Entre los compatriotas exiliados que tanto molestaban a Lechuga por su condición de nuevos funcionarios de la OEA – el Dr. Mora nombró más de 100 – había varios amigos de mi padre. Ellos se impusieron la tarea de aconsejar al muchacho asomado sin experiencia alguna al mundo de los organismos internacionales.
No recuerdo si fue Guillermo de Zéndegui o José Miguel Ribas quien me recomendó participar en una misión fuera de Washington porque sería conveniente para mi carrera. En los primeros años yo no quería hacer carrera en la OEA. En mi primera ceremonia anual para premiar la antigüedad de los funcionarios, sentado entre una docena de amigos cubanos, tuve la imprudencia de decir: “Si llega el día y me llaman a subir al escenario para recibir ese botón, me pego un tiro”. Los amigos se echaron a reír, y al cumplirse los diez años de mi ingreso, cuando oímos mi nombre por los parlantes me recordaron mi bravuconada con ese cordial choteo tan nuestro.
Habían pasado apenas cuatro años y yo seguía aferrado a mi ilusión de la OEA como mera etapa necesaria – mejor dicho, imprescindible, porque yo era el único sustento de mi mujer y mi hija Mimi, que tenía apenas dos años al llegar a Miami y poco más de tres al mudarnos a Washington en busca de trabajo.
En abril de 1965 decidimos ir a la Feria Mundial en Flushing Meadow, Nueva York. El precio de las entradas, $2.50 para los adultos y $1.00 los niños, era asequible. Betances, de jefe convertido en nuestro amigo, me dio unos días de vacaciones. Habíamos visitado la feria un par de días cuando tuve que regresar a la sede. Una guerra civil había estallado en la República Dominicana y mi jefe me necesitaba ante la crisis en su patria. Por primera vez, y no sería la última, urgencias del trabajo exigieron la interrupción de mis vacaciones.
Juan Nimo estaba a cargo del reclutamiento de voluntarios para ir a la República Dominicana. Te presentabas en su oficina y te daban a llenar un cuestionario para, entre otras cosas, exponer tu experiencia militar, en caso de tener alguna. Yo quería ir a ese país en plena guerra civil. Por consiguiente, exageré mi experiencia con la pistola calibre 45 y la subametralladora Thompson (con ambas había disparado en el campo de tiro del Campamento de Columbia, en Cuba, historia contada en otras páginas.)
Betances quería enviarme a su país no sólo por complacerme sino porque necesitaba gente de su confianza allí. Además de mis funciones como redactor de memorandos yo llevaba el sistema de control de la correspondencia oficial del Secretario General, una demostración de confianza del Dr. Mora. Por consiguiente, mi jefe decidió mi inmediato viaje a Santo Domingo, donde se encontraba el Secretario General para negociar un cese el fuego, a fin de prestarle apoyo administrativo.
Horas antes de viajar fui llamado a la oficina del Tesorero de la Secretaría General, un estadounidense que no se destacaba por su amabilidad. El señor Jauchem me mostró una bolsa de lona cerrada con candado y me dijo que contenía $25,000 en efectivo. Yo debía llevarla a Santo Domingo y entregarla allí a uno de sus funcionarios, quien tendría la llave para abrirla. Le contesté que si desconfiaba de mí tendría que encargarle la gestión a otra persona. De muy mala gana me entregó la llave.
Este incidente menor tuvo un final muy agradable. Betances decidió que Herbert Tobias, un simpático funcionario bajo su dirección, me acompañara hasta San Juan, donde haríamos escala en el vuelo a Santo Domingo. Era su primer viaje en avión y Tobias iba un poco nervioso. Me entretuve ayudándolo a calmarse y ya en tierra me hizo compañía, con la bolsa de lona en el suelo entre los dos en la sala de espera del aeropuerto, hasta que llamaron para abordar mi vuelo.
La experiencia dominicana fue muy aleccionadora. Un representante especial de alto nivel del Secretario General de Naciones Unidas llegó a la capital dominicana poco después del Dr. Mora, acompañado por un general de la India, de uniforme, con imponente turbante azul y todo. El mensaje era claro: el organismo mundial reclamaba jurisdicción en una situación que afectaba la paz y seguridad.
El Dr. Mora manejó la situación con gran habilidad diplomática y mucho valor personal. A pesar de frecuentes tiroteos salía a las calles en su gestión pacificadora, acompañado por su asistente Víctor Silva, y al lograr el cese el fuego pasó a ser la figura central indiscutible, reconocido como tal por todos los actores.
Por mi parte, concluidas las labores diarias y como no convenía salir después de la puesta del sol, me entretenía observando desde la terraza del hotel los disparos con balas trazadoras, espectacular despliegue de todas las noches, acompañado a veces por el periodista Jules Dubois, a quien había conocido en La Habana en los días siguientes a la toma del poder por Fidel Castro. De día atendía los asuntos que me encomendaba el Dr. Mora, y si disponía de una hora almorzaba en el hotel donde se había instalado el cuartel general del Estado Mayor de la Fuerza Interamericana de Paz. Como es de suponer, allí se comía bien y además barato.
Cumplida su labor el Secretario General decidió regresar a Washington, y yo también lo hice, pues la mía se limitaba a darle apoyo administrativo. Quién diría que unos años después me tocaría acompañar a otro Secretario General en una misión a un Estado Miembro, también en situación de emergencia, aunque no causada por los hombres sino por las fuerzas de la naturaleza.
De santo en santo
Pocos meses después, en ese mismo año 1965, se convocó a una reunión del Comité Interamericano de Jurisconsultos. Esta sería una buena oportunidad para retomar contacto con mi profesión – de nuevo, indulgente lector, la ilusión del regreso a Cuba – y con ese argumento ofrecí mis servicios (por no decir que le pedí a mi jefe el favor de enviarme) para colaborar en la reunión.
Mi formación en Derecho, creía yo, me calificaba para tareas relacionadas con las deliberaciones de los ilustres juristas reunidos en la capital de El Salvador. De la guerra en Santo Domingo a sesudos debates en San Salvador. Progresando de santo en santo, por así decirlo.
Nada de eso, dijo el encargado de la conferencia, un engolado funcionario de la Secretaría General, haciendo uso del poder adquirido al salir de Washington en desquite por su carencia en la sede. Y me puso a trabajar en cuestiones administrativas, agregando, como quien no quiere la cosa, la función de enlace con el protocolo nacional.
Esto último me salvó de la monotonía. La reunión se celebraba en el Palacio de Justicia. Allí funcionaba una oficina de protocolo ad hoc, a cargo de un joven muy simpático, hijo de un notable jurista salvadoreño. El primer día me invitó a visitarlo en su oficina a las 10 de la mañana. Tras las presentaciones y no bien sentados me ofreció un escocés: con hielo, con soda, o sin afectar su excelente calidad, preguntó. Le di las gracias y sugerí dejarlo para más tarde. En buena transacción me tomé una cerveza, sacada de un gran congelador, muy parecido a los de Coca Cola en el Colegio De La Salle de Miramar, grato recuerdo.
Más de una ocasión hubo para beber unos cuantos whiskies, siempre escoceses, al almuerzo y a la cena. Mi nuevo amigo me llevó a varios restaurantes, muy buenos, por cierto. Una noche escuchábamos a una cantante de buena voz y buen ver (la mirábamos también) desde nuestra mesa frente al escenario. Un hombre solo, sentado a una pequeña mesa redonda, de repente sacó una pistola y la puso con un golpe sobre la mesa. Mi joven amigo, con toda calma, sacó su escuadra, que así le llaman en su país, y la colocó deliberadamente y sin hacer ruido sobre nuestra mesa. El asunto no pasó a mayores. Nadie dijo una sola palabra y la cantante continuó su presentación, impávida.
En aquellos tiempos de holgura presupuestaria la Secretaría General solía ofrecer una recepción de agradecimiento al personal nacional asignado a las reuniones fuera de la sede. Organicé la nuestra en los salones del Palacio de Justicia. Asesorado por mi contraparte, hice colocar una mesa a la entrada donde uno de sus funcionarios, con el tacto necesario, pedía a sus compatriotas entregar sus armas para guardarlas en un cajón y devolverlas a la salida de la fiesta.
Hubo baile con muy buena música y ningún incidente, gracias en parte al desarme amistoso del personal local. Dos o tres días después, San Salvador se despidió de mí con un terremoto que por fortuna no causó grandes daños. Otra vez, un presagio, y nuevamente ni me di por enterado. Ya se verá cuál fue, lector paciente.
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