Por Eduardo Lolo
Comienzo diciendo
algo que no me canso de repetir una y otra vez: que un hecho histórico, por muy
importante que sea, si no queda registrado, corre el riesgo de diluirse entre
las brumas del tiempo y desaparecer o, en el mejor de los casos, terminar
convertido en leyenda. Si no hubiera sido por la famosa obra Cyropoedia
de Xenophon, posiblemente Ciro el Grande estaría en la misma categoría que King
Arthur; es decir, una fábula. Del hecho parte el registro, que lo autentifica y
precisa en el tiempo, convirtiéndolo en Historia.
El registro
histórico ha tenido un desarrollo que comienza con el hombre de las cavernas en
lo que hoy llamamos petroglifos y siguiera con las pinturas rupestres, donde el
bisonte perseguido por el cazador hace miles de años continúan su carrera
detenida en el tiempo, el bisonte todavía vivo; el cazador, incansable en su
persecución.
Sin embargo, no
hay duda alguna que el registro histórico no alcanzó su mayoría de edad hasta el
advenimiento de la escritura. Aunque al inicio tuvo sus tropiezos. Las
pirámides y otros monumentos del Antiguo Egipto no fueron más que montículos
mortuorios saqueados llenos de bellas pinturas y jeroglíficos indescifrables
hasta el descubrimiento de la llamada Rosetta Stone, en la cual se había
publicado el decreto que honraba al faraón Ptolomeo V en tres idiomas, entre
ellos el griego y el desaparecido egipcio en sus jeroglíficos. Con la
traducción de los jeroglíficos, los
monumentos egipcios cobraron, de pronto, vida. La civilización en la que
nacieron hacía siglos había desaparecido; pero perduró su historia.
Viejos
pergaminos, incunables, periódicos, revistas, fotos y filmaciones en celuloide
se encargarían, con el tiempo, de continuar el registro histórico iniciado en
las cavernas. Más recientemente, grafitis de ocasión sobre muros ansiosos de
historia y los teléfonos celulares, con su acceso a las redes sociales,
completan ese desarrollo hasta nuestros días.
No obstante, no
todo han sido ganancias. El registro histórico puede ser manipulado. Quienes
van a Toledo se quedan maravillados con la gran obra del Greco “El entierro del
Conde de Orgaz” con su cadáver rodeado de rostros tristes. Pero todo es falso,
los dolientes que aparecen eran toledanos pudientes de egos notables que
pagaron al pintor para que los incluyera en el cuadro, pues ninguno de ellos
había nacido en tiempos del occiso. Hasta la mirada que describe lo visto es
falsa, pues el Greco tampoco existía. Hay otros muchos ejemplos: la presencia
de la madre de Napoleón en la auto-coronación de su hijo como Emperador, el
escamoteo de las figuras de Carlos Franqui y Huber Matos en fotos icónicas de
Fidel Castro en la Sierra Maestra y a su llegada a La Habana, respectivamente,
y un largo etcétera.
Sin embargo, la
manipulación y su extremo en falsificación del registro histórico se tornan más
peligrosas aún en la palabra escrita. La historiografía castrista es un ejemplo
perfecto. De ahí que uno de los objetivos básicos de la Academia de la Historia
de Cuba en el Exilio sea el conjurar académicamente, más allá del debate
ideológico, las falsedades de los que ya Martí había calificado como “bribones
inteligentes”. Una de las víctimas más destacada del castrismo ha sido,
precisamente, el ideario martiano. En el Exilio, tan temprano como en 1973, Carlos
Márquez Sterling acuñó el término “falsificar”, que luego desarrollaría
profunda y ampliamente Carlos Ripoll, el más importante martianista del Exilio
hasta el momento. Ahora Julio M. Shiling toma la antorcha, que no solamente
mantiene viva, sino que le da más luz aún, llevando la denuncia a este siglo
como historiador y, como ya se dijo en la su presentación por Luis Leonel León,
en su fundación y conducción de Patria de Martí, la única entidad del Exilio,
de la cual tengo noticia, dedicada en especial a la “desfalsificación” de Martí
por parte de la historiografía castrista. Muy justo el merecido honor de haber
sido admitido en la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio.
Otro de los
objetivos básicos de nuestra institución es registrar los hechos históricos,
tanto de Cuba como de sus exilios, para que no sean víctimas de las brumas del
tiempo a las que me refería al principio. Uno de esos hitos históricos que
comienza en nuestra Patria y se extiende hasta el Exilio es la llamada
Operación Pedro Pan (1960-1962) –la única acción encubierta importante contra
el castro-comunismo que resultara exitosa–en la cual los padres y madres en la
Isla se desgajaron el corazón para que sus hijos cultivaran un futuro digno en
la cercana/lejana tierra de libertad. Francisco Rodríguez e Yvonne Conde dieron
una notable descripción de esa epopeya en Pancho
Montana (1996) y Operación Pedro Pan:
la historia inédita de 14,048 niños cubanos
(2001), respectivamente. La hazaña también se extendió a la ficción en
obras tales como la galardonada narración Kike
(1984) de Hilda Perera y Operación Pedro
Pan: el Éxodo de los Niños Cubanos, una novela histórica (1994) de Josefina
Leyva.
Ahora Francisco
Rodríguez vuelve a tocar el tema pero desde una óptima más personal aún
mediante el resumen de una visión del todo privada, testimonial, pues él fue
uno de esos miles de niños que pudieron salvarse de la mutilación de futuro que
de seguro habrían sufrido de haber permanecido en la Cuba del Totalitarismo. Se
trata de un registro histórico desde dentro, en que desgarro y esperanza se
combinan, en que la heroicidad es compartida por adultos e infantes a la par. Frank
(como le llaman sus amigos) es uno y muchos a la vez, persona y personaje de
manera simultánea; hecho y registro en sí mismo; historiador que es parte de la
historia que registra. En su caso, es igualmente muy justo el merecido honor de
haber sido admitido en la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio.
En ambos se
destaca, también, el hecho de que dan a conocer sus trabajos tanto en español
como en inglés, ampliando el alcance de sus trabajos al público anglosajón en
general y, en particular, a las nuevas generaciones de cubanos nacidos fuera de
nuestra Patria, pero contentivos de una cubanía que trasciende tiempos y
geografías, y les llega por genética histórica a través de una especie de
herencia almática.
Por todo lo
anterior, es para mí un honor, a nombre de la Junta Directiva de nuestra
institución, pasar de inmediato a entregar a Julio M. Shiling y a Francisco
Rodríguez los correspondientes diplomas que los acreditan, para honra
bidireccional, como Miembros Numerarios de la Academia de la Historia de Cuba
en el Exilio, Corp.
Museo Americano de la Diáspora Cubana
Miami, 27 de septiembre de 2024