Dos formas de pensar la América: Bolívar y San Martín.El triste destino de los precursores.
Alejandro González Acosta, México, UNAM.
Al llegar los españoles al Nuevo Mundo, había dos grandes imperios todavía en proceso de desarrollo, pero justamente en ese momento, ambos estaban atravesando una etapa de desintegración y debilitamiento por profundas luchas internas: los aztecas en el Septentrión y los quechuas en el Meridión. También se diseminaban por el territorio continental una multitud de otras civilizaciones -ya casi extintas, como los mayas- y varias colindantes aún con la Edad de Piedra. Algunas de estas últimas todavía hoy se mantienen así, sin muchas diferencias.
Siempre hubo una tendencia para tratar de uniformar la fisonomía del continente, a despecho de su diversidad climática, topográfica y cultural. Y esa proclividad se sostiene aún, aunque Jorge Luis Borges se burlaba porteñamente de la llamada “literatura latinoamericana”: ¿cómo puede hablarse de UNA literatura cuando cada región siente y escribe de distinto modo? ¿qué hay en común (además del idioma español con sus -en ocasiones muy distantes- variantes regionales y municipales), entre lo que hacen los argentinos y los mexicanos, los peruanos y los chilenos?…
En la política ha sido igual: desde siempre, aún antes de nacer como naciones independientes, se buscó una unidad imposible, y esto se resume en el triste pathos de los pioneros:
Tal parece que existe una maldición sobre los iniciadores de la independencia americana: los curas Hidalgo y Morelos fueron degradados y luego fusilados por la espalda. Agustín de Iturbide, verdadero autor de la independencia de la Nueva España, también murió acribillado por sus propios compatriotas, víctima de una ley que desconocía. Su fugaz y reticente aliado coyuntural, Vicente Guerrero, corrió igual suerte poco después, entregado por un traidor italiano.
De Bolívar aseguran que antes de morir dijo: “Ha habido tres grandes locos en la Historia: Cristo, el Quijote y yo”. Quizá esto sea una leyenda, pero tiene visos de verdad. Pero sí escribió en una carta resumiendo y aceptando su fracaso: “Aré en el mar y sembré en el viento”; dicen que se lo copió a San Agustín de Hipona, quien antes de ser santo y Padre de la Iglesia, fue un gran pecador...
Pero lo cierto es que los dos grandes Libertadores de la América del Sur murieron amargados y alejados de sus patrias: San Martín, en París, mirando con creciente preocupación a la República Argentina que había ayudado a levantar; y Bolívar en suelo ya colombiano, a punto de abordar un barco inglés para irse a vivir a Europa, indeciso entre París y Londres, cuando la muerte lo alcanzó, en la Hacienda de San Pedro Alejandrino cerca de Santa Marta, rodeado por su nutrida comitiva (que incluía edecanes, secretarios, ayudantes, escoltas, un mayordomo –José Palacios- y una cocinera ecuatoriana, Fernanda Barriga, más abundantes y solícitos sirvientes). El Congreso de la Gran Colombia le había concedido una pensión anual de 30 mil pesos y el beneficio que donde llegara fuera acogido y hospedado, junto con su comitiva, a cuenta del anfitrión: murió postergado, pero no pobre…
El Bolívar que llega a Colombia es muy diferente del que salió de Venezuela huyendo de su pasado: en Caracas siempre fue jinete; en Colombia, permaneció postrado casi todo el tiempo hasta su muerte. Arribó allí en una carreta aquel que pasó la mitad de su vida a caballo, como si hubiera nacido sobre la grupa. A Colombia entró cansado y enfermo, sin sueños, lejos de su pasada grandeza y vanidad, voluntarioso y dominante. Aquí se le interpone la muerte, ese final tan conocido y siempre sorpresivo, y corta su hilo. Hoy, su tumba en Caracas –de donde salió casi furtivo y amargado- se conoce como el Altar de la Patria y está rodeada por una veneración idolátrica, que se ha prestado a excesos furibundos, como la controvertida exhumación de sus restos que perpetró Hugo Chávez, quien se consideró y tituló su heredero y hasta “hijo”.
Hay dos Bolívares, uno para Venezuela y otro para Colombia: en la primera, siempre a caballo con la espada en alto; en la segunda, siempre de pie con la espada hacia el suelo. Quizá eso representa simbólicamente la voluntad dispar de ambas naciones: la invencible belicosidad de la primera y el legalismo siempre pospuesto de la segunda.
En cambio, José de San Martín, mejor militar que Bolívar, mucho más atinado políticamente, con una ejemplar modestia y sencillez personal y una generosidad proverbial, murió en el exilio –quizá de no haberlo impedido la muerte del venezolano, habría sido compañero de paseos de Bolívar por el parisino Bois de Bologne- y hoy reposa en un sencillo mausoleo en la Catedral de Buenos Aires.
Ambos Libertadores de América tuvieron proyectos muy distintos para el continente que independizaron. Bolívar, envuelto por un sentido de grandeza, concibió la unidad centralizada bajo su protectorado perpetuo, una Presidencia Vitalicia que pretendió imponer en Perú, Bolivia y la Gran Colombia, donde muchos vieron en los hechos una amenazante ambición monárquica; San Martín pensó primero en una monarquía parlamentaria al estilo inglés, pero al no encontrar candidato europeo que aceptara, más sensato, finalmente asumió el modelo de una federación de naciones reunidas en un concierto de voces, coincidentes en sus propósitos, pero con sus personalidades e identidades reconocidas y protegidas.
Sus legados simbólicos son dispares: Bolívar reposa en un mausoleo de grandiosidad imperial, mientras San Martín yace en un túmulo de sobriedad republicana. El primero le dio el nombre a su proyecto: Bolivarianismo. El segundo, más modesto, se limitó a llamarlo Panamericanismo. El boliviaranismoha derivado notablemente hacia regímenes autoritarios o francamente dictatoriales; el panamericanismo se ha traducido generalmente en sistemas precariamente democráticos o repúblicas frágiles, aunque con honrosas excepciones. El bolivarianismo hoy se identifica con posiciones de izquierda y extrema izquierda, autoritarias y represivas, como en Venezuela; y el panamericanismo responde a un pensamiento liberal desarrollista por el cual se encaminan la mayor parte de las repúblicas latinoamericanas. Quizá por eso se explique el intenso odio que sintió Bolívar hacia Jeremy Bentham, cuyas obras prohibió por su utilitarismo, el cual después seguirían los Mills (James y John Stuart, padres de la economía moderna) y Adam Smith, todos autores en cambio muy celebrados por San Martín.
De algún modo, estas posturas se identifican éticamente con el autoritarismo y el legalismo liberal, entre el caudillismo exaltado y el parlamentarismo republicano. Y en Cuba tuvieron también sus expresiones, 50 años después.
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