Por Alejandro González Acosta
En el caso mexicano en específico, quizá por encima de todos los errores y pecados (corrupción, ineficiencia, desmoralización, torpeza) el principal error del presidente Enrique Peña Nieto fue la incapacidad absoluta de él y su equipo, para establecer una política comunicacional adecuada y efectiva. De nada valieron las reformas estructurales y buenos actos de gobierno (que los hubo) si no se supieron difundir, explicar o respaldar. Aplica aquí el refrán mexicano: “La gallina no sólo debe poner huevos, tiene que cacarearlos”. El gobierno vivió de espaldas a lo que sucedía en las redes, que fueron como un volcán preparando la erupción, igual que los desprevenidos pompeyanos vieron una creciente columna de humo en el Vesubio sin tomar precauciones.
Fue una incompetencia colosal, casi criminal, la de Peña junto con su equipo, para difundir las bondades y logros de su gobierno, hoy ninguneados miope y egoístamente. Ya con el árbol caído, todos harán leña de él y levantarán la pira, negando absolutamente cualquier mérito o servicio, y resaltando solamente los vicios y errores, que también los hubo y muchos. Sólo ahora, con el bien enajenado, sabremos apreciar lo que se perdió. Nadie le “robó la inocencia a los ciudadanos” a través del internet: hace rato ya la tenían perdida. Las redes antisociales fueron el medio perfecto para reconocerse, comunicarse, coludirse y organizarse, de los hasta entonces miembros dispersos de esa “corte de los milagros”, canallesca y resentida, quienes carecían hasta ese momento del vehículo idóneo para formar un movimiento.
Desde el poder le pusieron la mesa cómodamente a los adversarios: con el candidato del partido en el gobierno, José Antonio Meade Kuribreña, ocurrió lo mismo que se dijo en su tiempo del Cid Campeador: “¡Qué gran vasallo sería si tuviese buen señor!”; a pesar de sus muchas cualidades personales y profesionales, no logró desprenderse de la reprobación que colmaba a los ciudadanos por varios sexenios y en especial del más reciente, que más allá de sus yerros y limitaciones evidentes, innegables y hasta groseros, ofreció una imagen de corrupción total, aunque para muchos esto fue exagerado, pero resultó precisamente aquello que alertó Marco Tulio Cicerón: “La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino parecerlo”. Sin duda alguna Meade era (es) de los tres candidatos (o cuatro, si aceptamos a “El Bronco”, producto del folkloreregional, quien sin embargo logró un sorprendente 5% de la votación con poco menos de tres millones de votos), el más preparado para encabezar un país que se enfrenta ahora a una extremadamente compleja relación nacional e internacional. Pero los pueblos suelen elegir a los menos indicados, y luego no sólo pagan sus consecuencias, sino que se quejan de ello.
Tampoco ayudaron muchas de las organizaciones no gubernamentales, más bien anti-gubernamentales, que se dedicaron a solapar delincuentes, socavar los cimientos sociales y atacar incansable y arteramente un Estado en situación de desconcierto, empeñado en hacer necia y limpiamente un juego democrático. El gobierno mexicano quiso emplear armas legales, contra el puñal, el veneno y el lazo traicionero. Además de los muchos propios, al gobierno le adjudicaron hasta los crímenes ajenos, como el de la matanza de los estudiantes normalistas rurales de Ayotzinapa, resultado del enfrentamiento de dos carteles del narcotráfico. Y le ocurrió a esa democracia indefensa (sustituta de aquella “dictadura perfecta”), lo que al esclavo nubio en el Coliseo romano, enterrado en la arena hasta el cuello, cuando al acercarse el feroz león hambriento sólo atinó a morderle apenas una pata: “¡Pelea limpio!” le gritó desde las gradas un enfurecido populacho que quería ver sangre ya.
Es una opinión bastante generalizada que a los mal llamados y peor entendidos Derechos Humanos también les corresponde una gran parte de responsabilidad, y algún día tendrán que dar cuenta de ello ante los ciudadanos y ante la historia. Lejos de defender a los ciudadanos agredidos, en muchos, demasiados casos, protegieron a los delincuentes, propiciando una impunidad a la que también abonaron muchos miembros del poder judicial, todavía dudo si ignorantes o vendidos, protegiendo, tolerando y multiplicando la espantosa criminalidad que hoy padece México. Espero ahora que con el nuevo gobierno elegido, al menos se aminore, regule o impida su desempeño igualmente vitriólico y corrosivo, pues la completa ruina republicana ya será de su entera responsabilidad. Por todo lo anterior debe entenderse que una muchedumbre desesperada e indefensa, optó en su pánico justificado por la peor opción, pero fue la que mejor se le vendió por los medios: la mercadotecnia política triunfó sobre el civismo y la sensata responsabilidad ciudadana.
Pero algo verdaderamente sorprendente y nunca antes visto fue que, en estas elecciones, contra todos los usos y costumbres, la izquierda (bueno, eso que se autodenomina “izquierda”) acudió en bloque cerrado y heterogéneo, y en cambio, la derecha (eso que en México tildan de “derecha”, pero que realmente no existe; es más bien un centro vergonzante y ambivalente), concurrió a los comicios ofreciendo un lamentable espectáculo de división, inquina, mezquindades, apetitos voraces y miopías suicidas. Fue el mundo al revés, que ni Bajtin pudo soñar.
El astuto AMLO vio todo esto con justificada satisfacción y se frotó gozosamente las manos, aplicando el viejo aforismo de El arte de la guerra de Sun Tzu: “Cuando veas a tus enemigos cometer errores y pelear entre ellos, no los distraigas”.
Dos países tan diferentes como Estados Unidos y México, sin embargo, y por curiosa paradoja, han elegido dos presidentes sumamente parecidos. Ambos son personajes que viven en el conflicto: la tormenta es su elemento y razón de ser. Los dos fueron elevados por un malestar generalizado contra el status quo, y sobre todo contra los partidos políticos y sus operadores tradicionales. Comparten una decidida y antigua vocación por el poder, y la persistencia y perseverancia son sus rasgos fundamentales. Tienen olfato y músculo y, por tanto, el enfrentamiento entre ellos es inevitable, a pesar de las corteses cartas cruzadas que son más bien una finta de espadas ante un duelo cercano. Son demasiado parecidos para complementarse y, se sabe, dos narizones no se pueden besar. Además, sus mismos electores así se lo reclaman a ellos. Sólo hay que esperar el choque. Ante este panorama, las benditas redes sociales mexicanas podrán tener un nuevo empleo, movilizando una oleada de nacionalismo y reivindicaciones históricas.
[Continuará]
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