Por Enrique Del Risco
Hoy, que debo presentar el libro de un viejo amigo, recuerdo –como casi siempre que se interceptan amistad y literatura- una escena de El color del verano, novela póstuma de Reinaldo Arenas. Esa que abre el capítulo “Muerte de Virgilio Piñera” de esta manera: “El poeta cerró los ojos, pero el recuerdo de la última novela de Humberto Arenal no lo dejaba dormir. ¿Cómo, se preguntaba el poeta, puede una persona escribir tan mal y ser a la vez mi amigo?”. Pues en el caso del escritor que presento hoy es justo lo contrario. Se trata de celebrar la suerte de ser amigo de alguien que escriba tan bien. Y del estímulo de intentar hacerme digno, con este texto, tanto del libro escrito por un amigo como de la amistad que nos acompaña hace más de treinta años. El motivo de esta celebración es su nuevo libro de relatos “El año del cerdo” donde Francisco García González se confirma como el grandísimo narrador que es. Evito aquí acotarlo entre los cómodos potreros de la literatura cubana, o el de los escritores vivos, o el de los escritores de la provincia de Artemisa residentes en Canadá: un narrador de raza, como Francisco García, se reconoce de lejos, en cualquier conjunción de espacio y tiempo en que le permitan contar sus historias. O al menos es lo que uno le gustaría pensar: tanto por el futuro del acto de contar historias como por el de la capacidad de la humanidad para interesarse en ellas.
Hoy, que debo presentar el libro de un viejo amigo, recuerdo –como casi siempre que se interceptan amistad y literatura- una escena de El color del verano, novela póstuma de Reinaldo Arenas. Esa que abre el capítulo “Muerte de Virgilio Piñera” de esta manera: “El poeta cerró los ojos, pero el recuerdo de la última novela de Humberto Arenal no lo dejaba dormir. ¿Cómo, se preguntaba el poeta, puede una persona escribir tan mal y ser a la vez mi amigo?”. Pues en el caso del escritor que presento hoy es justo lo contrario. Se trata de celebrar la suerte de ser amigo de alguien que escriba tan bien. Y del estímulo de intentar hacerme digno, con este texto, tanto del libro escrito por un amigo como de la amistad que nos acompaña hace más de treinta años. El motivo de esta celebración es su nuevo libro de relatos “El año del cerdo” donde Francisco García González se confirma como el grandísimo narrador que es. Evito aquí acotarlo entre los cómodos potreros de la literatura cubana, o el de los escritores vivos, o el de los escritores de la provincia de Artemisa residentes en Canadá: un narrador de raza, como Francisco García, se reconoce de lejos, en cualquier conjunción de espacio y tiempo en que le permitan contar sus historias. O al menos es lo que uno le gustaría pensar: tanto por el futuro del acto de contar historias como por el de la capacidad de la humanidad para interesarse en ellas.
De “El año del cerdo” puede decirse que es un libro de primeras necesidades. Los protagonistas de cada una de sus relatos están constantemente urgidos por alguna necesidad elemental. Puede tratarse de la necesidad de encontrar amor y reconocimiento pero sobre todo la de satisfacer las hambres más elementales. Como la del sexo o la de proteínas de origen animal. La apetencia en fin, por la carne, en cualquiera de sus sentidos. Este libro bien pudo llamarse también, El libro de las carnes: la literal, la que se come y la que se ansía y palpa. Pero entonces El año del cerdo hubiera corrido el riesgo de ser confundido con un libro de cocina.
Protagonistas de estas historias pueden ser pacientes de un hospital psiquiátrico un tanto impacientes por perder su virginidad erótica. O puede tratarse de un antiguo aspirante a guerrillero “consumido por dos fantasías”: el de integrar “una revolución que incendiara, si no al mundo, por lo menos a parte del continente” y la de “acostarse con dos mujeres” al mismo tiempo. En las historias de El año del cerdo la carne –cualquiera que esta sea- es el fin último de todos los esfuerzos de sus protagonistas pero, una vez conseguida, se nos revela como pretexto para algo más que no podemos tratar de definir sin parecer rimbombantes. Pero cualquier conocedor de la obra de Francisco se preguntaría, ¿cuál sería la diferencia de El año del cerdo y el resto de su bibliografía? Les recuerdo que dicha bibliografía incluye títulos como “Color local”, “¿Qué es lo que quieren las mujeres?”, “Historia sexual de la Nación” y “Todos los cuentos de amor”. Pero hay en los cuentos de El año del cerdo, sobre todo en los que componen la primera parte, (que el autor titula “La sombra del arcoíris”), una sensibilidad que parece afinarse más que nunca. Una sensibilidad que se afina y se esfuerza por intentar entender todo tipo de tragedias individuales. Tragedias de seres cuya subjetividad solemos ignorar con más ahínco: los locos, los pobres, los mutilados, los homosexuales, los viejos o los niños o cualquier combinación de los elementos anteriores.
Son dos los cuentos que en esa primera parte titulada “La sombra del arcoíris” se relatan desde un punto de vista infantil. Y desde esa perspectiva comprendemos que no tener los conceptos y madurez suficiente para asimilar ciertas experiencias no las hacen menos perturbadoras. Todo lo contrario. Es en estos textos (titulados “Canicas” y “Aguas negras”) donde el misterio de la historia que se relata se hace más estremecedor justo por la ingenuidad con que se aborda.
Será por los años que llevo leyendo la prosa febril y aguda de Francisco o por virtud específica de este libro que descubro en sus insistentes escenas sexuales una revelación. El sexo como antídoto contra milenios de pacatería judeocristiana, de admoniciones contra las apetencias del cuerpo, ese antro en que encierran a nuestras pobres almas para corromperla. A su modo discreto, oculto entre las maromas eróticas de sus personajes, el autor nos viene a decir que es precisamente el sexo, despojado de culpabilidad, un modo de liberación, de purificación. Pero lo que podría limitarse a prédica de hippie recalcitrante en Francisco se vuelve trama compleja, irónica. Francisco nos habla de la ironía que acecha tras cada utopía alcanzada, ya sea un puñado de canicas o la multiplicación de los amantes y los peces (no intento una metáfora: en realidad uno de sus cuentos lo protagoniza un niño pescador). Pero lo que le evita el tono de prédica a este libro y lo convierte en un objeto inteligente es la envolvente sutileza de la narración y su insistencia en recordarnos que en el mundo real no existe nada con la consistencia rotunda y definitiva que asociamos a las palabras “salvación” o “pureza”. Otra manera de decirlo es afirmar que esta primera parte del libro se alimenta de la tensión existente entre deseo y realidad. “Un hombre sin fantasías no existe” afirma el narrador de uno de sus cuentos para enseguida insistir: “Si un hombre pierde el sentido de incluirse en lo imposible está liquidado”. Aunque al final de ese mismo cuento deba resignarse a conceder que todas las fantasías “son una mierda cuando te las echas encima”.
En la segunda parte del libro el autor nos expone los resultados de una utopía social alcanzada y sobrepasada. Esta parte lleva el título engañoso de “Ucronías”. Ucronía, es, les recuerdo, un género en el que se describe un mundo desarrollado a partir de algún acontecimiento que sucedió de forma dramáticamente diferente a como ocurrió en realidad. Pero el mundo que describe esta segunda parte de El año del cerdo no es un mundo articulado a partir de hechos distintos al del pasado que conocemos. Es justo lo contrario. “Ucronías” muestra la evolución natural de la realidad en caso de que las circunstancias cubanas actuales se mantengan inalteradas. Un mundo en el que para celebrar el 350 aniversario de la Revolución Cubana será algo más difícil conseguir carne que en los tiempos que corren y habrá, como en el presente, que apelar a fuentes alternativas. O que para festejar el 500 aniversario de los gloriosos Comités de Defensa de la Revolución a los cederistas se les pidan sacrificios algo mayores de los que se les han exigido hasta ahora. Puede ser que las tragedias repartidas entre más toquen a menos pero lo cierto es que el tono al pasar de la primera parte a la segunda cambia notoriamente. Si el de la primera parte era agridulce -moviéndose desde la nostalgia a la desesperación con todos los tonos intermedios- el tono de “Ucronías” es decididamente divertido. Sin dejar de representar el lado ominoso de la realidad no deja de recordarnos su increíble talento para producir ridículo. El absurdo cotidiano del presente convertido en el futuro en querida e inamovible tradición. Piénsese si no en las primeras líneas del relato “Esperando la carreta”:
El inconveniente es que las mujeres se han extinguido hace muchísimo tiempo. Apenas quedan unas quince en todo el planeta. Sin embargo, la buena noticia era que la Cooperativa de Producción Agropecuaria, CPA, “Shakira Gonzalez” sobrecumplía, por quinta vez consecutiva, la emulación a nivel nacional. Y cuando se hablaba de nivel nacional cualquier cosa podía suceder.
O analícese el caso de Yusnavy, “El Naranjero” Martínez, rutilante estrella del béisbol provincial rescatada para el deporte de las huestes de futuros esclavos venidos del oriente:
“La historia de Yusnavy comienza igual a la de tantos jóvenes orientales que contrataban como esclavos para venir a trabajar al oeste. No debemos olvidar que decretar de nuevo la esclavitud ha sido para darle un segundo aire a nuestra economía y, de paso, eliminar el exceso de emigración hacia la región occidental. Por suerte a la esclavitud le siguió la política de exterminio preventivo y selecto, aún más eficaz con el peligroso flagelo de la inmigración.[…] hay que recordar que aquellos tiempos no son como los que corren hoy en día. Era la época en que la gente todavía creía en el humanismo y las utopías, y ¿qué más daba un esclavo más que un esclavo menos?”
Pero por desternillantes e increíbles que parezcan los desafueros literarios de Francisco García González hay algo en sus detalles que nos dicen que no son del todo inalcanzables si Cuba continúa avanzando hacia el futuro al mismo ritmo que hasta el momento. Que para llegar a las ucronías que nos describe García González no tiene que suceder algo dramáticamente distinto sino más bien lo contrario: el mundo que describe Francisco sería consecuencia inevitable de las circunstancias actuales.
Esas imágenes que han aflorado tras el paso del huracán Irma de habaneros sentados, impasibles, a la mesa del dominó mientras la inundación les llega a la cintura o de otros bailando y cantando enfebrecidos una conga procaz mientras las aguas podridas les cubren el pecho parecen ser apenas un adelanto del inevitable arribo del año del cerdo. La alerta sensibilidad de Francisco García González se limita a avisarnos de un futuro del que ya no nos asombrará nada e invita a reírnos de él mientras todavía podamos a hacerlo.
*Texto leído el pasado 6 de octubre en la presentación del libro El año del cerdo en la New York University
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