Friday, September 27, 2024

UN CUBANO EN LA OEA: Entrada triunfal




Por Guillermo A. Belt

Duró menos que un merengue en la puerta de la escuela. Mi primer trabajo en la OEA, quiero decir.

El 1 de junio de 1961 me recibió con alguna solemnidad en su oficina del Edificio Administrativo el Jefe de Personal, Juan A. Nimo, quien amablemente pidió a uno de sus funcionarios que me acompañara por el túnel que conduce al Edificio Principal para depositarme en la antesala del Secretario General, el embajador uruguayo José Antonio Mora. Como comienzo, inmejorable.

Allí, el veterano funcionario Ralph E. Dimmick me explicó mis labores: llevar el sistema de control de la correspondencia oficial del Secretario General. Se trataba de tarjetas que habría de llenar a máquina, dejando constancia de cada carta, su autor y fecha, un resumen del contenido, fecha de envío al funcionario encargado de darle respuesta, bien para la firma del Secretario General o para la suya propia, según el protocolo interno.

Había transcurrido una semana o cosa así, y yo comenzaba a creer dominado aquel sistema cuando Dimmick me dijo que el Dr. Mora quería verme. Con su elegancia de diplomático de carrera, el Secretario General, luego de asegurarme cuán satisfactorio era mi trabajo, me explicó la necesidad de asignarme nuevas funciones en otra dependencia. El embajador de Cuba en la OEA, un tal Lechuga de apellido, se había quejado públicamente del alto número de cubanos exiliados que trabajaban en la OEA. “Como usted comprenderá”, me dijo el Dr. Mora, “si en su próxima visita el embajador de Cuba lo ve a usted aquí y averigua su nombre, podría pensar que el Secretario General desestimaba su queja al contratar al hijo de un conocido opositor al régimen imperante en su país”.  Y para trabajar en su propio despacho, por si fuera poco, agregué yo, mentalmente.
José Antonio Mora


Dicho esto, el Dr. Mora habló brevemente por teléfono con su secretaria y de inmediato entraron el señor Nimo y su jefe, el director del Departamento Administrativo, Luis Raúl Betances. Tras las presentaciones de rigor, los dos altos funcionarios me llevaron en automóvil a un edificio con aspecto de almacén en la calle 14, muy distinto del hermoso e histórico edificio de la calle 17 esquina a la avenida Constitution. Un policía uniformado montaba guardia en la puerta principal; pronto se me diría porqué.

Los mármoles y las escaleras monumentales del Edificio Principal estaban mucho más lejos de la sede de la imprenta de la OEA que unas pocas cuadras. Esto, también, llegaría a entenderlo muy pronto.

Aterrizaje en la burocracia

Otro recibimiento formal, esta vez por parte de John McAdams, director de la Oficina de Servicios de Publicación, quién sabe si inspirado en mi aparatoso arribo escoltado por dos altos funcionarios, quedó atrás muy rápidamente. El aterrizaje en mis nuevas funciones no fue suave.

Mi recién estrenado supervisor, cuyo nombre no menciono porque hace mucho partió del reino de este mundo, luego de unos comentarios irónicos en el sentido de cuán importante sería yo para ser tan bien presentado, me preguntó, haciendo énfasis en la primera palabra: ¨Doctor, ¿sabe usted trabajar con esténcil?”

Le contesté con otra pregunta: “¿Qué es eso?” Era la respuesta esperada. Con una sonrisa de satisfacción puso, o más bien tiró sobre mi mesa un montón de hojas amarillentas y semitransparentes para que, dijo, aprendiera lo que me tocaría hacer en adelante.

Días después unos buenos samaritanos, funcionarios de Artes Gráficas y artistas por derecho propio, me invitaron a acompañarlos para almorzar. En el trayecto a pie hasta un restaurante cercano, que sólo eso tenía de bueno, me aconsejaron no salir solo a la calle en aquel barrio, ni siquiera al mediodía. El guardia uniformado en la puerta de nuestras oficinas estaba allí como presencia disuasoria en un sector de muchos robos y atracos.

A mis nuevos amigos, algunos de ellos mis compatriotas en el exilio, los volvería a ver algunos años después cuando los vaivenes de la política interna de la OEA me llevaron en busca de su arte y experiencia. Pero esa es otra historia.

El decorado, el doctorado y otras hierbas aromáticas

En la OEA, como en otras burocracias internacionales y nacionales, el rango del funcionario se hace visible, entre otros indicadores, por el tamaño de su despacho, su ubicación, si tiene o no ventana al exterior, la calidad del mobiliario y otras tonterías por el estilo. Esta valiosa lección fue una de las primeras que tuve que aprender al incursionar por exigencias de la vida familiar y del exilio en un campo totalmente desconocido para mí. Campo minado, además.

No había despacho tan amplio y bien ubicado en 1961, ni lo hay ahora que yo sepa, como el del Secretario General. Y así debe ser porque se trata del funcionario de más alto rango entre los –en aquel entonces– miles de funcionarios de la OEA. Tampoco tuvo ni tiene la OEA un edificio de más abolengo, ni más hermoso, que el de la calle 17 esquina a la avenida Constitution, en el sector noroeste de la ciudad.

Por millones se cuentan las personas en Estados Unidos que ignoran la existencia de la OEA. Otro tanto ocurre en América Latina, y ni hablar del resto del mundo. Por tanto, no se ofenda el apreciado lector si paso a describir ese despacho, querencias antiguas porque su antesala fue mi primera aunque efímera oficina.
Edificio principal de la OEA

En el extremo más próximo a Constitution Avenue de un despacho muy largo de forma rectangular se encontraba el enorme y elegante escritorio de madera noble del Secretario General, Embajador José Antonio Mora Otero. A su derecha, grandes ventanales daban sobre la calle 17. La vista era de una parte de los terrenos de la Casa Blanca y, aún más atractiva, del Monumento a Washington, emblemático de la capital.

Una pequeña oficina adyacente a la del Secretario General, de mucho prestigio por su proximidad al trono, si me disculpan el anacronismo, sería la mía. A continuación de ésta, una gran sala de recibo separaba el despacho de mi jefe de otro casi tan elegante, correspondiente al Secretario General Adjunto.

En aquel entonces ocupaba ese cargo el señor William Sanders, ex funcionario del Departamento de Estado, a quien la burocracia latinoamericana había concedido el doctorado por no caberle en la cabeza que semejante personaje no tuviera tal grado académico, para disimuladas burlas de sus antiguos colegas en la cancillería estadounidense, quienes toda la vida le llamaron Mr. Sanders, y hasta Bill, en alarde de igualdad democrática.

Desde ese entorno, casi escribo desde esas alturas, caí, sin haber faltado al reglamento, al protocolo ni a las buenas costumbres, hasta aterrizar en el poco acogedor ambiente de la Calle 14, como todos llamaban a la Oficina de Servicios de Publicación. Y fue en la Calle 14 donde me dieron mi primera lección sobre el doctorado –no el académico sino el burocrático- o sea, el que te daban por creerlo imprescindible debido a la jerarquía del cargo, caso Sanders, o el que te recalcaban con sorna cuando tus funciones no estaban a la altura del título con el cual te habían presentado a tus nuevos jefes.

De estos recuerdos conservo uno muy grato: la bonhomía de los artistas de Artes Gráficas, y el regalo de sus divertidas tertulias a la hora del almuerzo.

Degustación de oficinas

El presagio estuvo a la vista. Más claro no canta un gallo. Pero yo no vi el presagio, a pesar de sobradas razones para reconocer el canto del gallo, fresco aún en el recuerdo de nuestra casa en La Coronela, cuando Cuba era para mí una realidad cotidiana y no, como en 1961, una esperanza.

Mi recorrido por distintas oficinas y edificios de la OEA apenas comenzaba. Un buen día, entre los esténciles apilados a diario en mi escritorio, alcancé a ver un anuncio de cargo vacante. Era un puesto de nivel I-4, en el Departamento de Asuntos Jurídicos. Esto último me quedaba claro, pero el I-4 era un misterio. Llamé a un compatriota con un poco más de tiempo que yo en la OEA y le pregunté. “Muchacho, eso es tremendo puesto, de más categoría que el mío”, exclamó. Me explicó el procedimiento a seguir: escribir un memorándum al jefe de Personal manifestando mi aspiración a ocupar el cargo, acompañado de mi título de abogado y demás documentación pertinente.

Al salir al exilio había traído el título de Doctor en Derecho expedido por la Universidad Católica de Santo Tomás de Villanueva. Por si las moscas. También, mi carnet de miembro del Colegio de Abogados de La Habana. Los amigos de Artes Gráficas me hicieron unas copias perfectas de ambos documentos, puesto que yo no sabía manejar la Xerox. Cómo rayos iba a saberlo, bastante era aprender a cortar esténcil, pensaba yo.

Al cabo de cuatro o cinco días, una mañana mi jefe, el del complejo con mi doctorado, me dijo con cierto asombro, alcanzándome el teléfono: ¨Lo llaman de la oficina del Secretario General¨. Era Céline de Ortiz, la amable y eficiente secretaria del Dr. Mora, quien quería verme esa tarde a las tres.

Por segunda vez en mi cortísima carrera me tocó entrar al imponente despacho. Al fondo, el Dr. Mora, sentado ante su escritorio. Avancé unos pasos, nada seguro de lo que me esperaba en mi segunda conversación con el Secretario General. El Dr. Mora se puso de pie, me dio la mano y sonrió. Me dijo, siempre tan amable, que mis credenciales para ocupar el cargo vacante de abogado eran suficientes y con gusto me nombraría, pero había un obstáculo. Las funciones del cargo exigirían mi presencia en algunas sesiones del Consejo Permanente, el órgano político de la OEA integrado por los representantes de todos los Estados Miembros. A esas sesiones asistiría el Embajador de Cuba. Otra vez Lechuga, pensé. El resto de la explicación lo adivinará el lector.
Carlos Lechuga

Pero el Dr. Mora tuvo la gentileza de ofrecerme otro puesto. “Pasará usted a la oficina del director del Departamento de Asuntos Administrativos, el señor Betances, a quien usted conoce”. Así se dio mi salida de la Calle 14 y el traslado al edificio de la Avenida Constitution y la calle 19, el del túnel al Edificio Principal, donde me había presentado al señor Nimo. Casi casi un viaje a la semilla (con la venia de Alejo Carpentier).

Las secretarias, mías y ajenas

Julia P. Copperman fue la primera secretaria con quien me tocó trabajar en la OEA. Julia era la secretaria, y aún más, la persona de confianza de Luis Raúl Betances, considerado en aquellos años como el segundo funcionario en importancia, o sea que sólo el Secretario General tenía más poder que él.

Peruana, inteligente, con sentido del humor, Julia acogió con benevolencia a este joven cubano caído un tanto sorpresivamente en los predios del alto mando del personal, el presupuesto y toda la administración de la Secretaría General.

Por su parte, Luis Raúl Betances me obsequió su cordialidad dominicana. Era un hombre fuerte y corpulento. Se propuso hacerme engordar un poco, yo era delgado en aquella época, y lo logró de una manera muy gentil: me invitó a almorzar, una o dos veces al principio de mi llegada a su feudo, y luego a diario.

El primer día Betances salió sin abrigo. Tenía uno muy bueno, de “camel’s hair”, colgado cuidadosamente en su percha, pero a pesar del frío invernal no se lo ponía. Yo tampoco me puse el mío, de más modesta elegancia, porque no quería quedarme atrás. Caminamos unos pasos hasta su Lincoln, estacionado como correspondía en un lugar reservado, para ir al restaurante Orleans House, del otro lado del Potomac, en Rosslyn. Servían unas carnes muy sabrosas y unas papas fritas de leyenda. Si mal no recuerdo, en ese primer año aumenté veinte libras de peso gracias al restaurante y su menú, repetidos sin tregua.

Betances me encargó la redacción de cuanto memorándum, estudio y documento se preparaba para su firma. Llevaba a cabo mi tarea un tanto trabajosamente, tecleando con dos dedos en la máquina de escribir eléctrica. Eso sí, en una linda oficina, no muy grande, pero con ventana a la calle, adyacente a la sala de recibo de mi jefe, cuyo despacho de esquina, muy amplio y con grandes ventanas, daba a la Constitution Avenue.

Buena parte de mi trabajo de redacción era en español, para lo cual me venía bien lo aprendido en los dos últimos años del bachillerato en el Colegio De La Salle, en el Vedado, los cinco estudiando Derecho y otros cinco trabajando como abogado en el bufete de mi padre en La Habana. La facilidad para hablar inglés y escribirlo correctamente la debo, como queda dicho, a la Georgetown Preparatory School, donde mis profesores jesuitas me inculcaron ese idioma, además de intentarlo con el latín y el griego (con mucho menos éxito) durante los años de adolescencia que vivimos mis hermanos y yo con nuestros padres en Washington.

Un buen día, mientras tecleaba yo, sabemos que trabajosamente, se apareció Julia en mi oficina. Se le estaba olvidando la taquigrafía porque Betances no le dictaba. “En vez de perder tiempo tecleando con dos dedos, dícteme usted sus trabajos, yo los tomo taquigráficamente y luego los paso a máquina. Así, practico mi taquigrafía y ganamos tiempo.”

Dicho y hecho. Betances trabajaba con la puerta de su despacho cerrada y muchos asuntos los despachaba en reuniones con otros funcionarios, y por teléfono. Julia aprovechaba los largos ratos cuando Betances no la necesitaba, venía a mi oficina junto a la suya y tomaba dictado. Así funcionábamos, algo clandestinamente, hasta un día: “El jefe se ha dado cuenta que usted me dicta y ahora él también quiere hacerlo.” El experimento duró dos o tres días, tras los cuales regresamos al sistema de Julia, para no dejarlo nunca más.

Al cabo de un tiempo Julia me dijo que le parecía injusto mi sueldo, inferior al de ella, y que se lo iba a plantear a su jefe. Lo hizo sin mi consentimiento –el cual, desde luego, no le era necesario– y muy poco tiempo después me llegó mi primer ascenso en la OEA. En 37 años de servicio no conocí a otra persona tan generosa conmigo como lo fue Julia. El ascenso fue del nivel L-5 al siguiente de la misma categoría local.

Paso a paso: así continuaría siendo mi carrera en la OEA, iniciada como un alto en el camino de regreso a Cuba, la patria perdida, pero en aquel momento sólo por un tiempo, creía yo.

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