Por Alejandro González Acosta
El cubano Francisco Xavier Conde y Oquendo
(San Cristóbal de La Habana, 3 de diciembre, 1733- Puebla de los Ángeles, 5 de
octubre de 1799) desarrolló en sus poco más de 65 años de vida una trayectoria excepcionalmente
brillante: Bachiller en Artes por la Universidad de San Jerónimo de La Habana a
los escasos 12 años de edad y en la misma casa de estudios se doctoró en
Teología también en edad tempranísima para pasar al Real Seminario de San
Carlos y San Ambrosio habanero a enseñar esta ardua disciplina. Por otra parte,
se recibió como abogado y ejerció el puesto de fiscal en la curia diocesana de
su villa natal. Conocedor profundo de las lenguas clásicas, las aplicó al
mejoramiento de la castellana y fue muy bien reputado por sus colegas españoles
quienes lo recibieron con grandes muestras de respeto y admiración en 1775,
como se puede deducir de la honrosa invitación para predicar un sermón
encomendado por el mismo Consejo de Indias, que deseaba ver en pleno ejercicio
de sus dotes a un criollo tan excelentemente recomendado por sus prendas y los
ecos de su elocuencia. En Roma, donde pasó después, también le llovieron
honores, como su ingreso en la sociedad de los árcades romanos, que lo bautizaron
“Ermindo Abidense”, y del mismo Papa Pío VI, que lo nombró Protonotario
Apostólico y Caballero de la Cruz de Oro. Todos estos triunfos fueron
pavimentando su camino hacia la concesión de una prebenda “de ración” en la
Catedral de la Puebla de los Ángeles (1778), más tarde convertida en canonjía
(1796). Beristáin dice de él:
Aunque su erudición fue vasta y universal parece que había nacido para la
oratoria, pues estaba dotado de una imaginación fogosa y vehemente, de una
elocuencia flúida y brillante, de una figura airosa y animada por la vivacidad
de sus ojos y acciones, y de una voz suave y sonora. Con tales disposiciones,
su principal estudio fue dedicarse a la pureza del idioma castellano, y a la
observancia de los mejores preceptos e imitación de los mejores oradores,
logrando en su patria, la Habana, que tocasen la retirada las reliquias que
habían quedado del gerundismo.[1]
Sin
duda el reputado bibliógrafo tuvo la oportunidad de conocerlo personalmente
cuando con tan vivos rasgos nos lo retrata (seguramente lo vio en algún sermón,
cuando era Deán de la Catedral Metropolitana de México), y en la extensa
relación de sus piezas oratorias destaca el “Elogio de Felipe V, Rey de
España”, premiado por la Real Academia Española
en junta deliverativa realizada el 22 de junio de 1779 y en ese mismo
año publicado a sus expensas y reimpreso más tarde por la imprenta mexicana de
Felipe de Zúñiga y Ontiveros en 1785. Beristáin no duda en exaltar que esta
pieza “marca con sello de oro el mérito oratorio del habanero” y aún agrega que
“es obra valiente, de que debe gloriarse toda la América, como de una
ejecutoria de sus ingenios, y de su ilustración y cultura ganada en juicio de
oposición en el tribunal de la elocuencia española”.[2]
El Elogio:
Al morir el último monarca español de la casa
de Austria, Carlos II “El Hechizado”, en la noche entre el primero y el dos de
noviembre (fechas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos) del año 1700, se
desencadenó en España primero y en toda Europa después, un proceso de sucesión
que ya se veía venir desde mucho antes, debido a la débil salud física y mental
del rey y a la falta de hijos que lo heredaran. Un partido se inclinó por el
pretendiente austriaco, archiduque Carlos de Habsburgo y la otra por el
príncipe francés Felipe, duque de Anjou, nieto de Luis XIV. Después de una
cruenta guerra que desangró España y especialmente algunas regiones como Cataluña,
y con la victoria de Villaviciosa, salió triunfante el partido galo que contaba
además con el indisputable derecho otorgado por el testamento dictado por
Carlos II otorgándole la corona española a quien fue coronado como Felipe V de
España, primer Borbón en el trono español. Nacido en Versalles a la sombra de
su augusto abuelo en 1683, muere en Balsain en 1746, después de vivir 63
melancólicos años (la hipocondría fue una enfermedad que legó incluso a varios
de sus hijos), de los cuales detentó el cetro español por un dilatado reinado
de 46 años, con alguna abdicación brevísima en su hijo Luis I, muerto
prematuramente. Una de sus grandes obras culturales fue precisamente la
creación en 1715 de la Real Academia Española de la Lengua, siguiendo el modelo
de la Academia Francesa instaurada por su abuelo Luis XIV, destinada a llevar
adelante el lema que ostenta como blasón de defensa del idioma: “Pule, fija y
da esplendor”. Es pues la Academia una institución de patronato real que debía
no sólo acatamiento sino gratitud a su ilustre creador y benefactor; por ello,
llama un tanto la atención la espera de 33 años para convocar un concurso
dedicado a honrar la memoria de su alto fundador. Por otra parte, según se
sabe, una primera convocatoria del concurso quedó desierta no sólo por la
exigua cantidad sino por la notoria pobreza de los trabajos enviados a
certamen, lo cual hizo que se publicara nuevamente y en ella resultó agraciada
esta pieza de Conde y Oquendo con un prestigiosísimo segundo premio, el cual es
dable suponer debió vencer si no la resistencia al menos la reticencia de los
jurados extrañados de tan peregrino talento allende los mares. Es ante todo un
ejercicio académico clásico, dentro de la norma establecida, dedicada a exaltar
la memoria del monarca ya fallecido tanto tiempo antes.
Desde su mismo arranque, la obra muestra sus
modelos: “¿Hasta quando ha de ser desgraciada la virtud entre los hombres? ¡Que
el trono de un mal Príncipe se vea sitiado de mil Oradores viles y mercenarios,
que emplean su eloqüencia en dorar y canonizar los vicios; y el bueno, que ha
vivido con los oidos cerrados á la adulacion, no haya de encontrar después de
muerto quien haga el panegírico de sus virtudes!” El modelo ciceroniano se nos
muestra de forma bastante evidente, pues su corte suasorio se inspira en la
interpelación tomada de las famosas “Catilinarias” (“Quoque tandem,
Catilina…”), pero lo invierte de diatriba en elogio. Es, como pudiéramos decir,
una filípica antifilípica pues aunque
dedicada también a un Felipe como aquel Filipo de Macedonia, es la exacta
oposición de las piezas clásicas con las que cimentó su prestigio Demóstenes.
La pieza reúne los tópicos clásicos en los
elogios de este tipo, pero les aporta una cuota de originalidad. A las menciones
obligadas de la providencialidad del monarca y la exaltación de la estirpe y de
la virtudes guerreras de la valentía, la victoria y la modestia, se alude
veladamente que vino a combatir igualmente la decadencia de España proveniente de la anterior dinastía y enviado por Dios desde otro pueblo para “restituir
el de España a su antigua grandeza”. Epítetos como “Augusto Protector” y
“Héroe” se van acumulando, pero todo el discurso tiene una secuencia progresiva
lógicamente encadenada donde se van engarzando los argumentos como las joyas de
una corona de consagración elevada como voto de gratitud hacia el desempeño del
príncipe. No sólo de bueno lo califica sino que hasta casi de santo, pues “sus
cenizas despiden todavía el buen olor de la virtud”, tópico bastante utilizado
desde el barroco español en la literatura celebratoria; igualmente introduce el
elogio de la institución convocante que “ha excitado los ánimos con el laurel
en las manos, para escribir una oracion en alabanza de Felipe, capaz de realzar
la gloria de su insigne Fundador, y desagraviar al mismo tiempo la literatura
nacional” y para ello se apoya en los modelos antiguos pues “así como los
nombres de Evágoras y Trajano han afianzado su inmortalidad con los Elogios de
Isócrates y Plinio”, de igual manera los ingenios modernos –como el que habla-
deben empeñarse en el dorado de la gloria de su rey y asegurar su inclusión en
los portales de la fama. De todas las cualidades del homenajeado, el orador
destaca la virtud y enuncia sobre ella el programa de su elogio, pues “sea que
se considera en campaña, ó en el Trono, sus virtudes le hiciéron primero
vencedor, y después padre de su Pueblo. Si fue virtuoso al hacer la guerra, no
lo fue menos al dar y conservar la paz: dos tiempos, que dividiéron su vida y
su reynado, y dividirán tambien mi discurso”. De tal forma que por su mismo
contenido organiza la alocución encomiástica de forma bipartita.
Un elemento no sólo de prestigio sino de
legitimación, es la fusión de estirpes que se dan en este príncipe gobernante y
que destaca el orador, al recordar cómo el matrimonio de Louis XIV con la
infanta española María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, forjó las bases de
una unión trascendente bendecida por los Cielos, pues así se amalgamaban las
sangres de San Luis y de San Fernando en una sola, y por tanto fortalecida por la
Divina Providencia y debido a ello mismo resulta completamente evidente el
objetivo de “sobre todo engrandecer y fortalecer su Iglesia con la santa
alianza de dos Naciones, las mas discordes entre sí, y las mas fieles
depositarias de su culto”, es decir la Francia del rey Cristianísimo y la
España de los Reyes Católicos, ambos títulos concedidos de muy antigua fecha
por gracia especial de los papas. Supra
eclesiae.
A continuación, muy dentro de la cadena de
pensamiento razonador, se impone el tópico de la educación del príncipe, que es
uno de los principios sustentadores de la idea monárquica y así para garantizar
la formación de un futuro gobernante fueron convocados Fenelon “El Xenofonte de
la Francia” y Fleury “El Tucídides de la Iglesia” donde Felipe bebe “las
ciencias saludables de la Religión y del Gobierno”, fe y política sumadas en la
formación del carácter de un buen rey, junto con sus otros hermanos.
El humor no está excluido de esta oración,
como recurso a fin de cuentas para continuar cautivando la atención de los
oyentes: “males y remedios acabaron con su salud” (de Carlos II), clara alusión
a la fama negativa que los médicos tenían ya desde el siglo XVIII (aún desde el
siglo anterior, Moliére los ridiculizó con gran regocijo). Pero este humor sólo
viene en la dosis justa, de acuerdo con la gravedad del asunto.
El espíritu ilustrado, aún dentro de una
monarquía centralista como la borbónica en España, tiene modo de expresarse en
ocasiones, pues al aludir al proceso de sucesión dinástica, dice el orador: “La
muerte del Augusto Testador confirma su última voluntad: la parte acepta su
institución: las leyes fundamentales del Reyno la protegen, y el consentimiento
universal de los Pueblos, verdadero origen de esas Leyes, pone por aclamacion
el Cetro de España en manos de Felipe”, de manera que puede percibirse el eco,
aunque obviamente atenuado, de los razonamientos del ginebrino Rousseau en
cuanto al origen del pacto social.
De igual modo que los antiguos egipcios
condenaban con el silencio y el olvido a aquellos que transgredían sus
preceptos (incluidos faraones “disidentes” como Akenatón), Conde
intencionadamente olvida mencionar por su nombre, aunque alude con fuertes términos
de perfidia y deslealtad, a la insurrección de los Países Bajos y Flandes: esa
innominación es una forma de silencio condenatorio por su deslealtad.
La transposición de modelos clásicos a partir
de la adecuación de apotegmas, también es un recurso oratorio que emplea en su
elogio: el triunfo de Felipe V sobre sus enemigos se produce con la misma
celeridad que el de César en las Galias, pues nada más aparecer “se llevó tras
sí el amor de los Pueblos”, como una adaptación del histórico “Veni, vidi, vinci”.
El tópico del valor personal del monarca
dentro de una tradición heredada es otro recurso del que echa mano el orador en su labor laudatoria: “Los
Monarcas Españoles no saben hacer la guerra desde sus Palacios con la espada á
la cintura, sino en las manos, y á la cabeza de sus tropas. El nuevo Rey hace
mas, porque de las fiestas mismas de su primer tálamo sale con el rayo en la
mano en busca del Marte del Imperio” (El príncipe Eugenio de Saboya, general de
los austriacos). Y aún enfatiza: “Yo no sé de otra guerra mas dura y sangrienta
que la de succesion: guerra civil y universal, que envolvió casi todas las
Naciones, y arruinó todos los partidos”. Magnificar la empresa guerrera es un
modo asertivo de encomiar al monarca triunfador.
El motivo del rey-soldado se inscribe dentro
de una antigua tradición guerrera de los monarcas europeos y por ello se
destacan las virtudes concurrentes que apoyan dicha caracterización, como el
“brío y denuedo natural”, pero el orador cuida de no deshumanizar su semblanza
y seguidamente anota que “buscará a Felipe”, el hombre, en “su firmeza y
constancia” que es virtud heroica y origen de otras muchas, “madre de la
felicidad y fuente de la gloria”. Cada calamidad y revés enfrentados
constituyen una prueba superada dentro de un camino de depuración que santifica
su causa como la única legítima: el bloqueo de Cádiz por la flota enemiga, el
incendio de su armada en la bahía de Vigo, las disensiones internas, las
conspiraciones animadas por las ambiciones cortesanas… todos son obstáculos que
con su firmeza y constancia va sorteando y venciendo el joven monarca, de tal
forma que “antes pareció que los mismos reveses de la fortuna le infundian
nuevo vigor y aliento para mantenerse firme contra los balances del Trono”, y en
medio de esto la imperturbabilidad que debe caracterizar a un rey ponderado,
virtud necesaria en la administración de justicia y recto gobierno, pues “su
semblante siempre igual mantuvo derrotado la misma serenidad que victorioso”,
alcanzando un perfil verdaderamente olímpico. Hábil expositor y comprendiendo
que podría ser un tema adecuado, el orador incluye un subelogio de las
lágrimas, pues los varones fuertes también pueden demostrar su humanidad de
este modo: “Las almas baxas que os zahieren con el nombre de flaqueza, no saben
que en vosotras reside la suma del poder, y no en las armas”. Pero seguidamente
lo contrapone con la expresión avasalladora del poderío que conduce a la
victoria. Con toques casi homéricos, el orador narra el torbellino belicoso del
príncipe y lo compara con los grandes guerreros de la historia: “Felipe,
entónces, sabiendo que Stanhope con un cuerpo de seis mil Ingleses, gente
granada y aguerrida, habia hecho alto en Brihuega, va en su alcance, esguaza el
Henáres, la Infantería por el puente, los Dragones á nado: y todo fue uno en
los bravos Españoles, acometer, sitiar, abrir brecha, dar el asalto, y entrar
la Villa á sangre y fuego. No fue mas rápida la sorpresa de Salamina”. Y la
victoria, homéricamente también, debe dar pie a la profecía que sobre ella se
sustenta: “Ea, llanuras de Villaviciosa: vosotras vais á decidir en tres horas
la porfiada guerra de succesion, el destino de mas de treinta mil hombres, y la
suerte de seis Soberanos y de dos Mundos”. El orador imprime dramatismo a su
narración y con hermosas imágenes pinta la fluctuación de la fortuna guerrera
entre los bandos contendientes: los soldados se inspiran para su desempeño en
las virtudes de su rey, el valor y la constancia, y ellas los conducen al
triunfo para que griten “victoria, victoria: y esta, que indecisa atravesaba de
un campo á otro con el laurel en la mano, vuela derechamente á ceñir las sienes
de Felipe, y afirma en ellas la Corona de España para siempre”. Pero al triunfo
obtenido debe emparejarse la magnanimidad del buen monarca que castiga en la
medida justa y premia igualmente el buen servicio y prefiere ingresar en su díscola
familia no como disciplinador sino como patriarca proveedor, pues “entró en
Zaragoza, no con aparatos de vencedor, sino con demostraciones de padre dulce,
manso, piadoso, clemente, que incita á que le desarmen el brazo” y es que,
según puntualiza más adelante, “Felipe
sabia otro modo mas heroico de vencer á sus contrarios” pues “desplegó toda su
humanidad y mansedumbre, rasgó por su mano los procesos, y despachó tantos
indultos, que en vez de anegar las plazas en sangre, bañó de alegría las calles
y las casas”, pues en ello consiste la lección del verdadero triunfador:
“Aprended, vencedores, á vencer a vuestras victorias, y á renunciar en obsequio
del hombre los tristes derechos de la guerra. Aprendan todos á vencerse á sí
mismos, y poner á raya las pasiones mas impetuosas de la ira y la venganza”.
Ese es el fruto que la adecuada educación del príncipe ofrece a sus gobernados
en el escenario de las naciones civilizadas temerosas de Dios. Esta utilización
del recurso de la paradoja de vencerse a sí mismo, es frecuente en este
discurso y constituye un elemento de meditación utilizado por el autor para no
sólo conmover sino hacer entender a su auditorio, la magnificencia de su
homenajeado. Y poco después, retoma con variantes la misma idea, al señalar el
dolor del joven proclamado pues “nada sintió tanto al ceñir la Corona, como el
no poder gobernar á los Españoles, sin vencerlos con los Españoles mismos.
Amábalos como á hijos, y mas bien los queria felices, que victoriosos”. Esta
dejación suprema es la virtud más señalada del rey, quien es padre al mismo
tiempo de todos sus súbditos.
En todo momento el orador vuelve sobre la
idea de la dificultad del gobierno para un buen monarca y la provisionalidad e
inseguridad de los logros alcanzados, pues en el escenario internacional se
logró “una paz solapada, que restañó la sangre, sin cerrar las heridas”, pero
esa misma amenaza de guerra contribuye para exaltar los valores de la paz con
otro elogio y salutación de la misma, donde se destacan el valor del bienestar
que ella propicia y hasta una velada advertencia muy sutil dirigida a España de
combatir el ocio con la laboriosidad, y que en mi parecer es uno de los
momentos más logrados de la pieza:
Pueblos agoviados y afligidos, levantad los ojos, enjugad las lágrimas, y
asentaos de una vez en los tabernáculos de la paz: la hermosa paz, don de de
Dios, y el mayor bien de los hombres, dispensado graciosamente á las
diligencias y plegarias de vuestro pacífico Soberano. Ya podeis colgar el fusil
y la espada, y echar mano del arado y del timon: surcad la tierra y el mar, y
gozareis de la verdadera opulencia, que traen consigo la agricultura y el comercio,
dos fuentes inagotables de la felicidad pública. Las verdaderas minas no estan
en las entrañas de los montes, ni en los abismos de las aguas: los frutos son
bienes mas preciosos que los metales. El oro no enriquece tanto las manos que
le extraen y acuñan, como las industriosas, que se le llevan y atesoran en
precio de sus manufacturas.
Y como colofón de la idea, expone todo el
programa político del rey que “conoce la importancia de estas máximas” y
establece el paralelo contrastante entre el siglo de su momento y el anterior,
como un balance del gobierno borbónico, donde se descubre que la verdadera
intención del concurso, más que celebrar la memoria del fundador de la dinastía
en el trono ibero, era en realidad reafirmar esa casa en el mismo; balance que
no puede dejar de arrojar ópimos frutos:
Comparen este siglo con el
antecedente, y confiesen con sinceridad y acciones de gracias
quanto es lo que deben á la Augusta Casa de Borbon. Por un lado estan
viendo la Magestad
sin fausto, la economía en Palacio, mesa frugal, trage ordinario, trenes
modestos y leyes suntuarias, que han procurado extirpar el luxo y la vanidad de
todo el Reyno. Si vuelven los ojos hácia otro lado ¡que infinidad de objetos no
vistos, ni oidos por muchas Generaciones! Nuevas leyes y establecimientos,
nuevas fábricas y telares, nuevas máquinas y maestros, nuevos caminos y
canales, correo marítimo, comercio libre, revolucion general del Estado: todo
se ha puesto en accion y movimiento: aquello va saliendo de la nada, y esto
caminando á su perfeccion. Escuelas y Academias restauran la Milicia, las
letras y la lengua: Seminarios y Monasterios educan la nobleza de ambos sexos:
Hospicios y Sociedades destierran el ocio, ensalzan los oficios y honran los
oficiales. Esto es ser los Reyes padres de la Patria, y padres de familias:
esto es gastar con sus vasallos la ternura de una madre con sus hijuelos.
Y es que la probidad del rey va pareja con su
tangibilidad en las acciones hacia los súbditos, pues como juez supremo debe
ser receptivo y dúctil a las opiniones de sus consejeros y aún los querellantes
para una imagen de completa equidad, inclinada sin embargo al perdón antes que
al castigo (“mas de una vez viéron al Monarca, deponiendo su propio juicio,
someter su voluntad á lo que le representaban, como mas justo, ó saludable”).
Los modelos que esgrime para ello el orador en su parangón con Felipe, son
Jerjes (que conocía a todos sus soldados por su nombre, según la fama), Trajano
(quien era un puntual cronista de los triunfos de sus compañeros) y Alejandro,
reconocido como un gran premiador de las victorias de sus allegados. Pero sobre
todo, en este elogio triunfal de Felipe V, Conde y Oquendo, hombre eclesiástico,
no duda en afirmar como lo máximo: “¡O Religión, Reyna de las virtudes, tú sola
eres quien haces temblar á los Reyes, y consuelas á los Pueblos!”
No podía desperdiciar la ocasión el
panegirista para culminar su ejercicio retórico comparando a Felipe V con el
gran Carlos I, tomando como asunto el tema de la abdicación, que es la mayor
muestra de renunciamiento que puede ofrecer un monarca; asume un tono admonitorio cuando afirma:
“Calle la envidia de esta vez, y cansada de romper sus dientes contra la piedad
de Cárlos I. no toque en Felipe V. ni ose imputar un procedimiento tan
christiano á maniobras políticas, ó manias del humor. Tiene mas en alto el
manantial”. Clara alusión a una historiografía que imputaba a Carlos I su
acción debido a la artritis y otros achaques de salud, y a Felipe V por su
conocida hipocondría. Ambos inauguran dinastías y los dos reciben la corona en
medio de graves desórdenes civiles e internacionales y ambos tienen también en
común no haber nacido españoles. Este tópico lo utiliza el orador para hacerlos
más afines en sus orígenes pero también en sus desempeños. Sin embargo, la excepcionalidad
de Felipe excede la de Carlos, pues si bien el segundo abdica y muere fuera del
trono, el primero debe asumir nuevamente su alto destino por el designio de la
Divina Providencia que se ensaña con su heredero Luis I, fallecido poco después
de su coronación. El mérito cristiano del Borbón es superior pues se resigna,
dócil, al deseo divino y se coloca nuevamente la corona. Esto establece un
parteaguas entre un primer y un segundo periodo de su gobierno, que le brinda
pretexto apropiado al panegirista para hablar de dos edades, una de Hierro, la
primera, empeñada sobradamente en luchas y guerras, y otra, de Oro, pletórica
de bienestar y paz:
¡Que veinte y dos años los del segundo Reynado! Si quando hizo la guerra á
Europa refrenaba con sus virtudes los vicios que de ordinario aborta aquel
infernal monstruo, ahora en el sosiego de la paz toma con sus discretas y
sabias leyes todas las medidas convenientes para que sean virtuosos los que
allá contenia para que no fuesen desordenados. Si en la campaña atribuia sus
triunfos al Señor de las batallas, y en señal de reconocimiento iba en persona
á colgar los trofeos en el Santuario, ahora en la quietud de su Corte promueve
el culto debido á la Majestad Suprema de Dios, ya con sus ejemplos de piedad, ya
con sus eficaces providencias en apoyo de la Religión y de sus Ministros. Si
con las armas en la mano ganaba á sus Pueblos una seguridad, que no pueden
tener las Naciones que no son respetadas de sus contrarios, ahora con un
gobierno dulce, prudente y justo les proporciona todos los medios de que
plenamente la disfruten libres, no solo de los enemigos externos, sino aun de
aquellos que dentro de los mismos poblados hacen con su ociosidad y vicios la
mas cruda guerra á los virtuosos y honestos ciudadanos.
El hábil orador que fue Conde y Oquendo, con
un lenguaje claro que rehuye los retorcimientos tan en boga durante esa época,
no teme acudir asiduamente a referencias clásicas que sintetizan su pensamiento
y logran que este quede más profundamente impreso en las mentes de sus oyentes:
para él, Felipe V es una suma de las virtudes de David (triunfador), Salomón
(sabio), Augusto (constructor) y Carlomagno (fundador de dinastía), todo lo
cual lo destaca como un señalado por Dios y coherentemente con este designio,
después de una buena vida le corresponde el don de una buena muerte, final
ejemplar también para sus sujetados. El cierre de la pieza es un compendio de
los temas que sucesivamente ha recorrido el orador y merece ser consignado:
¡Virtudes gloriosas de Felipe! Que despues de haberle acompañado por
quarenta y seis años en el Solio, le habeis seguido los pasos á la tenebrosa
region de los muertos, y abierto, segun piadosamente creemos, las puertas
eternales de la bienaventuranza: yo no sé explicar lo que me ha sucedido
siempre que me he puesto delante del grandioso Mausoleo, donde estais de
centinelas, guardando el precioso depósito de sus cenizas hasta el dia grande
en que se vistan de la inmortalidad. De piedra sois, mas no mudas, pues quando
he parado el oido interior me habeis dicho: Sí, mira bien, aquí yace un Rey
virtuoso. Las principales virtudes que representamos han pasado realmente á sus
hijos como mayorazgos de sangre, y pasarán de generacion en generacion, junto
con las bendiciones del Cielo y el amor de los Pueblos. El Trono brillante de
las Españas y las Indias será en los siglos venideros el patrimonio de esta
Augusta rama de los Borbones-Austríacos, enxerto hermoso de gloria y de virtud,
que no cesará de producir Reyes valerosos, constantes y humanos: Reyes amantes de
la patria, de la justicia y de la Religion: Reyes al fin Católicos y
Christianísimos, dignos sucesores de San Fernando y de San Luis, ligados por
medio de una santa alianza, para exáltar el nombre de Dios, y hacer felices á
los hombres.
Ante el imponente mausoleo de Felipe V, el
único de los monarcas españoles que desde Carlos V no descansa en El Escorial
construido por Felipe II, pues por su propio deseo fue sepultado en el Palacio
de la Granja de San Ildefonso, como muestra de piedad y modestia también
ejemplares, el orador reflexiona en la ejemplaridad de la parábola vital del
monarca, espejo de reyes en que deben mirarse sus herederos, a quien profetiza
la continuidad de sus virtudes y ejemplo igualmente para sus súbditos quienes
en la medida en que veneren su memoria garantizarán el bienestar y la
prosperidad del reino y de cada uno de ellos.
Final:
De esta forma, y tomando como muestra esta
pieza laureada que entre sus contemporáneos cosechó aplausos y entre los
nuestros admiración,[3]
Francisco Xavier Conde y Oquendo, habanero lo mismo que novohispano, como uno
más de los muchos provenientes de la isla antillana que se han beneficiado de
la cultura y las instituciones mexicanas, y que en expresión de la debida
gratitud han procurado con su esfuerzo devolver aunque fuese en una mínima
parte los dones recibidos, es un hito señero dentro de una tradición que se
continúa por diversos modos hasta nuestros días y es que la presencia cubana en
México llega hoy, por el camino del corazón lo mismo que por la sangre.
Ilustres mexicanos, por señalar sólo algunos ejemplos muy sobresalientes, que
tienen raíces en Cuba son José Luis Cuevas, José Emilio Pacheco y Gonzalo Celorio.
Otros, que se vinculan por el invariable afecto, son el erudito escritor Andrés
Henestrosa y el médico Alfonso Herrera Franyutti, martiano devotísimo y
aportador. Unidos en sus afinidades espirituales, los pueblos mexicano y cubano
y muy señaladamente sus mayores talentos, figuran un abrazo multicentenario que
ciñe como centro irradiador, la Casa Mayor, el Alma Mater nutricia, que convoca
en sus fértiles 450 años de historia, esta reflexión humanista.
[1] Beristáin, op.cit.
[2] Idem.
[3] Vid.
Manuel Toussaint, “La obra de un ilustre cubano en México, el Dr. Francisco
Javier Conde y Oquendo”, Universidad de
La Habana, enero-febrero de 1939, pp. 125-135.
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