El viernes pasado di un viaje
memorable. De esos que cuando lo vives no tienes otro remedio que echar mano a
pobre y abusada metáfora del sueño. Me había invitado a visitar la tumba de
Arsenio Rodríguez, (el músico que más contribuyó al desarrollo de una de las
tradiciones musicales más importantes del siglo XX) su más esforzado y documentado biógrafo,
el colombiano Jairo Grijalba Ruiz. Un cementerio situado a unos cuarenta
minutos de Nueva York, algo que en mis 22 años de vivir en esta zona me había
resultado a mí, extraño ser sin licencia de conducir, inalcanzable. Nos llevaba
Ralph Méndez, historiador autodidacta y uno de quienes más ha hecho por
conservar viva la memoria de Arsenio, más allá de su música. Boricua tenía que
ser. Y allá íbamos tres devotos a la búsqueda de su dios mayor. Tres
enamorados.
El biógrafo de Arsenio, Jairo Grijalba, y Ralph Méndez |
Por el camino
hablábamos, por supuesto, del músico. Tuve la buena idea de preguntar si
existían películas de Arsenio tocando con sonido (las pocas que circulan son
pequeños fragmentos mudos) y el biógrafo me extendió su teléfono: allí aparecía
Arsenio tocando el tres con sonido metálico que estuvo presente en sus últimas
grabaciones. Magia, pensé. Como si aquellas fotos estáticas que había repasado montones
de veces hubiesen condescendido a animarse. El viaje de la mano de Ralph fue
como sobre una alfombra voladora donde lo más extraño parecía tan natural como
inevitable. Así llegamos a la tumba del Ciego Maravilloso que alguna vez fue
anónima y que fue el propio Ralph quien se encargó de coordinar los esfuerzos
para colocar la tarja. “Desde el primer momento todas las puertas se me fueron
abriendo” dijo, humilde, “como si ya estuviera decidido que debía hacerlo”.
Luego de regreso al
Bronx, escuchar al colombiano y al boricua desgranar datos minuciosos frente a
la imbatible consistencia del mito. Y Ralph conduciéndonos por un barrio feo
que gracias a sus observaciones se iba convirtiendo en el mundo que animóArsenio con su tres en sus últimas dos décadas de vida. Así una iglesia “Pare
de sufrir” era de nuevo el Teatro Puerto Rico, una clínica el antiguo Club
Tropicana, y un edificio en reparaciones, camino a convertirse en no se sabe
qué, volvía a ser el Club Cubano Interamericano.
Arsenio Rodríguez en el Club Cubano Interamericano |
Terminamos el recorrido en el
único sitio que seguía siendo lo que siempre había sido. La Casa Amadeo, la
tienda de música del compositor Mike Amadeo fundada en 1941 como Casa Hernández
por el también compositor Rafael Hernández y su hermana Victoria. Amadeo que a
sus ochenta y cinco años es un monumento vivísimo a lo mejor de la música
latina en el Bronx. Y en esos minutos que serán infinitos lo mismo nos habló de
las rutinas de Arsenio que agarró una de las guitarras que tenía en venta para
cantarnos una canción que acaba de componer.
Todo muy raro. Tan
raro como aquel cuadro de Dalí en que el mismo cuando niño le levanta la piel
al mar para ver qué guarda debajo. Los tres peregrinos de esa tarde teníamos un
poco de niños que van despertando en la realidad vulgar una más antigua y
esencial. De todo eso tuve la certeza un rato antes de llegar a la Casa Amadeo,
mientras fotografiábamos la clínica que se levanta en el lugar que fue el Club
Tropicana. El guardia de seguridad del lugar salió a preguntarnos, receloso, lo
que hacíamos ahí. Difícil explicarle que no fotografiábamos el lugar que
custodiaba sino otro que había existido allí hace mucho tiempo. Solo consiguió
aplacarse un poco al escuchar la palabra “Tropicana” en la que reconoció un
pasado que escapaba a sus obligaciones laborales. “No estamos retratando este
edificio” le dije “sino su fantasma”. “Me gusta” me respondió, sonriendo al
fin, “un fantasma”. Era la palabra que necesitaba para tranquilizarse del todo,
para asegurarse que nuestras fotos correspondían a otra dimensión, la misma a
la que pertenecen los sueños, la magia y los juegos infantiles. A casi nada.
Con Ralph Mendez junto a la tumba de Arsenio Rodríguez |
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