Por Guillermo A. Belt
Primeros veinte años
Poco menos de la mitad de lo que sería mi carrera en la OEA había transcurrido en 1980 al darse mi regreso a Washington, casi exactamente 20 años después de llegar a las puertas de la organización más antigua de su clase en el mundo. Evitando las trampas de la nostalgia (gracias, García Márquez) haré un alto en el relato para recordar a personas que de una u otra forma me ayudaron a llegar hasta aquí.
La generosidad de Julia Copperman me abrió el camino a la categoría de funcionario internacional desde las filas de los llamados locales. Tras la defenestración de Betances surgió Aminta Knight, quien en aquella unidad que marcaba el camino hacia la calle me ayudó con suma eficiencia en la redacción de los manuales para Portner. Al llegar a la dirección de las oficinas en los Estados Miembros la suerte puso en mi camino a dos personas excepcionales: Beatriz Taylor y Mary Baldwin. Sin ellas, incansables y de precisión asombrosa en la transcripción de mis dictados peripatéticos a las páginas impresas mediante las IBM Selectric, jamás habría logrado expedir un altísimo número de circulares para normar la reorganización total de esas dependencias. Recuerdo con el mismo afecto a Cathy Hall y Vicky Domínguez.
El aterrizaje de vuelta en la sede y el inicio de un trabajo nuevo junto al Consejo Permanente pudo llevarse a cabo exitosamente gracias a Lía Onega, funcionaria muy inteligente que compartió sin reservas su experiencia, dándome la bienvenida sinceramente y no como mera cortesía. Lía fue mi mano derecha, y además formó un equipo de primera línea con Gyliane Kalogerakis, cuyo dominio de su francés natal, así como del español e inglés, sumado a su cortesía, contribuyeron muy valiosamente a mi gestión.
De mis supervisores directos en aquellos 20 años, mi gratitud a Luis Raúl Betances vive hasta hoy, muchos años después de su partida del reino de este mundo (de nuevo, Carpentier). Fue el primero de mis jefes, sin contar los de la breve etapa en la calle 14 que no tuvieron tiempo de hacerme bien ni mal.
Ya he hablado de los dos subsecretarios, Stuart Portner y Santiago Meyer. También, pero no lo suficiente, de Alejandro Orfila; hay más en el tintero. Para comenzar, la confianza del Secretario General a raíz de mi desempeño en Chile, luego aumentada al verme actuar en el Consejo Permanente, fue motivo de gran satisfacción personal, desde luego, pero también dio lugar a conflictos con mi nuevo director y, eventualmente, con el Secretario General Adjunto. La situación con el director quedó resuelta por decisión de Orfila, no así la tensión con el ex embajador de Barbados Valerie T. McComie, elegido Secretario General Adjunto en 1980, la cual se agravaría con el tiempo hasta hacer crisis en la gestión del Embajador Joao Clemente Baena Soares, el sucesor de Alejandro Orfila.
Como hemos dicho, el cargo de Secretario General Adjunto fue una creación de los Estados Unidos. Se produjo cuando el gobierno de este país aceptó la realidad: el cargo principal de la organización hemisférica lo ocuparía un latinoamericano, considerando que la Unión Panamericana, precursora de la OEA, la integraban las 20 repúblicas de la América Latina y los Estados Unidos. Cuando se firmó la Carta de la OEA en Bogotá en 1948, un ilustre colombiano, Alberto Lleras Camargo, que venía actuando de director de la Unión Panamericana, pasó a ser el primer Secretario General de la OEA. Desde entonces, todos sus sucesores han sido latinoamericanos.
El segundo cargo en el escalafón de la Secretaría General quedó reservado, de facto, para un ciudadano de los Estados Unidos. Este arreglo de caballeros, si así puede llamarse, se mantuvo hasta 1968. El 18 de mayo de ese año los Estados Miembros de la OEA eligieron al Dr. Miguel Rafael Urquía para reemplazar a William Sanders como Secretario General Adjunto de la OEA. En esa misma fecha eligieron Secretario General al ex presidente del Ecuador Galo Plaza.
Ambas elecciones fueron para bien de la OEA. De don Galo ya he expresado mi opinión, aunque necesariamente de manera resumida; él merece mucho más de lo dicho aquí. El Dr. Urquía, ilustre jurista de El Salvador, llegó a la OEA tras un desempeño exitoso en Naciones Unidas como embajador de su país. Trajo a la Organización su rica experiencia, y al personal de la Secretaría General le hizo un regalo espléndido. Gracias al Dr. Urquía se creó en la OEA el Tribunal Administrativo, encargado de velar por los derechos de los funcionarios cuando se hacía necesario acudir a la vía judicial para salvaguardarlos.
Aunque el Dr. Urquía no fue mi supervisor lo cito entre mis agradecimientos a quienes tuvieron esta responsabilidad porque tuve el privilegio de trabajar directamente con él. El Dr. Urquía se abocó a la reorganización total de las Normas Generales para el Funcionamiento de la Secretaría General. A este efecto creó un grupo de trabajo en el cual me invitó a participar como director de las Oficinas en los Estados Miembros. Fueron varios días de trabajo intenso. La redacción fue toda del Dr. Urquía. Con impresionante rapidez incorporaba nuestros comentarios cuando valían la pena. Sus vastos conocimientos jurídicos unidos a su manejo impecable del idioma nos asombraron a todos los integrantes de aquel grupo de trabajo.
Un circo de tres pistas
La expresión a three-ring circus denota algo que si bien es atrayente puede causar confusión. Al lanzarme al agua con el Embajador Castulovich, él de capitán y yo de grumete, sentí el embrujo del mar (ya que estamos en otro símil, que no el del toreo para no enredarnos, y mucho menos el del circo) mientras intentaba sortear los escollos - treinta y tres colegas del embajador panameño - en nuestra travesía de estreno por las aguas procelosas del Consejo Permanente de la OEA.
El Consejo Permanente se compone de un representante por cada Estado Miembro, nombrado especialmente por el Gobierno respectivo con la categoría de embajador. Así lo dispone la Carta de la OEA en su artículo 80. La Carta asimismo establece que la presidencia del Consejo Permanente será ejercida sucesivamente por los representantes en el orden alfabético de los nombres en español de sus respectivos países. Conforme al Estatuto, la presidencia del Consejo Permanente se ejerce por un período no mayor de tres meses.
Como el lector comprenderá, un embajador cuya efímera condición de presidente se debe al alfabeto y no a una elección por sus colegas, como era antes de la Carta de Bogotá, estará consciente de esta situación a la hora de hacer cumplir el Reglamento del Consejo Permanente. El presidente da la palabra, y en ocasiones la niega a colegas que no olvidarán su rigidez, o quizás su benevolencia al aplicar las disposiciones reglamentarias que rigen la materia. Asimismo debe resolver cuestiones de orden planteadas por los representantes en el Consejo, y sus decisiones pueden afectar el fondo de un asunto importante.
De entrada, Juan Manuel Castulovich debió enfrentar la costumbre de llegar tarde a las sesiones, practicada asiduamente por colegas suyos desde mucho antes de su arribo a la presidencia. Al final de su primera sesión, que comenzó con la tardanza habitual, el presidente manifestó su intención de comenzar la próxima a tiempo, exactamente a las 10 de la mañana, apelando a la colaboración de todos para lograr su propósito.
Llegado el día, bajamos al salón desde la oficina del presidente en la planta alta del Edificio Principal y ocupamos nuestros puestos en el estrado minutos antes de las 10. A la hora fijada, en punto, el presidente me dijo “vámonos”. El salón estaba vacío. Cuando atravesábamos el Patio Azteca, frente a la puerta del salón del Consejo, nos cruzamos con varios embajadores que, extrañados, saludaban al presidente un tanto tímidamente mientras caminaban en dirección a la sala, en tanto que nosotros íbamos en dirección opuesta. En la sesión siguiente todos los embajadores estaban en sus puestos cuando el presidente y yo hicimos nuestra entrada.
En estas nuevas funciones mi tarea abarcaba un trabajo previo al ingreso en el circo de tres pistas. Me reunía con el presidente antes de cada sesión del Consejo para examinar juntos el proyecto de temario preparado por mis colegas de la secretaría. El Consejo se alimenta de los mandatos que le da la Asamblea General, órgano supremo de la OEA integrado por los ministros de Relaciones Exteriores. También, de los informes que le rinden sus comisiones, entre ellas la de Asuntos Jurídicos y Políticos y la de Programa-Presupuesto. Mis compañeros de trabajo asignados a las comisiones, llamados secretarios de comisión, preparaban los documentos para estudio por el Consejo Permanente y éstos conformaban el temario de las sesiones ordinarias, celebradas el primer y tercer miércoles de mes.
El proyecto de temario habría de aprobarlo el presidente de este órgano político, el segundo en importancia después de la Asamblea General. Mi trabajo previo consistía en ilustrar al presidente sobre los antecedentes de cada sesión. Con el tiempo llegué a ilustrar a mis mandantes sobre mucho más. Con Castulovich, de mente ágil y muy buen sentido político, esta labor resultó muy grata, y fue la base en que se asentó nuestra amistad. Recordando esta etapa a cuarenta y tantos años de distancia puedo hacerlo con la satisfacción del deber cumplido, y además con una sonrisa para mi amigo Juan Manuel.
Primeros escarceos
En vista de lo bien que nos entendíamos el embajador Castulovich y yo, el director Armando Cassorla me cedió su puesto en las sesiones del Consejo Permanente, a la izquierda del Secretario General Adjunto en el estrado de la presidencia que se levanta tres modestos escalones por sobre los asientos que en forma de una gran U ocupan los Excelentísimos Señores Embajadores, Representantes Permanentes.
En la Secretaría General de la OEA se habla bastante de la delegación de autoridad y se practica bastante menos. Armando me explicó que yo no tendría que hacer gran cosa puesto que el Departamento de Asuntos Jurídicos, representado en cada sesión, se encargaría de cualquier consulta de la presidencia sobre aplicación del Reglamento del Consejo. De esta manera justificó la delegación de autoridad que me hacía, ante mi evidente sorpresa.
Pero tanto Castulovich como yo, siendo abogados, entendíamos que la responsabilidad de interpretar el reglamento correspondía en primera instancia al Secretario General Adjunto porque la Carta le asigna la función de Secretario del Consejo Permanente, y a los abogados de la casa sólo en caso de una duda de carácter jurídico. Por consiguiente, el presidente se volvía a McComie, sentado junto a él a su izquierda, y le preguntaba en voz baja, o bien le daba la palabra para evacuar consultas reglamentarias más bien rutinarias, planteadas por la sala.
Aquí comienza, paciente lector, el camino de mis desavenencias con el jefe superior de la oficina encargada de todos los servicios de secretaría a los órganos políticos – Asamblea General, Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores y Consejo Permanente – nada menos que el Secretario General Adjunto McComie, sucesor del Dr. Jorge Luis Zelaya Coronado, ex embajador de Guatemala, quien a su vez había sucedido al Dr. Urquía.
Val McComie era un hombre inteligente, con experiencia diplomática pero sin afición por el Derecho ni simpatía por sus practicantes. Por consiguiente, no se había tomado el trabajo de estudiar el Reglamento del Consejo Permanente, lo que le habría permitido asesorar a los presidentes del órgano. De suerte que ante la primera consulta de Castulovich, McComie se limitó a mirarme con expresión inquisitiva. No recuerdo el motivo de la consulta pero sí mi respuesta. Le señalé con un dedo el artículo aplicable en mi copia del reglamento, él le susurró el número de la disposición al presidente, éste citó el texto en alta voz, y aquí paz y en el cielo gloria.
El autor entre Alejandro Orfila y Val McComie |
A lo largo del trimestre de la presidencia del Embajador Castulovich se presentaron varias consultas de este tipo, y en cada ocasión se repitió el procedimiento señalado. El avispado lector comprenderá que los Excelentísimos señores Representantes Permanentes no tardaron en darse cuenta de quién dirigía, en los hechos, la secretaría del Consejo Permanente.
Por su parte, el Secretario General, sentado a la derecha del presidente, llegó a la misma conclusión que los embajadores. Alejandro Orfila me lo hizo saber por medio de su jefe de gabinete, Alberto Salem, quien me llamó por teléfono un día, cuando trabajaba yo con el Embajador de Paraguay, sucesor de Castulovich. Salem me dijo que el jefe estaba muy satisfecho con mi desempeño y pronto reconocería la realidad comentada por varios embajadores, es decir, que era yo quien manejaba el Consejo Permanente. De grumete a capitán, como quien dice.
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