Aurelio Baldor,
 el autor del libro que más terror despierta en los estudiantes de 
bachillerato de toda Latinoamérica, no nació en Bagdad. Nació en La 
Habana, Cuba, y su problema más difícil no fue una operación matemática,
 sino la revolución de Fidel Castro.
Por Álvaro Álvarez
Esa
 fue la única ecuación inconclusa del creador del Álgebra de Baldor, un 
apacible abogado y matemático que se encerraba durante largas jornadas 
en su habitación, armado sólo de lápiz y papel para escribir un texto 
que desde 1941 aterroriza y apasiona a millones de estudiantes de toda 
Latinoamérica.
El
 Álgebra de Baldor, aún más que El Quijote de la Mancha, es el libro más
 consultado en los colegios y escuelas desde Tijuana hasta la Patagonia.
Tenebroso
 para algunos, misterioso para otros y definitivamente indescifrable 
para los adolescentes que intentan resolver sus “misceláneas” a altas 
horas de la madrugada, es un texto que permanece en la cabeza de tres 
generaciones que ignoran que su autor, Aurelio Ángel Baldor, no es el 
terrible hombre árabe que observa con desdén calculado a sus alumnos 
amedrentados, sino el hijo menor de Gertrudis y Daniel, nacido el 22 de 
octubre de 1906 en La Habana, y portador de un apellido que significa 
“valle de oro” y que viajó desde Bélgica hasta Cuba.
Daniel
 Baldor reside en Miami y es el tercero de los siete hijos del célebre 
matemático. Inversionista, consultor y hombre de finanzas, Daniel vivió 
junto a sus padres, sus seis hermanos y la abnegada nana negra que los 
acompañó durante más de cincuenta años, el drama que se ensañó con la 
familia en los días de la revolución de Fidel Castro.
Aurelio Baldor era el educador más importante de la isla cubana durante los años cuarenta y cincuenta.
 Era fundador y director del Colegio Baldor, una institución que tenía 
3.500 alumnos y 32 buses en la calle 23 y 4, en la exclusiva zona 
residencial del Vedado. Un hombre tranquilo y enorme, enamorado de la 
enseñanza y de mi madre, quien hoy lo sobrevive, y que pasaba el día 
ideando acertijos matemáticos y juegos con “números”, recuerda Daniel, y
 evoca a su padre caminando con sus 100 kilos de peso y su proverbial 
altura de un metro con noventa y cinco centímetros por los corredores 
del colegio, siempre con un cigarrillo en la boca, recitando frases de 
Martí y con su álgebra bajo el brazo, que para entonces, en lugar del 
retrato del sabio árabe intimidante, lucía una sobria carátula roja.
Los
 Baldor vivían en las playas de Tarará en una casa grande y lujosa donde
 las puestas de sol se despedían con un color distinto cada tarde y 
donde el profesor dedicaba sus tardes a leer, a crear nuevos ejercicios 
matemáticos y a fumar, la única pasión que lo distraía por instantes de 
los números y las ecuaciones. La casa aún existe y la administra el 
estado cubano. Hoy hace parte de una villa turística para extranjeros 
que pagan cerca de dos mil dólares para pasar una semana de verano en 
las mismas calles en las que Baldor se cruzaba con el “Che” Guevara, 
quien vivía a pocas casas de la suya, en el mismo barrio.
“Mi
 padre era un hombre devoto de Dios, de la patria y de su familia”, 
afirma Daniel. “Cada día rezábamos el rosario y todos los domingos, sin 
falta, íbamos a misa de seis, una costumbre que no se perdió ni siquiera
 después del exilio”. Eran los días de riqueza y filantropía, días en 
que los Baldor ocupaban una posición privilegiada en la escalera social 
de la isla y que se esmeraban en distribuir justicia social por medio de
 becas en el colegio y ayuda económica para los enfermos de cáncer.
El
 2 de enero de 1959 los hombres de barba que luchaban contra Fulgencio 
Batista se tomaron La Habana. No pasaron muchas semanas antes de que 
Fidel Castro fuera personalmente al Colegio Baldor y le ofreciera la 
revolución al director del colegio. “Fidel fue a decirle a mi padre que 
la revolución estaba con la educación y que le agradecía su valiosa 
labor de maestro, pero ya estaba planeando otra cosa”, recuerda Daniel. 
Los planes tendría que ejecutarlos Raúl Castro, hermano del líder del 
nuevo gobierno, y una calurosa tarde de septiembre envió a un piquete de
 revolucionarios hasta la casa del profesor con la orden de detenerlo. 
Sólo una contraorden de Camilo Cienfuegos, quien defendía con devoción 
de alumno el trabajo de Aurelio Baldor, lo salvó de ir a prisión. Pero 
apenas un mes después la familia Baldor se quedó sin protección, pues 
Cienfuegos, en un vuelo entre Camagüey y La Habana, desapareció en medio
 de un mar furioso que se lo tragó para siempre. “Nos vamos de 
vacaciones para México, nos dijo mi papá. Nos reunió a todos, y como si 
se tratara de una clase de geometría nos explicó con precisión 
milimétrica cómo teníamos que prepararnos. Era el 19 de julio de 1960 y 
él estaba más sombrío que de costumbre. Mi padre era un hombre que no 
dejaba traslucir sus emociones, muy analítico, de una fachada estricta, 
durísima, pero ese día algo misterioso en su mirada nos decía que las 
cosas no andaban bien y que el viaje no era de recreo”, dice el hijo de 
Baldor.
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| Colegio Baldor en El Vedado | 
Un
 vuelo de Mexicana de Aviación los dejó en la capital azteca. La 
respiración de Aurelio Baldor estaba agitada, intranquila, como si el 
aire mexicano le advirtiera que jamás regresaría a su isla y que moriría
 lejos, en el exilio. El profesor, además del dolor del destierro, 
cargaba con otro temor. Era infalible en matemáticas y jamás se 
equivocaba en las cuentas, así que si calculaba bien, el dinero que 
llevaba le alcanzaría apenas para algunos meses. Partía acompañado de 
una pobreza monacal que ya sus libros no podrían resolver, pues doce 
años atrás había vendido los derechos de su álgebra y su aritmética a 
Publicaciones Culturales, una editorial mexicana, y había invertido el 
dinero en su escuela y su país.
La
 lucha empezaba. Los Baldor, incluida la nana, se estacionaron con 
paciencia durante 14 días en México y después se trasladaron hasta Nueva
 Orleáns, en Estados Unidos, donde se encontraron con el fantasma vivo 
de la segregación racial. Aurelio, su mujer y sus hijos eran de color 
blanco y no tenían problemas, pero Magdalena, la nana, una soberbia 
mulata cubana, tenía que separarse de ellos si subían a un bus o 
llegaban a un lugar público.
Aurelio
 Baldor, heredero de los ideales libertarios de José Martí, no soportó 
el trato y decidió llevarse a la familia hasta Nueva York, donde 
consiguió alojamiento en el segundo piso de la propiedad de un italiano 
en Brooklyn, un vecindario formado por inmigrantes puertorriqueños, 
italianos, judíos y por toda la melancolía de la pobreza. El profesor, 
hombre friolento por naturaleza, sufrió aún más por la falta de agua 
caliente en su nueva vivienda, que por el desolador panorama que 
percibía desde la única ventana del segundo piso.
La
 aristocrática familia que invitaba a cenar a ministros y grandes 
intelectuales de toda América a su hermosa casa de las playas de Tarará,
 estaba condenada a vivir en el exilio, hacinada en medio del olvido y 
la sordidez de Brooklyn, mientras que la junta revolucionaria declaraba 
la nacionalización del Colegio Baldor y la expropiación de la casa del 
director, que sirvió durante años como escuela revolucionaria para 
formar a los célebres “pioneros”. La suerte del colegio fue distinta. 
Hoy se llama Colegio Español y en él estudian 500 estudiantes 
pertenecientes a la Unión Europea. Ningún niño nacido en Cuba puede 
pisar la escuela que Baldor había construido para sus compatriotas.
Lejos de la patria Aurelio Baldor trató
 en vano de recuperar su vida. Fue a clases de inglés junto a sus hijos a
 la Universidad de Nueva York y al poco tiempo ya dictaba una cátedra en
 Saint Peters College, en Nueva Jersey. Se esforzó para terminar la 
educación de sus hijos y cada uno encontró la profesión con que soñaba: 
un profesor de literatura, dos ingenieros, un inversionista, dos 
administradores y una secretaria. Ninguno siguió el camino de las 
matemáticas, aunque todos continuaron aceptando los desafíos mentales y 
los juegos con que los retaba su padre todos los días.
Con
 los años, Baldor se había forjado un importante prestigio intelectual 
en los Estados Unidos y había dejado atrás las dificultades de la 
pobreza. Sin embargo, el maestro no pudo ser feliz fuera de Cuba.
 No lo fue en Nueva York como profesor, ni en Miami donde vivió su 
retiro acompañado de Moraima, su mujer, quien hoy tiene 89 años y 
recuerda a su marido como el hombre más valiente de todos cuantos 
nacieron en el planeta. Baldor jamás recuperó sus fantásticos cien kilos
 de peso y se encorvó poco a poco como una palmera monumental que no 
puede soportar el peso del cielo sobre sí. “El exilio le supo a jugo de 
piña verde. Mi padre se murió con la esperanza de volver”, asegura su 
hijo Daniel.
El
 autor del Algebra de Baldor se fumó su último cigarrillo el 2 de abril 
de 1978. A la mañana siguiente cerró los ojos, murmuró la palabra Cuba 
por última vez y se durmió para siempre. Pero sus siete hijos, quince 
nietos y diez biznietos, siempre supieron y sabrán que a Aurelio Baldor 
lo mataron la nostalgia y el destierro.
Un
 amigo me envió la historia completa, yo traté de escribir esta pequeña 
reseña para quienes ignoran la grandeza y dolores detrás de uno de los 
libros más conocidos del mundo: Álgebra de Baldor.
*Tomado de Nuevo Acción

 
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