Monday, October 14, 2024

LA IGLESIA ANTE EL RETO CASTRISTA


Por Néstor Carbonell Cortina

Nota:  Artículo basado en la conferencia que pronuncié en Nueva York, en julio del año 2000 bajo el título “Reflexiones sobre la Iglesia en Cuba”, a petición y en presencia de los Monseñores Eduardo Boza Masvidal, Agustín Román, Octavio Cisneros y otros dignatarios de la Iglesia en el exilio.

 

            En julio del año 2000 distinguidos prelados cubanos en el destierro me invitaron a dar una conferencia sobre la trayectoria de la Iglesia Católica en Cuba tras la caída de la República.  Me pidieron que analizara objetivamente el impacto y consecuencias de decisiones relevantes de la Iglesia y el Vaticano bajo el régimen comunista de Castro, que ofreciera un contexto histórico, y que procurara extraer enseñanzas edificantes para el futuro del traumático proceso que hemos vivido.

           

Acepté la delicada y honrosa encomienda, anticipándoles que mi exposición no sería una insípida conferencia académica con ínfulas eclesiales. Hablaría respetuosamente, pero sin subterfugios, con la perspectiva laica de un católico que aboga por Cuba y su libertad; de un católico que desea fervientemente que nuestra Iglesia salga de toda esta lucha más fuerte y prestigiosa que como lamentablemente emergió de nuestras guerras emancipadoras. No hubo necesidad de mayor explicación. Los distinguidos prelados sabían cuál era mi posición, y aplaudieron cuando al comienzo de la conferencia la definí en estos términos:

 

“Para que la Iglesia alcance en Cuba la excelsitud de su grandeza no debe, a mi juicio, comprometer su autonomía y dignidad sometiéndose a un régimen tiránico que la margina y desdeña. Este régimen, clavado en la ignominia, será visto como un aborto monstruoso de nuestra historia, y la Iglesia podrá resurgir con plena autoridad moral y nuevos bríos, si en el proceso se mantiene firme al lado de la verdad y no de quienes la falsifican; al lado de la libertad y no de quienes la conculcan; al lado del pueblo cubano y no de quienes lo oprimen”.

A continuación, les ofrezco un artículo actualizado y basado en mi conferencia.

 

El ejemplo de Varela

Sería inconcebible analizar la posición de la Iglesia en estos tiempos angustiosos y convulsos, sin evocar primero el ejemplo inmarcesible de valentía, abnegación y grandeza de nuestro inolvidable Padre Félix Varela.  Frente al silencio cómplice en la era colonial, el ínclito presbítero se irguió diciendo: “Debo a mi patria la manifestación de estas verdades, y acaso no es el menor sacrificio que puedo hacer por ella el hablar cuando todos callan, unos por temor y otros porque creen que el silencio puede, si no curar los males, por lo menos disminuirlos…”.

 

En defensa de los derechos naturales, aplastados por gobiernos absolutistas sin escrúpulos, Varela aseveró: “Tenemos derecho por naturaleza, y lo exige el orden eterno de la justicia…; sí, tenemos derecho para mejorar nuestro estado físico, político y moral; queremos que nuestro país sea todo lo que pueda ser, y no lo que quieren que sea unos amos tiránicos que no pueden conservarlo sino mientras puedan oprimirlo…”.

 

Y al condenar a los que apoyaban la tiranía, Varela empleó los más duros calificativos: “Traidores son a la patria, traidores a la humanidad, traidores a las luchas, traidores a su misma conciencia los auxiliares de los déspotas y opresores de los pueblos”. [i]

La moral cristiana en la Constituyente de 1940

            Antes de adentrarnos en los retos del presente y los que nos depara el futuro, interesa repasar someramente las relaciones Estado-Iglesia en Cuba, partiendo de las bases establecidas en la Constitución de 1940.  Esta Carta Magna de la República no ha sido abrogada por el pueblo sino suplantada por los que usurpan el poder.   En el seno de la Convención Constituyente de 1940, en donde estuvieron representados todos los partidos y sectores del país, se suscitaron debates memorables en torno a las tradiciones cristianas de nuestro pueblo y a las relaciones entre la Iglesia y el Estado.  Sólo voy a citar algunos párrafos relevantes de unos de esos debates para que se vea qué es lo que desde entonces tenían en mente los líderes comunistas (los mismos que redactaron la Constitución de Castro de 1976), y cómo fueron derrotados en el foro democrático de la Constituyente del 40.[ii]

 El debate a que voy a referirme se originó al discutirse el artículo 35 de la Constitución, que dispone que la Iglesia estará separada del Estado, y declara que “es libre la profesión de todas las religiones, así como el ejercicio de todos los cultos, sin otra limitación que el respeto a la moral cristiana y al orden público”.  Los delegados del partido comunista presentaron una enmienda sustitutiva que eliminaba toda referencia a la moral cristiana y oficializaba el ateísmo al establecer que “ningún funcionario público ni sus representantes podrán, como tales, participar oficialmente en ceremonias religiosas”.

 En su defensa, Blas Roca plantea lo siguiente sobre la moral cristiana: “[Si ponemos en la Constitución] una limitación de orden religioso –porque la cristiandad es una religión, […] – estamos impidiendo a los adeptos de otras religiones a profesar su culto, aun cuando […] se haga de acuerdo con la Constitución y las leyes de la República…”.

 Aclara Jorge Mañach: “Yo creo que [el Sr. Roca le está] dando a la frase moral cristiana un contenido religioso, un sentido confesional y dogmático [que no tiene].  Lo que estamos tratando de establecer en la Constitución es la necesidad de que los cultos religiosos que en el país haya, sean normados por un sentido moral.   Pero la palabra moral es muy vaga, tiene un sentido muy lato.  Hay muchas morales.  Tenemos que elegir alguna, y la moral que elegimos es la moral tradicional cubana, la que informa nuestras costumbres.  Esa moral está representada por la figura de Jesucristo.  Y hasta aquellos autores que, como Renán, Strauss o Papini, han escrito los libros más negativos acerca de Cristo, como divinidad, no han podido menos que ponderar y situar en su lugar histórico la significación moral, la alta ejemplaridad moral de Cristo.  Ahí están los preceptos cristianos: ‘Amaos los unos a los otros’; ‘No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti’.   Son normas de convivencia social que en todas partes pueden ser aceptadas…”.

 Contraataca Salvador García Agüero diciendo que “han pasado veinte siglos… afirmándose que los infelices, los menesterosos, tendrán consolación infinita más allá de la vida terrena.  Se pretende [así] garantizar la sumisión del humilde [con] resignación cristiana, […] [y perpetuar] las prebendas de quienes predican esa doctrina… [para mantener] una ventaja.

José Manuel Cortina, al explicar su voto a favor de la moral cristiana, interpretó el sentir de la mayoría de los convencionales:

 “[…] La moral de Cristo, separada de todo fanatismo religioso…, fue una ola de espiritualismo trascendente que impulsó toda la civilización europea, de la cual somos [nosotros] una representación”.

José Manuel Cortina

 “La moral cristiana […] levanta el espíritu humano sobre la bestia, refrena los apetitos inferiores, impulsa la fraternidad, la piedad y el perdón, y constituye una defensa permanente contra los venenos que segrega el egoísmo humano…”.

 “Por eso, al mantenerla nosotros en la Constitución como norma de las religiones que puedan convivir [aquí], ponemos un guardián de suprema aristocracia espiritual para que cuide las evoluciones de la conciencia moral cubana a través de los siglos.  La moral cristiana, en lo que tiene de fundamental para ennoblecer la conducta de los seres humanos, es inexpugnable a toda crítica.  La civilización contemporánea, que tiene aún tanta oscuridad, abismos y retrocesos, quedará herida de muerte el día que esos principios espirituales sean abandonados para siempre y caigamos en un materialismo infecundo, que hace de la vida una tragedia de apetitos rudamente materiales, extinguidos en la tumba”.

Los comunistas fueron derrotados en éste y otros debates de la Constituyente de 1940. Mas la derrota que allí sufrieron devino en victoria para ellos en 1959 con el advenimiento del régimen castro-comunista.  Contribuyó a esa desgracia para el pueblo de Cuba el desquiciamiento constitucional que produjo el golpe militar de Batista el 10 de marzo de 1952.

       

Batista y la mediación de la Iglesia

En lo que respecta a las relaciones Estado-Iglesia durante el régimen de Batista, los derechos de la Iglesia, como tales, fueron respetados.  Pero considerando los desafueros de la dictadura y las pugnas sangrientas que desencadenaron, la Iglesia no podía mantenerse marginada diciendo “al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.”  El país se había convulsionado, y militantes católicos y sacerdotes, en número creciente, cooperaban con el movimiento insurreccional.

 Ante esa crisis alarmante, el Episcopado decidió actuar como mediador a principios de 1958 y trató infructuosamente de romper el impasse que impedía una solución democrática y pacífica.  Podrá decirse que el fallido intento del Episcopado fue tibio y tardío, pero no puede negarse que la iniciativa fue noble y que el esfuerzo, aunque vano, fue sincero.

La comunización de Cuba

Una confluencia de factores produjo el desenlace de 1959:  la fuga de Batista, precipitada por el ultimátum de Washington; la rendición incondicional de un ejército acéfalo y desmoralizado; la división y ceguera de múltiples organizaciones cívicas y partidos de oposición; la impresionabilidad de un pueblo proclive al mesianismo político y, sobre todo, la monumental estafa de un diabólico simulador ensalzado por los medios de publicidad nacionales y extranjeros. En particular, sobresalió la nefasta influencia internacional que ejerció Herbert Mathews del New York Times.


 
Castro inició su revolución con el apoyo entusiasta de gran parte del pueblo y de la Iglesia.  Uno de sus más altos prelados afirmó, con lenguaje hiperbólico:  la Divina Providencia “ha escrito en el cielo de Cuba la palabra TRIUNFO”.  La Iglesia estimó que el programa revolucionario que comenzaba a implementarse seguía los lineamientos cristianos.  Los obispos reconocieron públicamente el derecho del gobierno a decretar la pena de muerte, pero hicieron un llamado a la clemencia. Consideraron que la reforma agraria se inspiraba en los principios de la justicia social cristiana, mas anotaron los posibles peligros de una “excesiva dependencia del Estado”.

 En los primeros meses de la revolución, los representantes de la Iglesia creyeron, en su mayoría, que las extralimitaciones o abusos de poder eran el producto de la improvisación y no de un plan siniestro, y que el radicalismo que se manifestaba en los decretos revolucionarios no provenía de Castro, sino de algunos de sus cofrades comunistas.  

   Prominentes escritores y periodistas (no muchos al inicio del régimen), dieron la voz de alerta. Yo, por mi parte, muy joven y a otro nivel, escribí un trabajo titulado “Hacia Dónde Vamos”, que circuló clandestinamente en La Habana a mediados de 1959, y que fue citado por el Diario de la Marina sin mencionar mi nombre. Traté de demostrar que no estábamos frente a un gobierno revolucionario con meras infiltraciones o tendencias comunistas.  Sostuve que estábamos en presencia de un régimen de corte totalitario que aplicaba sistemáticamente las medidas recomendadas por Marx y Lenin para implantar el marxismo-leninismo:  concentración del poder político absoluto y rechazo del pluralismo;  negación del principio de legalidad para arrasar las instituciones y cercenar todo vínculo con el pasado;  lucha de clases para dividir a la población y vencer la resistencia;  anulación del derecho de propiedad privada so pretexto de eliminar el latifundio;  control progresivo de los medios de producción;  tiranía ideológica mediante el lavado cerebral de las masas, e intimidación y cierre posterior de los medios independientes de comunicación y los centros de enseñanza privada y religiosa.



 En un entorno de histeria colectiva y terror difuso, se celebró el 28 de noviembre de 1959, en la Plaza Cívica de La Habana, el Primer Congreso Católico Nacional.  Los organizadores trataron de restarle matiz político al homenaje a la Virgen de la Caridad del Cobre, pero resultó imposible.  Cerca de un millón de personas de todas las capas sociales y regiones del país, ávidas de orientación y de fe, allí se congregaron para reafirmar sus tradiciones cristianas frente al avance comunista que ya se palpaba.  El grito a coro de ¡Caridad!  ¡Caridad!  no fue más que un repudio masivo a la consigna revolucionaria de! ¡Paredón!  ¡Paredón!

 Al día siguiente, en la Asamblea del Apostolado Seglar, el Obispo de Matanzas, Mons. Alberto Martín Villaverde, planteó la siguiente disyuntiva:

 “Que escojan, pues, los pueblos: o el reino de Dios y ser hermanos en justicia y amor, o el reino del materialismo y unos contra otros en la ley del más fuerte. O con Dios en el amor, o contra Dios en el odio. No hay término medio…Hay que definirse totalmente”.[iii]

 Así lo hizo la Iglesia a los pocos meses. No había otra alternative digna. Para no ser molestada por el régimen, según la advertencia de Juan Marinello, la Iglesia tenía que “permanecer dentro de los templos adorando sus imágenes”.  La humillante postración intramuros implicaba no oír, no ver, no sentir lo que afuera acontecía. Esto era moralmente inaceptable.

 La internacionalización de la lucha y Bahía de Cochinos

 Polarizado el país por la visita de Mikoyan, Vice Premier de la Unión Soviética a La Habana en febrero de 1960, la valiente protesta de estudiantes católicos y la clausura posterior de la prensa independiente, el gobierno acelera el proceso de comunización e intensifica los actos de hostigamiento contra la Iglesia.

Protesta en el Parque Central por la visita de Mikoyan

 Mons. Pérez Serantes denuncia en una pastoral que el enemigo no está en las puertas, porque en realidad está dentro. Y le sigue el Episcopado con su Circular Colectiva de 6 de agosto de 1960, en la que confirma el creciente avance del comunismo en Cuba y que sólo por el engaño o la coacción podría ser conducido a un régimen comunista.

 La suerte estaba echada. Comienza la llegada a Cuba de armas y de técnicos del bloque soviético. Castro coloca su primer pedido de aviones Migs y acuerda un programa de entrenamiento para sus pilotos en Checoslovaquia.  Kruschef anuncia que protegería a Cuba con misiles en caso de ataque. Estados Unidos, por su parte, promueve la resistencia interna, que va cobrando fuerza, y organiza una brigada de asalto de cubanos anticomunistas en Guatemala.

 Lo que ocurrió después, el 17 de abril de 1961, si no fue un crimen, fue una infamia. La Casa Blanca decidió, ante una nueva amenaza de Kruschev, no respaldar la operación de Bahía de Cochinos con la cobertura aérea prometida, condenándola de antemano al fracaso. Caen en la contienda más de un centenar de valerosos brigadistas, y 1200 fueron encarcelados por Castro. Los alzados en el Escambray son acorralados y exterminados. La resistencia interna, abandonada, se derrumba, y sus líderes, muchos de ellos católicos militantes, son fusilados. Con sus gritos de ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Cuba Libre!, murieron abrazados a los dos símbolos de la Cuba eterna: la cruz y la bandera.

 Castro, envalentonado por los acontecimientos, se quita la careta. Le restriega a los Yankees que está haciendo en sus narices una revolución socialista, y declara posteriormente que es, y será siempre, marxista-leninista. Sólo quedaba, para consolidar su poder omnímodo, neutralizar y purgar a la única organización independiente que, aunque debilitada, quedaba en pie con amplia representación nacional: la Iglesia Católica.

 Incita el tirano a las turbas amaestradas para hostigar y agredir al clero y a los feligreses; fuerza el asilo del Cardenal Arteaga en la Embajada de la Argentina; provoca la violenta confrontación durante la procesión de la Caridad el 8 de septiembre de 1961, y ordena la expulsión de 131 sacerdotes en el “Covadonga”, encabezados por un ilustre prelado que honra a la Iglesia y a la Cuba democrática del destierro: Mons. Eduardo Boza Masvidal.

 

La Crisis de los Misiles, la Iglesia del Silencio y la Política de Zacchi

            Muchos pensaron que el acuerdo Kennedy-Kruschef, que  le puso fin a la Crisis de los Misiles en 1962 sin desatar una guerra nuclear, había sido  una gran victoria para Occidente. Ese sueño o ilusión duró poco, al menos en Cuba.  Si bien Moscú tuvo que desmantelar y retirar los misiles ofensivos instalados en la isla, Kruschef recibió a cambio de Estados Unidos un protectorado en el Caribe con garantía norteamericana de no invasión, que sirvió de base para mantener sojuzgado al pueblo cubano y subvertir  impunemente a Latinoamérica, África y otras regiones.

 La expansión galopante del imperialismo soviético en las décadas de los 60 y 70 le dio ímpetu y arraigo al mito de la inevitabilidad del triunfo comunista.  Washington y sus aliados trataron de aplacar a Moscú con una política de coexistencia pacífica, distensión y acomodo.  Y la Iglesia, sumergida por un tiempo en el silencio, aconsejó después del Concilio Vaticano II, insertarse en el contexto social de los pueblos en desarrollo, evitando la marginación y las divisiones dañinas. 

 A raíz de las conferencias episcopales latinoamericanas de Medellín y de Puebla, toman auge los abanderados de la llamada teología de la liberación, así somo los partidarios de encontrar puntos de coincidencia con el marxismo.  En Cuba, Mons. César Zacchi, Encargado de Negocios de la Nunciatura Apostólica, auspicia y promueve el diálogo con el régimen, logrando varias concesiones:  liberación de algunos presos; permisos para que entrara en el país un grupo limitado de sacerdotes, e importación de biblias.  Pero estas exiguas concesiones tuvieron un alto precio:  la convergencia con el régimen, que a veces se tradujo en connivencia.

 En una entrevista concedida al diario Excelsior de México y citada por el P. Ismael Testé en su libro Historia Eclesiástica de Cuba, Mons. Zacchi declara que por su situación diplomática él se había transformado “en una especie de voz de la Iglesia ante el gobierno”.  Después añade que, debido a “los gusanos que vivían en Cuba”, el clero tenía “una visión deformada de los procesos revolucionarios”.  Asimismo, Zacchi puntualiza que el Partido Comunista en Cuba y sus cuadros “desempeñan una función importante en las tareas concretas del campo social.  No veo inconveniente en que un católico adopte la teoría económica marxista, a los efectos prácticos de una conducta, como cuadro de una revolución”.   Y con respecto a Castro, afirma que “ideológicamente se ha declarado marxista-leninista; pero yo lo considero éticamente cristiano”.

Esta política de contemporización, por no llamarla de sumisión, que preconizó Zacchi no impidió que el régimen de Castro creara las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) – verdaderos campos de concentración en los que rindieron jornadas de trabajo forzoso un número considerable de homosexuales, intelectuales disidentes, Testigos de Jehová, y destacados sacerdotes.

 Tampoco el diálogo y la convergencia evitaron el éxodo conmovedor del Mariel y la intensificación de las actividades militares y subversivas del régimen de Castro, desde el Cuerno de África hasta la Cuenca del Caribe y Tierra del Fuego, al sur de Argentina.

Frente a esos estériles intentos de entendimiento con  Castro, que sólo lo envalentonaron, fue cobrando fuerza la disidencia en Cuba como movimiento pacífico, pero enérgico, de denuncia y protesta de la sociedad civil emergente. El objetivo común que galvanizó a los disidentes fue la defensa de los derechos humanos.   

 

La contraofensiva de Reagan y de Juan Pablo II

Durante  la Guerra Fría, el apaciguamiento del comunismo cesa con la llegada a Washington en 1981 de Ronald Reagan.  Este presidente revive la fe de su país, desmoralizado tras la derrota en Vietnam, el escándalo de Nixon, y la ineptitud de Carter, e impulsa el rearme material y moral de Estados Unidos para hacerle frente a lo que él llamó “el imperio del mal”.

 

Convencido de la vulnerabilidad del sistema comunista, Reagan decide estimular las fuerzas latentes de cambio en los países satélites para que dieran al traste con la Cortina de Hierro.  A ese efecto, descarta la tradicional política de contención, que le dejaba la iniciativa a Moscú, y toma la ofensiva con una estrategia multidimensional para finiquitar sin guerra la funesta hegemonía soviética y viabilizar la liberación de los satélites. Esta estrategia consistió en presiones económicas y comerciales al bloque soviético, cese de ayuda tecnológica, guerra psicológica, carrera armamentista y subversión de los regímenes comunistas con apoyo técnico y financiero clandestino a los movimientos de resistencia cívica, comenzando con Solidaridad en Polonia.   Washington coordinó esta estrategia con la cruzada emprendida por Su Santidad Juan Pablo II. Varios historiadores estadounidenses ensalzaron esta histórica coalición, llamándola una nueva y democrática Santa Alianza (Holy Alliance).

 Tras recibir su sagrada investidura en 1978, Juan Pablo II hace suya la consigna de Cristo “No tengáis miedo”, y se apresta a inspirar la lucha cívica, no bélica, contra el comunismo en Europa del Este.  No acepta, como inevitable, la perpetuación de la arbitraria división territorial acordada en Yalta, que cubrió de sombras a los países que cayeron en la zona de influencia de Moscú.  Los recios paladines no se resignan a los determinismos históricos; los soslayan o los vencen.


Consciente de que el totalitarismo es un sistema brutal de vasallaje y que la libertad es consustancial a la dignidad humana, el Santo Padre decide emprender su jornada liberadora.  Se concentra inicialmente en Polonia, su país de origen y el eslabón más vulnerable de la cadena soviética.  Estremece al país durante su peregrinaje en junio de 1979.  A los gobernantes les advierte en el Palacio Belvedere que la paz sólo puede edificarse sobre la base del respeto a los derechos humanos fundamentales, que incluye el derecho de la nación a ser libre y a crear su propia cultura.

 

Cruzada en Polonia contra el conformismo

Sabía el Santo Padre que sin una fuerte y sostenida presión popular no se producirían los cambios necesarios.  Había, pues, que sacudir y vencer el conformismo reinante en el pueblo con la terapia de la verdad y el electroshock espiritual de la fe.

Los regímenes totalitarios, al controlarlo todo, crean en el pueblo un estado de dependencia absoluta. Este es el clima soporífero del conformismo, que es más nocivo que el miedo, porque el miedo es una reacción defensiva que paraliza temporalmente, pero no derrumba.  Mientras que el conformismo, que se traduce en inercia y profunda depresión, es la atonía del espíritu y el desplome de la voluntad.  Las tiranías totalitarias se sostienen mientras los pueblos cautivos se creen impotentes para rescatar su libertad, y caen cuando los pueblos despiertan de su letargo, se sobreponen a la apatía, y recobran la fe en su capacidad para regir su propio destino.

 Inyección de fe fue la que el Santo Padre les impartió a sus compatriotas.  A los jóvenes en Dublín les dijo: “El mayor peligro […] es el hombre que no toma un riesgo y no acepta un reto; que no escucha sus más hondas convicciones, su verdad interior, sino que sólo desea acomodarse, flotar en el conformismo, moviéndose a la izquierda o a la derecha según sople el viento”. [iv]  Esa prédica vivificante, reafirmada y sostenida por el Episcopado  en Polonia, galvanizó el movimiento de Solidaridad y lo transformó en una fuerza catalizadora que sobrevivió los tanques soviéticos y las persecuciones, e hizo posible la transición democrática en el país.  La prédica papal llegó también a los disidentes en los demás pueblos de Europa del Este.  Para Václav Havel y otros en Praga, ella fue un acicate moral para deslindar los campos entre la mentira comunista y la verdad que engendró pasión de libertad.

  La intransigencia de Castro y la reacción de la Iglesia

            En Cuba, las esperanzas de una apertura fueron rápidamente tronchadas por Castro.  Para él, la máxima prioridad siguió siendo su absolutismo político, económico y social a costa del sufrimiento y de la miseria de su pueblo.  Y no queriendo arriesgar su poder, rechazó todo intento de liberalización y pluralidad.  A pesar de ello, los obispos cubanos rompieron su silencio y publicaron en septiembre de 1993 su Carta Pastoral “El Amor todo lo espera”.

 En dicha carta, los prelados expusieron los graves problemas que confrontaba el país:  pérdida de los valores morales y familiares; deterioro económico progresivo; sistema político unipartidista y excluyente que no toleraba el disentimiento; crisis cismática de la nación, agudizada por el éxodo.  Ante ese cuadro pavoroso, los obispos pidieron que se buscasen “caminos nuevos” para que, mediante un diálogo amplio con espíritu de reconciliación, Cuba pudiese “entrar al tercer milenio como una sociedad justa, libre, próspera y fraterna”.

 A pesar del tono mesurado y constructivo de la Carta Pastoral, las tensiones aumentaron entre la Iglesia y el régimen cubano.  Castro no sólo fustigó al Episcopado y rechazó el diálogo propuesto, sino que desató una nueva ola de represión que culminó en el acoso y encarcelamiento de disidentes, incluyendo los autores de "La Patria es de Todos", y en los crímenes atroces del remolcador "13 de marzo" y de los pilotos  de Hermanos al Rescate. Años después, en lo que se denominó la Primavera Negra, el régimen encarceló y torturó a 75 gallardos defensores de los derechos humanos.

 

El Peregrinaje del Papa a Cuba

El Santo Padre no desistió de su empeño de ir a Cuba.  Sospechaba  que Castro trataría de aprovechar la visita papal para legitimar su régimen desacreditado y aumentar la presión contra el embargo norteamericano.  Pero Su Santidad, lejos de amilanarse, encaró el reto con el prestigio de su investidura, el temple de su carácter y el magnetismo de su mensaje.  Tras largas y arduas negociaciones, el viaje se produjo en enero de 1998.  

 

Durante el vuelo a La Habana, el Santo Padre señaló inequívocamente las hondas diferencias que lo separaban del régimen comunista de Castro.  Dijo a los periodistas que lo acompañaban: "La revolución de Cristo es la del amor.  La revolución marxista es la revolución del odio, las venganzas y las víctimas".

 

A fin de aclarar que la Iglesia estaba en contra de todos los embargos, tanto del interno como del externo, Su Santidad pidió que Cuba se abriera al mundo y que el mundo se abriera a Cuba.  Asimismo, abogó por la reunificación de la familia, la defensa de la vida, el derecho de los padres a la educación de los hijos, la conservación de las raíces cristianas, la solidaridad con los que sufren, y la reconciliación entre todos los cubanos.

           

Pero lo que tuvo mayor resonancia en su prédica, lo que más conmovió a las almas henchidas, fue su defensa, sin miedo, de la verdad, y su clamor ardiente de libertad.  Secundando al Santo Padre, con vigorosa elocuencia, el Arzobispo de Santiago de Cuba, Pedro Meurice, condenó los "falsos mesianismos" que han confundido la Patria con su partido", y pidió la unión de los cubanos de la isla y del destierro, no como resultado de una regimentada uniformidad, sino como fruto de la más amplia y democrática diversidad.

 


El recorrido apoteósico del Papa fue más que un memorable peregrinaje pastoral.  Fue, para el pueblo cautivo y desesperanzado de Cuba, una epifanía de fe y un apostolado de dignidad.  Este apostolado quedó resumido en la vibrante exhortación del Santo Padre a los jóvenes en Camagüey:  "[…] fuertes por dentro, grandes de alma, ricos en los mejores sentimientos, [sean ustedes] valientes en la verdad, audaces en la libertad, constantes en la responsabilidad, generosos en el amor, invencibles en la esperanza".

 

A los pocos días de su regreso al Vaticano, el Santo Padre les envió el siguiente mensaje a los cubanos: "Les deseo a mis hermanos y hermanas de aquella bella isla que los frutos de esta peregrinación sean similares a los frutos de la peregrinación…  a Polonia".  No desconocía el Papa las diferencias innegables que existían entre las dos peregrinaciones y los dos pueblos.  Lo que quiso fue subrayar que el objetivo era el mismo: ganar espacios, no sólo para que la Iglesia pudiese cumplir su misión pastoral y gestión humanitaria, sino también para que el pueblo pudiese despertar y eventualmente asumir su protagonismo en la lucha por la libertad.

Lamentablemente, ni el entonces Cardenal de Cuba, Jaime Ortega, ya fallecido, ni el actual Papa Francisco, le dieron seguimiento a la prédica de Juan Pablo II. Ambos apoyaron la política del Presidente Obama de concesiones unilaterales al régimen de Castro, incluyendo la exoneración de Cuba como país promotor de terrorismo. La isla bajo Trump fue reinsertada en la lista estadounidense de países terroristas con las consiguientes sanciones, y ha  permanecido en ella hasta ahora bajo Biden.

 Pero ha faltado una política consistente y efectiva, tanto de Washington como del Vaticano, que promueva una verdadera apertura en nuestra Patria, sojuzgada con el apoyo de potencias enemigas que ponen en peligro la seguridad no sólo de Cuba, sino de todo el  hemisferio. Ha faltado liderazgo, estrategia y recursos adecuados de Estados Unidos y sus aliados para contrarrestar la alarmante penetración de China, Rusia e Irán en las Américas.

Terapia de Fe

Sin minimizar las tremendas dificultades que se interponen en el camino, permítanme concluir mis palabras con algunas sugerencias para abordar esta gran pregunta: ¿Qué podría y debería hacer la Iglesia en Cuba en las actuales circunstancias?  Aparte de intensificar, conjuntamente con la diáspora, ayuda humanitaria para tratar de aliviar el hambre y la miseria que estremecen a la población, considero que la situación en Cuba requiere una terapia intensiva de aliento en pro de la única solución real que existe: la libertad.  El régimen de Castro está hoy vacío de ideología, de mística y de credibilidad.  Ya pocos toman en serio sus consignas manidas y promesas incumplidas. El régimen se apoya en su poder tiránico y en el escepticismo de gran parte del pueblo, que piensa que nada se puede hacer como no sea sobrevivir o escapar.

 

La Iglesia, con su prédica de fe, puede y debe contribuir a contrarrestar este fatalismo enervante para ir creando la conciencia de una sociedad civil que reclame sus derechos y no se someta abyectamente a los ukases del Estado. Al pueblo cubano no le ha faltado valor para reclamar sus derechos. Lo demostró con las armas en la mano en la etapa bélica de los ‘60, así como en la protesta espontánea del Maleconazo el 5 de agosto de 1994, y en el alzamiento cívico masivo a lo largo de la isla el 11 de julio del 2021. Pero hoy necesita, más que nunca, una terapia iluminadora y estimulante. 

 

Con ese fin, la Iglesia debería revivir el mensaje de Juan Pablo II en pastorales, homilías y seminarios privados; difundir revistas edificantes como Convivencia, dirigida por Dagoberto Valdés, y estimular  pronunciamientos claros, incisivos y previsores como los emitidos por el Padre José Conrado Rodríguez, el Padre Alberto y otros sacerdotes.

 

Urge también lograr que circulen en Cuba, aunque fuese subrepticiamente, libros que evoquen la memoria de nuestros históricos adalides y exalten sus valores patrios.  El brillante periodista y poeta disidente, Raúl Rivero (ya fallecido), se refirió a uno de esos libros antes de caer preso durante la Primavera Negra: “Está circulando ahora en Cuba”, escribió Rivero, “subterráneo, enmascarado y en silencio, un libro fundamental, un espléndido fogonazo de luz sobre la historia. Es una edición facsimilar de Próceres de Néstor Carbonell Rivero”.  “¿Cuál es el contenido de esa obra, que obliga a la discreción y al camuflaje? Son 36 ensayos biográficos sobre los creadores de la nación.  Lo que puede tener de subversivo en la Cuba actual es la honestidad, la anchura y el desenfado con que se abordan figuras que, en las últimas décadas, han sido sepultadas bajo una montaña de marxismo”.  Y concluye Rivero: “Con Próceres” me sentí más libre y cercano a mi país”.

 

Rebatir Mentiras y Reiterar Verdades

La Iglesia haría bien en rebatir mitos y falacias del régimen, despejar confusas percepciones, y difundir verdades esenciales. Muchos fuera de Cuba desconocen que detrás del  pregonado éxito de la alfabetización en la isla está el malhadado adoctrinamiento comunista que degrada la educación y envenena las conciencias. Y bajo el celebrado Sistema de Salud Pública, hay clínicas bien abastecidas para funcionarios privilegiados y extranjeros dolarizados, pero sólo hospitales empobrecidos, sin higiene y sin medicinas, para el pueblo discriminado y desvalido.

 

Al oponerse al supuesto bloqueo externo del embargo norteamericano, la Iglesia en Cuba a veces silencia el verdadero bloqueo interno del régimen totalitario. Debería el Episcopado invocar consistentemente su propia Pastoral del 5 de junio de 1998, que postula que la apertura externa [sin el embargo] “debe ir normalmente precedida y acompañada de una apertura interna de la sociedad cubana”.

 

El objetivo de la reconciliación y la paz es loable como noble aspiración cristiana. Pero debe abordarse con precaución para no hacerle el juego a los que oprimen al país sin enmienda ni arrepentimiento. La verdadera y amplia reconciliación es la que surgirá en una Patria libre. Ella deberá afincarse en la justicia, templada por la caridad, a fin de evitar los extremos nefastos de la vendetta y de la impunidad.

 

Pero el anhelo de una solución pacífica, es decir, sin derramamiento de sangre, no debe llevarnos sumisamente al pacifismo. Porque hoy en Cuba no hay paz, como no sea la paz del terror o del cementerio.  Lo que hay es un régimen totalitario, que no es más que la violencia institucionalizada.  Ejercer presiones o resistir para que cese ese régimen de oprobio y de fuerza no implica, pues, quebrantar la paz, sino restablecerla bajo un estado de derecho.

 

Como sentenciara Su Santidad Juan Pablo II en 1984, "la paz no es auténtica si no es fruto de la justicia […].  Y una sociedad no es justa ni humana si no respeta los derechos fundamentales de la persona […]".  Y agrega el Santo Padre: “Por muy paradójico que parezca, el que desea profundamente la paz rechaza toda forma de pacifismo que se reduzca a cobardía o simple mantenimiento de la tranquilidad.  Efectivamente, los que están tentados de imponer su dominio, encontrarán siempre la resistencia de hombres y mujeres inteligentes y valientes, dispuestos a defender la libertad para promover la justicia".

 

Finalmente, quisiera tocar el tema fundamental de la solidaridad con los que siguen el ejemplo patriótico de los que han sido fusilados o vilmente asesinados por el régimen, como el propulsor del Proyecto Varela, Oswaldo Payá.  Solidaridad con los presos políticos indoblegables que resisten tortura, entre los que sobresale por su insigne historial, José Daniel Ferrer. Y solidaridad con los altivos líderes cívicos que padecen amenazas y hostigamiento por su valerosa y continuada defensa de los derechos humanos, como las Damas de Blanco y el Dr. Oscar Elías Biscet.                                             

 

Cuando la disyuntiva es totalitarismo o libertad, la Iglesia no puede mantenerse marginada o adoptar una postura neutral.  Su misión en estos casos ha de ser ayudar a los desvalidos y alentar a los que se sacuden el conformismo y luchan en pro de los derechos humanos y de la democracia con tesón y dignidad.

 

A la luz de la caída estrepitosa del comunismo en Europa del Este, el Santo Padre, San Juan Pablo II, en el discurso que pronunció en las Naciones Unidas el 5 de octubre de 1995, afirmó lo siguiente:

 

“Un factor decisivo del éxito de esas revoluciones no violentas fue la experiencia de la solidaridad social de cara a regímenes que se apoyaban en el poder de la propaganda y el terror.  Esa solidaridad fue el sostén moral de los indefensos, un faro de esperanza y un constante recordatorio de que es posible, en la jornada histórica del hombre, seguir un camino que conduce a las aspiraciones más altas del espíritu humano”.

 

Esa solidaridad que evocaba el Santo Padre es la que necesitan hoy en Cuba los abanderados de los derechos humanos y en general todos los disidentes que hablan por la mayoría callada.  Y esa solidaridad es la que ellos esperan de la Iglesia.

           

Considerando los enormes obstáculos en el camino, bastante ha hecho el Episcopado en Cuba en su misión pastoral y en sus programas educativos y humanitarios con la ayuda de la Orden de Malta, de Cáritas y otras instituciones benéficas. Pero por ser la Iglesia la única organización independiente que hoy existe en la patria aherrojada, su responsabilidad histórica es mayor.  Consiste en orientar y estimular, con el acicate de la fe, las reservas patrióticas latentes del pueblo cubano para ponerle fin a la tiranía, instaurar un estado de derecho basado en la Constitución legítima de 1940, promover la reconciliación anclada en la justicia y la caridad, y emprender la gran tarea de la reconstrucción económica y la regeneración moral.

 

Romper el presente impasse es tarea ingente, pero no imposible.  La historia tiene sus imponderables, y los regímenes totalitarios, como el actual en Cuba, no son tan sólidos como parecen.  Sus cimientos son endebles y se derrumban con presiones sostenidas, fisuras verdaderas, y fuertes soplos de aire fresco. 

 

Levantemos el ánimo, y evocando el recuerdo de Félix Varela e impetrando la bendición de nuestra Virgen de la Caridad, cumplamos nuestro deber como lo quiso el Santo Padre, San Juan Pablo II: “valientes en la verdad, audaces en la libertad, constantes en la responsabilidad, generosos en el amor, invencibles en la esperanza”.

                   



NOTAS:

 

[i] Rafael B. Abislaimán: Félix Varela: Frases de Sabiduría, Ediciones Universal, Miami, 2000; pp 95, 108.

[ii] Néstor Carbonell Cortina: Grandes Debates de la Constituyente Cubana de 1940, Ediciones Universal, Miami, 2001, pp. 193-208.

[iii] Pablo Alfonso: Cuba, Castro y los Católicos, Ediciones Hispamerican Books, Miami, 1985, p. 66.

[iv] George Weigel: The Final Revolution, Oxford University Press, 1992, p. 132.

NOTAS:

 

[1] Rafael B. Abislaimán: Félix Varela: Frases de Sabiduría, Ediciones Universal, Miami, 2000; pp 95, 108.

[1] Néstor Carbonell Cortina: Grandes Debates de la Constituyente Cubana de 1940, Ediciones Universal, Miami, 2001, pp. 193-208.

[1] Pablo Alfonso: Cuba, Castro y los Católicos, Ediciones Hispamerican Books, Miami, 1985, p. 66.

[1] George Weigel: The Final Revolution, Oxford University Press, 1992, p. 132.

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