su “soberana protección”, quien “podría
defenderlas” para garantizar “su paz y su reposo”.
Esta posición continúa
en otros discursos sobre el tema cubano durante toda la etapa de entreguerras,
la llamada “paz turbulenta” de 1878 a 1895[86].
Muestras de esto son sus intervenciones el 19 de junio de 1881 en Valencia (donde
denuncia el virtual “estado de sitio” impuesto por España en Cuba y otras
colonias, y exige incorporación con
plenos derechos al estatuto jurídico español), y el polémico discurso en el
Congreso de Diputados, el 8 de julio de 1886, contra la monarquía y las
supuestas bondades de la Restauración borbónica, la cual ha dejado sin solución
los verdaderos problemas de España, agravados por un esclerótico
conservadurismo. Para esta fecha el proyecto federalista ha madurado en las
convicciones de Pi, y lo sostiene no sólo como una solución nacional, sino
regional e incluso universal. Esto lo convierte de hecho en uno de los pioneros
españoles de la moderna federación europea que apenas ahora está empezando a
cristalizar, y es un acto de estricta justicia recordarlo.
Cuando en 1895 estalla
nuevamente la guerra que anunció, Pi publica su artículo “La cuestión de las
Antillas”. En éste justifica el retraimiento de los delegados cubanos ante los
órganos legislativos españoles, los cuales negaron antes la aplicación de la
nueva ley electoral a los dominios de ultramar. El anacronismo español, que
mantenía en las colonias una legislación arcaica desde 1878, es puesto en
evidencia por Pi. Califica las reformas concedidas como “ilusorias e hijas de
la desconfianza” y anuncia los desastres sin ser atendido. Aún expone como
única salvación su propuesta autonomista, pues desconoce que las
contradicciones entre Cuba y España habían llegado al grado de resultar
irreconciliables con un estado de mayor o menor dependencia relativa hacia la
metrópoli. Pi no aprecia las diferencias entre el carácter de una y otra guerra
independentista: el estallido de 1868 no tuvo suficiente preparación, careció
de un programa coherente y presentó objetivos contrapuestos, respondiendo a los
intereses de diversos sectores sociales minoritarios; en 1895, en gran parte la
actividad coordinadora de José Martí había sido elemento primordial para la
creación del Partido Revolucionario Cubano, unificador y concertador de muchas
voluntades dentro de una estrategia de mayor alcance y profundidad social,
aunque no puede decirse -por la misma constitución del movimiento
independentista cubano- que estuviera unánimemente aceptada, como después se
puso en evidencia cuando finalmente estallaron las contradicciones a duras
penas contenidas, al desaparecer el principal movilizador del empeño liberador.
En junio de 1895 las
operaciones militares en Cuba entre españoles e insurrectos promovieron que el
tema colonial se tornara aún más candente. En ese mes Pi pronunció tres
discursos sobre el asunto. Aunque me referiré en especial al segundo de ellos,
no puedo dejar de comentar el precedente y el siguiente, pues forman parte de
un mismo estado de conciencia y se encuentran íntimamente vinculados. El
primero, pronunciado el 8 de junio de 1895 en el Congreso de los Diputados,
denunciaba implacablemente lo absurdo del empeño colonial y destacaba que “de
esa deplorable guerra tiene en gran parte la culpa nuestra anticuada política”[87].
La torpe reserva y la dilación en conceder las reformas habían conducido a un
nuevo enfrentamiento y, no satisfechos aún con el despropósito, el orador
alertaba que “insistimos aún en negarles la autonomía a que tienen derecho”. Ya
aparece aquí el vocablo separatista
en Pi: “De esas reformas, ¿cómo pudísteis creer que no se burlaran los
separatistas? ¿Esas son todas las concesiones que habéis podido arrancar a
nuestra generosa madre? pudieron preguntar a sus Diputados. Convencéos al fin
de que sólo por la fuerza de las armas cabe conseguir la autonomía que
deseamos”[88].
Este discurso sirve de
precedente y raíz del que sintetiza la actitud de Pi ante el problema colonial
en el momento, y su estado de evolución formal oratoria, pronunciado en el
Centro Federal de Madrid el 22 de junio de 1895, y el cual constituyó toda una
declaración de principios la cual casi parece tomada textualmente del Contrato social de Rousseau: “Debe
trabajarse por restablecer los principios de justicia. Nación alguna tiene
derecho a ocupar territorios que otros hombres pueblen, como éstos no se lo
consientan. Si una nación los ocupa por la violencia, los vencidos pueden en
todo tiempo combatirla hasta que la arrojen del suelo de su patria. No hay en
esto prescripción posible. Ni prescribe ni puede prescribir nunca el derecho a
la libertad y la independencia”[89].
Este discurso es un modelo de precisión en las
ideas, expuestas de forma clara, sin artilugios convencionales ni llamados a un
falso honor patriótico. Es una muestra además del más coherente pensamiento
liberal español en relación con el problema colonial. Más adelante reconoce un
hecho muy importante que hasta el momento no había aparecido en la producción
de Pi: la existencia de una identidad nacional diferenciadora en las colonias.
La exaltación del sentimiento libertario español aparece parangonada en este
discurso con el estado de conciencia en los criollos: “¿Han de ser calificados
allí de bandidos los que aquí calificamos de héroes?”[90]
Esta paradoja insoluble marca la política española durante todas las luchas por
la independencia en las colonias. Es también el resultado de una estrategia
nefasta, pues “debimos haberles concedido hace tiempo la autonomía a que tienen
indisputable derecho; debimos haberlos dejado unidos a la península sólo por el
vínculo de los comunes intereses: los nacionales y los internacionales”[91].
Aún piensa Pi en una autonomía, pero ya resulta prácticamente imposible de
proponer y menos de aplicar. No hay inversión posible del proceso, pues se
percata hasta dónde se ha agudizado el conflicto. Se perdieron las
oportunidades que aconsejaban “la razón, el derecho, el propio interés, la
consideración del vasto imperio”[92].
Son palabras y expresiones directas, sin matices, utilizadas por el orador para
exponer razonadamente su criterio. Podríamos decir que se aprecia una intención
didáctica para ofrecer enunciados temáticos al abordar cada idea central: “Si
hay ahora una guerra en Cuba, nuestra y sólo nuestra es la culpa”[93].
Analiza argumentos contrapuestos relacionados con la concesión de la autonomía
a la isla, pues siendo aún los más fuertes “no podrá achacarse nuestra
generosidad a flaqueza”[94].
Era importante en ese momento que España revalidara sus antiguas aspiraciones
continentales, sobre todo a raíz de una restauración monárquica y el inevitable
proyecto europeo de ella. El matiz implícito no se entiende bien sin tener en
cuenta el debate político enfrentado por Pi, pues el sector oficial defendía la
quimérica idea de sostener la guerra al precio que fuera, en el lema
desesperado y ampliamente difundido por Cánovas del Castillo: “Hasta el último
hombre y hasta la última peseta”. Esto sirve de puente para el conocimiento del
discurso siguiente, pronunciado en una velada necrológica del Centro
Republicano Federal de Madrid, el 29 de junio de 1895, apenas una semana
después del que ya examinamos antes.
Aquí insiste Pi en el
tema, con el efectivo recurso de volver al revés los argumentos de la oposición
pseudopatriótica. Es gráfica y sintética la imagen con la cual resume el drama:
“Cuba es el sepulcro de nuestra juventud en sus deplorables guerras”[95].
Utiliza la ironía y el razonamiento ab
absurdum para desbaratar los argumentos contrarios: “¡La soberanía de la
Nación! ¿Es que la Nación, para ser soberana, ha de absorber la vida de los
grupos que la componen? ¿Es que la soberanía lleva consigo forzosamente la
servidumbre de las colonias? (...) Como si hubiese para una nación mengua en
dar lo que de justicia se debe; como si no pudiera padecer más la honra
continuando la guerra y saliendo vencidos”[96].
Esta actitud de Pi, calificada de derrotista y antinacional por sus opositores,
demostró ser sensata y certera. Con la misma idea continúa en otros discursos,
como el del 19 de octubre de 1895 y, muy especialmente, en la pieza pronunciada
en el Centro Federal de Madrid el 14 de julio de 1897, por el aniversario de la
toma de la Bastilla. Creo éste es el más representativo de la oratoria de Pi y
Margall sobre el problema colonial, pues ningún otro aporta tantos elementos de
análisis del conflicto, al mismo tiempo que es un discurso dentro del más
depurado estilo pimargalliano de la concisión, la sencillez y la efectividad
del razonamiento riguroso. No duda en afirmar desde el principio: “La cuestión
que hoy más se ventila es la de Cuba”. A partir de aquí dedica unos momentos
para analizar -casi diría, desmenuzar- los argumentos de sus contrincantes, así
como las inconsecuencias de su acción política. De Sagasta dice que “olvida
(...) que con la guerra ha cambiado el espíritu de los cubanos”, destacando así
la irreversibilidad del proceso independentista. De Silvela señala que sólo ha
presentado “soluciones hipotéticas”. Y muestra pruebas para afirmar que lo
sucedido en Cuba no es una “insurrección pasajera y falta de base”, sino una
lucha por la independencia con objetivos definidos. Ya aquí, después de una
evolución que parte de utilizar los términos insurgencia, separatismo
y otros parecidos, los cuales no abordaban la esencia del problema, Pi reconoce
la independencia como parte de su
vocabulario político: “Los cubanos en armas han resistido durante más de dos
años el empuje de 200,000 españoles, el mayor ejército que ha mandado Europa a
las regiones de América”[97].
Ni las pérdidas de Martí (“el alma del movimiento”, lo califica certeramente
Pi) y Maceo, han quebrado la “sólida lucha, que despierta admiración y apoyo en
todo el mundo”. Y agrega: “Las mujeres, aún más que los hombres, están allí
porque salga Cuba del poder de España. De flores cubrirían el camino de Máximo
Gómez si le viesen entrar vencedor en la ciudad de La Habana”[98].
Aquí se equivocó en parte, pues la entrada del caudillo dominicano en la ciudad
distó de ser un hecho unánimemente celebrado, como ya señalé antes en relación
con la suspicaz Asamblea del Cerro.
Es interesante
considerar la posible influencia estilística de José Martí en Pi y Margall.
Aunque no existen evidencias de un encuentro personal entre ambos durante la
estancia del primero en tiempos de la Primera República (sí hay pruebas del
encuentro del cubano con algunos republicanos españoles, como Cristino Martos),
parece sumamente probable que hubiera una corriente de simpatía entre ambos, a
través de sus obras. Martí leía y seguía a Pi (“Pi fuerte”, lo llama en alguna
oportunidad), y aunque la mayor parte de la producción martiana permanece inédita
o poco difundida hasta la primera década del siglo XX y muy especialmente en
España, por razones políticas fácilmente presumibles (no olvidemos que otro
gran escritor, el filipino José Rizal, fue ejecutado a pesar de la intervención
de Pi en su favor), quizá hay ecos martianos en el giro novedoso y en la
palabra sorprendente utilizados por el político catalán sobre todo en sus
últimos diez años de vida. No en vano había ocurrido una renovación modernista,
de herencia clásica, pero con raíz latinoamericana, la cual transformó la
expresión en lengua castellana.
En el mismo discurso Pi califica de “vaga” la
actitud de los republicanos, y resume su idea al plantear que ya las reformas
resultaban inaceptables. Recuerda la historia, como lección para el presente:
“Empecemos hoy por donde entonces acabamos”, refiriéndose a 1878. Intenta,
coherentemente con su sólida convicción federal, un gesto más, el último: “A
Cuba no la queremos unida con la metrópoli sino por el vínculo de los comunes
intereses: los intereses nacionales y los internacionales” -idea que ya había
vertido antes- pero agrega, viendo la crisis en su punto más alto: “Si con todo
no la aceptaran |la autonomía|, nosotros que miramos la guerra como el mayor de
los males y encontramos aceptables todos los medios que puedan conducirnos a
ponerle término, llegaríamos sin vacilaciones a la independencia. ¿Cómo no, si
nosotros negamos en nuestro programa el derecho de conquista, y reconocemos en
las gentes conquistadas el derecho de arrojar en todo tiempo de su territorio a
los invasores sin que baste a quitárselo la prescripción de siglos?” Y
sintetiza la contradicción: “Del fondo de las mismas declaraciones de Silvela y
Sagasta surge la independencia”[99].
La noción colonialista, todos los subterfugios de tutelaje invocados como
legitimadores de la conquista, también los cuestiona cuando dice: “Si algo
puede legitimar este derecho, es la inferioridad de los conquistados y la
conveniencia de educarlos. Educados ya, ¿con qué título cabe mantenerlos bajo el
yugo? Son las colonias para las naciones lo que los hijos para los padres”.
Aquí introduce la imagen de la relación padre-hijo = metrópoli-colonia, como un
supuesto aceptado para después demolerlo, previendo una respuesta de sus
oponentes, recurso evidente de la mayéutica, apoyado por un constante y
efectivo contrapunteo de preguntas y respuestas: “Mayores las colonias hacen, o
aspiran a hacer, otro tanto. ¿No es ya mayor Cuba? Si no lo fuese ¿de quién
sería la culpa sino nuestra? ¿Ni con cuatro siglos de coloniaje habríamos
sabido educarla?”[100]
Después de analizar los
fracasos coloniales españoles desde el siglo XVII, sintetiza todo el sentido de
su discurso en una serie de apotegmas que refuerzan la legitimidad de la
independencia cubana, pues “así como el forjador no aprende a forjar sino
forjando, los pueblos no aprenden a hacer buen uso de la libertad sino a fuerza
de usarla”, de lo cual bien pudo poner como ejemplo a los propios españoles de
su momento. Pi percibe esa reticencia hispana tan antigua y extendida para
aceptar en sus dominios la libertad la cual asumían y disfrutaban en la
península como derecho inalienable.
Hasta el último instante
de su vida, Pi y Margall sostiene esta actitud crítica, exigiendo de sus
compatriotas una posición consecuente en relación con Cuba. No lo logrará. En
discursos posteriores realizará el balance de toda la etapa como un necesario
proceso de aprendizaje el cual sirviera para conducir por rumbos nuevos la
política española. Estos son los casos de las piezas oratorias pronunciadas en
la sesión del Congreso (17 de julio de 1899) y en un acto del Centro Federal de
Madrid (11 de febrero de 1900). En este último dice: “No bastan los ejércitos a
salvar las naciones”, y ante la perplejidad por la quiebra colonial, señala que
“no nos explicamos bien las causas porque perdimos la Isla de Cuba, y no es
difícil apreciarlas. Allí era donde estaba más vivo el sentimiento de la
Patria. No los insurrectos sino la isla toda nos era enemiga. Favorecían todos
los cubanos la insurrección, cada cual, a su modo, y hasta los maestros
inculcaban a sus alumnos el odio a España. Enardecíanla con sus entusiasmos la
mujer, con sus cantos el poeta. ¿Qué había en cambio en nuestros soldados? A su
llegada a Cuba la triste noción del deber: cuando se habían batido, un más o
menos ardiente deseo de venganza. Por esta razón no pudieron contra 30 ó 40,000
insurrectos 200,000 españoles”[101].
En 1900 pronuncia Pi
otro discurso, el último donde habla públicamente sobre Cuba y recuerda que de
haber concedido a tiempo las reformas, España gozaría entonces de una mejor
relación con la antigua colonia, que se traducirían en unas relaciones
comerciales mutuamente beneficiosas, pero al persistir en su actitud cerrada,
el imperio había clausurado las puertas para ese intercambio y lanzado a la
isla a los brazos de su vecino y más poderoso competidor, los Estados Unidos.
Aunque como periodista ya había publicado Pi varios artículos sobre la
presencia norteamericana en la isla. Imbuido profundamente por su idea
federalista, Pi aprecia en los Estados Unidos en principio, el ideal de su
república, pues están organizados como una entidad federativa, consagrada por
el uso y el éxito nacional e internacional. De hecho, justifica la intervención
de ellos en la guerra hispano-cubano apoyado en la ayuda que España brindó a Inglaterra
cuando la guerra libertadora de las Trece Colonias, o cual en su entender
constituye un precedente jurídico que legitima la acción norteamericana en
Cuba. Esta es su posición inicial[102],
pero el desarrollo mismo de la guerra le hace tomar otro camino a sus opiniones[103].
Figura solitaria en el escenario político español de su época, quizá el único
político “de izquierdas” congruente con sus ideas, Pi asume durante el
conflicto la actitud no sólo de advertir los peligros, sino se levanta como el
único valedor de la independencia cubana en la escena política española, actitud
peligrosa por cuanto transgredía el concepto del “honor nacional” tan manejado
por los partidarios de resistir a toda costa. Asume una posición auténticamente
molesta e irritante ante una delicada situación como el fusilamiento del
emisario español Ruiz, por haber llevado un mensaje autonomista cuando el
Gobierno en Armas dirigido por Máximo Gómez había condenado con la pena máxima
cualquier proposición de este tipo[104].
Crítico del sistema
desde dentro, Pi no incurre en el engaño por el espejismo de estabilidad
proyectado por la Restauración como rasgo definidor de su imagen histórica. Con
ironía y precisión, resume que la intención de ésta ha sido “no matar el
fanatismo, sino vivificarlo”[105].
Y agrega: “Nada bueno nos ha traído esa restauración; sí mucho malo”[106].
Realiza un análisis de las condiciones materiales concretas, con sólida base
económica, que han separado los intereses de la metrópoli y Cuba: “Las dos principales
producciones de Cuba eran el azúcar y el tabaco. Cuando el valor del azúcar
menguaba porque lo hacían de remolacha y sorgo otras naciones dando primas a
los que lo fabricaban, nosotros le imponíamos nada menos que 31 pesetas por
cada 100 kilogramos, a fin de sostener y favorecer las fábricas de Andalucía,
como si Cuba no fuera parte de la nación. Derechos de exportación imponíamos
también sobre el tabaco, cuando el valor del tabaco decrecía. En los tejidos
era disparatada la diferencia que había entre los derechos de los productos peninsulares
y los de los extranjeros”[107].
En su último artículo[108],
dictado seis días antes de morir, Pi realiza un paralelo entre la guerra cubana
y el movimiento catalanista, como un último eco de la lección recibida y aún no
aprendida. El gobierno sigue el mismo cauce de errores, dudas y equivocaciones
que cuando la crisis de Cuba. Pi aplica un modelo a otro -quizá un tanto
rígidamente y con una cierta peregrina aproximación de diferentes contextos- a través
del prisma federal, y promueve la solución que ha mantenido inalterable durante
su vida: “Si los gobiernos fueran previsores, lejos de combatir esos partidos
|se refiere a los regionalistas, catalanistas y federales|, los favorecerían,
usándolos como barrera contra toda aspiración a la independencia”[109].
Pi enumera encadenadamente sus ideas, en contacto con la historia reciente y
remota, para demostrar el sostenido error de la política española, a la cual
califica como imprevisora y absurda, atenida al unitarismo nacional. Y
advierte, en sus últimas palabras escritas: “Piénselo el gobierno y cambie de
conducta”[110].
No cambiaron.
Francisco Pi y Margall,
analista y partícipe de su tiempo, y figura principal de la Primera República
Española, recorre el inevitable camino marcado por los acontecimientos
históricos, evolución que puede seguirse a través de su obra, en especial, para
el caso de este comentario, en los discursos y escritos sobre el tema colonial,
a partir de la muestra de tres de ellos los cuales responden a momentos
importantes de su trayectoria ideológica y estilística. Su pensamiento se va
radicalizando dentro de las mismas circunstancias: directamente relacionado con
su ideal federalista y pactista, aboga en principio por las reformas autonomistas
como solución al problema de las colonias, cuando todos defienden una política
férrea negadora de cualquier concesión. Es un crítico dentro del sistema
mantenido por España: en eso estriba su mayor grandeza moral. A partir de esta
posición inicial, comprende paulatinamente que para el problema sólo existe, en
última instancia, la independencia como solución drástica, en relación directa
con la errónea política sostenida hasta entonces. Al mismo tiempo, su oratoria
se hace más efectiva, depurada de adornos inútiles y efectismos impresionistas.
Busca ante todo razonar, convencer, abrir nuevas vías para el conocimiento,
apelando a la capacidad de discernimiento más que a la pasión manipulada, sin
ser por ello frío o insensible. Todo lo destaca, y en especial dentro del tema
colonial, como exponente de una manera de asumir la acción política desde la
tribuna española del momento, que en él se caracteriza por la exposición
metódica contrapuesta al retoricismo predominante en la época. No podía ser de
otra manera: su mensaje de renovación debía vestirse con el ropaje novedoso de
una época de cambio, ante la ciega resistencia de admitir los nuevos tiempos.
[1]
Armando Segura, “El invento político del 98”. Ideal (Granada), 17 de enero de 1998. p. 25.
[2] Ídem.
[3] En el mismo artículo anterior, por
tomarlo como referente a la mano, puede leerse: “Es entonces cuando cobró
fuerza y valor de uso, la generación
del 98, único expediente ideológico para crear una izquierda burguesa, radical,
social-liberal, que mantuviera los intereses extranjeros en España, bajo la
cobertura más locuaz, la de una españolidad de postal, cartón piedra, hoja de
calendario, zarzuela a ritmo de esperpento e inteligencia teatral, factura de
calvas hondas y miradas en lo infinito.” No es justa esta apreciación, porque
desconoce algo fundamental: esa generación que se trata de caricaturizar sí
emprendió una revisión sobre la realidad española, que ojalá otras “izquierdas”
más “combativas”, “decididas” y “auténticas” hubieran emprendido en su momento.
[4] Un triunfal candidato del PSOE a unas
futuras elecciones para la presidencia del gobierno español, ha declarado en
medio de la euforia del éxito, que ya es hora que España vuelva a tener un
presidente catalán: clara alusión al segundo presidente de la primera
república, Francisco Pi y Margall. Pero el “catalanismo” no basta como programa
político, y alarma que se vislumbre desde ahora una posible alianza entre ese
virtual líder del PSOE, con el anquilosado y atrabiliario estalinista de viejo
cuño Julio Anguita, ex “Califa Rojo” de Córdoba y hoy melancólico coordinador
de Izquierda Unida, nombre que postula la mejor negación de lo que es realmente
esta agrupación caracterizada por su atomización.
[5] Quizá no fue sólo esto e influyó más su
conocimiento (y padecimiento) directo y reiterado de las peculiaridades del
“carácter cubano”. Recuérdese la carta a su mujer, “Manana”, donde después de
contarle un incidente, sentenciaba: “Estos cubanos, o no llegan, o se pasan”.
[6] Y no precisamente por falta de advertencias
en este sentido, pues el mismo almirante Cervera más que pedir, rogó muchas veces al gobierno español,
modernizara y pertrechara adecuadamente la flota española, la cual ya estaba
completamente obsoleta en su época. El colmo es que, aunque más tarde absuelto,
Cervera fue sometido a juicio militar después de la derrota en Santiago de Cuba
por la acusación de no haber defendido suficientemente el honor español en esa
batalla naval: la misma lógica de Stalin o Castro.
[7] A pesar que durante muchos años la
explosión del acorazado “Maine” fue señalada como una autoprovocación
norteamericana y pretexto para tomar parte en la guerra -punto de vista
sostenido por algunos españoles y la historia oficial en Cuba desde 1959- hace
suficientes años que los Departamentos de Estado y Marina de los Estados Unidos
reconocieron que fue causado por un accidente debido a error humano de uno de
sus tripulantes.
[8] En la misma oportunidad que menciono en
la nota siguiente.
[9] Así lo realizó don Enrique Pérez
Cisneros, historiador cubano, al presentar su libro sobre la Guerra de
Independencia cubana de 1895, en la madrileña tertulia del “Café Central”, que
anima el entusiasmo y la persistencia de Víctor Batista Falla, el 4 de enero de
1998.
[10]Vid. Josep Conangla Fontanills, Cuba y Pi y Margall. La Habana,
Editorial Lex, 1947. Cap. VI, pp. 53-58. Aquí pueden consultarse varios juicios
de contemporáneos de Pi sobre su estilo. En adelante, sólo CONANGLA.
[11] María Cruz Seoane Couceiro, Oratoria y periodismo en la España del siglo
XIX. Valencia, Castalia, 1977. pp. 302-327.
[12] Ibídem,
p. 338.
[13] Marina Fernández Lagunilla, Aportación al estudio semántico del léxico
político: el vocabulario de los republicanos. Hamburgo, Helmut Buske, 1985.
p. 13.
[14] Rafael Lapesa, “Ideas y palabras: del
vocabulario de la Ilustración al de los primeros liberales”. Asclepio, XVIII-XIX (Homenaje a Pedro
Laín Entralgo). Madrid, 1966-1967.
[15] Antoni Jutglar, El constitucionalismo revolucionario de Pi y Margall. Madrid,
Ediciones Taurus, 1970. Cuadernos Taurus, No. 92. p. 22.
[16] Gumersindo Trujillo Fernández, “Pi y
Margall y los orígenes del federalismo español”. En: G. Berger, El Federalismo. Madrid, 1965.
[17] Isidro Molas, Ideario de Pi y Margall. Madrid, 1966.
[18] Charles A. M. Hennessy, The Federal Republic in Spain. Pi y Margall
and the Federal Republican Movement (1868-1874). Oxford, 1962. Existe una
versión en español: La República Federal
en España. Pi y Margall y el movimiento federal (1868-1874). Madrid, 1967.
[19] Isidro Molas, ob. cit.
[20] Antoni Jutglar, ob. cit., pp. 26-27.
[21] Ibídem,
p. 50.
[22] Manuel Tuñón de Lara, Francisco Pi y Margall y el federalismo
español.
[23] Juan Ferrando Badía, El estado unitario, el federalismo y el
constitucionalismo español. Madrid, Tecnos, 1986.
[24] Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades, art. cit.
[25] Ibídem.
[26] Ibídem.
[27] Ibídem.
[28] Las relaciones entre los falansterios propuestos por Fourier
recuerdan en mucho la organización federal defendida por Pi y Margall.
[29] El sentido del pacto social que defiende el filósofo ginebrino en su Contrato social puede tomarse como la
base del ideario federalista pimargalliano.
[30] Antoni Jutglar, ob. cit., p. 47.
[31] Manuel Tuñón de Lara, ob. cit.
[32] Antoni Jutglar, ob. cit., pp. 14-16.
[33] Ibídem,
p. 14.
[34] Ibídem,
p. 12.
[35] Ídem.
[36] Esta fue una de las preocupaciones más
constantes de Pi y Margall en su conceptualización del ideario federal, pues
sospechaba que la disolución extrema de los lazos sociales derivara hacia el
caos, pero se afirmaba con su “fe” federal en que una política adecuadamente
aplicada soslayaría este peligro.
[37] Charles A. Hennessy, ob.cit.
[38] Marina Fernández Lagunilla, ob.cit.
[39] Antoni Jutglar, ob. cit., p. 85.
[40] Ibídem.
[41] Ibídem.
[42] Ibídem.
[43] Ibídem.
[44] Manuel Tuñón de Lara, ob.cit.
[45] Isidro Molas, ob.cit.
[46] Ibídem.
[47] Manuel Tuñón de Lara, ob.cit.
[48] Francisco Pi y Margall, Ideario federal.
[49] Isidro Molas, ob.cit.
[50] Ibídem.
[51] Manuel Tuñón de Lara, ob.cit.
[52] Isidro Molas, ob. cit.
[53] Antoni Jutglar, ob. cit.
[54] Algunos estudiosos han especulado en lo
que hubiera sucedido si Pi y Margall hubiese tenido, por ejemplo, una actitud
más decidida en relación a la puesta en práctica de sus convicciones, desde la
posición de poder que le brindaba la presidencia de la república, pero pasan
por alto entre otros aspectos, las circunstancias tan difíciles y provisorias
por las que atravesaba el primer intento republicano español. Es fácil señalar,
a la distancia de los años, lo que debió
hacerse, pero con la ventaja a su favor de poder ver la historia como se
desenvolvió.
[55] Sin duda alguna fue el político español más
visionario de su momento y el más entregado a sus convicciones, aunque no
siempre congruente con las mismas, por las propias necesidades que le imponía
el desempeño de sus diversas responsabilidades y, sobre todo, su misma
conciencia de respeto hacia las instituciones que había acatado.
[56] Antoni Jutglar, ob. cit.
[57] Ibídem.
[58] Ibídem.
[59] Fueron varios los intentos de los
promotores reformistas insulares para lograr que España acordara una
legislación más razonable a la isla; incluso los republicanos defensores de
conquistas para los ciudadanos peninsulares se mostraron invariablemente
reticentes para la concesión de estas reformas.
[60] El político catalán procedía con lógica:
al considerar todas las regiones españolas dentro de su sistema federal, las
colonias estaban comprendidas en este proyecto y por tanto resultaba apresurada
para él la aplicación de un programa de reformas que pudieran demorar o
entorpecer la aplicación del mismo en las zonas del dominio español.
[61] Francisco Pi y Margall, ob. cit.
[62] Francisco Pi y Margall, ob. cit.
[63] Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades.
[64] Antoni Jutglar, ob. cit.
[65] Ibídem.
[66] Francisco Pi y Margall, ob. cit.
[67] Francisco Pi y Margall, ob. cit.
[68] “Pi fuerte, Pi grande” lo llamó en
alguna ocasión José Martí.
[69] Conangla, ob. cit.
[70] Conangla, ob. cit.
[71] J. Vera y González, Pi y Margall y la política contemporánea.
[72] Conangla, ob. cit.
[73] Es indiscutible el papel protagónico que
desempeñó Pi en la primera república española, a pesar del aislamiento al cual
quedó reducida su tesis federalista, incomprendida por los más, burlada por
algunos e ignorada por todos.
[74] Conangla, ob. cit.
[75] Pi y Margall tenía un estilo oratorio
que tanto en la forma como en el fondo mismo de sus piezas, lo distinguía del
resto de sus colegas parlamentarios. Con los años estas diferencias fueron
acentuándose, no sólo porque continuó la depuración de sus recursos expresivos
-cada día más atenido a la lógica de las argumentaciones- sino porque su
ideario federalista se concentró con el paso del tiempo, pasando de intuiciones
a convicciones profundas.
[76] Conangla, ob. cit. La “frialdad” de la
oratoria pimargalliana era la manera como sus contemporáneos calificaron su
lógica expositiva, extraña en la tribuna ibérica de entonces, donde se acudía
con uso y abuso a la persuasión efectista lograda por el gesto y el tono más
que por la fuerza de los argumentos. Por ejemplo, el humor le resultaba
totalmente ajeno a Pi, al contrario de los parlamentarios de la época, quienes
lo utilizaban como recurso de descalificación de sus oponentes.
[77] Rafael Lapesa, ob. cit.
[78] Marina Fernández Lagunilla, ob. cit.
[79] Ibídem.
[80] Todos estos discursos aparecen en la
recopilación realizada por Conangla Fontanills (Vid. Nota 10), en el siguiente orden: *Contra Prim, en el Congreso
de Diputados, 1870, p. 165; *Presentación a las Cortes del Programa de
Gobierno, 13 de junio de 1873, pp. 165-166; *Santander, 27 de marzo de 1881,
pp. 166-167; *Valencia, 19 de junio de 1881, pp. 167-168; *Contra la Monarquía,
en el Congreso de los Diputados, 8 de julio, 1886, p. 168; *Madrid, 8 de junio,
1890, pp. 168-169; *Congreso de los Diputados, 8 de junio de 1895, pp. 181-182;
*Centro federal de Madrid, 22 de junio de 1895, pp. 182-184; *Velada
necrológica en el Centro republicano federal de Madrid, 29 de junio de 1895,
pp. 184-185; *Centro federal de Madrid, 19 de octubre de 1895, pp. 201-203;
*Centro federal de Madrid, 14 de julio de 1897, pp. 367-370; *Sesión del
Congreso, 17 de julio de 1899, pp. 652-653; *Centro federal de Madrid, 11 de
febrero de 1900, pp. 660-661. También en esta obra aparecen fragmentos de La Reacción y La Revolución (pp.
161-165), y los artículos “La cuestión de las Antillas” (pp. 169-170), y “Las
Elecciones municipales de Barcelona” (pp. 697-699).
[81] Vid.
Antoni Jutglar, ob. cit. pp. 22-23.
[82] Desde principios del siglo XIX, cuando
Bolívar escribe la llamada “Carta de Jamaica”, y aún antes, el término independencia formaba parte del léxico
político hispanoamericano, pero en la península -aún por los más liberales- era
considerado un vocablo disolutivo.
[83] “Presentación a las Cortes del Programa
de Gobierno”, 13 de junio de 1873, CONANGLA, p. 165.
[84] Ibídem,
p. 166.
[85] Ídem.
[86] Vid.
José Luciano Franco, Hombradía de Antonio
Maceo. La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1977.
[87] “Congreso de los Diputados”, 8 de junio
de 1895. CONANGLA, p. 181.
[88] Ibídem,
p. 182.
[89] Vid.
Juan Jacobo Rousseau, El contrato social.
México, Dirección General de Publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma
de México, 1969. Cap. VI, “Del pacto social” (p.20): “En tanto que un pueblo
está obligado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el
yudo, y lo sacude, obra mejor aún, pues recobrando su libertad con el mismo
derecho con que le fue arrebatada, prueba que fue creado para disfrutar de ella.
De lo contrario, no fue jamás digno de arrebatársela...” Nótese la cercana
proximidad de estos conceptos con los de Pi citados en el texto.
[90] “Discurso en el Centro Federal de
Madrid”, 22 de junio de 1895. CONANGLA, p. 183.
[91] Ídem.
[92] Ídem.
[93] Ídem.
[94] Ibídem,
p. 184.
[95] “Velada necrológica en el Centro
Republicano Federal de Madrid”, 29 de junio de 1895. CONANGLA, p. 185.
[96] Ídem.
[97] “Centro Federal de Madrid”, 14 de julio
de 1897. CONANGLA, p. 367.
[98] Ibídem,
p. 368.
[99] Ídem.
[100] Ibídem,
p. 369.
[101] “Centro Federal de Madrid”, 11 de
febrero de 1900. CONANGLA, p. 660.
[102] Sobre la posición que asume inicialmente
Pi ante la presencia norteamericana en la guerra hispano-cubana, cfr. “La
Guerra de Cuba” (11 de diciembre de 1897), CONANGLA, p. 410, y “El mensaje de
Mac Kinley” (también del 11 de diciembre de 1897), CONANGLA, p. 407. En ambos
artículos, Pi muestra su simpatía por la participación norteamericana en la
contienda, la cual de alguna forma venía a confirmar sus predicciones tantas
veces desestimadas.
[103] Los acontecimientos de la guerra y la
actitud del Gobierno de Ocupación de prolongar su estancia, al mismo tiempo que
con las disensiones profundas en el campo cubano maniobra para la imposición de
la “Enmienda Platt” -que establecía el derecho de intervención norteamericana
en casos de urgencia en Cuba y que resultaba dolorosa para la dignidad
nacional, aunque el derecho internacional vigente entonces consideraba legales
ciertas formas de tutelaje, como la practicada por Inglaterra y Francia en
algunas posesiones-, hacen que Pi reconsidere su actitud y se percate de ese
otro carácter de la presencia norteamericana en la Isla. Cfr. “Cuba” (22 de
junio de 1901), CONANGLA, p. 688; “Cuba” (10 de agosto de 1901), CONANGLA, p.
691; “Cuba” (6 de julio de 1901), CONANGLA, p. 689; y “Cuba” (21 de septiembre
de 1901), CONANGLA, p. 694. Los artículos citados bajo el nombre genérico de
“Cuba”, forman una serie que sobre el tema aludido comenzara a publicar el
autor en 1889.
[104] Ante este lamentable suceso, Pi adoptó
una postura de loable rectitud que le ocasionó fuertes ataques por parte de los
sectores reaccionarios y de otros engañados por un falso y manipulado concepto
del honor nacional. Como argumento para apoyar la decisión de Máximo Gómez, Pi
acude a la historia española reciente: durante el sitio de Gerona, a principios
de 1808, el general español Mariano Álvarez de Castro decretó: “Será pasado por
las armas el que profiera la voz de capitular o de rendirse...” Vid. Francisco
Pi y Margal, “Lo de Ruiz y Aranguren”, CONANGLA, p. 413. Tbn. Francisco Pi y
Margall, “Menos pasión, más calma”, CONANGLA, p. 414, ambos del 25 de diciembre
de 1897.
[105] CONANGLA, p. 660.
[106] Ídem.
[107] Ídem.
[108] “Las elecciones municipales de
Barcelona”, art. cit.
[109] Ibídem,
p. 697.
[110] Ibídem,
p. 699.