Cuando una de las grandes desgracias de nuestro tiempo atacan una sociedad -en forma de sistema totalitario o régimen populista- los científicos sociales tienden a explicársela apelando al pasado de esta o a ciertos aspectos exclusivos de la idiosincrasia nacional. Hacen caso omiso a lo extendidos y universales que puedan ser estos fenómenos, a la evidencia de que los caminos que conducen a esas fatalidades suelen ser muy distintos entre sí. Insisten en ignorar la diversidad de orígenes que tienen estos comunes infiernos y que el único precedente compartido son ciertas rachas de inestabilidad de la que prácticamente ninguna sociedad debe considerarse a salvo.
Es como si para investigar las causas de un accidente que dejara tetrapléjico a un joven lleno de vida y promesas nos preocuparan en primer lugar los orígenes familiares del chofer causante del atropello o los traumas infantiles del atropellado. Eso y no que uno u otro (o ambos implicados) estuviesen bebiendo más de la cuenta minutos antes de que tal accidente ocurriera.
La insistencia de los investigadores en los orígenes locales de estas desgracias universales obedecen, sospecho, menos a razones científicas que a necesidades psicológicas (y con “psicológica” quiero significar en este caso “masoquista”). Esa pulsión por entender tal o mas cual desastre colectivo como castigo por una acumulación de pecados que al resultado de momentáneos y fatales descuidos. Como si nos interesara más repartir culpas que encontrar explicaciones. Como si la realidad apenas fuera un pretexto para sentirnos irremediablemente inferiores o superiores a otros. Como si quisiéramos negar nuestra común humanidad (y con “humanidad” quiero significar aquí “debilidad”).
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