Wednesday, November 25, 2020

Un antídoto contra la idiotez nacionalista

Por Amir Valle

Existen los libros “aplasta egos”. Y 1959. Cuba, el ser diverso y la isla imaginada, del escritor cubano Manuel Gayol Mecías, es uno de esos libros. Se trata de obras que te obligan a detenerte, a reflexionar sobre tus propios egos y a decirte: “¿cómo no se me ocurrió a mí escribir algo así?”, con envidia sana.

Gayol, autor de varios libros que entran en esa categoría, logra con este el que creo es el más documentado antídoto intelectual contra esa idiotez nacionalista que durante años los cubanos, tanto en la isla como el exilio, hemos padecido, gritando nuestra enfermedad a los cuatro vientos con argumentos que sólo un nacionalismo barato enfermizo puede generar: “islita pequeña de la que han nacido nombres esenciales de la cultura universal”, “país marcado por improntas históricas que nos colocan en el centro del mundo”, “gente con una gracia única”, o exageraciones al estilo de “la playa más linda”, “los mejores amantes”, “la música más sabrosa”, “el mejor ron”, “el tabaco más aromático”, “los bailarines más expertos”, etc. Sentencias que no se sostienen en lo más mínimo apenas miras a los lados, te despojas de todas esas taras y analizas que cualquier otro ciudadano de este planeta podría esgrimir argumentos similares sobre su país, su cultura, su gente.

Gayol Mecías hace un recorrido memorioso (léase intuitivo y analítico) por los estamentos fundacionales, los comportamientos y las diversas esencias que configuran eso que algunos llaman “la identidad del ser cubano”. Una verdadera proeza, es justo decirlo. Porque en estas páginas no sólo aparecen cuestionamientos muy serios a esa isla imaginada con la que todos cargamos; a las raíces y a las consecuencias de esas mixturas culturales/raciales para el concepto de nación; a los históricos contrapunteos entre la Cuba real y la que cada uno de nosotros (en dependencia de nuestras circunstancias íntimas, y de la Historia) concebimos; al encontronazo perpetuo de esas “sensibilidades” y “dones” que originan el relajo, el choteo, la risa escapista a modo de supervivencia; al daño antropológico de esa predilección por el líder o de la autocensura como estrategia definitoria del comportamiento social…, y muchas otras cosas.

Libro, además de abarcador, profundo, que hurga en estos complejos temas con las armas del historiador, del filósofo, del antropólogo, del sociólogo y, lo más interesante, del cubano simple que mira su entorno con ojo cómplice, nostálgico y crítico a la vez. Porque, y esta es una de sus mayores virtudes, la complicidad y la cercanía que Gayol Mecías no niega llevar como marca del cubano que él mismo es, no es impedimento para que tome distancia de los sucesos, comportamientos e imaginería social en los que se centra su análisis configurando una perspectiva científica seria, objetiva, sosegada, que le permite dilucidar los límites de lo beneficioso y lo dañino de estos elementos en cualquier acercamiento desprejuiciado sobre conceptos tan controvertidos y difíciles como identidad, transculturación, nación, patria, revolución, caudillismo, entre otros.

Momentos luminosos, cegadores incluso, tiene 1959. Cuba, el ser diverso y la isla imaginada: el desmembramiento juicioso de las partes esenciales de eso que el autor llama “ajiaco de los genes”, con el cual intenta explicar las razones de esa imperfección que, aunque muchos lo nieguen, son un rasgo notorio en el comportamiento ético y social de los cubanos; la exposición sobre algo que podemos llamar “el tablero de las posibilidades” de todos esos matices que configuran el tan llevado y traído “choteo cubano”, y cómo ciertos equívocos y extremos (el relajo, la pachanga) nos convierte a los cubanos, al mismo tiempo, en víctimas y victimarios de ese “don/tara” según se mire; el esclarecimiento del peligro sociológico de la asunción como “estrategias de supervivencia” de categorías tan peligrosas como el silencio, la censura, la autocensura, la credulidad oportunista, el suicidio físico y social, la obnubilación con los Mesías; hasta llegar incluso a hechos fundamentales pero muy concretos como el exilio histórico (mediante incisiones muy precisas que intentan definir el verdadero aporte a la nación de esa parte de la diáspora) o “ese dictador que todo cubano lleva dentro” (especialmente notorio aquí serían los cambios injertados en el “ego” nacional por la egolatría mesiánica de Fidel Castro y su personalísimo estilo de vida y dirigencia).

Cuba, el ser diverso y la isla imaginada es un libro que molestará a muchos de esos que cargan con bullicioso orgullo esa supuesta condición de “elegidos” de los cubanos; resultará incómodo para quienes, desde la política, han intentado insuflar esa supuesta singularidad a favor de sus intereses en ambas orillas del tema Cuba; y echará por tierra las tesis de una supuesta superioridad histórica, regional, cultural, usualmente esgrimida por unos cuantos idiotas nacionalistas. Porque es muy difícil, hasta doloroso, entender que Cuba es apenas una islita cada vez más insignificante para la historia del mundo (aun cuando nadie niegue que en ciertas etapas, por su posición geográfica más que por otras cosas, estuvo entre los protagonistas de la Historia, con mayúsculas); es duro entender que los cubanos somos tan singulares como cualquier otro ciudadano de este mundo…, y aún más descorazonador es saber que precisamente por andarnos creyendo ciertas cosas, por andar escuchando ciegamente a ciertos Mesías (el síndrome del flautista de Hamelin, lo llama Gayol Mecías) y por caminar por la vida mirándonos nuestro hermoso ombligo sin ver nuestras otras escandalosas imperfecciones, podemos mostrar muy pocos elementos de los que realmente presumir, mientras con jolgorio, griterío y espíritu de choteo hemos ido acumulando muchísimas más cosas (taras, desviaciones y comportamientos errados) de las cuales deberíamos avergonzarnos.

Un libro este, en fin, grande, necesario, controvertido, pendenciero, retador (además de exquisitamente documentado y delineado hasta en sus más áridas connotaciones científicas) que nos permita reflexionar sobre nuestras verdaderas esencias, valores, virtudes, contradicciones e imperfecciones; en suma, sobre esas complejidades humanas, sociales, históricas que, más allá de las etiquetas que nos colgamos, configuran nuestra más genuina singularidad.

Monday, November 23, 2020

NUEVA OBRA DEL ACADÉMICO JESSE FERNÁNDEZ

La Editorial de la Academia de la Historia de Cuba acaba de publicar Agustín Acosta y Oscar Fernández de la Vega, dos cubanos ejemplares: poesía, magisterio y deber, de Jesse Fernández. El volumen reúne un estudio del devenir histórico de los destacados intelectuales cubanos mencionados en el título del libro. El primero es conocido como un notorio poeta y patriota de hondas preocupaciones cívicas, al tiempo que el segundo es recordado como un insigne educador y difusor de la cultura cubana.

En efecto, Agustín Acosta fue uno de los poetas cubanos más importantes del siglo XX. Su primer poemario, Ala (1915), contiene un emotivo homenaje a José Martí. El libro La zafra (1936) “aspira a ser … algo que deje en firme la verdad de una época”, al censurar la explotación del campesino cubano dedicado casi exclusivamente a la industria azucarera. Otras obras importantes de Acosta son Hermanita (1923), Los camellos distantes (1936), Las islas desoladas (1943) y varias más, que lo convierten en uno de los líricos más relevantes de las letras cubanas. El totalitarismo castrista lo alcanzó a muy avanzada edad, lo cual no le impidió marchar al exilio. 

Oscar Fernández de la Vega se destacó como educador no solo en Cuba sino en los Estados Unidos, donde ejerció durante casi tres décadas. También dictó cursos de filología y literatura en destacadas universidades españolas. Las circunstancias políticas en su país lo obligan a seguir el camino del exilio en 1960, lo cual invalida casi todos los triunfos profesionales alcanzados hasta ese momento. El volumen titulado Proyección de Martí (1953) es quizás el esfuerzo más valioso de su testimonio intelectual. Su obra poética quedó inédita excepto en ediciones privadas. 

Ambos fallecieron en el exilio. 

El Dr. Jesse Fernández, nacido en Cuba y graduado de universidades norteamericanas, fue profesor de literatura durante casi cuatro décadas en la ciudad y en el Estado de Nueva York, llegando a obtener el rango de Profesor Distinguido a nivel estatal por su destacada labor en el campo de la enseñanza y  la investigación literaria. Sus publicaciones académicas, tanto en los Estados Unidos como en el extranjero, exploran temas del modernismo y de la literatura cubana e hispanoamericana en general. Su libro El poema en prosa en Hispanoamérica: Del modernismo a la vanguardia (1994) es un estudio seminal sobre ese tema. Fue coeditor, con Norma Klahn, de Lugar de encuentro (1997), una colección de ensayos críticos sobre poesía mexicana actual. Ha colaborado en numerosos congresos literarios y en publicaciones académicas y profesionales, tanto nacionales como internacionales. 

Agustín Acosta y Oscar Fernández de la Vega, dos cubanos ejemplares: poesía, magisterio y deber puede adquirirse en Amazon haciendo click aquí.

 

Obituario de Candido Camero en el New York Times

Cándido Camero, Conga Master Who Transformed Jazz, Dies at 99 


By Neil Genzlinger

“When you talk about percussion, particularly the evolution of conga playing, you’re talking about two periods — before Cándido and after Cándido,” the Grammy-nominated percussionist and bandleader Bobby Sanabria said on Friday, having just attended a memorial service for Cándido Camero. “His contributions were literally game changing.”

Mr. Camero — just Cándido to most fans and fellow musicians — brought his Afro-Cuban musical influences to the United States from Cuba in the middle of the last century and brought a new dimension to both Latin music and jazz. He played multiple conga drums simultaneously, something new at the time, and introduced other innovations as he performed with top names like Dizzy Gillespie and Stan Kenton.



“More than any other Latin percussionist of his generation, Cándido succeeded in making the sound of the conga drum a standard coloration in straight-ahead jazz rhythm sections,” Raul A. Fernandez, emeritus professor of Chicano and Latin studies at the University of California, Irvine, who wrote about Mr. Camero in “From Afro-Cuban Rhythms to Latin Jazz” (2006), said by email.

Mr. Sanabria, in an email interview, rattled off Mr. Camero’s list of innovations.

“He developed coordinated independence as applied to the congas and bongo — being able to keep a steady rhythm with one hand while soloing with the other,” he said. “He was the first to develop the techniques to play multiple percussion instruments simultaneously, sounding like three or four players. He was the first to tune multiple congas to specific pitches so he could play melodies on them, and he was an inventor as well. In 1950 he created the first device for a player to be able to play a cowbell with one’s foot.”

Mr. Camero died on Nov. 7 at his home in New York. He was 99.

The National Endowment for the Arts, which designated Mr. Camero a Jazz Master in 2008, posted news of his death.

Cándido Camero was born on April 22, 1921, in Havana to Cándido Camero and Caridad Guerra. His father worked at a factory that made soda bottles, and his mother was a homemaker.

He said he began drumming when he was 4, pounding on empty condensed milk cans, tutored by an uncle who played the bongos. He also learned to play the tres, a Cuban stringed instrument, and the bass.

By 14 he was playing professionally. In an interview for the Smithsonian Jazz Oral History Program in 1999, he described the precautions his father took to keep him on the straight and narrow.

“As soon as I came home, my dad would say, ‘Say ha,’” he recalled. “And I said, ‘Ha ha.’ And then he’d say: ‘Only one ha is needed. One is enough.’ He wanted to smell my breath to see if I had been drinking.”

In the 1930s and ’40s he played one instrument or another in a variety of groups, performing in nightclubs and street parades and on the radio. For years he was part of the orchestra at the Tropicana nightclub in Havana.

A job backing the dance duo Carmen and Rolando proved to be pivotal. He had accompanied them in performances throughout Cuba when the act was invited to the United States in 1946. In Cuba they had performed with two percussionists, one of whom played bongos while Mr. Camero played the quinto, a higher-pitched drum than the standard conga. The travel budget, though, allowed for only one percussionist; they took Mr. Camero. And he introduced a new flourish.

“I said, ‘OK, I’m going to try something to see if you like it and if it works,’” he recalled in the oral history. “And they said, ‘What is it?’ I say, ‘Well, I’m going to surprise you.’ Then I brought the conga and a quinto. At showtime, I began to play the rhythm with my left hand on the conga and to do what the bongo player was supposed to do with my right hand on the quinto to mark the steps when they were dancing. That was the first idea, the low drum and the quinto at the same time.”

 The tour opened up numerous opportunities for Mr. Camero in the United States — with the pianist Billy Taylor’s trio, the bands of Gillespie and Kenton, and others. He soon settled in New York, and he kept on innovating.

By 1952 he was playing three congas at once and tuning them in such a way that he could carry a melody. When he would solo with Kenton’s orchestra in the mid-1950s, he added adornments that made him a virtual one-man band.

“I used the conga, bass drum and hi-hat to carry the rhythm by myself instead of the drum set,” he explained, “accompanying myself rhythmically at the same time that I took my conga solo.”

He adapted these dazzling techniques to a range of bandleaders and musical styles, and in turn he influenced those styles.

“To me,” Professor Fernandez said, “his greatest contribution was establishing the conga drum as an integral, if not essential, component of the modern straight-ahead jazz percussion scheme and securing a place for the ‘Latin tinge’ among the many rhythmic tinges available to the modern jazz drummer.”



His versatility landed him on countless recording sessions.

“His complete list of recordings as a sideman is awesome,” Professor Fernandez said. “More than 100 credits — Woody Herman, Art Blakey, Ray Charles, Kenny Burrell, Erroll Garner, Stan Getz, Count Basie.” He also recorded numerous albums as a leader.

At a 1999 performance at Birdland in Manhattan at which Mr. Sanabria was leading one of his large ensembles, he brought out Mr. Camero for a guest appearance. Peter Watrous, reviewing the performance in The New York Times, made it sound as if Mr. Camero stole the show.

“Mr. Camero has access to the divine,” he wrote, “and when he began to play, the music changed. He uses several tuned conga drums, and he began by playing melodies carefully. His playing makes sense, it has cadences, and it starts and finishes logically. And he swings.”

Mr. Camero was still performing in his mid-90s. Information on his survivors was not immediately available.

Mr. Sanabria summed up Mr. Camero’s career succinctly.

“Every percussionist working today, in any context, owes a debt of gratitude to him,” he said.

 

Thursday, November 19, 2020

Aniversario del Himno Invasor

       

Gral Enrique Loynaz del Castillo

Por Guillermo A. Belt

Es un viernes, al caer de la tarde del 15 de noviembre. Han pasado tres semanas desde el comienzo de la invasión en las sabanas de Baraguá aquel 22 de octubre de 1895, y una desde que las fuerzas de caballería aumentaron a 1,300 jinetes al ingresar a Camagüey, tras el cruce del Jobabo, límite con Oriente.

Las avanzadas vuelven con la noticia de haber encontrado una finca próxima. Se llama La Matilde, y ya tiene su historia de guerra, que los mambises conocen, sin saber que le tocará ser sede de otra más. Fue propiedad del padre de Amalia Simoni, y en ella vivió, dando a luz a su primer hijo, aquella camagüeyana que, arrestada por las tropas españolas durante la Guerra de los Diez Años y conminada a escribir a su esposo, el Mayor General Ignacio Agramonte, pidiéndole abandonar la lucha, contestó: “Primero me dejo cortar una mano antes que escribirle a mi esposo para que sea un traidor.”

Antonio Maceo decide acampar allí y lo hace en una arboleda de la finca, junto con su Estado Mayor, cediendo la casa al Consejo de Gobierno que lo acompaña en la marcha hacia Occidente. En medio de los preparativos del caso, se observa que en las paredes de la casa hay palabras ofensivas para los mambises, evidentemente escritas por los soldados españoles que habían ocupado la vivienda con anterioridad. Y en una ventana, unos versos, bajo la bandera española.

En este punto del relato, tengo el honor de dar la palabra al General de Brigada del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo.[i] 

"A nadie habíasele ocurrido crear un himno para la tremenda campaña que iba a decidir la suerte de la Patria. Por mera casualidad, fue ocurrencia mía. El Ejército Invasor, al mando del general Maceo, acampó, en compañía de las fuerzas camagüeyanas, comandadas por el general José María Rodríguez (Mayía), en el gran potrero La Matilde, propiedad que fue del doctor Simoni, padre de dos admirables cubanas, Matilde, esposa del general Eduardo Agramonte Piña, y Amalia, la romántica y adorada compañera del general Ignacio Agramonte. Era el 15 de noviembre de 1895

Respetuoso, en grado sumo, el general Maceo del Gobierno Civil de la República, asignó para alojamiento al Presidente Salvador Cisneros Betancourt, ilustre Marqués de Santa Lucía, y al Consejo de Gobierno por él presidido, la magnífica casa de vivienda de La Matilde, y él acampó en la arboleda inmediata, junto a los establos, en los que instaló su numeroso y brillante Estado Mayor, a las órdenes del ilustre general José Miró Argenter, y en cuyo alto Cuerpo, donde sabias enseñanzas recibíanse con la presencia del vencedor de Peralejo, y ejemplos temerarios, tuve uno de los más preciados privilegios de mi vida, la compañía de los otros ayudantes, Hugo Robert, Manuel Piedra, herido en la Batalla de Mal Tiempo y en otros campos de batalla, Miguel Varona, Emilio Bacardí, Peregrín Carulla, Mariano Sánchez Vaillant, Perucho Aguilera, Pérez Carbó, Pedro Echavarría, los Sauvanell, los hermanos Pilot, los hermanos Llorens, los hermanos Ivonet, los hermanos Mariano y Ramón Corona, Juan Maspons Franco, Alberto Boix, Rafael Ferrer, Adolfo Peña, Carlos Pastor, Arturo Bolívar, A. Sagebien, Salvador Pastor, Alfredo Jústiz, Ascensio y Armando Gómez, Rafael Peña y J. Muñoz y el insigne Carlos González Clavet , todos ellos, o muertos o heridos por la Patria. Aunque de las fuerzas, estaban siempre con nosotros alegrando el campamento, con sus dichos, los que fueron luego brillantes generales, entonces temerarios oficiales, Calixto García Enamorado, José Lara Miret, que tiene doce balazos por la libertad, Ángel Guardia, Enrique Céspedes, los Duchase y otros del heroico ejército oriental. Con nosotros, siempre deleitándonos con su ameno trato, el entonces teniente coronel Mario Menocal y los miembros del Consejo de Gobierno, Santiago García Cañizares, Rafael Portuondo, Severo Piña y José Clemente Vivanco.
Algunos amigos, apenas acampados, recorríamos la casa de La Matilde, y de paso alguna raspadura obteníamos de los miembros del Gobierno allí alojados.
Vimos en las paredes del edificio no pocos insultos que nos dejó el enemigo, allí acampado hasta nuestra aproximación, en vez de esperarnos para combatir. En una ventana, blanca y azul, algo distinto leímos: unos bellos versos, bajo el dibujo de una pirámide, coronada por española bandera. Quiso borrarla un compañero: me opuse y lo convencí de que las letras y las artes, bajo cualquier bandera, son patrimonio universal, ajeno a los conflictos de los hombres.
En ese momento, sobre la otra hoja de la misma ventana, pinté la adorada bandera de Cuba, y bajo su glorioso palio escribí estos versos, que me esfuerzo en recordar con la exactitud posible a casi medio siglo de distancia:

¡A las Villas valientes cubanos:
A Occidente nos manda el deber
De la Patria a arrojar los tiranos
¡A la carga: a morir o vencer!

De Martí la memoria adorada
nuestras vidas ofrenda al honor
y nos guía la fúlgida espada
de Maceo, el Caudillo Invasor.

Alzó Gómez su acero de gloria,
y trazada la ruta triunfal,
cada marcha será una victoria:
la victoria del Bien sobre el Mal.

¡Orientales heroicos, al frente:
Camagüey legendaria avanzad:
¡Villareños de honor, a Occidente,
por la Patria, por la Libertad!

De la guerra la antorcha sublime
en pavesas convierta el hogar;
porque Cuba se acaba, o redime,
incendiada de un mar a otro mar.

A la carga escuadrones volemos,
Que a degüello el clarín ordenó,
los machetes furiosos alcemos,
¡Muera el vil que a la Patria ultrajó!

Alguna que otra estrofa, innecesaria, escrita en aquella ventana, fue por mí suprimida, o modificada durante la campaña, por no avivar innecesarios odios.
En aquel ambiente patrio, caldeado al rojo, los versos de la Invasión, como en seguida los llamaron, fueron como reguero de pólvora…
La gran casa se colmó de oficiales y soldados que sacaban copias y agotaban el papel y la amabilidad del Gobierno. El Presidente Cisneros decidió mudarse. “No podemos con este gentío, trabajar. Tu himno nos desaloja”. ¡El himno estaba consagrado!
Aquel exitazo inesperado me animó a buscarle melodía apropiada al verso. Horas y horas de solitarios ensayos, fijaron en mi memoria la melodía, altiva y enardecedora.

Loynaz del Castillo


Enseguida me dirigí al general Maceo, mi compañero de cuarto y de peligros, en Costa Rica: “General, aquí le traigo un himno de guerra, que merecerá el gran nombre de usted: déjemelo tararear”.
“Pues bien”, me respondió el General. Y a medida que yo canturriaba los versos, la mirada se le animaba. Al terminar, en la estrofa evocadora de las trompetas de carga, puso sobre mi cabeza su mano mutilada por la gloria…
“Magnífico –dijo–. Yo no sé de música, para mí es un ruido, pero ésta me gusta. Será el Himno Invasor; sí, quítele mi nombre, y recorrerá en triunfo la República…”. Luego agregó: “Véame a Dositeo, para que mañana temprano lo ensaye la Banda”. “General –objeté– tiene que ser ahora mismo, porque mañana se me habrá olvidado esta 
tonada, como me ha pasado con otras”. “Pues bien, vaya ahora mismo y traiga a Dositeo”.
Era el capitán Dositeo Aguilera, el jefe de la pequeña banda del Ejército Invasor: agradable, inteligente y acogedor.
“Lo he llamado –le dijo el general– para que la Banda toque un himno de guerra, que le va a cantar el comandante Loynaz. Váyanse por ahí y siéntense en alguna piedra, donde nadie los moleste; trabajen, hasta que la Banda toque exactamente el Himno Invasor. Apúreme eso”.
En dos taburetes Dositeo y yo nos pusimos al trabajo. Apenas media hora habría, a mi juicio, transcurrido, y ya estaba completa en el pentagrama la melodía, que le fui tarareando en sus tres variaciones armónicas.
La volvió a tararear leyendo sus notas. La celebró, pero agregó: “No se me contraríe si le hago una pequeña corrección…”.
Interrumpí: “El General dijo que exactamente…”. “Sí, pero ni el General, ni usted saben nada de música. Con las notas de este primer compás, no hay voz que llegue a los últimos. Y un himno se hace para el canto. Así en voz baja, únicamente, puede usted tararearlo. La corrección es poca cosa, bajar el primer compás.
Déjeme esto a mí, que necesito ahora mismo empezar el verdadero trabajo, instrumentar esto: y con la prisa que quiere el General”.

Así nació, hace un siglo y cuarto, el Himno Invasor. Nadie mejor para contarlo que su autor, veterano de más de 60 combates, y de todos los de la invasión: La Reforma, Boca del Toro, El Quirro, Mal Tiempo, Santa Isabel, La Colmena, Coliseo, La Entrada, Calimete y El Estante. Y poeta, con inspiraciones musicales, por si fuera poco. 



[i] Conferencia del General Loynaz del Castillo a la Sociedad de Artes y Letras Cubanas, en los salones de la Benemérita Casa de Maternidad y Beneficencia, La Habana, 12 de febrero de 1943.

Sunday, November 15, 2020

Enrico Mario Santí sobre Reinaldo Arenas: “Su mayor aporte fue decir la verdad y al mismo tiempo reírse de ella”

Enrico Mario Santí, (Santiago de Cuba, 1950), por si hace falta presentarlo, es uno de los críticos literarios cubanos más reconocidos y responsable de importantes estudios y ediciones críticas de autores de la magnitud de Octavio Paz, Pablo Neruda o Guillermo Cabrera Infante. A Reinaldo Arenas, a quien conoció desde su llegada a los Estados Unidos le ha dedicado varios trabajos entre los que está Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990) (México, 2013), una recopilación, co-editada con Nivia Montenegro, de trabajos dispersos en diferentes publicaciones y manuscritos inéditos.

Háblanos de tus primeros años de vida y de tu formación.

Nací en 1950. Me crié entre Santiago de Cuba, de donde son oriundos mi madre y los suyos, y La Habana, donde fui a la escuela hasta los 12 años, cuando mi familia decidió exiliarse. Mi padre, artista y escultor, era profesor en San Alejandro y fue destituido de su cátedra por “conflictivo”, es decir, anti-comunista. Al salir, perdimos todo: nos lo robaron. Llegamos a Miami, donde asistí a la escuela secundaria, justo en medio de la crisis de los misiles. Criado en la pequeña Habana hasta los 18, hice mi carrera en las universidades de Vanderbilt y Yale. En esta última tuve el privilegio de estudiar y llegar a conocer a Emir Rodríguez Monegal, que fue mi maestro, y a José Juan Arrom, cubano y otro gran mentor. Eran los años del Boom, y fue en Yale, y gracias a Emir, que pude ponerme al corriente de la literatura latinoamericana que se escribía entonces y llegar a conocer a muchos escritores, entre ellos a Reinaldo Arenas.

¿En qué circunstancias conociste a Arenas? ¿Qué impresión te causó al principio?

En 1980 vivía en Tampa, adonde mi familia y yo (tenía entonces niños chiquitos) habíamos ido a pasar el primer goce de sabático de mi cátedra en Cornell. Un día en el mes de mayo, en medio de la Crisis del Mariel, recibí una llamada de Emir: se acababa de enterar, por medio de Guillermo Cabrera Infante, que Arenas había llegado en bote a Miami. Me sugería que lo localizara e hiciera una entrevista. Se trataba de una primicia. Arenas era un enigma: no se sabía si estaba vivo, mutilado, o loco, tal había sido su aislamiento y consecuente mitología. En Miami me enteré que nada menos que Arenas y Heberto Padilla daban una conferencia conjunta. El auditorio todo, atestado, los vitoreamos, en una atmósfera de euforia y apocalipsis. Pensábamos que ese era el fin del régimen... Al terminar el acto, me acerqué, le pedí su teléfono, le dije de qué se trataba y accedió. Al otro día nos citamos en casa de su tía, adonde había llegado acompañado de su amigo Lázaro Gómez Carriles, y pasamos varias horas en la entrevista, cuya grabación aún conservo. Nuestro primer intercambio fue ventilar mi sensación: él en realidad era un fantasma. Todos lo habíamos leído, habíamos tratado de seguir su carrera, pero nadie sabía nada de él, salvo que había estado preso. Recuerdo que por esos años, cuando estuve cerca del grupo Areíto, a Lourdes Casal le gustaba aclarar, y de paso justificar al régimen, que los problemas de Reinaldo Arenas no eran políticos sino morales —preso por violar a un menor. Recuerdo también que en Cuba —adonde yo había viajado en 1978 como parte del llamado Diálogo y al año siguiente, durante el verano, en una llamada “brigada de intelectuales”— en una reunión en la UNEAC donde nos recibieron, el profesor y amigo William Luis había tenido la astuta valentía de preguntar por el paradero de Arenas, a lo cual los presentes de la isla no hicieron más que rifarse el tema y nunca contestaron… Por mi parte, durante esos pocos días en La Habana traté de averiguar su dirección, pero nadie la sabía, o decían no saberla. En la entrevista Reinaldo me contó todo muy calmado, con esa parsimonia guajira a la que ya estaba acostumbrado oyendo a mi padre (como Arenas, era oriundo de Holguín) a lo cual Reinaldo añadía un ligero, pero notable, ceceo. Fue en esa entrevista, luego publicada por Octavio Paz en la revista Vuelta, donde contó sobre la encerrona en la playa que llevó a su arresto, su prisión en La Cabaña, la persecución y eventual enjuiciamiento por sacar sus obras de Cuba clandestinamente, la vida nómada en el Parque Lenin, su fuga a todo lo largo de la isla, su captura, exilio interior, luego auto-acusación por “pájaro” y contrarrevolucionario, su escaramuza ante los esbirros en el Mariel, la travesía hasta Cayo Hueso…  También su proyecto de una “pentagonía” (nunca antes había hablado de eso, y el concepto no se conocía), y cómo había tenido que re-escribir tres veces Otra vez el mar, la tercera novela de esa serie. Esa tarde terminé agotado, física, moral, emocionalmente, aunque me parece que él no. Su rostro, su tono, nunca reflejaron el terror, la violencia, la humillación que me comunicaba, como si ese relato fuese lo más normal del mundo, y solo requiriese frialdad, la más clara prosapia, para darla a conocer. A cada rato se le aguaban los ojos, pero nunca lloró. Cuando me fui, sentí un peso terrible, de pesadilla. No pude dormir.   


¿Lo habías leído antes? ¿Qué pensabas de su literatura en aquellos momentos? ¿En qué coincidía su personalidad con la imagen que te habías hecho de él?

Lo había leído, pero mal y de manera perversa. El profesor Arrom, que era castrista, lo había asignado en clase pero como ejemplo de literatura edificante, lo cual a muchos de nosotros, que conocíamos los rumores de su padecimiento en la isla, nos parecía ridículo, aunque nunca dijimos nada. Su obra, mayormente El mundo alucinante y algunos cuentos, me parecía enigmática, inapresable, como si me faltaran claves indispensables para su desciframiento. Otros textos, como “La vieja Rosa” o el cuento “El hijo y la madre”, eran más accesibles, sobre todo la disfuncionalidad familiar o la crítica del batistato. Todo lo cual explica la ausencia de una imagen sobre el escritor cuando llegué a conocerlo, salvo lo que le dije al principio de la entrevista: para mí eres un fantasma.   

¿Cómo se desarrolló tu amistad con él a lo largo de los años?

Mi amistad con Arenas (acababa de cumplir 30 años) coincidió con varios cambios en mi vida, no sólo el distanciamiento de la ingenuidad política que me hizo ir dos veces a Cuba. Fue entonces que me acerqué a Octavio Paz y con quien llegué a trabajar casi veinte años. Entre el pensamiento político de Paz, que ya entraba en una fase de franca oposición al socialismo autoritario, y el testimonio personal de Arenas, mi cambio fue definitivo, si no radical. Después de hacer nuestra primera entrevista, que tuvo excelente acogida, hicimos por lo menos dos más, una de ellas aún inédita, y publiqué un par de artículos sobre su obra. En una ocasión, viajamos juntos a una convención de profesores en Los Angeles, donde deslumbró a su público (aunque siempre era un nudo de nervios y le sudaban las manos, Arenas podía ser elocuente). Hablamos mucho: la épica de nuestras respectivas familias, la vida literaria, o más bien la farándula intelectual, durante sus años en Cuba; sobre Lezama, Virgilio…

Tengo entendido que solías ir a visitarlo a Nueva York. ¿Cómo era la relación de Arenas con Nueva York? ¿Sientes que se fue deteriorando a lo largo del tiempo?

Aprovechando que Cornell tiene en Nueva York un club para el hospedaje de profesores, visitaba una vez al mes. Allá me ponía al día en noticias sobre Cuba (todo esto antes de internet), iba a museos, veía gente. Con Reinaldo me reunía a comer y a caminar por la ciudad, que él adoraba, al menos más que Miami, aunque no más que La Habana, la cual (me consta) extrañaba, sobre todo el sector ahora llamado Playa, donde él vivió. En Nueva York Arenas se sentía libre, podía fletear, había baños para homosexuales (que después fueron tumbas), y había también una numerosa comunidad de cubanos exiliados, si contamos además las densas áreas de New Jersey. Aparte de gente de a pie, que siempre son los más, había figuras prominentes con quienes Arenas alternaba, aunque no con mucha frecuencia: Eugenio Florit, Rosario Rexach, Carlos Ripoll, José Olivio Jiménez, Pedro Yanes, Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé; otros profesores, como Alfred MacAdam (que luego tradujo un par de sus libros) y Perla Rozencvaig, cerraban el círculo de amigos. Esto sin contar algunos de los otros escritores jóvenes (Reinaldo García Ramos, Miguel Correa, entre muchos otros) que también habían venido por el Mariel y que luego integraron la revista del mismo nombre. Fue una época muy vital, de activismo anti-castrista, una máquina incesante cuyo combustible era la energía, mezcla de ira y pasión justiciera, que fluía del propio Reinaldo. Además de Mariel, que Reinaldo impulsaba a la par que su obra, ayudaba a Florencio García Cisneros a sacar su pequeño periódico Noticias de Arte. Pero todo fue cambiando a medida que toda esa gente iba abandonando la ciudad por resituarse en Miami, o moría.

Se dice que eran pocos los que lo visitaban a su apartamento y que tú eras uno de ellos. ¿Es cierto? ¿Qué impresión te causaba en el quinto dicho apartamento? ¿Podrías describirlo?

Muchas veces me tocó recoger a Reinaldo en su apartamento para salir a comer. Vivía en pleno Hell´s Kitchen, en una época en que Times Square no era la sucursal de Disneylandia que es hoy… Su apartamento era un walkup, en un arduo quinto o sexto piso. Si años después se hablaría de la guarida en La Habana Vieja para el Diego de Fresa y chocolate, te aseguro que mucho antes Reinaldo Arenas ya tenía la suya en el exilio de Manhattan. Nunca, que yo recuerde, coincidí allí con nadie más, salvo con Lázaro Gómez Carriles, que según me dijo Reinaldo transitaba esporádicamente. El apartamento era pequeño, no recuerdo muebles ni cuadros; solo libros que, amontonados con papeles y prensa, forzaron a Arenas a alquilar el apartamento de enfrente, que funcionaba como archivo, o almacén. Fue allí que hicimos la tercera entrevista, que conservo inédita, donde habla mucho sobre su familia. Uno de esos días que quedamos en vernos para comer y fui a recogerlo, toqué y noté que se demoraba mucho. Por fin abrió, y al entrar me di cuenta que la puerta ahora ostentaba varias cerraduras y una de esas enormes trancas de hierro que hacen presión entre puerta y suelo. Con angustia, me contó que habían entrado en el apartamento a robar, pero que extrañamente solo se habían llevado papeles. Había tenido que dejar el almacén de enfrente. Que yo sepa, nunca se aclararon esas circunstancias. Era señal que las cosas estaban cambiando. La guarida ya no era tal.


A lo largo de tu carrera has conocido y estudiado a varios de los más importantes escritores latinoamericanos. ¿Qué tenía Arenas en común con todos ellos? ¿Qué lo distinguía?

Los escritores, los artistas, no son (no somos) gente normal. Vivimos para crear, o más bien para crearnos, a través de la obra. La gente común y corriente no entiende eso y se crean muchos conflictos, de familia, de pareja, de tipo social, etc. No digo nada nuevo. Pero si a ese consabido le añadimos todos los conflictos que a Arenas le tocó vivir, entenderemos mejor la pasión, o pasiones, que lo arrastraban. Ya lo dijo él mismo: la novela, como la vida, es “agonía”. Si ningún escritor puede vivir sin escribir, en su caso, creo, la obsesión creativa estaba atada a eso que Vargas Llosa llamó una vez, lugar común del Romanticismo, el “exorcismo de demonios personales”. La gente común y corriente, incluyendo a muchos escritores, brillantes y mediocres, recurre hoy al psicoanálisis para curarse. La terapia de Arenas, que además de guajiro era autodidacta, fue la escritura, que en muchas ocasiones se confundía con el deseo y con su reverso: la venganza. Hay momentos en su obra, como el final de El Central, o El mundo alucinante, donde esa pasión se sublima. En otras, las más, como El color del verano, o El asalto, predomina la violencia y la destrucción. ¿O son una las dos? ¿Eros y Thanatos?

¿Qué rasgos de su personalidad te impresionaba más? ¿Recuerdas alguna anécdota que lo ilustre?

Podía ser amable sin dejar de ser tímido. Pero al mismo tiempo era altanero y sarcástico. Como se sentía vulnerable, estaba siempre a la defensiva y su defensa era a menudo el sentido del humor, a veces negro. Una vez, luego de años de conocernos, nos despedimos con un abrazo y sentí que en realidad él no abrazaba: no había entrega. Pero a veces me llamaba con llanto atorado de tan triste que se sentía. Esa era su entrega. 

¿Cómo era la relación de Arenas con el resto de los intelectuales cubanos, latinoamericanos y norteamericanos?

En Libro de Arenas, el tomo de prosa dispersa que reunimos Nivia Montenegro y yo, se recogen sus opiniones, muchas de ellas negativas o al menos distanciadas. Arenas detestaba el oportunismo, todo tipo de mercantilismo intelectual y aprovechamiento ideológico. Desconfiaba de otros intelectuales, sobre todo si provenían de la gauche caviar. Se había graduado con honores de la escuela de la UNEAC.  

¿Cómo te enteraste de la muerte de Arenas? ¿Qué impresión te causó?

Vivía ya en California y esa mañana recibí una llamada del poeta Roberto Valero, mutuo amigo que también había sido vecino mío en Georgetown, donde ocupé una cátedra después de Cornell. Ya se esperaba: meses antes, mi mujer y yo habíamos visto a Arenas enfermo en Miami. No hablamos sobre el tema, pero era evidente que estaba atravesando otro mal momento, y no era su primera hospitalización. Cuando supe que en su carta de despedida le había echado la culpa de su deceso a Fidel Castro, pensé: “Dio en el clavo”.

Luego del éxito inicial de sus dos primeras novelas a su salida de Cuba no consigue publicar en las grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo al morir su autobiografía, Antes que anochezca, se convierte en bestseller. ¿Crees que ese éxito póstumo, aunque merecido, fue una manera de malentenderlo, de poner su autobiografía y el tono que predomina en ella por encima de su obra de ficción?

Decía Borges que la fama es una de las formas del olvido. Nada más acertado en el caso de Arenas. La fama —primero, de la autobiografía, después de la película de Julian Schnabel, y luego de la ópera de Jorge Martín— terminó olvidando al genio endemoniado y creando un ícono gay. No reprocho esa fama, pero sí la lamento. Sobre todo si sustituye, como de hecho ha ocurrido, el conocimiento de su obra. Nunca le oí a Reinaldo pronunciar la palabra gay, y ahí está una obra suya como El portero, para no hablar de muchos pasajes de Antes que anochezca, para demostrar cuánto desconfiaba del concepto. Lo cual no significaba que estuviera en el closet. Todo lo contrario.  

¿Cómo valorarías el impacto que tuvo Arenas sobre ti como persona y como profesional?

Ya dije que su testimonio marcó una etapa de mi vida. Fue la vertiente moral de una transformación profunda por la que atravesé durante mi treintena. Constatar su dolor no fue menos importante para mí que comprobar su valentía.

¿Cuál crees que haya sido el mayor aporte que Arenas haya hecho a la literatura cubana y latinoamericana?

Decir la verdad. Y al mismo tiempo: reírse de ella.

 

                                                                       

 

Friday, November 13, 2020

Cándido Camero, el último solo de congas


Por Ingeborg Portales 

En el año 2006 trabajaba para el Sentinel del sur de la Florida, y tuve la dicha de poder conversar con Cándido Camero a raíz del documental que sobre él realizara el cineasta cubano Iván Acosta: Cándido manos de fuego.

Digo dicha, y digo suerte, porque conversar con Cándido fue descubrir la verdadera grandeza de este genio de la música, más allá de sus palabras, en su silencio y su sonrisa. Quien conoció la sonrisa y las manos de Cándido sabe de que hablo.

Le celebré su sonrisa, que hacía honor a su nombre, y me contestó regalándome una sonrisa aún más amplia: “es que hago comerciales para la pasta Colgate”. Aunque también recuerdo que no podía apartar mi mirada de sus manos.

No quería quedarme apenas con unos comentarios sobre el recién estrenado documental, sino escuchar mucho más de este caballero chapado a la antigua, “señor dos veces, en el escenario y fuera del escenario”. Insistí en volver a conversar y él aceptó generosamente.

Solo bastaba un pie forzado para quedarme absorta, en silencio ante tanta sabiduría y humildad.

Esta conversación con Cándido pasó a formar parte de una serie de entrevistas que realicé en Miami a artistas cubanos: los músicos Cachao, Bebo Valdés, Generoso Jiménez y Paquito de Rivera, entre otros.

Cándido, ¿usted nació en la Habana?

Yo nací en 1921 en La Habana, en el barrio del Cerro, en la calle Churruca 77, entre Velarde y Washington, un viernes a las 6:30 p.m. Cuando uno pasa por una cosa así, no es fácil que se le olvide. (Risas).

¿Qué recuerdos guarda de su infancia?

Yo tenía como cuatro años, estaba en kindergarten todavía y mi tío materno Andrés Guerra, que era un bongosero profesional, me llevaba con él a todas partes. Él me preguntaba si me gustaba la música y si me gustaría aprender a tocar algún instrumento. Un día cogió dos latitas de leche condensada vacías y un pedazo de cuero y me hizo mis primeros bongos. Cuando yo venía de la escuela me ponía a tocar en la mesa, mientras mi mamá preparaba la comida. Mi papá me decía: “Te van a doler las manos, mira que eso no es cuero, es madera”. Y mi abuelo materno le contestaba: “Déjalo, que algún día él va a ser famoso”. Parece que eso fue de la boca de mi abuelo a los oídos de Dios.

¿Qué recuerdos guarda de sus padres en particular?

Cuando empecé a trabajar como músico, llegaba a la casa y mi papá me preguntaba: “¿Cuánto le pagaron hoy?”. Yo le decía: un peso. Y él me contestaba: “Bueno, de eso, 50 centavos para su mamá y 50 centavos para usted”. Después me olía las manos para saber si había fumado y me decía: “A ver, diga ja”. Y yo decía: ja ja ja. Entonces me contestaba que con uno solo ja bastaba para saber si tenía aliento a bebida.

He trabajado con los más grandes de la música americana y latina, he compartido el escenario con todos ellos y nunca me dio la tentación. Yo digo que lo que no es necesario, no me interesa. Gracias a Dios ya cumplí 85 años.

¿Desde cuándo se interesó por la música?

Desde niño. Yo esta siempre pegado al radio, oyendo música para aprender, y así tenía idea de lo que era bueno, regular y malo. A mi madre, Caridad, le gustaba cantar, y mi padre, Cándido, tocaba el tres. Mi papá me enseñó a tocar el tres cuando yo tenía ocho años, y mi abuelo materno me enseñó a tocar el bajo cuando tenía 14 años. A esa edad empecé a trabajar como músico profesional tocando en el Septeto Gloria Habanera, de Floro Costa.

En ese tiempo te pagaban un peso por tocar, así que tocábamos viernes, sábado y domingo, y ganábamos un peso por día. Floro Costa tocaba la flauta, yo era el bajista. Hacíamos una transmisión de radio para anunciar adónde íbamos a tocar el fin de semana. Por esa transmisión de radio nos pagaban diez centavos, para pagar el pasaje de ida y vuelta a la radio.

¿Qué recuerdo guarda de La Habana que usted conoció?

En La Habana todos los años, en el mes de febrero, eran los carnavales. Todos los barrios tenían su comparsa y competían por el primer, segundo y tercer premio. La comparsa de mi barrio, El alacrán, se llevaba siempre el primer premio. Yo era muy joven, tendría como 18 años, y tocaba el redoblante.

¿Usted era muy buen pelotero?

Cuando yo estaba en la escuela superior jugaba pelota, era cátcher y cuarto bate, eso que llaman limpiabases. Casi siempre que había tres hombres en bases yo bateaba de jonrón y las bases se quedaban limpias. Por eso me decían: “Ahora viene el limpiabases”. Quería decir que esperaban que yo diera un jonrón para que las bases se quedaran vacías.

¿Cuál fue su mayor influencia musical?

La influencia mayor para mí fue mi tío Andrés, al que yo admiraba mucho. Él me inició con cuatro años en el mundo de la música. Luego hay otros músicos cubanos que admiro mucho, como Bebo Valdés. Trabajé con él cuando comencé a tocar en el cabaret El Faraón, que quedaba en la calle Zanja y Belascoaín. Después trabajamos juntos como diez años en el cabaret Tropicana, cuando Armandito Romeu era el director artístico. Bebo era el pianista y yo era el bongosero.

¿Cuándo escuchó jazz por primera vez?

En La Habana, cuando era muy joven y vivía pegado a la radio oyendo música. Recuerdo que fue la Orquesta de Stan Kenton. Luego escuché a todos los demás: Duke Ellington, Louis Armstrong…

¿Y después ha trabajado con todos ellos?

Sí, tuve la suerte de trabajar y grabar con todos los grandes del jazz. Con lo único que soñaba era con verlos tocar algún día en persona. Pero nunca, nunca me imaginé que iba a trabajar con ellos, a grabar con ellos, y a viajar con ellos. Así que todo esto ha sido más que un sueño hecho realidad.

¿Cuándo tiene sus primeras congas profesionales?

En 1940, cuando estaba trabajando en el cabaret El Faraón, acompañando a la pareja de Carmen y Rolando; pero eran unas congas que estaban permanentes en el cabaret, no las llevaba a mi casa. En esos tiempos unas congas costaban como 10 pesos, ahora cuestan como 300 dólares. Las congas con las que llegué a Estados Unidos en 1946 vinieron de Cuba. Luego se las regalé a un aficionado. Aquellas eran fabricadas a mano. Las que tengo ahora son fabricadas por la compañía LP.

¿Cómo era el trabajo en la radio en aquellos años?

Trabajaba en CMQ, en el programa de Gonzalo Roig; él era el director del programa que se llamaba General Electric. Yo era el bongosero de la Orquesta de CMQ y acompañaba también a Cascarita. Por el día iba a tocar a la radio y por la noche al cabaret Tropicana.

En esa época en la radio todo se tocaba en vivo, nada de grabaciones. Ahí ya me pagaban un poco más por quincena, por programas. El programa de Gonzalo Roig era una vez a la semana, y el de Cascarita todos los días. Bebo Valdés también estaba ahí en ese tiempo, tocando el piano.

Cuando sale de Cuba, ¿ya tiene decidido quedarse?

Carmen y Rolando fueron los que me trajeron a los Estados Unidos, el 4 de julio de 1946; yo tenía 25 años. Nos presentábamos el día 7 de julio en el cabaret Habana Madrid. Las estrellas eran los comediantes Steve Martin y Jerry Lewis, y nosotros éramos parte del show. Cuando salí de Cuba pensé: “Si me va bien, me quedo”; y eso fue lo que sucedió.

Después pasamos al cabaret La conga; allí trabajaba Miguelito Valdés. Luego estuve como un año en el Downbeat. Cada dos semanas cambiaban los grupos, pero yo estaba fijo con el grupo de Billy Taylor. Por eso tuve la oportunidad de conocer a los mejores músicos de jazz y grabar con casi todos ellos, con orquestas latinas como la de Machito y sus Afro-Cubans, cuando el director musical era Mario Bauzá.

¿Nunca más regresó a Cuba?

Sí. Regresé en 1948, en 1952, y por último en 1955. Fue la última vez que vi a mis padres. Ellos fallecieron años después. Éramos cuatro hermanos en total: tres varones y una hembra; la única que queda viva en Cuba es mi hermana.

¿Se acostumbró a vivir en Nueva York?

Llega el momento que uno se acostumbra a todo, y más si a uno le gusta. Pero el frío me ha hecho mucho daño con la artritis. Cuando camino tengo artritis en las piernas, pero en las manos no me ha afectado, gracias a Dios. Yo digo que cuando camino es como si tuviera cien años, pero cuando toco estas congas me siento de veinte.

¿Cuál es su rutina diaria en Nueva York?

Cuando no estoy trabajando, estoy leyendo, oyendo música, o mirando televisión. Cuando quiero ensayar alquilo un estudio, para no hacer bulla aquí en la casa. Toco el tres y el bajo por afición, y los sigo tocando hasta hoy día. Cuando se presenta la ocasión, toco por las noches.

¿Conoció al Benny?

Al Benny lo conocí antes de que él llegara a La Habana, cuando cantaba con la Orquesta de Mariano Mercerón en Santiago de Cuba. El que era popular en esa época era Cascarita. Cuando Benny Moré llegó a La Habana estuvo cantando frente al Capitolio, en un restaurante que se llamaba El Floridita. Miguel Matamoros lo oyó y lo llevó a México, y se quedó allí. Después conoció a Pérez Prado y se hizo popular. A Dámaso Pérez Prado yo lo conocí en el cabaret Kursal, era el arreglista de Cascarita. Le cobraba diez pesos por los arreglos musicales. En México se hizo millonario.

¿Usted fue muy amigo de Mongo Santamaría?

Mongo y yo nos hicimos amigos cuando él trabajaba en el correo, de cartero. Yo lo ayudaba a repartir las cartas para que terminara más rápido y así poder empezar los ensayos más temprano. Teníamos un septeto que se llamaba Apolo; Mongo era el bongosero y yo era el tresero. En ese tiempo los conjuntos no usaban congas. El primer conjunto que usó conga fue el de Arsenio Rodríguez, en 1943. Hacíamos una trasmisión de radio y después tocábamos el fin de semana. Fuimos muy amigos hasta que falleció, en 2003.

¿Trabajó con Cachao en Cuba y después en Estados Unidos?

Cuando conocí a Cachao, él y su hermano Orestes López tocaban en la orquesta La Charanga de Arcaño y sus Maravillas. Cachao tocaba el bajo. Yo tocaba el tres con el septeto Bolero. En los bailes alternábamos, él con la orquesta y yo con el septeto.

Cuando Cachao llegó a los Estados Unidos trabajamos juntos en los cabarets Habana Madrid y Liborio. También grabó conmigo en el disco Brujerías de Cándido. Después se fue a vivir para Las Vegas, y de ahí para Miami.

En esa misma época, cuando trabajaba en el cabaret Liborio, también acompañé a Olga Guillot, a Rolando Laserie y varias veces a Celia Cruz. Yo llamaba a Celia señora dos veces: señora en el escenario y señora fuera del escenario.

¿Por qué una tercera conga?

Esa idea se me ocurrió cuando empecé a ir a los conciertos de la orquesta sinfónica aquí en los Estados Unidos. Yo veía al “timpanista” tocando con tres tambores, y hacía un redoble de acuerdo con la última nota de la pieza que estaba tocando. Los tres tambores estaban afinados de acuerdo con esa nota. Ahí fue que se me ocurrió esa idea.

En 1950 introduje la tercera conga; hasta entonces eran dos. Para poder tocar la melodía me faltaba una conga. Las tres congas tienen que estar afinadas en diferentes notas cada una. Las tres congas tocan la melodía, después el ritmo y después la improvisación, que es lo que llaman “el solo de congas”.

El solo puede hacerse en el momento que uno quiera, antes de la melodía o después. En mi caso, casi siempre lo hago después de la melodía, para cerrar, acompañar la nota del final de la pieza y hacer más fuerte el último acorde.

Si pudiera tocar en Cuba, ¿con que músicos le gustaría compartir el escenario?

Me gustaría tocar con los mismos músicos, aunque ya la mayoría han muerto: Bebo Valdes, Chico O’Farril, Chano Pozo, con quien trabajé cuando se inauguró el cabaret Tropicana. El show se llamaba Congo Pantera. Chano era la estrella del show y yo estaba con la orquesta de Armandito Romeu. Yo vine para Estados Unidos en julio de 1946 y Chano llegó ese mismo año, unos meses después.

¿Quién es el músico más grande que ha dado Cuba?

Ernesto Lecuona.

¿Sigue siendo cubano después de vivir 60 años en Nueva York?

Yo digo que un cubano puede estar fuera de Cuba, pero Cuba no puede estar fuera de un cubano. Sigo comiendo mucho arroz con frijoles negros, picadillo, plátanos maduros fritos, aguacate y yuca. Aunque lleve toda la vida viviendo en Nueva York, eso no se puede olvidar.