Por Manuel Díaz Martínez
El crimen
La Sección de Literatura de la Unión 
de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), a través del que entonces era 
su secretario, el poeta César López, me invitó a formar parte del jurado
 del Premio de Poesía Julián del Casal correspondiente a 1968 por haber 
ganado yo ese premio el año anterior. Al aceptar supe que compartiría 
responsabilidades –casi inmediatamente supe que también compartiría 
angustias– con otros dos cubanos, José Lezama Lima y José Z. Tallet, y 
con dos extranjeros, el inglés J.M. Cohen y el peruano César Calvo.
Desde los primeros contactos que los 
integrantes del jurado tuvimos para comentarnos las lecturas que íbamos 
haciendo se patentizó el interés que despertaba en todos el libro 
titulado Fuera del juego, que concursaba con el número 31 y 
bajo el lema “Vivir la vida no es cruzar un campo”, que es un verso de 
Pasternak. Sabíamos –el anonimato en los concursos suele ser una 
impostura– que el autor de este libro era Heberto Padilla, como sabíamos
 que el otro libro que también nos interesaba, aunque menos, era de 
David Chericián. Lo sabíamos, en primer lugar, porque ambos autores se 
habían encargado de decírnoslo.
El concurso se desenvolvió en medio 
de las tensiones generadas por la polémica entre Lisandro Otero, en 
aquel momento vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, y un 
Heberto Padilla crítico y desafiante. Padilla deploró, en un comentario 
bastante agresivo publicado en El Caimán Barbudo, que el espacio dedicado por esta revista a la novela de Lisandro Otero Pasión de Urbino,
 que en 1964 había aspirado sin éxito al Premio Biblioteca Breve, de la 
editorial catalana Seix Barral, no se le hubiese dado a la de Guillermo 
Cabrera Infante (ya exiliado en Londres) Tres tristes tigres, que fue la ganadora de aquel premio y que el poeta de El justo tiempo humano valora
 muy por encima de la de Otero. En su texto, aludiendo a las nefastas 
consecuencias de la estatalización de la cultura en los países del Este,
 en algunos de los cuales había vivido, Padilla pasa de lo literario a 
lo político con quejas y advertencias que obligaron a los jóvenes 
redactores de El Caimán Barbudo a responderle en un editorial 
pletórico de confianza en la singularidad democrática del socialismo 
cubano. (¡Oh, Jesús [Díaz], de cuántas ingenuidades están hechas 
nuestras decepciones!).
Una mañana, avanzadas las labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba yo ocupaba en la Uneac. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo,
 de las Fuerzas Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las 
órdenes de Raúl Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se
 le daba el premio al libro de Padilla, considerado 
contrarrevolucionario por “ellos”, iba a haber graves problemas. Entre 
Branly y yo existía una amistad entrañable, bien conocida por Pavón, y 
no me cupo duda de que este había utilizado a mi amigo para trasmitirme,
 sin que lo pareciera, un mensaje que era toda una amenaza.
No me di por enterado. En la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros que concursaban sostuve que Fuera del juego era
 crítico pero no contrarrevolucionario –más bien revolucionario por 
crítico– y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria.
 Los otros miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo 
de Cohen, como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie
 tuvo que convencer a nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue 
tal desde el primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se
 produjo debate.
|  | 
| Heberto Padilla | 
Sí hubo cabildeo, en cambio, por 
parte de la Uneac para que no le diéramos el premio a Padilla. Guillén 
visitó a Lezama e intentó persuadirlo. David Chericián, por cuyo libro 
apostaba la Uneac como alternativa al de Padilla, fue enviado por 
Guillén a casa de José Zacarías Tallet para que persuadiese al viejo 
poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se 
premiara Fuera del juego. La noche del mismo día en que 
Chericián lo visitó –esa noche se velaba en la funeraria de la calle 
Zapata el cadáver del joven escritor Javier de Varona, castigado por 
disidente y cuyo suicidio, según la versión policíaca, se debió a 
frustraciones sexuales–, Tallet me dijo que fue tanta la indignación que
 le produjo la visita de Chericián que, después de echar a este de su 
casa, telefoneó a Guillén y lo increpó por pretender coaccionarlo. El 
poeta y cuentista Félix Pita Rodríguez, que era el presidente de la 
Sección de Literatura de la Uneac, me aconsejó que desistiera de votar a
 Padilla. Ignoro si a Cohen y a Calvo también los presionaron. Supongo 
que no, por ser extranjeros.
En vista de que me resistía a servir 
de cuña contra Padilla (que no era servir de cuña contra un amigo, sino 
contra mis convicciones), el partido decidió sacarme del jurado y poner 
en mi lugar a alguien que cumpliera esa misión y quizás lograra, a 
última hora, inclinar la balanza en contra de Fuera del juego.
¿Qué hicieron los estrategas políticos para apartarme del jurado?
Meses antes, en el proceso de la 
llamada microfracción, como a otros individuos procedentes del disuelto 
Partido Socialista Popular, el Partido Comunista de Cuba, sucesor de 
aquel, me había sancionado, sin militar yo en sus filas y sin haber 
tomado parte en aquel episodio de la lucha por el poder entre 
estalinófilos (prosoviéticos unos, profidelistas otros). Después de un 
largo interrogatorio en una oficina del Comité Central, mis jueces me 
hallaron culpable de “debilidad política” por no haber denunciado al 
microfraccionario (estalinófilo prosoviético) que intentó reclutarme. 
Otra “debilidad política” me reprocharon: haberme manifestado 
públicamente en la Uneac, después de que Fidel Castro proclamara el 
apoyo de Cuba a la URSS, contra la invasión soviética a la 
Checoslovaquia reformista de Dubcek. Según la sanción, yo no podía 
desempeñar cargos ejecutivos ni en lo administrativo ni en lo político 
ni en lo militar durante tres años y debía “pasar a la producción”, es 
decir: ir a trabajar a una fábrica, a un taller o a una granja, que es 
lo que en Cuba se entiende por pasar a la producción. Se me 
dijo que podía recurrir ante el Buró Político, y no tardé en hacerlo. En
 los momentos en que se desarrollaba el concurso de la Uneac aún no se 
había dado una respuesta a mi apelación.
Uno o dos días antes de la fecha 
fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y firmaría 
el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió –su voz y su
 semblante denotaban una crispada contrariedad– que no asistiera a la 
reunión. “No vaya, enférmese”, me dijo. Le pregunté por qué y me 
respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba en nombre de la vieja 
amistad que nos unía. Ante mi insistencia en preguntar, añadió, 
impaciente: “Díaz Martínez, si usted se empeña en asistir a la reunión, 
la policía podría impedírselo”.
En vista de que Guillén no quería o 
no podía ser explícito, decidí acercarme a la sede del Comité Central 
del partido para que me despejaran el enigma. Allí me recibió una 
funcionaria que trabajaba con Armando Hart en la Secretaría de 
Organización del PCC. Esta mujer de raza árida, en un aséptico saloncito
 refrigerado del Palacio de la Revolución en el que nos acompañaba un 
taquígrafo, me espetó nada más verme que sobre mí pesaba una sanción 
“ideológico-educativa” que me impedía ejercer de jurado. Le recordé que 
la sanción no decía nada de certámenes literarios ni hacía ninguna 
referencia a la cultura, y que en esos momentos ni siquiera era firme 
puesto que yo la había apelado y aún no se conocía el dictamen del Buró Político. Fue inútil: ella, cual esfinge electrónica, me repitió el cassette que
 le habían encajado y selló nuestro desencuentro fijando esta 
conclusión: “La sanción le prohíbe a usted ejercer cargos ejecutivos, y 
votar en un jurado es un acto ejecutivo”. Pensé que tomar un café con 
leche también es un acto ejecutivo, pero en fin… Abrumado por tan ardua 
cuanto alevosa aporía, mas no vencido, solicité contrito que constara en
 acta mi desacuerdo, y al instante, incontinente, calé el chapeo, 
requerí la espalda, miré al soslayo, fuime y no hubo nada. Nada más 
allí.
Aquella misma tarde le conté a 
Guillén mi aciaga visita al Comité Central. El poeta se enojó conmigo: 
temía que esa visita complicara las cosas y la interpretó como una 
prueba de que yo no confiaba en él.
|  | 
| Manuel Díaz Martínez, Roberto Branly, César López, José Lezama Lima, Armando Álvarez Bravo, Fayad Jamís y Onelio Jorge Cardoso | 
Ya yo no formaba parte del jurado de 
poesía de la Uneac. Para sustituirme, el Partido designó al socorrido 
profesor José Antonio Portuondo, que era el eterno facultativo de 
guardia. Me lo imaginaba sentado junto al teléfono las veinticuatro 
horas del día, pendiente de que lo llamaran para inaugurar un congreso, 
clausurar un simposio, despedir un duelo, presentar un libro, entonar un
 panegírico o hacer en la Uneac alguna chapuza de esas que Guillén, con 
más pudor y temeroso de la historia, esquivaba cuando podía. Pepé 
Portuondo, pues, asistió en mi lugar al coctel que Guillén, a la caída 
de la tarde de un fresco sábado de octubre, ofreció en su espacioso 
apartamento habanero a los jurados de los Premios Uneac de ese año. 
Alrededor de las diez de la noche de aquel día sonó en mi teléfono la 
voz de Lezama con su inconfundible entonación asmática: “Joven, campanas
 de gloria suenan: usted ha sido repuesto en el jurado”. Lezama había 
asistido al coctel de Guillén y oyó cuando Carlos Rafael Rodríguez, 
vicepresidente del Consejo de Estado, se lo comunicaba a este luego de 
recibir una llamada telefónica. Minutos después de Lezama, Guillén me 
telefoneaba para darme la noticia con carácter oficial. Mi respuesta fue
 pedirle que me recibiera al día siguiente, domingo, en su casa.
El domingo en la mañana le estaba 
diciendo yo a Guillén en su piso del edificio Someillán que no permitía 
que se me tratara como a un recluta: entre, salga, suba, baje… “No, 
Nicolás –recuerdo que le dije–, le ruego que trasmita a Armando Hart mi 
decisión de no regresar al jurado mientras no sea respondida mi 
apelación contra la condena que el partido me ha impuesto”. Y le dije 
más: “Me apena que a usted, que es un gran poeta universalmente 
reconocido, unos burócratas que olvidaremos pronto le estén dando 
encargos de correveidile”. Guillén dio un respingo: “¡Yo no soy un correveidile!”. “Por eso mismo, además de apenarme, me indigna”, le respondí.
El lunes, como siempre, a las nueve 
de la mañana estaba yo frente a mi escritorio en la Uneac. Alrededor de 
las diez me telefonearon de la oficina de Hart para citarme a una 
reunión que se efectuaría allí dos horas más tarde. Tres individuos, uno
 de ellos el entonces presidente del Consejo Nacional de Cultura, 
Eduardo Muzzio (a quien me gustaba llamar Muzziolini), me esperaban en 
una habitación, sentados en torno a una mesa en la que había un termo 
con café, una jarra de agua, tazas, vasos y unas carpetas. Los dos 
personajes que acompañaban a Muzzio se identificaron como funcionarios 
del Comité Central. Uno de ellos tenía más aspecto de agente de la 
Seguridad del Estado que de cuadro político: su rostro no expresaba nada
 y apenas abrió la boca. El interrogatorio, que mis interlocutores 
prefirieron llamar conversación, duró dos horas o más. De los temas que 
allí se abordaron, los principales fueron mi correspondencia con Severo 
Sarduy y la sanción “ideológico-educativa” que limitaba mis derechos 
civiles.
A los ojos de aquellos señores 
constituía otra “debilidad política” mía –y ya eran tres– el cartearme 
con Sarduy, a quien consideraban un tránsfuga que había traicionado a la
 patria quedándose en Europa después de disfrutar de una beca de la 
revolución. Para demostrarme que eran válidas sus sospechas de que yo 
también quería desertar, me mostraron una carta, interceptada por la 
Seguridad, en la que yo le expresaba a Severo mi deseo de salir 
temporalmente de Cuba y le pedía que preguntara a Claude Couffon por las
 gestiones que estaba haciendo para que la Sorbona me invitara a dar 
unas conferencias. Me comentaron asimismo otra carta que yo le había 
entregado en mano a Julio Cortázar, durante un desayuno con él y con el 
escritor cubano Gustavo Eguren en el Hotel Nacional, para que se la 
diera a Severo en París. No me extrañaba que violaran mis cartas, pero 
sí, y se lo hice saber a mis anfitriones, que me reprocharan mi 
correspondencia con Sarduy. Me extrañaba porque el Consejo Nacional de 
Cultura había invitado a exponer en el Salón de Mayo (una muestra 
internacional de pintura moderna que se instaló en el Pabellón Cuba, en 
La Habana), con pasaje de ida y vuelta pagado por el Gobierno 
revolucionario, al pintor Jorge Camacho, que había ido a Francia con una
 beca de la revolución y, al igual que Sarduy, no había regresado a 
Cuba.
Lo que me dijeron respecto a mi 
sanción fue muy divertido. Resulta ser que o yo había entendido mal o el
 funcionario que me la comunicó no había hecho bien su trabajo, porque 
cuando este me dijo que yo “pasaba a la producción” debí entender, o él 
debió especificarlo, que yo pasaba a la producción literaria.
De esta curiosa manera derogaron la 
segunda parte de la sanción, pero la primera quedó vigente: me cesaron 
como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba (mi sustituto fue 
el poeta Luis Marré, militante del Partido) y me dejaron de simple 
redactor. Sin embargo, y contradiciendo a la metafísica funcionaria del 
departamento de Hart, me pidieron que me reincorporase al jurado. Lo 
hice y voté por el libro de Padilla.
Por aquellos días, Armando Hart citó a
 los jurados extranjeros a su despacho. Les dijo que mi sanción obedecía
 a motivos ajenos al concurso, que no tenía nada que ver una cosa con la
 otra. No convenció. Uno de los presentes, Roque Dalton, se encargó de 
hacérselo saber allí mismo.
Después de la firma del acta y del 
“voto razonado” que añadimos –redactado por Lezama y por mí–, la 
ejecutiva de la Uneac convocó a los integrantes de los jurados a una 
asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el premio 
de poesía con Fuera del juego y en el de teatro con la obra de Antón Arrufat Los siete contra Tebas,
 que también fue tachada de contrarrevolucionaria. La asamblea no fue 
presidida por Nicolás Guillén –siguiendo el consejo que me había dado a 
mí, el poeta se enfermó–, sino por el suplente de oficio José Antonio 
Portuondo. A Félix Pita Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le
 tocó el papel de fiscal como Fouquier-Tinville. En una alferecía 
jacobina, Pita “aclaró” lo que, según el libreto que le dieron, estaba 
ocurriendo: “el problema, compañeras y compañeros, es que existe una 
conspiración de intelectuales contra la revolución”.
El castigo
Lo que existía era una conspiración 
del Gobierno contra la libertad de criterio. Por aquellas fechas 
llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los 
intelectuales de países del Este, sobre todo de la Unión Soviética, 
Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron 
poner sus barbas en remojo –nunca mejor dicho lo de barbas– y curarse en
 salud. Esto explica la desmesurada importancia que le dieron al premio 
de Padilla y la política que desde aquel momento empezaron a diseñar 
para nosotros. El prólogo que la Uneac impuso a Fuera del juego –para
 la mayoría, redactado por Portuondo; para algunos, por Lisandro Otero; 
para otros, por ambos al alimón; para todos, dictado o sancionado por 
los guardianes de la palabra de Castro– revela por dónde iban los tiros y
 por dónde irían los cañonazos. “Nuestra convicción revolucionaria”, se 
dice en dicho prólogo, “nos permite señalar que esa poesía y ese teatro 
sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos 
necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el 
imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión 
bélica frontal contra Cuba”. Lo de siempre: el enemigo externo 
utilizado, a la sombra de una “convicción revolucionaria” esgrimida como
 ley natural o ciencia infusa, para atar en la picota a los que en algo 
no piensan exactamente igual que el amo de la casa. Si esto no se llama 
terrorismo ideológico, ya me dirá alguien qué nombre ponerle.
La Uneac honró su compromiso, expresado en la asamblea con los jurados, de publicar Fuera del juego y Los siete contra Tebas,
 pero no dio ni a Padilla ni a Arrufat el viaje a Moscú ni los mil pesos
 que completaban el premio estipulado en las bases del certamen. El 
poeta y el dramaturgo se quedaron in albis y en tierra y vieron cómo sus respectivos libros tuvieron una circulación casi clandestina.
Los meses que siguieron al concurso de la Uneac presagiaban tormenta.
Después de haber sido destituido como redactor jefe de La Gaceta de Cuba y
 poco antes de que Luis Marré me sustituyera en el cargo, fui una tarde a
 la que aún era mi oficina en la Uneac y me extrañó encontrar 
entreabierta la puerta. La empujé y el espectáculo que vi era 
indignante: el contenido de los archivos y de los cajones de mi 
escritorio estaba disperso por el suelo y pisoteado, los libros habían 
sido aventados en todas direcciones y la cola líquida que usábamos en la
 maquetación había sido vertida concienzudamente sobre los muebles y la 
máquina de escribir. Tardé un segundo en denunciar la tropelía al 
administrador de la Uneac, que ensayó la expresión de asombro más 
decepcionante que he visto. Nunca supe quién hizo aquello. Una sospecha 
tuve entonces y la tengo aún: ¿no habrán querido endilgarme un sabotaje y
 luego de dar el primer paso retrocedieron por sabe Dios qué?
En noviembre de aquel año, 1968, un fantasma apareció en las páginas de Verde Olivo.
 ¿Quién era Leopoldo Ávila? Nadie lo sabía. Aún hay conjeturas sobre la 
identidad del amanuense que se ocultaba tras ese seudónimo (la más 
insistente señala a Luis Pavón, entonces pendolista de Raúl Castro), 
aunque la voz que le dictaba, que es lo importante, fue reconocida en el
 acto como la del máximo poder. El ectoplasma en cuestión pronto hizo 
célebres sus ataques personales y sus monsergas doctrinarias sembradas 
de anatemas y con fuerte olor a proletkult y Santo Oficio. 
Leopoldo Ávila firmó artículos rabiosos contra Padilla, Virgilio Piñera,
 Antón Arrufat, Rogelio Llopis, Cabrera Infante… En algunas de sus 
diatribas no falta el anatema de homosexual. Pocas veces fue objetivo, 
como cuando me calificó de autor irrelevante dentro de la narrativa 
cubana. Su bilis fundamentalista lo desborda cuando viene a decir lo 
mismo de Piñera y Cabrera Infante.
El artículo de Leopoldo Ávila “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba” se publicó en Verde Olivo el 24 de noviembre de aquel año. Era la sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y, en consecuencia, la horma para los escritores cubanos. En él se concretaba circunstanciadamente el impreciso apotegma cesáreo “Dentro de la revolución: todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Gracias a este artículo los escritores de la isla supimos, por fin, qué era lo que desde la ventana de Castro se veía dentro de la revolución y qué afuera. Debimos agradecer que se nos facilitara este plano de áreas minadas. A pesar del carácter programático del texto, el más pretencioso de los que nos asestó, la gaseiforme entidad predicadora hizo espacio en él para meter capirotazos nominales: “Cabrera [Infante] es un tallador de la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García [Hernández] trazan desde el extranjero el camino de la traición…”.
El artículo de Leopoldo Ávila “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba” se publicó en Verde Olivo el 24 de noviembre de aquel año. Era la sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y, en consecuencia, la horma para los escritores cubanos. En él se concretaba circunstanciadamente el impreciso apotegma cesáreo “Dentro de la revolución: todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Gracias a este artículo los escritores de la isla supimos, por fin, qué era lo que desde la ventana de Castro se veía dentro de la revolución y qué afuera. Debimos agradecer que se nos facilitara este plano de áreas minadas. A pesar del carácter programático del texto, el más pretencioso de los que nos asestó, la gaseiforme entidad predicadora hizo espacio en él para meter capirotazos nominales: “Cabrera [Infante] es un tallador de la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García [Hernández] trazan desde el extranjero el camino de la traición…”.
Así hablaba Zaratustra cuando llegó a
 La Habana la poetisa soviética Margarita Aliguer, la viuda de Alexandr 
Fadéiev, aquel talentoso novelista que se suicidó bajo el peso de sus 
remordimientos por haber colaborado, desde la presidencia de la Unión de
 Escritores Soviéticos, con el KGB en la destrucción de colegas suyos. 
En conversación que unos pocos escritores mantuvimos con ella en la 
Uneac confesó sin rodeos que estaba asustada con los artículos de 
Leopoldo Ávila, los que, según nos aseguró, ya se comentaban en Moscú. 
“Con artículos iguales a esos comenzaron las purgas de Stalin”, dijo.
La tensa calma que siguió al zipizape del premio, caldeada semanalmente por el fogonero de Verde Olivo –“el
 rayo que no cesa” le llamaba yo–, estalló en 1971 con dos incidentes 
que tuvieron lugar a comienzos de ese año y en los cuales se vio 
involucrado Heberto Padilla por su estrecha relación con los 
protagonistas. Uno fue el conflicto –odio a primera vista– entre las 
autoridades cubanas y el representante diplomático en Cuba del gobierno 
de Salvador Allende, el novelista Jorge Edwards, a quien esas 
autoridades acusaron de conspirar con Padilla contra la revolución. En 
marzo de aquel año Edwards se marchó de Cuba prácticamente expulsado: 
fue un ido de marzo. El otro incidente fue el arresto en La Habana, bajo
 la imputación de trabajar para la CIA, del periodista y fotógrafo 
francés Pierre Golendorf, quien pasaría algunos años a la sombra de los 
carceleros en flor antes de que lo devolvieran a las Galias.
Un día de aquel borrascoso marzo me telefoneó un reportero de la revista Cuba Internacional que
 se hacía pasar por amigo mío y era un soplón (trompeta en germanía 
habanera) que me había adosado la Seguridad. Me llamó en plan 
profesional –dijo que estaba haciendo una encuesta por encargo de su 
revista– para conocer mi opinión sobre el arresto de Heberto Padilla. 
Así me enteré de que a Padilla lo habían detenido aquel día junto con su
 mujer, la poetisa Belkis Cuza Malé. Supe luego que unos agentes les 
abrieron la puerta a empujones, registraron el apartamento y se los 
llevaron a un cuartel de la Seguridad, donde los incomunicaron. Belkis 
estuvo presa un par de días, y tan pronto como la soltaron fue a mi 
casa, que estaba a dos cuadras de la suya, y a Ofelia y a mí nos contó 
en detalles lo sucedido.
Abundaron los provocadores que 
tuvieron la esperanza de arrancarme una declaración virulenta sobre el 
arresto de Padilla. Para decepcionarlos acuñé una respuesta: “Opinaré 
cuando sepa por qué lo han detenido”. Pero no lo decían y mientras tanto
 la versión que circulaba era la de que Heberto estaba implicado en el 
asunto Golendorf. Lo cierto es, como se vio finalmente, que lo 
arrestaron porque se había convertido en lo que entonces estaba de moda 
llamar “un escritor contestatario”.
El revuelo que el arresto de Padilla 
provocó en el ámbito internacional fue de mayores proporciones que el 
que había producido el conato de censura a Fuera del juego, y 
para entonces ya eran muchas las voces –entre estas, las de 
intelectuales de nombre que habían apoyado el proceso revolucionario– 
que en la prensa extranjera advertían sobre la estalinización de la 
cultura en Cuba. Algunas de esas voces entonaron cantos de 
arrepentimiento después. El arrepentido más plañidero fue Julio 
Cortázar; sin embargo, al final de su vida desvió sus devociones hacia 
la Nicaragua sandinista. Viejos valedores de la revolución cubana, 
irremisiblemente decepcionados, rompieron para siempre con el castrismo:
 Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Carlos Fuentes y Jean-Paul Sartre, 
entre otros.
A principios de abril, la Seguridad 
del Estado comenzó a divulgar, impresa en cuartillas de papel de 
estraza, una supuesta carta de Heberto Padilla al Gobierno 
revolucionario. Su deprimente redacción y su grotesco contenido inducen a
 suponer que nuestro poeta es tan autor de esa carta como de La Divina Comedia.
 Pero si realmente la redactó –bajo amenaza, se entiende–, hay que 
felicitarlo por haberla convertido, a fuerza de hacerla nauseabunda, en 
una condena a sus carceleros. Solo la más demencial prepotencia, 
cómodamente apoyada en la enorme popularidad de que aún gozaba la 
revolución, pudo hacer creer a la policía política de Castro que un 
documento autoinculpatorio como ese, atribuido a un hombre incomunicado 
en un calabozo, podía probar otra cosa que no fuera la perversidad del 
régimen.
Días después de la aparición de la 
célebre carta, Padilla fue puesto en libertad y me pidió que fuera 
enseguida a su casa. Me dijo que esa noche iba a celebrarse un acto en 
la Uneac en el que él se haría una autocrítica –que resultó una 
ampliación de la carta– y en el que la Seguridad me daría, como a otros 
escritores que él debía mencionar (Belkis Cuza Malé, Pablo Armando 
Fernández, César López, José Yánez, Norberto Fuentes, Virgilio Piñera y 
Lezama), la oportunidad de “reafirmarme” como revolucionario 
reconociendo en público mis “errores”. Entendí que se nos pedía un 
sacrificio político para exonerar a la revolución de las acusaciones que
 le estaban lloviendo desde el exterior precisamente por el caso 
Padilla. Aunque con dudas cada vez más inquietantes, yo continuaba 
aferrado a la quimera revolucionaria y me resultaba doloroso que se 
cuestionara mi lealtad, por eso, en contra de la opinión de Ofelia, que 
no se cansó de decirme que estábamos cayendo en una trampa, acepté 
participar en aquel acto. Para mí el problema era que yo no sabía de qué
 acusarme.
Si la memoria no me falla, el acto de
 autocrítica se celebró en la noche del 17 de abril de 1971. La Uneac 
fue tomada por la Seguridad del Estado. En la puerta principal, la única
 que estaba abierta, un oficial y varios agentes franqueaban el paso, 
previa identificación, solo a las personas que habían sido citadas, 
cuyos nombres figuraban en una lista. Adentro, la atmósfera era 
densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se reducían a un leve 
apretón de manos o un movimiento de cabeza y una sonrisa de 
circunstancia, como en los velorios.
Alrededor de las 9 nos llamaron al 
salón de actos. Allí todo estaba a punto: las hileras de sillas, la mesa
 presidencial, los micrófonos, las luces y las cámaras del Instituto 
Cubano de Arte e Industria Cinematográficos que filmarían el espectáculo
 bajo la dirección de Santiago Álvarez. Nicolás Guillén, que padecía una
 oportuna enfermedad, fue reemplazado en la presidencia –¡oh, sorpresa!–
 por Pepé Portuondo. Cuando todo el mundo estuvo en su sitio, se 
pusieron en marcha las cámaras de cine y se cerraron las puertas del 
salón, que quedaron custodiadas por agentes vestidos de civil.
La autocrítica de Padilla ha sido 
publicada, pero una cosa es leerla y otra bien distinta es haberla oído 
allí aquella noche. Ese momento lo he registrado como uno de los peores 
de mi vida. No olvido los gestos de estupor –mientras Padilla hablaba– 
de quienes estaban sentados cerca de mí, y mucho menos la sombra de 
terror que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, 
jóvenes y viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos 
–varios estábamos de corpore insepulto— que él presentaba como 
virtuales enemigos de la revolución. Yo me había sentado justamente 
detrás de Roberto Branly. Cuando Heberto me nombró, Branly, mi buen 
amigo Branly, se viró convulsivamente hacia mí y me echó una mirada 
despavorida como si ya me llevaran a la horca.
Los presentes que, en cumplimiento de
 lo ordenado por la Seguridad, fuimos nombrados por Padilla –hubo 
nombrados ausentes, como Lezama y Virgilio Piñera– pasamos por los 
micrófonos tan pronto como él terminó. Cuando me llegó el turno, yo 
seguía sin saber qué decir. Pero hablé. Lo que dije está publicado. En 
medio de mi difícil improvisación, de pronto me vi culpando de todo 
aquello a la dirigencia política por no haber mantenido un diálogo 
constante con los intelectuales, diálogo en el que, según pensaba yo, se
 hubieran resuelto sin traumas todos los conflictos. ¿Ingenuidad? Mucha.
 La experiencia casi siempre llega tarde, y la mía aún estaba en camino.
 Lo que importa es vivir para darle tiempo a llegar.
La nota discordante de aquella noche 
de falsa reconciliación la dio Norberto Fuentes, quien, citado por 
Padilla, primero entró en el juego de la autocrítica y luego pidió otra 
vez la palabra para desdecirse y proclamar que era uno de los escritores
 más perseguidos de Cuba y que no tenía nada que reprocharse. Para 
muchos, Padilla incluido –yo también lo he pensado–, esta escena de 
Norberto Fuentes fue preparada por la policía con el fin de darle 
prestigio de espontaneidad a la pantomima. Sea lo que haya sido, 
dramaturgia o verdad, fue la única escena estimulante de aquella noche 
de Walpurgis.
Las Palmas de Gran Canaria, 6 de mayo de 1997.
*Tomado de El Nacional.



 
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