Por Mario Ángel-LuzbelLa postverdad, para no entrar en filosofías de segunda mano, es un torrente de mentiras inédito en la historia. En muchos países las encontramos de la mañana a la noche en todos los grandes medios, dependientes en Estados Unidos de un gobierno demócrata infectado por George Soros, líder de la corriente globalista o movimiento woke. Soros donó 60 millones de dólares para las elecciones de 2024. Centenares de instituciones y numerosos gobiernos se subordinan al mandato del financista, incluidas la ONU y la Unión Europea. Soros pretende, a pesar de sus años, apropiarse del orbe, preferentemente el occidental, a cuyos países divide cada vez con mayor saña. Su objetivo es destrozar a occidente y dejarlo inerme en manos de su hijo para que comparta ese poder con los cómplices del padre, unas decenas de superoligarcas.
Con la mentira se pone y levanta el sol, se la respira, se vive con ella, un día hasta se la extrañará. La postverdad en el globalismo es un huracán imperturbable que arrasa, sin detenerse, los dos hemisferios.
En el siglo XIX, con más de un costado similar al de hoy, Martí describió un contexto en Estados Unidos y acaso pensó que jamás llegaría al siglo XXI: “[los periódicos] vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas (…). El que inventa una villanía eficaz se pavonea orgulloso”.
“Domingo del Monte, ¿“El Más Real y Útil de los Cubanos de su Tiempo?” (2016) despeña la esperanza martiana en cuanto a que aquella situación no arribaría, de ningún modo, al siglo XXI, y mucho menos que él mismo se convertiría en objetivo de la postverdad que hoy nos acosa, junto a la creciente censura. El autor de este artículo, el académico Francisco Morán, es un prototipo de la postverdad, que Gargantas sofocadas pulveriza.
Referimos aquí varios fragmentos de la visión y actitud martiana hacia los afrodescendientes, cubanos y norteamericanos. Muy coloreada, la postverdad sobre el tema arriba a nuestros días principalmente desde la academia del país más poderoso del mundo, cuyo PIB todavía sobrepasa al de China en cerca de 10 trillones de dólares. Si así es su poderío, así la influencia de sus universidades dentro y fuera del país.
Desde mediados de los noventa del siglo pasado, la distorsión de la obra martiana respecto de los afrocubanos fue fruto de muy parciales lecturas y problemáticas interpretaciones. En los años que corren, subordinada en larga medida la academia al globalismo y a consensos dentro de los ‘nuevos’ neomarxismos, el dilema se agrava si se entiende que el asunto ocupa el corazón y el estómago de la historia de Cuba y Estados Unidos. Del libro Gargantas sofocadas. La alianza de Martí con los negros, solo ofrecemos un recodo de la mirada martiana a la opresión que sufrían los hombres y mujeres de estirpe en África.
Fuera de las Obras completas hay un apunte donde revela su actitud en el caso de que una hipotética hija suya se enamorara de un hombre negro, documento que por taimada razón se mantendría sin publicar hasta 1978. Manifiesta ahora “la oposición y repulsa general, y los prejuicios sociales, odios a la juventud y la mujer, que el problema negro implica”. Y si esa hija se enamora de alguien de epidermis oscura: “Yo sé que tendría la sensatez y el valor de afrontar el aislamiento social”. Los muy escasos y más que medianos analistas de estas líneas se desentienden de la subversión que dispone el bardo, de pie sobre una realidad en que lo predominante era el concubinato del blanco con la negra.
Leer al caribeño Fanon y al camerunés Mbembe empuja a meditar que no padeció el poeta, en manera alguna –las razas deben mezclarse, dijo–, la obsesión de separar el phallus del negro de la mujer blanca, evidente en sus condenas contra las agresiones que sufrían parejas mixtas en el Sur de Estados Unidos. Sobre el afroamericano afirmó su derecho a casarse con quien quiera, negra o blanca. ¿Fue casual que hablara no de un hijo que sí tenía, sino de una hija?
En “Para las ‘Escenas”, de los alrededores de 1893 y la frase que encabeza ese apunte, argumento propicio para el arte teatral, escribe Martí: “Hay que levantarle al negro la altivez, para su propio bien, para que no olvide cuando vivía entre montes”. Ha visto en Cuba y Estados Unidos a negros que padecen en su autoestima, y como remedio insta al blanco a ayudar a levantar una altivez nacida en la selva africana, ámbito cultural muy otro y que, paradójicamente, muchos blancos desprecian. Pero es que el artista, sin duda, no involucra a estos, sino al blanco solidario, a un antirracista casi inconcebible por la tarea que le propone: ayudar a que el negro afiance su orgullo en el recordar cuando vivía libre entre montes. Con esto incita a que no olvide su cultura y su tradición, ya que el monte, en el estudio célebre de Lydia Cabrera, es su núcleo. Como en varios casos, el isleño desborda su mundo, y a sí mismo, de manera implacable.
Se ha criticado sin apostillas que el pensamiento martiano suscribe a la generación revolucionaria de ascendencia europea como liberadora del negro —algo que por demás es historia—, pero se desconoce o silencia que también exclamó que el hombre “del Congo y el de Benín defendía con su pecho a los hombres del color de sus tiranos, a los que habían sido sus tiranos”.
Indica, como en casi incontables ocasiones, la moral superior del negro en el contexto, pero en particular a la solidaridad que obligatoriamente tuvo que generar una guerra que se extendió por diez años. En otra espesura de su obra recuerda al campesino negro que “vuela a su rifle, con el que jamás en diez años hirió a la ley”, y mira con amor “al hombre de tez de amo que marcha a su lado o detrás de él, defendiendo la libertad”. Apartando sus modos para unir a la rebeldía, ¿es que ha sustraído a la raza, y en particular a sus líderes, de las insubordinaciones que con razón o sin ella condujeron a la rendición del Zanjón, “detalle” nunca resaltado por la historiografía salvo cuando se trata de Antonio Maceo?
La academia estadounidense y analistas de distintas huertas obvian un punto en Martí digno de mención. Criticar a España por decretos que concedían un puñado de derechos civiles a los afrocubanos, pues Martí sabía que serían incumplidos en la práctica social, no le impide poner aquellos decretos contra lo que él mismo ha dicho, y los sirve para expresar una noción inusitada: “Sin el interés fraternal [por la independencia] de nuestros libertos que, a no ser tan nobles como son, y hombres de tanto fuego y libertad como nosotros, podrían seguir con más agradecimiento, en su afán de legítima mejora, al español aleccionado que se la ofrece, que a los cubanos incapaces que los desdeñan”.
Junto al relato ineludible para crear la nación, laten en el político ideas de muchísimo interés y solo concebibles después que se leen. Aquel “nosotros”, que implica un ellos y que tanto irrita a los sospechantes, se produce mientras estrecha diariamente lazos con sus “amigos”, sus “íntimos”, su “familia”, lo que Cabrera denomina “pequeño grupo neoyorquino” de negros y mulatos, y que en el libro que apenas glosamos resulta muy principal: la fuente de sus desarrollos antirracistas. Se piensa como grupo operativo cimentado en la teoría sociológica del suizo-argentino Enrique Pichon Rivière (1907-1977). El ellos, entonces, subraya a un otro culturalmente hablando, y esto lo recapacita, hasta el hartazgo, la filosofía actual.
Existe un desentendimiento generalizado de sus críticas contra los padres de la patria en lo que tiene que ver con la opresión de los afrodescendientes. Nadie, en efecto, duda de la veneración que el poeta sintió y expresó por próceres como Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, etc. Si esas críticas se hubieran señalado, la historiografía se viera hoy menos culpable y la academia norteamericana se hubiera tal vez evitado unos cuantos embarazosos errores. Las críticas de Martí contra “los grandes del diez”, según les llama a la sazón, comprende la utilización del vocablo “punible” a pesar de que reflexiona sobre el pasado. Dichos apóstrofes están en su obra, y en Gargantas sofocadas.
Hay extravíos en la historiografía casi inexplicables. Mientras se admite la inclusividad que significa la frase “con todos y para el bien de todos”, apenas se habla de la abundancia, muy superior, en que exige derechos y literalmente derechos humanos para los negros, y esto representa un vacío primordial en las numerosas incursiones en Martí por las universidades estadounidenses (entiéndase siempre la mayoría). Solo en el artículo “Mi Raza” la palabra derecho aparece en once ocasiones. Y en otro distrito: “Todo hombre negro [en Cuba] ha de saludar con gozo, y todo blanco que sea de veras hombre, el reconocimiento de los derechos humanos en una sociedad que no puede vivir en paz sino sobre la base de la sanción y práctica de esos derechos”.
Convendría precisar que más de un decenio antes de que el ilustre W.E.B. Du Bois dijera en The souls of black folk (1903) su famosa frase en torno a que el siglo XX sería el del problema de la raza, “color line”, utilizada por la crítica contra Martí, ya este había expresado –repetimos, una década antes– acerca del afronorteamericano: “¿A qué la escuela [con profesores blancos] donde le enseñan que nació para siervo por el castigo del color, y que jamás podrá gozar en su suelo nativo de los derechos plenos de hombre?”.
También existe una notable diferencia entre las ideas martianas en torno al liberto cubano y las que Du Bois manifestó sobre el exesclavo en Estados Unidos. Los dos capítulos que Gargantas sofocadas dedica a comparar a Du Bois y Martí carecen de antecedentes en la historiografía. Aquí se demuestra la mayor radicalidad antirracista del poeta sobre un arquetipo de la lucha por los derechos y el primer negro que obtuvo un doctorado en Estados Unidos. Una veintena de temas inestrenados, que van desde la resistencia pacífica contra el racismo a la pobreza que aplasta al negro, así como intervenciones sobre la cultura relacionada con la raza en Cuba y Estados, cooperan en integrar un volumen sobre el cual Rafael Saumell, Profesor Emeritus, afirmó que es el más revelador que se haya escrito sobre Martí.
Aunque la sabe efímera por su lado noticioso, el autor se anima a dibujar, en el Epílogo, la circunstancia imperante en los años postreros en que escribió su ensayo. A nuestro entender, un pretexto para ampliar su tesis sobre la crisis del conocimiento que aqueja a las supuestas ciencias blandas en la academia norteamericana y en muchas otras. Tal crisis se ha intensificado con el globalismo, sus imposiciones y el obligado consenso izquierdizante. De la academia norteña nació la Critical Race Theory, donde todos los blancos son sistemática y esencialmente racistas. En la academia internacional hay quien respalda o calla sobre el catastrofismo climático y un ejército aplaude el aborto absoluto. Al peor feminismo, ese que ya no existe porque cualquiera puede ser mujer, allí se le dan urras. Banderas políticas e ideológicas como esas se coluden con las de LGBTQ+, y allí, en la academia, se calla, acepta o asiente sobre el adoctrinamiento de los niños en los colegios para que cambien de sexo a espaldas de los padres y luego reciban, de por vida, hormonas que le destruyen la salud física y la psiquis, cuando no los someten a cirugías. Allí, en la universidad, se baja la cabeza ante el aberrante “derecho” a tener sexo con adultos, y allí renace un antisemitismo que es lo único invariable en toda la historia. Martí tiene que hacer no poco en un planeta que vive en el filo del abismo y donde la indignidad de la cobardía facilita que todo se envenene.
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