Por Enrisco
Antes de que apareciera Netflix (o ese Netflix ortopédico que era la televisión) no había nada más entretenido que una buena guerra. Fíjense en este detalle: luego de disfrutar dos guerras mundiales en treinta años la producción de la Copa Mundial de las guerras se ha paralizado. Y no es casual que ocurriera tras la difusión mundial de la televisión. Hay quien culpa a la bomba atómica. Pero ¿para qué necesita Alemania una guerra con Francia cuando le puede propinar una buena goleada en vivo y en directo? O viceversa.
Pero en la era pretelevisiva nada como las guerras para mantenerse entretenido, cambiar de aires, crearse odios y amores virtuales y aprender un poco de Historia y de Geografía, asignaturas en las que los norteamericanos han estado tradicionalmente flojos. Algo así ocurrió en 1868, cuando los habitantes de las últimas colonias españolas en el Nuevo Mundo, Cuba y Puerto Rico, se cansaron de que les llamaran “españoles” impunemente. Y de ser gobernados por políticos corruptos sin tener derecho a ser políticos corruptos ellos mismos. También tendrían otros motivos, porque los pueblos —como los adolescentes— siempre encontrarán razones para reclamar independencia. Así que, aprovechando que las cosas no andaban muy estables por España y el ejército acababa de jubilar a la reina Isabel II, boricuas y cubiches decidieron alzarse en armas.
En Puerto Rico el alzamiento, ahora conocido como “el Grito de Lares”, se produjo el 23 de septiembre y un par de días más tarde ya se estaban haciendo las conclusiones del evento y repartiendo años de prisión para los implicados. No obstante, en las menos de 30 horas que duró el alzamiento les dio tiempo para: proclamar la república de Puerto Rico, crear un gobierno provisional, abolir el sistema de libretas de jornaleros, declarar libres a los esclavos en armas contra las autoridades, saquear el pueblo de Lares, apresar a sus autoridades y ser derrotados en un combate que pasó a la historia como la batalla del Pepino. Hay gente que sabe aprovechar el tiempo.
Los cubanos se retrasaron, pero no por mucho tiempo. Menos de tres semanas después, el 10 de octubre, lanzaron su Grito, el de la Demajagua, que era el nombre de la finca en que se habían reunido los complotados. Los cubanos también formaron gobierno, liberaron esclavos y hasta se hicieron derrotar en su primer combate, pero tuvieron el cuidado de hacerlo en un pueblo llamado Yara para que el enfrentamiento no trascendiera como una riña en un puesto de verduras.
Sin embargo, de alguna manera los cubanos se las arreglaron para que una empresa con un comienzo tan poco promisorio sobreviviera diez años más, aunque sin conseguir su objetivo que era —no estaba de más recordarlo— la independencia.
La consecuencia fundamental en lo que respecta a la presencia latina en Nueva York es la llegada a la ciudad de millares de cubanos y boricuas. Y que fuera más frecuente escuchar el español en el transporte público o leerlo en la prensa diaria. Si Nueva York se había convertido en el destino de los principales productos antillanos (azúcar, tabaco y exiliados) no era extraño que lo siguiera siendo por un buen rato.
Acá llegarían por igual aristócratas y torcedores de tabaco a beber el amargo vino del exilio. Lejos de la familia, los amigos y los plátanos maduros fritos. A escuchar una lengua extraña. O a escuchar en lengua conocida de boca de exiliados veteranos cosas como: “Mira que te dije que aquello nunca iba a cambiar”. Por algo muchos de ellos decidían que era mejor incorporarse a la guerra en Cuba que seguirla por periódico. Y de Nueva York zarparon unas cuantas expediciones para liberar la isla y que que los periódicos tuvieran algo emocionante que contar.
*Publicado previamente en Nuestra Voz.
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