Por Enrique Del Risco
Los pueblos ya vienen de por sí olvidadizos. Por eso
cuando un estado totalitario acomete su habitual borrado de la memoria
colectiva no hace más que acentuar un proceso natural, si es que hay algo
natural en lo que respecta a los pueblos y su memoria. Son por lo general esos
seres melancólicos llamados intelectuales —cuando no cosas peores— los que se
empeñan en dejar por escrito el testimonio de un pasado que no le importa a
casi nadie hasta que es demasiado tarde y no queda más remedio que convertirlo
en mito.
En cuestiones de memoria los cubanos hemos ido mejorando
nuestra suerte. Desde que Aldo Baroni —en un libro que muchos citan el título
pero que pocos parecen haber leído— definiera la isla como “Cuba, país de poca
memoria” en 1944 se ha avanzado bastante en la restitución del pasado. Sobre
todo, a través de la palabra escrita como en buena parte de la obra de
Guillermo Cabrera Infante, uno de los primeros en darse cuenta luego del “Affaire
PM” de que ese presente que se deshacía en las manos para convertirse
instantáneamente en pasado merecía ser retenido a través de la literatura.
Los soviéticos resumieron muy bien la arbitraria
administración de la memoria por un régimen comunista con la frase: “nadie sabe
el pasado que le espera”. Bastante sabían ellos de eventos desvanecidos en las
cronologías, personajes que desaparecían de fotos icónicas o de la misma
memoria colectivizada en diccionarios o relatos oficiales después que el
pelotón de fusilamiento, el Gulag —cuando no el exilio en el caso de los
afortunados— hubiera dispuesto de la materia inservible para la historia
oficial. No es casual que sea la generación de Mariel —la primera en
constituirse como grupo de resistencia literaria y cultural contra el asedio
totalitario— la que con más conciencia se empeñó en dejar constancia casi
notarial del pasado escamoteado a todos. No solo pienso en Reinaldo Arenas y su
famosa autobiografía Antes que anochezca. También está José Abreu
Felippe y su pentalogía “El olvido y la calma”, un quinteto de novelas que
abarca desde la infancia del protagonista en la década de los cincuenta hasta
entrados los ochenta cubanos. O su hermano Juan que con sus memorias Debajo
de la mesa y la suerte de diario que tituló A la sombra del mar donde
reconstruye su vida desde su infancia hasta los durísimos años setenta, esos en
que de ocuparle aquellos escritos en el fondo de una gaveta podía haberle
acarreado unos cuantos años de cárcel. (Lo anterior me hace recordar otro
chiste soviético. Aquel en que en una conversación de condenados en el Gulag le
preguntan a un recién llegado cuál es su condena. “Diez años” responde este. “Y
¿por qué estas preso?”. “Por nada” vuelve a responder. “Mientes”, le dicen
“porque por no hacer nada solo te meten cinco años”. Igualmente, en los años en
que Juan Abreu escribe las páginas que luego irán a parar a A la sombra del
mar no hacer nada era un delito que la famosa Ley contra la Vagancia
castigaba con el envío a un campo de trabajo conocido entonces con el bucólico
nombre de “granja”. Por escribir te tocaba un poco más).
Ahora Ediciones Furtivas nos trae una reconstrucción
arqueológica de hace más de medio siglo con el libro Una amiga en París
(Cartas 1968-1972) de Reinaldo García Ramos. García Ramos es una figura
clave de la generación de Mariel, recordado tanto por sus poemarios como
por su participación en la revista que recogiera el nombre del éxodo que el
castrismo había convertido en carne de infamia. Lo natural es que las páginas
de Una amiga en París se hubieran perdido entre otras tantas que los
cubanos nos hemos exprimido dentro y fuera de la isla con la misma vocación de
náufragos. Porque lo que recoge García Ramos en Una amiga en París es
una selección de 33 de las más de doscientas cartas que este le escribiera a la
poeta Ana María Simo miembro de la generación agrupada alrededor de Ediciones
El Puente, la editorial fundada por el también poeta José Mario y una de las
tantas víctimas del ansia castrista de control absoluto. Simo es la amiga en
París a que se refiere el título y a quien García Ramos le escribía para
coordinar las gestiones para sacarlo de Cuba, la isla donde la homofobia de
Estado y la persecución ideológica la habían vuelto inhabitable para el autor
de las cartas.
Las cartas de Una amiga en París van desde abril
de 1968 hasta septiembre de 1972. Son años de triste recordación que incluyen
la mencionada Ofensiva Revolucionaria; el escándalo que fueron objeto los
libros Fuera del juego de Heberto padilla y Los siete contra Tebas
de Antón Arrufat tras recibir los Premios UNEAC de 1968; la devastadora Zafra
de los Diez Millones; la detención del propio Padilla por la Seguridad del
Estado; el feroz Congreso de Educación y Cultura de 1971 y el subsiguiente
proceso de “parametración” con que expulsaron del mundo de la cultura a todo el
que no les pareciera lo suficientemente adecuado política, sexual o
estéticamente. A todos estos sucesos se refiere García Ramos en medio de sus
tribulaciones burocráticas ya sea para gestionar su salida como para encontrar
algún oasis en el desértico mundo laboral cubano, árido sobre todo para
aquellos de quienes se sospechaba poca simpatía por el régimen o “desviaciones”
ideológicas o sexuales que por aquellos años venían a ser más o menos lo mismo.
Gracias a la sensibilidad y a la acuciosa disciplina con
que García Ramos reporta desde las incidencias del Salón de Mayo en La Habana
hasta un artero ataque de ladillas nos vamos haciendo una idea íntima y
tremendamente compleja de aquellos años. García Ramos no es lánguido burgués de
Memorias del subdesarrollo y cuyo distante reporte se interrumpe en la
Crisis de los Misiles de 1962. El protagonista de Memorias al menos
vivía de las rentas y sus amoríos eran vistos con cierta comprensión por los
mismos encargados de vigilarlo. El reportaje de García Ramos viene de años tan
terribles como los de Memorias pero todavía más oscuros, menos
iluminados por el recuerdo colectivo. Encima, en su doble condición de “gusano”
y homosexual, García Ramos era doblemente marginado, vigilado y sus aventuras
sexuales debían ser tan clandestinas como sus lecturas. Uno puede
entender lo importante que fueron para el autor estas cartas donde podía
expresarse con una libertad y una lucidez imposibles en su vida cotidiana. Lo
mismo da cuenta de las últimas medidas tomadas por el gobierno para apretar las
clavijas económicas o políticas que de su propio embrutecimiento y alienación y
del “espectáculo de mi propia depauperación individual”.
Se puede pensar que cualquiera con dos dedos de frente y
con ojos y oídos para percibir lo que ocurría a su alrededor podría haber
escrito una crónica honesta de aquellos años. Pero sucede que no. Donde los
Carpentier, los Vitier o los Eliseo Diego sobornados por las imposiciones de la
Historia o incluso los Lezama o los Piñera, atenazados por el miedo, no se
atrevieron a confesar en sus cartas más íntimas lo que sentían y pensaban, la
coherencia intelectual y la integridad ética de un García Ramos (auxiliado por cierto
candor juvenil) fue capaz de dar cuenta honesta de tiempos en que tantos aplaudían
a los verdugos de su libertad. Aún consciente del peligro de hablar por lo
claro (“No puedo manifestar ni un segundo, con nadie, mis preferencias
políticas o sexuales, por ejemplo. Me liquidarían sin contemplaciones”) el
autor de las cartas no incurre en el pecado mayor de mentirse a sí mismo y
rechaza el régimen en el que sobrevive no por sus fallas circunstanciales sino
por su propia esencia: la de “encasillar en patrones abstractos los deseos y necesidades
de millones de criaturas vivas y darles (o pretender darles) a todos ellos por
igual, la misma supuesta satisfacción”.
La estrecha vigilancia ética a la que García Ramos somete
al régimen que lo constriñe se redobla cuando juzga sus propias tácticas de
supervivencia. Reconoce que por mucho que se refugie en su ironía y sus
lecturas
cuando llega la hora de celebrar chistes y comentarios
mediocres, cuando es preciso perder tiempo y hacer concesiones (porque hacer lo
contrario, rebelarse, carece absolutamente de sentido), todas esas lecturas se
van a la mierda. y un diálogo genial de una obra de Camus no penetra sino
nominalmente en nuestra sensibilidad y sólo tenemos escasamente unos segundos
para darnos cuenta, con un estremecimiento de sorpresa y de confirmación a la
vez, que estamos siendo tragados por ese personaje que nos hemos visto
obligados a inventar, y que nuestros actos ya no se corresponden ni en lo más
mínimo con nuestro ser más íntimo ni con nuestras aspiraciones ni con nuestra
inteligencia.
Hundido en los intestinos del castrismo García Ramos no
renuncia a entender el régimen más allá de sí mismo. Sobre todo en relación con
el mundo occidental que todavía veía el comunismo con simpatía. Pero no por
ello acepta el relativismo “de que la existencia es prácticamente insoportable en
cualquier parte” para hacer de su vida en Cuba algo más aceptable. En los
mismos días en que Michel Foucault se declara admirador de Mao Zedong en el
París al que García Ramos sueña escapar, el cubano acepta con orgullo su condición
de desertor de la Gran Marcha de la Humanidad hacia el Porvenir. Al escribir
estas cartas se resiste a que su experiencia sea reducida a lo que aparezca en
“los sesudos ensayos de periodistas ladinos y experimentados, ni en los
discursos, ni en las estadísticas, ni en los libros de historia académica, vida
que sólo se puede captar por la expresión desgarrada del que la sufre”. El
corresponsal se resiste a ser mero objeto de la descripción de los que
peregrinan al paraíso revolucionario. Como Padilla en su famoso poemario García
Ramos se sale del juego en el que solo tienen derecho a ser escuchados los
devotos de la religión del progresismo. “Quizás, sí, me he convertido sin
remedio en un reaccionario ajado y sin gran dosis de vitalidad: no me importa.
No es de los libros ni de las creencias políticas en boga de donde tengo que
sacar una verdad; es de mí mismo, de lo que con mi torpe existencia pueda
llegar a descifrar”.
En todo caso, a pesar de contar con todas las disculpas
posibles Una amiga en París evita caer en el patetismo. El humor que
recorre estas cartas se lo impide. Un humor entendido no como el impulso de
tirar a broma incluso lo más terrible sino el esfuerzo por distanciarse de su
propio sufrimiento para poder apreciar mejor el profundo sinsentido que lo
produce. Al fin y al cabo la tragedia siempre termina dignificando sus causas. En
cambio, todo el acoso y la marginación por los que pasa García Ramos no le
impiden apreciar la ridiculez y el absurdo del régimen que lo oprime.
Comprende, por ejemplo, que de aceptar los principios sobre los que erige el
“hombre nuevo” guevariano él mismo quedaría despojado de todo rastro de
dignidad.
Digámoslo: sobrevivimos sólo para que sobre nuestros
huesos pasen las sonrosadas piernecitas de estos gozadores del futuro. Ellos
son la pureza. Ellos son la garantía de una salvación. Nosotros no; nosotros
somos un rebaño de seres monstruosos y deformes, viles y cínicos, que apenas
logramos por momentos convencernos de nuestra inservible condición histórica.
Por eso estamos (sí, desde luego, dichosa y divinamente) preparados para
desaparecer. [...] Somos criaturas, repito, convencidas de su próxima, necesaria
e inexorable desaparición.
En el episodio más humillante que recogen estas cartas,
el del interrogatorio por el que debe pasar su autor sobre sus preferencias
sexuales conducido por militares que supuestamente evalúan su incorporación al
Servicio Militar Obligatorio, termina convertido en una falsa teatral titulada El
golpetazo del oprobio. En dicha farsa, mientras que el autor se reserva el
papel de “El Incomprendido”, le asigna a sus interrogadores personajes
nombrados “Primera Señora” y “Segunda Señora”. No obstante, las hilarantes escenas
que describe no le ahorran al lector lo vejatorio de una situación que incluye
parlamentos (tomados del natural) dignos del orwelliano interrogador de 1984:
Aquí tenemos nosotros toda la información, pero queremos
que seas tú mismo el que nos hables del asunto y ver hasta qué punto podemos
confiar en ti. Nosotros no queremos destruirlos a ustedes [los homosexuales, se
sobreentiende], sino ayudarlos. Cuando tú termines de hablar, nosotros te vamos
a dar un consejo. Nosotros no hacemos nada con pasar este expediente tuyo al
departamento de lacras sociales…
Hay que agradecer la escritura, rescate y publicación de
estas cartas de cuya importancia el autor estaba consciente incluso a medida
que las redactaba. En algún momento, García Ramos al revisar correspondencia
acumulada reconoce quedar impresionado por su volumen: “¿es así como se
escriben esos enormes libros que leemos? ¿Esas novelas alemanas interminables?
[…] ¿Te imaginas que en esas trecientas cuartillas puede haber por lo menos
cien de un interés más permanente?”. La edición de estos cinco años de confesiones
epistolares, interrumpidas por el traslado de la destinataria a Estados Unidos,
suma 161 páginas que nos traen, junto con noticias fresquísimas del pasado, una
pequeña epopeya de la dignidad humana. La de un escritor que, abandonada toda
esperanza de expresarse públicamente, no renuncia al deber fundamental de todo
ser humano de ser honesto consigo mismo, cualesquiera que sean las
circunstancias. Y pocas circunstancias pueden ser más asfixiantes que las de un
ser inteligente, honesto, independiente y sensible en medio de una sociedad que
ha optado por la necedad y la obediencia.
Interrumpida la correspondencia en 1972 a García Ramos todavía
le faltarían ocho años para poder escapar de Cuba a través del éxodo de Mariel.
Uno puede lamentar la pérdida de lo que el autor pudo haberle contado a su
confidente en aquellos años pero también vale preguntarnos si estamos dispuestos
a padecer tanta verdad.
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