Por
Enrisco
Una vez iniciada la guerra por la independencia de Cuba
en 1868 la situación entre la comunidad caribeña en Nueva York se tornó
especialmente interesante. E interesante —como sabe cualquiera al que le han pedido
que dé su opinión sobre algo horrendo, desde una pintura abstracta hasta un
dulce de berenjena con tomillo— no quiere decir algo necesariamente bueno.
A los cubanos que atendían sus negocios en la ciudad o
los exiliados de intentonas anteriores se le sumó gente muy variopinta ligada a
la causa independentista: intelectuales, abogados, amas de casa, hacendados
siquitrillados, tabaqueros perseguidos y salvadores de la patria diversos.
Todos entusiastas y exaltados. Todos —decían— legítimos y únicos representantes
de su sufrida patria. Uno daba un concierto para armar una expedición, otra
recogía joyas para ayudar a huérfanos y viudas de la guerra, otra para
comprarle una espada ceremonial a un general recién llegado al exilio y otros
vendían bonos cuyo valor aumentaría el día que la patria fuera libre.
Y pasó lo que tenía que pasar. De la sospecha mutua sobre
su patriótica pureza se pasó a las acusaciones, de ahí al insulto y enseguida firme
compromiso de caerse a tiros en cuanto sonara el timbre anunciando el final de la
guerra. Porque ¿para qué buscarse un enemigo en España si te lo podías
encontrar en la acera de enfrente? Surgieron dos bandos: aldamistas contra
quesadistas que eran como los Montescos y los Capuletos pero sin historia de
amor intercalada. Los primeros seguían a Miguel Aldama, figura máxima de la
burguesía habanera que, al huir de la isla, asumió la representación de la
República en Armas cubana desde Nueva York. Contra estos se alzaban los
seguidores de Manuel de Quesada, general del Ejército Libertador designado por
su cuñado y presidente de la citada república en Armas, Carlos Manuel de
Céspedes, representante de esta para promover expediciones armadas que
reforzaran la insurgencia en Cuba. A dos cubanos con atribuciones similares les
quedaba chiquita la ciudad más grande del continente una vez que decidieran
acusarse de todo lo que les pasara por la cabeza. Empezando por traidores y
aspirantes a tiranos: otra linda tradición cubana fundada en la isla de
Manhattan y a la que hoy le hace honor la oposición de la isla.
Pueden imaginarse el resultado: el envío de las
expediciones fue disminuyendo hasta que, tras el desdichado final del Virginius,
se interrumpió del todo. Para entonces ya llevaba dos años en la ciudad
Francisco Vicente Aguilera, vicepresidente de la República en Armas, a quien
habían mandado para poner orden entre sus compatriotas. Más fácil era que lo
hubieran mandado a pelear contra los españoles armado con el cuchillo de la
mantequilla.
Pero por difícil que fuera su misión Aguilera intentó
cumplirla. Incluso preparó varias expediciones pero nunca consiguió que llegaran
a la isla. Ya hacía rato andaba apagado el entusiasmo norteamericano por la
independencia cubana y el de muchos de sus compatriotas por financiar
expediciones. Aguilera insistió en sus esfuerzos hasta que un cáncer en la
garganta lo mató el 22 de febrero de 1877. Quien había sido uno de los hombres
más ricos de su país murió pobrísimo en su apartamento del 223 West de la 30th
Street entre séptima y octava avenidas. Sus funerales, en cambio, fueron de los
más importantes celebrados en la ciudad: su cuerpo fue velado en la Governor’s
Room del ayuntamiento de Nueva York (como antes habían hecho con el presidente
Monroe) y ante él desfilaron millares de personas mientras las banderas de los
edificios oficiales estaban izadas a media asta. Un año más tarde la guerra
había concluido sin que Cuba consiguiera dejar de ser colonia española.
Aparecido originalmente en Nuestra Voz.
Aparecido originalmente en Nuestra Voz.
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