“Rey es la persona más triste que he conocido”, dijo el poeta Roberto Valero cuando le pregunté cómo era Reinaldo Arenas. “Pero te puede engañar. Tiene un sentido del humor extraordinario y te vas a divertir mucho con él”. Ya lo había empezado a conocer a través de su novela El mundo alucinante. Poco después me lo presentó Roberto, quien en breve sería mi esposo. Ambos éramos estudiantes en la Universidad de Georgetown en Washington, D.C., donde Roberto había obtenido una beca para hacer su doctorado en literatura latinoamericana, y estaba organizando un panel sobre autores cubanos llegados por el Mariel. Arenas, quien ya contaba con reconocimiento internacional, sería la figura más destacada.
A comienzos de mayo de 1982, dos años después del éxodo del Mariel, en cuya oleada llegaron Reinaldo, Roberto, y más de cien mil refugiados cubanos a las costas de los Estados Unidos (en aquellos tiempos la estrella norte de los perseguidos de nuestro planeta, y en especial de los que huían del régimen castrista), Roberto y yo nos encontrábamos haciendo planes para nuestras primeras vacaciones juntos. El semestre había concluido, y como los dos teníamos trabajos universitarios, no nos tocaba ni estudiar ni trabajar hasta agosto. Roberto estaba deseoso de ver los Estados Unidos, país que idolatraba, y yo siempre estaba lista para cualquier viaje. Habíamos ahorrado dinero para nuestro primer apartamento, y podíamos ahorrar más si postergábamos la mudanza hasta mediados de julio. Nuestros ahorros nos permitían un viaje, y él me preguntó que adónde quería ir.
“El gran sueño de mi vida siempre ha sido ir al Gran Cañón del Colorado”, le dije. Le conté que de chiquita había leído un libro ilustrado sobre unos niños que viajan al Gran Cañón con sus abuelos, y que después me había topado con fotos y dispositivas que me dejaron incurablemente ilusionada. Pero en parte se lo dije en broma. Era un viaje imposible.
Roberto había leído el mismo libro y se había dejado seducir por las mismas imágenes. Pero él no se dejaba limitar por ningún obstáculo.
“Pues vamos al Gran Cañón”, dijo.
Le dije que el Cañón quedaba casi al extremo opuesto del enorme país, y busqué un mapa para demostrárselo. Agregué que nuestros ahorros no eran tantos, y que en menos de un par de meses teníamos que poner un depósito y el primer y último mes de alquiler para un apartamento.
Él miró el mapa detenidamente, trazando una ruta con el índice.
“Estos son los Estados Unidos”, declaró. “Aquí eres libre, y puedes ir a dónde te dé la gana. El sistema de carreteras es excelente, tenemos mapas, y tú tienes un carro. Y en cuanto al dinero, no te preocupes. Ahora mismo voy a llamar a Arenas, y ya vas a ver cómo lo entusiasmo para que venga con nosotros. Él vendrá con su amigo Lázaro, y como vamos a repartir los gastos entre cuatro, nos va salir muy barato”. Me miró feliz, con una expresión libre de toda duda. “Tú quieres ver el Gran Cañón del Colorado. Vas a ver el Gran Cañón del Colorado”. Se levantó y fue al teléfono a llamar a Reinaldo, quien se apuntó con entusiasmo. Unos diez días después, aún incrédula, estaba al timón rumbo a Nueva York para recoger a Reinaldo y a Lázaro, la primera parte de nuestra aventura hacia el Gran Cañón del Colorado.
Reinaldo vivía en un edificio viejo cerca de Times Square. En su apartamento, modesto pero amplio, todo estaba dispuesto en un orden impecable. Colgado en la pared detrás de su escritorio y su máquina de escribir, un retrato de Virginia Woolf velaba el sitio como una versión británica de la Caridad del Cobre. Nos alojó en un apartamento vacío cerca del suyo (“miren, este sitio está vacío hace meses y yo puse un colchón muy bueno y algunos muebles ahí’) donde caímos rendidos después de pasar una noche inolvidable dando vueltas por el festival del barrio italiano en la calle Mulberry. Rey perdió una cantidad considerable de dinero en un misterioso juego al azar con un personaje que tenía el don de convencer a cualquiera que estaba a punto de ganarse una fortuna si solo jugaba una vez más (“si gano, no paramos hasta Oregón”), y después comimos en el barrio chino. Al día siguiente partimos bien temprano, armados con el mapa y los cálculos de Roberto, listos para conquistar el oeste. Solo que nos llevó casi dos horas salir de la ciudad. Cada vez que cruzábamos el puente que nos sacaba de la ciudad, volvíamos a caer otra vez en dirección a Manhattan. “Esta maldita ciudad no me deja salir de ella”, dijo Rey. Nueva York fue su segunda patria, y ya ejercía una extraña atracción sobre él.
Una vez que logramos escaparnos de Nueva York, avanzamos sin contratiempos. Nuestra primera parada notable sería el Gateway Arch de San Luis, el monumento más alto de los EE.UU., una obra maestra del arquitecto Eero Saarinen. Impresionante desde la lejanía, el arco resplandecía plateado como un espejismo al fondo de las praderas, los graneros y las vacas. Reinaldo no quería montarse en el elevador que va hasta la cima del arco, ofreciendo vistas memorables de la ciudad y sus entornos. “Ustedes van y sacan fotos”, dijo, pero finalmente fue y disfrutó enormemente. Esa noche descansamos en las afueras de San Luis, y la mañana siguiente paramos a desayunar en un McDonald’s, donde había un mapa enorme de los Estados Unidos. Rey me preguntó que dónde estábamos y que dónde estaba el Cañón, y yo se lo señalé. Miró el mapa unos segundos e hizo unos trazos en el aire con la mano. “Ah, entonces casi llegamos. Vamos por aquí, seguimos así, doblamos para abajo, manejamos toda la noche, y mañana estamos allá”. Nos faltaban unos tres días de viaje.
Por donde quiera que íbamos éramos una sensación, yo con el pelo en trenzas pegadas y ellos con sus acentos, y todos, claro, hablando español. Después de atravesar varios estados, finalmente salimos de Kansas y entramos en Colorado. Siguiendo la ruta 70 hacia el oeste, el pobre Toyota empezó a renquear; avanzaba lentamente y pensé que había algún problema con el motor. Entonces vimos nieve a ambos lados de la carretera, y me di cuenta de que estábamos subiendo una montaña. Habíamos llegado a la cordillera de las Rocosas. Salimos del auto con gran alegría y terminamos en una guerra de bolas de nieve. Esta fue nuestra introducción a los majestuosos paisajes del oeste, primero las montañas nevadas y después los desiertos de piedra roja. Cuando pasábamos por el desierto pintado, especulábamos acerca del misterioso origen de esos paisajes, y yo me puse a dar explicaciones de que si la erosión, los procesos geológicos, etc. “Nada de eso”, dijo Reinaldo. “Lo que pasa es que todas las noches unas locas despatarradas se ponen a pintarrajear el desierto para que vengan los turistas y ellas se enriquecen vendiéndoles Coca-Cola y camisetas”. Así se resolvió el misterio.
Seguimos por Colorado y Utah, pasando por la foresta de árboles petrificados, los cañones del Escalante, los arcos naturales… Todo obra de los extraterrestres, según Rey, y yo no quise seguir con mis aburridas explicaciones científicas. En algún momento Roberto sugirió que nos retratáramos tirados en el desierto leyendo la revista de arte y literatura Linden Lane, que aún publica Belkis Cuza Malé desde algún sitio de Texas, y Rey convirtió esto en retratarse desnudo, solo cubierto por una revista Linden Lane.
Llegamos al Gran Cañón, al área de Desert View, por la mañana. Después de pasar un buen rato contemplando el deslumbrante panorama, decidimos hacer el descenso hasta el río Colorado. Pronto nos enteramos que las famosas mulas estaban reservadas por meses, que nadie había cancelado, y que había una lista de espera para las cancelaciones. “Vamos a pie”, no sé quién dijo, y nos dirigimos hacia el comienzo del camino que baja hacia el río, donde vimos un letrero dando varias advertencias, entre ellas, de no tratar de bajar hasta el fondo del cañón y volver a subir el mismo día, de llevar agua y comida, etc. Roberto me miró. “Ya sabes cómo son los americanos de exagerados”, le dije. Y con eso los cuatro, frescos y ligeros sin el peso del agua, comida y demás bultos recomendados por los americanos exagerados, comenzamos nuestro descenso.
Imposible describir la belleza, los paisajes, las sensaciones… Las entrañas de la tierra, abiertas y dispuestas a contar su historia de diluvios, terremotos, erosión, y vaya, quién sabe si hasta invasiones de extraterrestres. A medida que avanzó el día, soleado y de un cielo azul salvaje, el fresco de la mañana se evaporó y dio paso a un calor seco, abrasador. No sé a qué hora llegamos al fondo, pero el sol ardía y parte del plan había sido ir a nadar en el río, así que nos quitamos la ropa y nos lanzamos a las aguas del Colorado. Bien recuerdo el momento en que mi cuerpo entró al agua. Con el calor que hacía, y sin saber que el río proviene de los deshielos, descubrí que aquella agua estaba a uno o dos grados del punto de hielo. Todas las funciones vitales del cuerpo cesaron, y por un momento sentí que hasta el aire en los pulmones se me estaba congelando. Salí corriendo hacia el calor. Roberto y Rey también salieron corriendo despavoridos. “Bueno, listo, ya les podemos contar a nuestros nietos que nos bañamos en el río Colorado al fondo del Gran Cañón”, dijo Roberto. “No me meto ahí ni aunque me lo pidiera la misma Gertrudis Gómez de Avellaneda”, dijo Rey. Pero nuestro amigo Lázaro no estuvo de acuerdo. “Esto no es nada”, dijo, y se volvió a tirar en el río una y otra vez, burlándose de nosotros. Se divirtió mucho con la broma, pero le iba a salir cara. Después de explorar el fondo del Cañón, empezamos el ascenso.
Al principio todo iba bien, a pesar de que el hambre y la sed ya se hacían presentes. El espectáculo que nos rodeaba era una gran distracción, e íbamos entretenidos comentando nuestras experiencias y haciendo chistes sobre el chapuzón en el río. Las paredes del Cañón cambiaban color con la luz dorada del sol que iba bajando hacia el oeste… Y de repente alguien apagó la luz. Oscuridad total. Oscuridad –y frío.
Los paisajes impresionantes desaparecieron. Empecé a sentir el cansancio, el hambre y la sed se agudizaron, y no podía ver nada. Roberto y yo íbamos en silencio cogidos de la mano, poniendo un pie delante del otro en la pura esencia del color negro, con la memoria de los precipicios que nos rodeaban. Como a mitad del camino había un campamento que claro, estaba lleno (habíamos visto esto posteado al lado del aviso de los americanos exagerados). “Roberto, podemos parar aquí, nos tiramos en la tierra y subimos mañana”, sugerí. “¿Estás loca?” me dijo. “Estamos rodeados de alacranes y coyotes y quién sabe más qué”. Le dije que los alacranes y compañía estaban en sus cosas y no iban a meterse con nosotros si no nos metíamos con ellos. “Sigue, dale, pon un pie delante del otro y sigue, que ya casi hemos llegado. Si paras, no vas a poder seguir.” Podíamos sentir a Rey y a Lázaro que se iban quedando más y más atrás. En algún momento Rey pidió que necesitaba ayuda con Lázaro. El estar en el río tanto tiempo le había provocado hipotermia; no podía caminar y estaba temblando. Entre los tres tuvimos que cargarlo, y literalmente lo sacamos arrastrado del Gran Cañón.
Creo que nunca he logrado un estado Zen tan perfecto como en aquellos momentos. Todo mi ser se concentró en mis pisadas. Cuando por fin salimos, Roberto y yo dejamos a Reinaldo con Lázaro sentados en el muro a la entrada del camino, y fuimos a la tienda del centro de visitantes a comprar agua y algo de comer, y después al carro a buscar una manta para Lázaro. La tienda estaba al cerrar y lo primero que vimos fue paquetes de galletas Oreo, así que compramos varios y algunas botellas de agua. En el camino de vuelta al muro donde Rey nos esperaba con Lázaro, quien se veía grave, nos tomamos dos botellas de agua y engullimos dos paquetes enteros de Oreos entre los dos.
Años más tarde Lázaro y yo compartimos nuestros recuerdos del viaje y de cómo casi no salimos del Gran Cañón, y él me contó una parte de la historia que yo no conocía. Me dijo que antes de salir de Nueva York Reinaldo se había quejado de que yo iba a ir en el viaje. “No sé por qué Valero tiene que traer a una mujer en este tipo de viaje. Ellas se quejan de todo y se cansan enseguida”, le dijo. Según Lázaro, cuando él y Rey empezaron a quedarse atrás, él le dijo a Rey, “Oye Rey, mira, ahí va la mujer delante de nosotros”. “Cállate, Lázaro”, le dijo Rey. “Eso no es una mujer. Eso es un demonio”.
El regreso del Gran Cañón estuvo lleno de más sorpresas y aventuras. En lugar de volver a Nueva York, Rey y Lázaro quisieron pasar unos días en Washington para conocer la ciudad y ver los museos. Rey quería ir a tocar el pedazo de la luna (“la luna es mi madre”, decía) que tienen en el museo Smithsonian del Aire y del Espacio, y al entrar nos encontramos frente a un gigantesco mural del suroeste americano. Nos retratamos sonrientes y engreídos porque acabábamos de estar entre esos paisajes. Yo, una jovencita que recién cumplía el sueño de su vida, y ellos, unos marielitos que habían llegado a los cayos apenas dos años atrás, y ya habían logrado atravesar los Estados Unidos y experimentar algunas de sus grandes maravillas.