A continuación y como les prometimos los dejamos con el primer capítulo del libro de
El Soviet Caribeño. La otra historia de la Revolución Cubana de César Reynel Aguilera
Capítulo I
Diamantes para el hombre nuevo
El cubano es un pueblo condenado a observar cómo otros cuentan su historia reciente. Poco importa si el tema es la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, la Crisis de Octubre, la muerte del “Che” Guevara o la guerra en Angola; en cada uno de ellos nos espera una lista de expertos extranjeros y de instituciones que yacen en las antípodas de nuestra cultura.
Cada vez que leo a alguno de esos sabedores de la historia de Cuba no puedo evitar el recuerdo de una frase de Isaiah Berlin en su ensayo Las ciencias y las humanidades: “¿Qué saben hoy los grandes estudiosos de Roma que no fuera del conocimiento de la criada de Cicerón? ¿Qué pueden añadir esos señores al acervo de esa muchacha?”.2
Por razones familiares crecí en una casa que, si bien nunca llegó a ser tan importante como la de Cicerón, sí fue un sitio de visita y tertulia por el que pasaron muchas de las ideas, y algunas de las personas, que conformaron la historia reciente de Cuba.
Soy hijo de dos militantes del viejo Partido Comunista de Cuba (PCC). Mi padre, César Antonio Gómez Pérez de Medina, fue desde inicios de 1957 hasta enero de 1959, el secretario general de la Juventud Comunista en la Universidad de La Habana; una institución que por su importancia estratégica era considerada por el PCC como la séptima provincia de Cuba.3 Mi madre, Thais Orquídea Aguilera Baqués, fue una de las pocas personas capaces de mostrar una doble militancia al triunfo de la revolución: en las células de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio (M26-7) y en la Juventud Comunista.
El comentario sobre la valentía física de mi madre fue lo primero que me acostumbré a escuchar cada vez que alguien, amigo o enemigo, me reconocía como hijo de ella. A pesar de esos elogios, ella siempre tuvo a bien reconocer que llegó viva al 1 de enero de 1959 gracias a la astucia conspirativa de mi padre. Creo que fue esa combinación de belleza y coraje físico, por el lado materno, y astucia e ideología, por el paterno, la que hizo de mi casa un sitio tan atractivo para el paso de los más disímiles personajes de la historia reciente de Cuba.
Llegaban, pedían café y se lanzaban a despachar sobre los temas más candentes de una política que creían conocer al dedillo. Los niños podíamos asistir, siempre que nos mantuviéramos callados. Y así crecimos, entre ideas y análisis que no solo estaban mucho más allá de los que expresaban las páginas del periódico Granma, sino que permitían entender una buena parte de lo que ese libelo insinuaba entrelíneas. Fue escuchando aquellas tertulias, o recordándolas después —gracias a mi hermana mayor y a mis tíos—, que pude descubrir algo que todavía hoy, cuando leo a la mayoría de los cubanólogos, me hace preguntarme si están hablando del país donde nací.
La inmensa mayoría de esos expertos describen la historia de la revolución cubana a partir de la figura de Fidel Castro y analizan esa historia como una cadena de hechos que se consideran aislados. Esas dos limitaciones son imprescindibles para crear el legado histórico que el castrismo pretende dejarle al mundo. Un cuento de hadas que reza más o menos así: un líder carismático y nacionalista desató una revuelta agraria, engañó a la alta burguesía y a los estadounidenses, derrotó militarmente al ejército regular de Batista, tomó el poder y se lo entregó, por razones de sobrevivencia económica, a unos viejitos comunistas y cobardes que siempre le estuvieron eternamente agradecidos.
La versión que yo crecí escuchando siempre incluyó esa mitología de profetas barbados y aguas partidas, pero le añadió un nivel de complejidad mucho más cercano a la realidad. Es una narrativa que parte de reconocer que a partir del año 1925 no hay un solo evento de la historia de Cuba —incluida la guerra de Angola— que pueda ser explicado sin tener en cuenta a la organización política más importante del país. Me refiero al viejo Partido Comunista de Cuba, a la organización fundada en 1925 y que en 1944 —siguiendo las órdenes de Stalin— cambió su nombre por el de Partido Socialista Popular.4
Al mismo tiempo, durante esas décadas de la historia de Cuba no existe una sola figura política cuyas acciones puedan ser explicadas sin tener en cuenta la relación de esa persona —directa o indirecta, a favor o en contra, de pertenencia o rechazo— con el PCC. Por último —y para llevar la complejidad histórica hasta niveles de molestia física—, cualquier análisis de la relación de una persona con el PCC tiene que ser hecho sobre la base de saber, o al menos imaginar, con cuál de los anillos o niveles de esa organización se relacionó esa persona.
Desde su origen el PCC fue una organización con un carácter dual o heterogéneo. Ante las masas y muchos de sus militantes siempre se presentó como un partido político cuyo objetivo principal era la defensa de los derechos de los trabajadores cubanos. Para un grupo muy reducido de militantes, a los que yo denomino Núcleo Central de Inteligencia Soviética (NCIS), la verdadera esencia del Partido siempre fue la defensa de los intereses de la URSS y, eventualmente, el acatamiento de las órdenes de Stalin.
La estructura organizativa del PCC puede ser descrita —a grandes rasgos— con los siguientes anillos o niveles piramidales:
1. Núcleo Central de Inteligencia Soviética
2. Aparato de Inteligencia y espionaje del PCC
3. Comisión militar
4. Organización clandestina del PCC
5. Partido político en el sentido tradicional de las democracias burguesas
6. Organizaciones de base del Partido
7. Organizaciones sindicales
8. Trama empresarial y financiera
9. Organizaciones sociales
Es ahí, en esa madeja de niveles, círculos concéntricos, puentes y pasillos truncados donde se pierden muchos cubanólogos y donde otros aprovechan para reforzar el Castro-centrismo. La ignorancia de esa estructura tan compleja es la que permite equiparar a cuadros del ala política de la organización, como Blas Roca, Carlos Rafael Rodríguez o Lionel Soto, con cuadros que, como Fabio Grobart, Flavio Bravo o Isidoro Malmierca, siempre trabajaron para el NCIS. Esa homogenización a ultranza empobrece la historia del PCC y esconde muchos de los conflictos que la caracterizaron.
En varios momentos de su evolución, el PCC mostró contradicciones muy fuertes entre la proyección política de la organización y las decisiones que esta tenía que tomar para mantener su esencia prosoviética y estalinista. Como veremos a lo largo de este libro hay tres eventos de esa historia que, cuando se analizan desde la perspectiva de una organización política, pueden ser reconocidos como errores garrafales. Estos son: la expulsión de Julio Antonio Mella del PCC, en 1926; la negociación con el tirano Gerardo Machado durante la huelga general de 1933; y la alianza con Fulgencio Batista, en 1938.
Esas pifias políticas adquieren otra dimensión cuando se ven como triunfos de la línea de Moscú; o sea, como verdaderos aciertos de ese reducido grupo de hombres y mujeres que se encargaron de lograr que esa línea siempre se impusiera. Para garantizar esos triunfos, el NCIS tuvo que cumplir tres tareas fundamentales: 1) Controlar al PCC de una forma férrea. 2) Utilizar al PCC para proteger al NCIS. 3) Lograr que el PCC fuera algo más que una organización política y se convirtiera en un aparato de Inteligencia capaz de penetrar a la sociedad burguesa. Los tres verbos serían, entonces, controlar, proteger y penetrar.
Cuando se analizan los tres famosos errores desde esa perspectiva se puede ver que la expulsión de Mella encaja muy bien con el deseo de evitar que el control de la organización cayera en manos de un cubano valiente, carismático, inteligente y librepensador. De forma similar, la negociación con Gerardo Machado indica en el sentido de proteger al NCIS de los efectos devastadores que una intervención estadounidense podría haber tenido sobre el entonces frágil aparato clandestino del Partido. En cuanto a la alianza con Batista, es evidente que esta, además de tener su origen en la coalición entre Roosevelt, Stalin y Churchill, sirvió para que el NCIS penetrara a la sociedad cubana de una forma hasta ese momento inimaginable.
Como consecuencia de la tensión constante entre esas dos alas del Partido se generó, a principio de los años 50, una situación muy particular. Por un lado, el PCC sufrió un nivel tan alto de desprestigio político que su militancia se vio muy reducida y rechazada. Por el otro, sin embargo, la organización contaba con un aparato clandestino y de Inteligencia que, después de dos décadas y media de un riguroso e implacable trabajo de penetración, había logrado posicionar a sus agentes dentro de todos los niveles de la vida social, política, económica, militar y represiva del país.
Los comunistas estaban tan desprestigiados que no podían llegar al poder a cara descubierta, pero sí podían buscar a un candidato que se beneficiara de forma indirecta y, sin dejar muchos rastros, de una militancia relativamente pequeña pero muy disciplinada, de un aparato de Inteligencia muy eficiente, de grandes recursos económicos, de fuertes conexiones con el comunismo internacional, de cierto nivel de control sobre el movimiento obrero cubano, de cuadros con años de lucha clandestina y experiencia militar, así como de una organización con ramificaciones dentro de los Estados Unidos y, más importante aún, dentro de la Unión Soviética y el Campo Socialista.
Ese candidato fue Fidel Castro.
Fue ese pequeño núcleo de comunistas el que asesoró y protegió a los hermanos Castro desde finales de los años 40. Fueron esos cuadros los que prepararon la implosión o desmerengamiento de la tiranía de Fulgencio Batista. Fueron ellos quienes hicieron posible el triunfo tan rápido e inexplicable de la revolución castrista y guiaron, desde el mismo inicio de ese triunfo, la también rápida e inexplicable alianza del castrismo con la Unión Soviética.
Fueron ellos quienes catalizaron el enfrentamiento temprano y absurdo con los Estados Unidos, hicieron posible las primeras derrotas de la llamada contrarrevolución, protegieron la vida de Fidel Castro y garantizaron, de una forma todavía inexplicable para los cubanólogos, el fracaso de casi todas las acciones de la CIA contra el castrismo. Además de eso se encargaron de profundizar la dependencia cubana del petróleo de Moscú, el uso de Cuba como punta de lanza de la geopolítica soviética, la ayuda de Cuba a los llamados movimientos de liberación nacional y, eventualmente, la participación cubana en la guerra de Angola. En todos y cada uno de esos eventos de la revolución cubana estuvieron involucrados los antiguos miembros del NCIS del PCC.
¿Quiénes fueron esos militantes? ¿Cómo fueron escogidos? ¿Quién los escogió? ¿Dónde se formaron? ¿Por qué nunca han sido reconocidos como tales? Las respuestas a esas preguntas serán el objetivo de este libro. Para empezar, entre los viejos comunistas cubanos esos militantes eran identificados bajo el nombre genérico de la gente de Fabio, por Fabio Grobart, un militante polaco de origen judío que llegó a Cuba en 1924 enviado por el Comintern y que en 1925 fue uno de los fundadores del PCC.
Desde su llegada a Cuba, Grobart empezó a trabajar en la creación de un grupo de cuadros muy bien escogidos que se encargarían de las labores clandestinas del PCC. Muchos de los miembros de esa primera hornada todavía hoy no han sido identificados, aunque sí se sabe que contó con militantes comunistas como Pinjos Moiseevich Meshkop, Noske Yalob, Jacobo Hurwitz, Ángel Ramón Ruiz Cortés, Jaime Novomodni, Ramón Nicolau, Marcelino Menéndez, Juan Blanco Grandío, Pedro Piñeiro y Secundino Guerra, entre otros. De todos ellos, y de los que se mencionarán a continuación, se hablará de una forma u otra a lo largo de este libro.
En 1928, una vez controlado el vendaval de Julio Antonio Mella, Grobart pudo al fin pasar a dirigir la Liga Juvenil Comunista, un salto que le permitió establecer un proceso de selección mucho más riguroso y del que salieron los cuadros que conformarían la segunda generación de hombres del NCIS. Entre esos militantes destacan Manuel Porto Dapena, Mariano Faget, Gervasio Rieumont, Víctor Pina Cardoso, Ella Sunshine, Osvaldo Sánchez Cabrera, Mario Morales Mesa, etcétera.
En 1936, después del nombramiento en 1934 de un secretario general tan dócil y discreto como Blas Roca, Grobart pasó a desempeñar el cargo de secretario de organización del Buró Nacional del PCC, responsabilidad que tuvo hasta el triunfo de la revolución cubana. Eso no significó que abandonara su trabajo de identificación, selección y reclutamiento de militantes jóvenes para el aparato de Inteligencia del Partido. Todo lo contrario, aquellos fueron los años del llamado “frente amplio”, de la alianza entre Roosevelt, Stalin y Churchill, de la disolución de la Liga Juvenil Comunista y la creación de organizaciones pantallas, como la Hermandad de Jóvenes Cubanos, que sin dejar de ser controladas por el Partido aspiraron a tener una fachada más inocua.
Al frente de la Hermandad de Jóvenes Cubanos estuvo Osvaldo Sánchez Cabrera, el hombre que se encargaría de la selección y los primeros entrenamientos del militante que eventualmente estaría llamado a convertirse en el delfín de Grobart, en el seleccionador de la tercera hornada de los hombres de Fabio, en el arquitecto de la llamada Generación del Centenario y en el manejador de los vínculos tempranos y profundos que Fidel Castro siempre tuvo con los comunistas cubanos: Flavio Bravo Pardo. El líder discreto e indiscutible de un grupo de militantes como Jorge Risquet, Joel Domenech, Isidoro Malmierca, Antonio “Ñico” López, Emilio Aragonés, Pablo Ribalta y Raúl Castro, entre otros.
La inmensa mayoría de esos hombres y mujeres, con la sola excepción de Raúl Castro, han recibido un tratamiento histórico marginal y en ocasiones nulo. Justo es decir que la explicación de ese tratamiento radica en el hecho de que casi todos fueron cuadros profundamente clandestinos, personas acostumbradas a trabajar desde las sombras, militantes seleccionados y entrenados para despreciar cualquier tipo de protagonismo y que a lo largo de sus extensas carreras políticas se acogieron a un principio básico: mientras el proceso fuera en el camino deseado —prosoviético, estalinista y antiestadounidense—, a ellos bien poco les importaba quién se llevara la gloria. Y si esa supuesta gloria caía sobre los hombros de alguien que les recordaba a su adorado Stalin, pues mejor.
La pregunta inevitable es: ¿por qué fue enviado a Cuba Fabio Grobart? Para responderla hay que recordar que, durante la involución del comunismo soviético desde Marx hasta Stalin, muchos en la URSS coincidieron en la necesidad de diseminar la Revolución de Octubre y crear, para esos efectos, una organización internacional. Así surgió, en el año 1919, la llamada Tercera Internacional, un aparato de trabajo político, clandestino y de Inteligencia encaminado a la creación y al control de una confederación de partidos comunistas extranjeros que respondieran, con absoluta lealtad, a los intereses del comunismo soviético y, eventualmente, del estalinismo.
Fabio Grobart fue el cuadro que esa organización envió a Cuba y fue, por tanto, el arquitecto del aparato que eventualmente haría posible que Fidel Castro triunfara donde antes habían fracasado hombres de la talla de Julio Antonio Mella, Antonio Guiteras o José Antonio Echeverría.5 Esa misión de Fabio tuvo dos razones fundamentales: la primera es evidente y tiene que ver con la importancia geopolítica de Cuba, ya fuera por su posición geográfica privilegiada o por su cercanía a los Estados Unidos. La segunda, sin embargo, estuvo escondida durante varias décadas y tiene que ver con el hecho de que ya desde 1919 el Comintern había fracasado en su intento de crear una sucursal en Cuba.
Durante décadas, la propaganda del PCC se llenó la boca para decir que el primer partido comunista de Cuba fue el que se fundó en agosto de 1925. Hoy los archivos muestran que en fecha tan temprana como diciembre de 1919 fue fundada en La Habana, bajo los auspicios de un enviado directo del país de los Soviets, la llamada Sección Comunista de Cuba. Una sucursal del Comintern que surgió a partir del encuentro entre el estadounidense Charles Shipman y Marcelo Salinas, un cubano con una larga historia dentro del movimiento sindical de aquellos años. Un encuentro cuyo origen se remonta a los primeros años de la Revolución de Octubre.
Unas semanas después de fundada la Tercera Internacional, Lenin nombró a Mijaíl Gruzenberg como representante secreto de esa organización en Latinoamérica y como cónsul general en México.6 Gruzenberg, que es conocido por los historiadores del Comintern como Mijaíl Borodin, fue un comunista bielorruso de origen judío que tuvo una gran amistad con Lenin. En 1906 emigró hacia los Estados Unidos, adoptó la nacionalidad estadounidense, vivió en Chicago, estudió en la universidad, fue profesor de una escuela para inmigrantes, hizo algunos trabajos para la Fundación Carnegie y tuvo dos hijos. Durante esos años se vinculó al Partido Socialista de los Estados Unidos con el pseudónimo de “Berg”.
Once años después regresó a Rusia para ponerse bajo las órdenes directas de Lenin y fue enviado a México.7 Para lograr el financiamiento de esa aventura Lenin ordenó que Borodin recibiera un grupo de diamantes de la antigua colección de los zares. Así empezó una historia llena de sorpresas y fracasos que llevarían al primer contacto de los radicales cubanos con la Tercera Internacional, y al surgimiento de la primera organización comunista de Cuba.
Una vez recibidos los diamantes, Borodin escondió algunos en el dobladillo de su abrigo y el resto los puso en el doble fondo de un maletín de cuero diseñado para esos menesteres. En algún momento, ya durante la travesía en el Atlántico y sospechando que había sido detectado, logró convencer a un pasajero holandés que iba en camino hacia Haití —llamado Henrik Luders—, para que se hiciera cargo del maletín, pero sin decirle que iba cargado con diamantes.8
Al llegar a Nueva York sus sospechas fueron confirmadas. El agente federal Jakob Spolansky lo detuvo para interrogarlo. Después lo dejó permanecer quince días en territorio estadounidense, pero con la condición de que reportara diariamente por teléfono.9 Borodin visitó a su familia en Chicago y les hizo saber a sus contactos de la decisión tomada con respecto a los diamantes, además les solicitó un traductor-asistente que hablara español. Sus camaradas del Partido Socialista de los Estados Unidos le recomendaron a un radical llamado Rafael Mallen.
Al llegar a México, Borodin inició sus exploraciones diplomáticas y sus contactos clandestinos. Enseguida logró reclutar a Charles Shipman, un objetor de conciencia que se había negado a entrar en el ejército estadounidense —para no combatir en la Primera Guerra Mundial— y había tenido que salir huyendo de los Estados Unidos. En sus memorias, Shipman describe a Borodin como un hombre capaz de empezar una conversación sobre ping-pong y al poco rato tener a su interlocutor jurando que estaba dispuesto a matar a alguien.10 En noviembre de 1919, ya establecido cierto nivel de confiabilidad, Borodin le pidió a Shipman que lo ayudara en una misión muy sensible.
Unas semanas antes el soviético había enviado a Mallen a Haití con la encomienda de recuperar el maletín con los diamantes. Y esas eran las santas horas que no tenía noticias de su enviado. El maletín, explicó, contenía unos planos que eran de vital importancia para su misión en Latinoamérica. Como no existía comunicación directa entre México y Haití, el viaje de Mallen, asumiendo que lo hubiera hecho, había tenido que pasar por La Habana antes de seguir camino hacia Puerto Príncipe. La misión de Shipman era agenciarse un pasaporte mexicano, repetir el periplo y regresar a México con los planos y con Mallen. La logística consistió en dinero para los pasajes y para el nuevo pasaporte (bajo el nombre de Jesús Ramírez), además de un revólver.
Shipman llegó a La Habana y no pudo encontrar a Mallen, pero en Puerto Príncipe sí pudo encontrar a Henrik Luders. El holandés le devolvió el maletín y lo botó de su casa gritando que poco había faltado para que el favorcito le costara varios años de cárcel en los Estados Unidos. En lo que a Shipman respectaba, la misión había sido un éxito, los planos estaban a salvo y ya podía regresar.
Cuando pasó por La Habana en camino hacia México decidió chequear por última vez la lista de los pasajeros que esperaban el buque hacia Nueva York. Grande fue su asombro cuando vio entre los nombres el de Rafael Mallen. Y decidió esperarlo junto a la rampa de embarque, y le dijo que en México lo estaban buscando y se lo llevó a punta de pistola para un hotel. Antes de embarcar hacia Veracruz envió un telegrama anunciando su llegada.
Fue recibido como un héroe en la estación de trenes de la ciudad de México. Borodin lo invitó a una comida de lujo en casa de un amigo y, no más llegando, se metió en una habitación con el maletín. Cuenta Shipman que lo que salió de esa habitación fue un león rugiente. Un agente bolchevique preguntando a gritos dónde estaban los diamantes mientras agarraba a Mallen, lo metía en la habitación y lo menos que le gritaba era que lo iba a raptar hacia Rusia para allá torturarlo hasta que dijera dónde estaban las piedras. Mallen confesó haber tenido miedo después de su encuentro con Luders en Haití y por eso decidió regresar a los Estados Unidos sin decir nada, pero juró no haber visto nunca esos diamantes.
Esa aventura hizo posible que Charles Shipman conociera La Habana y la visitara dos veces antes de regresar a México. Esas visitas sirvieron de antesala para una tercera que sería clave en el origen de la primera sucursal del Comintern en Cuba. A inicios de diciembre de 1919 Borodin se embarcó de regreso a Rusia. Como ya había perdido la confianza en Mallen, y ya Shipman tenía un pasaporte mexicano, decidió que el estadounidense lo acompañara hasta España y después siguiera por su cuenta hacia Moscú.
La primera escala del viaje fue en el puerto de La Habana. A Borodin no lo dejaron desembarcar, pero a Shipman sí. Y bajó el estadounidense a tierra y unas horas después regresó con la grata noticia de haber creado la primera organización comunista de Cuba. Una célula nacida al calor de su encuentro con Marcelo Salinas, un anarquista cubano al que contactó en cuanto bajó del buque.
A la conversación entre Salinas y Shipman se sumaron otros cubanos —entre los que estaba Antonio Penichet—, quienes, al rato de intercambiar ideas con el emisario de Borodin, decidieron crear el Comité Ejecutivo Provisional de la Sección Comunista de Cuba. Una organización cuyo primer acuerdo fue nombrar a Salinas como secretario general. El segundo fue escribir una carta, enviada el 6 de diciembre de 1919, solicitando la admisión de los comunistas cubanos en la Tercera Internacional y expresando sus deseos de afiliarse, sin compromisos, a la organización creada por Lenin.11
Nunca fueron aceptados como miembros plenos. Las razones de ese desencuentro son varias. Por un lado, los bolcheviques y los anarquistas rusos siempre se miraron con recelo desde el inicio, y con marcada hostilidad después. En la medida en que a Cuba empezaron a llegar las noticias de la represión de los anarquistas por los bolcheviques, Salinas se fue distanciando del comunismo soviético. Poco a poco fue pasando del fervor de una esperanza a la desilusión de una cruda realidad. Para el Comintern fue un rotundo fracaso ese primer intento de poner una sucursal en Cuba.
Salinas es una de esas figuras de la historia cubana que son casi desconocidas y no por ello menos extraordinarias. No alcanza el espacio de este libro para describir su vida política y literaria. Baste decir que al momento de su encuentro con Charles Shipman ya Salinas tenía una larga historia de lucha sindical, una gran experiencia como organizador de huelgas y protestas, una probada capacidad como escritor y una larga lista de acciones en defensa de la Revolución de Octubre. Esos méritos fueron reconocidos por el propio Shipman en su informe al Comintern, en el que dice, entre otras cosas, que Salinas era el alma del periódico obrero El Hombre Nuevo, el organizador de la Federación de Sindicatos y el líder del unionismo consciente de clase en Cuba.12
Aquí es importante detenerse. La idea del hombre nuevo en la Cuba del castrismo siempre se ha asociado con la figura de Ernesto “Che” Guevara. Esa asociación se inició a partir del año 1965 cuando el “Che” publicó su artículo “El socialismo y el hombre en Cuba”.13 Un texto en el que en una decena de páginas se repite más de diez veces la idea del hombre nuevo.
Lo que resulta irónico es que esa idea ya existía en la Cuba del año 1919 y era proclamada desde una revista anarcosindicalista cuya existencia reportan hoy los archivos del Comintern y confirmaron ayer las Crónicas cubanas de León Primelles.14
Lejos estaba Salinas de imaginar que cuarenta años después el “Che” Guevara acabaría con los sindicatos cubanos y se apropiaría de una idea muy antigua para darle nombre a una nueva aberración. A una forma de gobierno, el de la revolución cubana, que todavía hoy muestra rasgos de aquella antigua estructura del PCC, con su ala política, su NCIS, y su inevitable fachada castrista.
Cuando se mira la estructura del poder en la Cuba de hoy es posible identificar que Rodrigo Malmierca, el ministro de Comercio Exterior, es hijo de un antiguo miembro del NCIS; que Bruno Rodríguez, el canciller, es hijo de un militante del ala política del PCC, y que Alejandro Castro, el heredero real de la dinastía, viene de aquella fachada que el PCC tuvo que crear a inicios de los años 50. Muchos de esos vástagos, epítomes del hombre nuevo, estudiaron en la antigua URSS y cultivaron, como algunos de sus padres, fuertes lazos con la Inteligencia soviética de aquellos años, y con la rusa de hoy.
2. Berlin, Isaiah. The proper study of mankind, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2000, p. 332.
3. En aquella época Cuba tenía seis provincias; de Occidente a Oriente: Pinar del Río, La Habana, Matanzas, Las Villas, Camagüey y Oriente.
4. En este libro, para evitar confusiones, llamaré al viejo Partido Comunista, al que surgió en 1925, como PCC; y al otro, al que fue fundado en 1965 por Fidel Castro, como PCC-castrista.
5. Para más información sobre ellos ver capítulos III, IV y XIV, respectivamente.
6. Lazar and Víctor Jeifets. “The International Newsletter of Historical Studies on Comintern”, Communism and Stalinism, vol. II, Nº 5/6, 1994/1995.
Centro Ruso para la Conservación y Estudio de los Documentos de la Historia Reciente (a partir de ahora RCChIDNI por las siglas en ruso), 497/2/1/3; citado en Lazar and Víctor Jeifets, 1994/1995.
7. RCChIDNI, 497/2/2/199, citado en Lazar and Víctor Jeifets, 1994/1995.
8. Contado por Norman Borodin (hijo de Gruzenberg-Borodin y también agente de la Inteligencia soviética) a K. Kasaturov, publicado en Latinskaja Amerika, Moscú, 1994, vol. 10, p. 107, referido por Lazar y Víctor Jeifets.
Diario de Borodin, Archivo Estatal Ruso de Historia Social y Política (sucesor del RCChIDNI) y a partir de ahora RGASPI por sus siglas en ruso, 497/2/7/92, citado en Lazar and Víctor Jeifets 1994/1995.
9. Spolansky, Jacob. The communist trail in America, Macmillan, Nueva York, 1951, pp. 173-175.
10. Shipman, Charles [Charles Francis Phillips]. It Had to be Revolution: Memoirs of an American Radical, Cornell University Press, Ithaca, 1993.
11. Carta de Salinas al secretario general de la Tercera Internacional, RGASPI 495/105/2/1, tomado de Lazar and Víctor Jeifets, Memoria, diciembre de 2009, Nº 239.
12. Informe de Shipman al Comintern, RGASPI, 495/105/2/2, tomado de Lazar and Víctor Jeifets, Memoria, diciembre de 2009, Nº 239.
13. Guevara, Ernesto. “El socialismo y el hombre en Cuba”, Marcha, Montevideo, 12 de marzo de 1965.
14. Primelles, León. Crónica cubana, 1919-1922, Editorial Lex, La Habana, 1957, p. 97.