Tuesday, July 23, 2019

Cuando la sangre casi llega al río (Hudson)


Por Enrisco

Una vez iniciada la guerra por la independencia de Cuba en 1868 la situación entre la comunidad caribeña en Nueva York se tornó especialmente interesante. E interesante —como sabe cualquiera al que le han pedido que dé su opinión sobre algo horrendo, desde una pintura abstracta hasta un dulce de berenjena con tomillo— no quiere decir algo necesariamente bueno.

A los cubanos que atendían sus negocios en la ciudad o los exiliados de intentonas anteriores se le sumó gente muy variopinta ligada a la causa independentista: intelectuales, abogados, amas de casa, hacendados siquitrillados, tabaqueros perseguidos y salvadores de la patria diversos. Todos entusiastas y exaltados. Todos —decían— legítimos y únicos representantes de su sufrida patria. Uno daba un concierto para armar una expedición, otra recogía joyas para ayudar a huérfanos y viudas de la guerra, otra para comprarle una espada ceremonial a un general recién llegado al exilio y otros vendían bonos cuyo valor aumentaría el día que la patria fuera libre.

Y pasó lo que tenía que pasar. De la sospecha mutua sobre su patriótica pureza se pasó a las acusaciones, de ahí al insulto y enseguida firme compromiso de caerse a tiros en cuanto sonara el timbre anunciando el final de la guerra. Porque ¿para qué buscarse un enemigo en España si te lo podías encontrar en la acera de enfrente? Surgieron dos bandos: aldamistas contra quesadistas que eran como los Montescos y los Capuletos pero sin historia de amor intercalada. Los primeros seguían a Miguel Aldama, figura máxima de la burguesía habanera que, al huir de la isla, asumió la representación de la República en Armas cubana desde Nueva York. Contra estos se alzaban los seguidores de Manuel de Quesada, general del Ejército Libertador designado por su cuñado y presidente de la citada república en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, representante de esta para promover expediciones armadas que reforzaran la insurgencia en Cuba. A dos cubanos con atribuciones similares les quedaba chiquita la ciudad más grande del continente una vez que decidieran acusarse de todo lo que les pasara por la cabeza. Empezando por traidores y aspirantes a tiranos: otra linda tradición cubana fundada en la isla de Manhattan y a la que hoy le hace honor la oposición de la isla.

Pueden imaginarse el resultado: el envío de las expediciones fue disminuyendo hasta que, tras el desdichado final del Virginius, se interrumpió del todo. Para entonces ya llevaba dos años en la ciudad Francisco Vicente Aguilera, vicepresidente de la República en Armas, a quien habían mandado para poner orden entre sus compatriotas. Más fácil era que lo hubieran mandado a pelear contra los españoles armado con el cuchillo de la mantequilla.

Pero por difícil que fuera su misión Aguilera intentó cumplirla. Incluso preparó varias expediciones pero nunca consiguió que llegaran a la isla. Ya hacía rato andaba apagado el entusiasmo norteamericano por la independencia cubana y el de muchos de sus compatriotas por financiar expediciones. Aguilera insistió en sus esfuerzos hasta que un cáncer en la garganta lo mató el 22 de febrero de 1877. Quien había sido uno de los hombres más ricos de su país murió pobrísimo en su apartamento del 223 West de la 30th Street entre séptima y octava avenidas. Sus funerales, en cambio, fueron de los más importantes celebrados en la ciudad: su cuerpo fue velado en la Governor’s Room del ayuntamiento de Nueva York (como antes habían hecho con el presidente Monroe) y ante él desfilaron millares de personas mientras las banderas de los edificios oficiales estaban izadas a media asta. Un año más tarde la guerra había concluido sin que Cuba consiguiera dejar de ser colonia española.    

Aparecido originalmente en Nuestra Voz.

Tuesday, July 16, 2019

A sus 104 años, la A sus 104 años, la pintora cubana Carmen Herrera expone en las calles de Nueva York*


Nueva York, 10 jul (EFE).- La artista cubana Carmen Herrera pasó desapercibida hasta hace poco más de una década, pero este miércoles ha alcanzado una nueva meta, a sus 104 años, al exhibirse un grupo de sus esculturas de gran tamaño en los jardines del Ayuntamiento de Nueva York.

"Me encanta que por fin se la esté reconociendo y que se la esté viendo como una figura artística histórica", comentó a Efe el comisario de la muestra, Daniel Palmer, del Fondo de Artes Públicas de Nueva York.

Y es que la exhibición, titulada "Estructuras Monumentales" y que está formada por cinco coloridas grandes piezas de aluminio de líneas rectas, está expuesta en pleno centro de Manhattan, a la vista de los más de ocho millones de habitantes de Nueva York, ciudad considerada el epicentro mundial del arte.

Así, apunta Palmer, se cumple uno de los grandes sueños de Herrera, llevar su obra a la gente y que puedan disfrutar de ella de manera gratuita, después de décadas de frustración en la que la cubana quedaba relegada a un segundo plano una y otra vez por el mero hecho de ser mujer.

"Los galeristas se lo dijeron claramente muchas veces, que no querían exponer su arte porque las obras de mujeres no se vendían bien", recordó el curador de la organización cultural neoyorquina.

Esta vez, cinco de sus grandes esculturas, de hasta 3,6 metros de largo, permanecerán en el Parque del Ayuntamiento de Nueva York desde este miércoles hasta el próximo 8 de noviembre, tres de las cuales se exponen por primera vez, y las otras dos sólo han sido vistas en Europa.

"Estructuras Monumentales" viene de lejos, ya que algunas de las piezas fueron concebidas y dibujadas por Herrera en los años 60 y 70, aunque la escasa atención que recibía por aquel entonces llevó a que no fueran producidas hasta hace dos años.

Un ejemplo es la obra "Pavanne", diseñada inicialmente como un dibujo en 1967 en homenaje a su hermano, que padecía de cáncer, y que sólo fue elaborada en 2017.

Situada bajo los árboles del espacio verde de Manhattan, la escultura, de un azul vivo, está formada por tres piezas que se encajan, dos en forma de "L" y una en forma de "U", separadas por un estrecho espacio que deja entrever el fondo verde que conforma el parque.

Otra de las obras destacadas de la exhibición es "Ángulo Rojo", una escultura roja en forma de "A" que recibe a los neoyorquinos en la entrada sur del recinto, y que es la primera estructura que ha diseñado la cubana en más de tres décadas, en las que se ha dedicado principalmente a la pintura.

Nacida en Cuba en 1915, Herrera se trasladó a vivir inicialmente a París después de la Segunda Guerra Mundial, donde perfeccionó su minimalismo y su abstracción geométrica, para mudarse en los años 50 a Nueva York, donde reside desde entonces.


Aunque formaba parte de la sociedad artística neoyorquina, su trabajo fue ignorado en buena parte hasta sus cerca de 90 años, y recientemente ha pasado a ser considerada como una de las figuras más importantes del movimiento abstracto y del minimalismo.

El ascenso de Herrera ha llevado a que algunas de sus obras se hayan vendido por cifras millonarias, y el pasado mes de marzo su cuadro "Blanco y Verde" alcanzó los 3,9 millones de dólares en una subasta que Sotheby's celebró en Nueva York.
El óleo, pintado entre 1966 y 1967, superó con creces las expectativas más elevadas que situaban su precio máximo en 2,8 millones de dólares.

*Tomado de Cibercuba


Sunday, July 14, 2019

El caso Padilla: crimen y castigo (recuerdos de un condenado)*

Por Manuel Díaz Martínez

El crimen

La Sección de Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), a través del que entonces era su secretario, el poeta César López, me invitó a formar parte del jurado del Premio de Poesía Julián del Casal correspondiente a 1968 por haber ganado yo ese premio el año anterior. Al aceptar supe que compartiría responsabilidades –casi inmediatamente supe que también compartiría angustias– con otros dos cubanos, José Lezama Lima y José Z. Tallet, y con dos extranjeros, el inglés J.M. Cohen y el peruano César Calvo.

Desde los primeros contactos que los integrantes del jurado tuvimos para comentarnos las lecturas que íbamos haciendo se patentizó el interés que despertaba en todos el libro titulado Fuera del juego, que concursaba con el número 31 y bajo el lema “Vivir la vida no es cruzar un campo”, que es un verso de Pasternak. Sabíamos –el anonimato en los concursos suele ser una impostura– que el autor de este libro era Heberto Padilla, como sabíamos que el otro libro que también nos interesaba, aunque menos, era de David Chericián. Lo sabíamos, en primer lugar, porque ambos autores se habían encargado de decírnoslo.

El concurso se desenvolvió en medio de las tensiones generadas por la polémica entre Lisandro Otero, en aquel momento vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, y un Heberto Padilla crítico y desafiante. Padilla deploró, en un comentario bastante agresivo publicado en El Caimán Barbudo, que el espacio dedicado por esta revista a la novela de Lisandro Otero Pasión de Urbino, que en 1964 había aspirado sin éxito al Premio Biblioteca Breve, de la editorial catalana Seix Barral, no se le hubiese dado a la de Guillermo Cabrera Infante (ya exiliado en Londres) Tres tristes tigres, que fue la ganadora de aquel premio y que el poeta de El justo tiempo humano valora muy por encima de la de Otero. En su texto, aludiendo a las nefastas consecuencias de la estatalización de la cultura en los países del Este, en algunos de los cuales había vivido, Padilla pasa de lo literario a lo político con quejas y advertencias que obligaron a los jóvenes redactores de El Caimán Barbudo a responderle en un editorial pletórico de confianza en la singularidad democrática del socialismo cubano. (¡Oh, Jesús [Díaz], de cuántas ingenuidades están hechas nuestras decepciones!).

Una mañana, avanzadas las labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba yo ocupaba en la Uneac. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde Olivo, de las Fuerzas Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las órdenes de Raúl Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se le daba el premio al libro de Padilla, considerado contrarrevolucionario por “ellos”, iba a haber graves problemas. Entre Branly y yo existía una amistad entrañable, bien conocida por Pavón, y no me cupo duda de que este había utilizado a mi amigo para trasmitirme, sin que lo pareciera, un mensaje que era toda una amenaza.

No me di por enterado. En la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros que concursaban sostuve que Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario –más bien revolucionario por crítico– y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria. Los otros miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo de Cohen, como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie tuvo que convencer a nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue tal desde el primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se produjo debate.
Heberto Padilla


Sí hubo cabildeo, en cambio, por parte de la Uneac para que no le diéramos el premio a Padilla. Guillén visitó a Lezama e intentó persuadirlo. David Chericián, por cuyo libro apostaba la Uneac como alternativa al de Padilla, fue enviado por Guillén a casa de José Zacarías Tallet para que persuadiese al viejo poeta izquierdista de lo negativo que sería para la revolución que se premiara Fuera del juego. La noche del mismo día en que Chericián lo visitó –esa noche se velaba en la funeraria de la calle Zapata el cadáver del joven escritor Javier de Varona, castigado por disidente y cuyo suicidio, según la versión policíaca, se debió a frustraciones sexuales–, Tallet me dijo que fue tanta la indignación que le produjo la visita de Chericián que, después de echar a este de su casa, telefoneó a Guillén y lo increpó por pretender coaccionarlo. El poeta y cuentista Félix Pita Rodríguez, que era el presidente de la Sección de Literatura de la Uneac, me aconsejó que desistiera de votar a Padilla. Ignoro si a Cohen y a Calvo también los presionaron. Supongo que no, por ser extranjeros.

En vista de que me resistía a servir de cuña contra Padilla (que no era servir de cuña contra un amigo, sino contra mis convicciones), el partido decidió sacarme del jurado y poner en mi lugar a alguien que cumpliera esa misión y quizás lograra, a última hora, inclinar la balanza en contra de Fuera del juego.

¿Qué hicieron los estrategas políticos para apartarme del jurado?

Meses antes, en el proceso de la llamada microfracción, como a otros individuos procedentes del disuelto Partido Socialista Popular, el Partido Comunista de Cuba, sucesor de aquel, me había sancionado, sin militar yo en sus filas y sin haber tomado parte en aquel episodio de la lucha por el poder entre estalinófilos (prosoviéticos unos, profidelistas otros). Después de un largo interrogatorio en una oficina del Comité Central, mis jueces me hallaron culpable de “debilidad política” por no haber denunciado al microfraccionario (estalinófilo prosoviético) que intentó reclutarme. Otra “debilidad política” me reprocharon: haberme manifestado públicamente en la Uneac, después de que Fidel Castro proclamara el apoyo de Cuba a la URSS, contra la invasión soviética a la Checoslovaquia reformista de Dubcek. Según la sanción, yo no podía desempeñar cargos ejecutivos ni en lo administrativo ni en lo político ni en lo militar durante tres años y debía “pasar a la producción”, es decir: ir a trabajar a una fábrica, a un taller o a una granja, que es lo que en Cuba se entiende por pasar a la producción. Se me dijo que podía recurrir ante el Buró Político, y no tardé en hacerlo. En los momentos en que se desarrollaba el concurso de la Uneac aún no se había dado una respuesta a mi apelación.

Uno o dos días antes de la fecha fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y firmaría el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió –su voz y su semblante denotaban una crispada contrariedad– que no asistiera a la reunión. “No vaya, enférmese”, me dijo. Le pregunté por qué y me respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba en nombre de la vieja amistad que nos unía. Ante mi insistencia en preguntar, añadió, impaciente: “Díaz Martínez, si usted se empeña en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo”.

En vista de que Guillén no quería o no podía ser explícito, decidí acercarme a la sede del Comité Central del partido para que me despejaran el enigma. Allí me recibió una funcionaria que trabajaba con Armando Hart en la Secretaría de Organización del PCC. Esta mujer de raza árida, en un aséptico saloncito refrigerado del Palacio de la Revolución en el que nos acompañaba un taquígrafo, me espetó nada más verme que sobre mí pesaba una sanción “ideológico-educativa” que me impedía ejercer de jurado. Le recordé que la sanción no decía nada de certámenes literarios ni hacía ninguna referencia a la cultura, y que en esos momentos ni siquiera era firme puesto que yo la había apelado y aún no se conocía el dictamen del Buró Político. Fue inútil: ella, cual esfinge electrónica, me repitió el cassette que le habían encajado y selló nuestro desencuentro fijando esta conclusión: “La sanción le prohíbe a usted ejercer cargos ejecutivos, y votar en un jurado es un acto ejecutivo”. Pensé que tomar un café con leche también es un acto ejecutivo, pero en fin… Abrumado por tan ardua cuanto alevosa aporía, mas no vencido, solicité contrito que constara en acta mi desacuerdo, y al instante, incontinente, calé el chapeo, requerí la espalda, miré al soslayo, fuime y no hubo nada. Nada más allí.

Aquella misma tarde le conté a Guillén mi aciaga visita al Comité Central. El poeta se enojó conmigo: temía que esa visita complicara las cosas y la interpretó como una prueba de que yo no confiaba en él.
Manuel Díaz Martínez, Roberto Branly, César López, José Lezama Lima, Armando Álvarez Bravo, Fayad Jamís y Onelio Jorge Cardoso

Ya yo no formaba parte del jurado de poesía de la Uneac. Para sustituirme, el Partido designó al socorrido profesor José Antonio Portuondo, que era el eterno facultativo de guardia. Me lo imaginaba sentado junto al teléfono las veinticuatro horas del día, pendiente de que lo llamaran para inaugurar un congreso, clausurar un simposio, despedir un duelo, presentar un libro, entonar un panegírico o hacer en la Uneac alguna chapuza de esas que Guillén, con más pudor y temeroso de la historia, esquivaba cuando podía. Pepé Portuondo, pues, asistió en mi lugar al coctel que Guillén, a la caída de la tarde de un fresco sábado de octubre, ofreció en su espacioso apartamento habanero a los jurados de los Premios Uneac de ese año. Alrededor de las diez de la noche de aquel día sonó en mi teléfono la voz de Lezama con su inconfundible entonación asmática: “Joven, campanas de gloria suenan: usted ha sido repuesto en el jurado”. Lezama había asistido al coctel de Guillén y oyó cuando Carlos Rafael Rodríguez, vicepresidente del Consejo de Estado, se lo comunicaba a este luego de recibir una llamada telefónica. Minutos después de Lezama, Guillén me telefoneaba para darme la noticia con carácter oficial. Mi respuesta fue pedirle que me recibiera al día siguiente, domingo, en su casa.

El domingo en la mañana le estaba diciendo yo a Guillén en su piso del edificio Someillán que no permitía que se me tratara como a un recluta: entre, salga, suba, baje… “No, Nicolás –recuerdo que le dije–, le ruego que trasmita a Armando Hart mi decisión de no regresar al jurado mientras no sea respondida mi apelación contra la condena que el partido me ha impuesto”. Y le dije más: “Me apena que a usted, que es un gran poeta universalmente reconocido, unos burócratas que olvidaremos pronto le estén dando encargos de correveidile”. Guillén dio un respingo: “¡Yo no soy un correveidile!”. “Por eso mismo, además de apenarme, me indigna”, le respondí.

El lunes, como siempre, a las nueve de la mañana estaba yo frente a mi escritorio en la Uneac. Alrededor de las diez me telefonearon de la oficina de Hart para citarme a una reunión que se efectuaría allí dos horas más tarde. Tres individuos, uno de ellos el entonces presidente del Consejo Nacional de Cultura, Eduardo Muzzio (a quien me gustaba llamar Muzziolini), me esperaban en una habitación, sentados en torno a una mesa en la que había un termo con café, una jarra de agua, tazas, vasos y unas carpetas. Los dos personajes que acompañaban a Muzzio se identificaron como funcionarios del Comité Central. Uno de ellos tenía más aspecto de agente de la Seguridad del Estado que de cuadro político: su rostro no expresaba nada y apenas abrió la boca. El interrogatorio, que mis interlocutores prefirieron llamar conversación, duró dos horas o más. De los temas que allí se abordaron, los principales fueron mi correspondencia con Severo Sarduy y la sanción “ideológico-educativa” que limitaba mis derechos civiles.

A los ojos de aquellos señores constituía otra “debilidad política” mía –y ya eran tres– el cartearme con Sarduy, a quien consideraban un tránsfuga que había traicionado a la patria quedándose en Europa después de disfrutar de una beca de la revolución. Para demostrarme que eran válidas sus sospechas de que yo también quería desertar, me mostraron una carta, interceptada por la Seguridad, en la que yo le expresaba a Severo mi deseo de salir temporalmente de Cuba y le pedía que preguntara a Claude Couffon por las gestiones que estaba haciendo para que la Sorbona me invitara a dar unas conferencias. Me comentaron asimismo otra carta que yo le había entregado en mano a Julio Cortázar, durante un desayuno con él y con el escritor cubano Gustavo Eguren en el Hotel Nacional, para que se la diera a Severo en París. No me extrañaba que violaran mis cartas, pero sí, y se lo hice saber a mis anfitriones, que me reprocharan mi correspondencia con Sarduy. Me extrañaba porque el Consejo Nacional de Cultura había invitado a exponer en el Salón de Mayo (una muestra internacional de pintura moderna que se instaló en el Pabellón Cuba, en La Habana), con pasaje de ida y vuelta pagado por el Gobierno revolucionario, al pintor Jorge Camacho, que había ido a Francia con una beca de la revolución y, al igual que Sarduy, no había regresado a Cuba.

Lo que me dijeron respecto a mi sanción fue muy divertido. Resulta ser que o yo había entendido mal o el funcionario que me la comunicó no había hecho bien su trabajo, porque cuando este me dijo que yo “pasaba a la producción” debí entender, o él debió especificarlo, que yo pasaba a la producción literaria.

De esta curiosa manera derogaron la segunda parte de la sanción, pero la primera quedó vigente: me cesaron como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba (mi sustituto fue el poeta Luis Marré, militante del Partido) y me dejaron de simple redactor. Sin embargo, y contradiciendo a la metafísica funcionaria del departamento de Hart, me pidieron que me reincorporase al jurado. Lo hice y voté por el libro de Padilla.

Por aquellos días, Armando Hart citó a los jurados extranjeros a su despacho. Les dijo que mi sanción obedecía a motivos ajenos al concurso, que no tenía nada que ver una cosa con la otra. No convenció. Uno de los presentes, Roque Dalton, se encargó de hacérselo saber allí mismo.

Después de la firma del acta y del “voto razonado” que añadimos –redactado por Lezama y por mí–, la ejecutiva de la Uneac convocó a los integrantes de los jurados a una asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el premio de poesía con Fuera del juego y en el de teatro con la obra de Antón Arrufat Los siete contra Tebas, que también fue tachada de contrarrevolucionaria. La asamblea no fue presidida por Nicolás Guillén –siguiendo el consejo que me había dado a mí, el poeta se enfermó–, sino por el suplente de oficio José Antonio Portuondo. A Félix Pita Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le tocó el papel de fiscal como Fouquier-Tinville. En una alferecía jacobina, Pita “aclaró” lo que, según el libreto que le dieron, estaba ocurriendo: “el problema, compañeras y compañeros, es que existe una conspiración de intelectuales contra la revolución”.

El castigo

Lo que existía era una conspiración del Gobierno contra la libertad de criterio. Por aquellas fechas llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los intelectuales de países del Este, sobre todo de la Unión Soviética, Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron poner sus barbas en remojo –nunca mejor dicho lo de barbas– y curarse en salud. Esto explica la desmesurada importancia que le dieron al premio de Padilla y la política que desde aquel momento empezaron a diseñar para nosotros. El prólogo que la Uneac impuso a Fuera del juego –para la mayoría, redactado por Portuondo; para algunos, por Lisandro Otero; para otros, por ambos al alimón; para todos, dictado o sancionado por los guardianes de la palabra de Castro– revela por dónde iban los tiros y por dónde irían los cañonazos. “Nuestra convicción revolucionaria”, se dice en dicho prólogo, “nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba”. Lo de siempre: el enemigo externo utilizado, a la sombra de una “convicción revolucionaria” esgrimida como ley natural o ciencia infusa, para atar en la picota a los que en algo no piensan exactamente igual que el amo de la casa. Si esto no se llama terrorismo ideológico, ya me dirá alguien qué nombre ponerle.

La Uneac honró su compromiso, expresado en la asamblea con los jurados, de publicar Fuera del juego y Los siete contra Tebas, pero no dio ni a Padilla ni a Arrufat el viaje a Moscú ni los mil pesos que completaban el premio estipulado en las bases del certamen. El poeta y el dramaturgo se quedaron in albis y en tierra y vieron cómo sus respectivos libros tuvieron una circulación casi clandestina.

Los meses que siguieron al concurso de la Uneac presagiaban tormenta.

Después de haber sido destituido como redactor jefe de La Gaceta de Cuba y poco antes de que Luis Marré me sustituyera en el cargo, fui una tarde a la que aún era mi oficina en la Uneac y me extrañó encontrar entreabierta la puerta. La empujé y el espectáculo que vi era indignante: el contenido de los archivos y de los cajones de mi escritorio estaba disperso por el suelo y pisoteado, los libros habían sido aventados en todas direcciones y la cola líquida que usábamos en la maquetación había sido vertida concienzudamente sobre los muebles y la máquina de escribir. Tardé un segundo en denunciar la tropelía al administrador de la Uneac, que ensayó la expresión de asombro más decepcionante que he visto. Nunca supe quién hizo aquello. Una sospecha tuve entonces y la tengo aún: ¿no habrán querido endilgarme un sabotaje y luego de dar el primer paso retrocedieron por sabe Dios qué?

En noviembre de aquel año, 1968, un fantasma apareció en las páginas de Verde Olivo. ¿Quién era Leopoldo Ávila? Nadie lo sabía. Aún hay conjeturas sobre la identidad del amanuense que se ocultaba tras ese seudónimo (la más insistente señala a Luis Pavón, entonces pendolista de Raúl Castro), aunque la voz que le dictaba, que es lo importante, fue reconocida en el acto como la del máximo poder. El ectoplasma en cuestión pronto hizo célebres sus ataques personales y sus monsergas doctrinarias sembradas de anatemas y con fuerte olor a proletkult y Santo Oficio. Leopoldo Ávila firmó artículos rabiosos contra Padilla, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Rogelio Llopis, Cabrera Infante… En algunas de sus diatribas no falta el anatema de homosexual. Pocas veces fue objetivo, como cuando me calificó de autor irrelevante dentro de la narrativa cubana. Su bilis fundamentalista lo desborda cuando viene a decir lo mismo de Piñera y Cabrera Infante.
El artículo de Leopoldo Ávila “Sobre algunas corrientes de la crítica y la literatura en Cuba” se publicó en Verde Olivo el 24 de noviembre de aquel año. Era la sinopsis del dogma gubernamental sobre la literatura y, en consecuencia, la horma para los escritores cubanos. En él se concretaba circunstanciadamente el impreciso apotegma cesáreo “Dentro de la revolución: todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Gracias a este artículo los escritores de la isla supimos, por fin, qué era lo que desde la ventana de Castro se veía dentro de la revolución y qué afuera. Debimos agradecer que se nos facilitara este plano de áreas minadas. A pesar del carácter programático del texto, el más pretencioso de los que nos asestó, la gaseiforme entidad predicadora hizo espacio en él para meter capirotazos nominales: “Cabrera [Infante] es un tallador de la CIA. Con Severo Sarduy y Adrián García [Hernández] trazan desde el extranjero el camino de la traición…”.

Así hablaba Zaratustra cuando llegó a La Habana la poetisa soviética Margarita Aliguer, la viuda de Alexandr Fadéiev, aquel talentoso novelista que se suicidó bajo el peso de sus remordimientos por haber colaborado, desde la presidencia de la Unión de Escritores Soviéticos, con el KGB en la destrucción de colegas suyos. En conversación que unos pocos escritores mantuvimos con ella en la Uneac confesó sin rodeos que estaba asustada con los artículos de Leopoldo Ávila, los que, según nos aseguró, ya se comentaban en Moscú. “Con artículos iguales a esos comenzaron las purgas de Stalin”, dijo.

La tensa calma que siguió al zipizape del premio, caldeada semanalmente por el fogonero de Verde Olivo –“el rayo que no cesa” le llamaba yo–, estalló en 1971 con dos incidentes que tuvieron lugar a comienzos de ese año y en los cuales se vio involucrado Heberto Padilla por su estrecha relación con los protagonistas. Uno fue el conflicto –odio a primera vista– entre las autoridades cubanas y el representante diplomático en Cuba del gobierno de Salvador Allende, el novelista Jorge Edwards, a quien esas autoridades acusaron de conspirar con Padilla contra la revolución. En marzo de aquel año Edwards se marchó de Cuba prácticamente expulsado: fue un ido de marzo. El otro incidente fue el arresto en La Habana, bajo la imputación de trabajar para la CIA, del periodista y fotógrafo francés Pierre Golendorf, quien pasaría algunos años a la sombra de los carceleros en flor antes de que lo devolvieran a las Galias.

Un día de aquel borrascoso marzo me telefoneó un reportero de la revista Cuba Internacional que se hacía pasar por amigo mío y era un soplón (trompeta en germanía habanera) que me había adosado la Seguridad. Me llamó en plan profesional –dijo que estaba haciendo una encuesta por encargo de su revista– para conocer mi opinión sobre el arresto de Heberto Padilla. Así me enteré de que a Padilla lo habían detenido aquel día junto con su mujer, la poetisa Belkis Cuza Malé. Supe luego que unos agentes les abrieron la puerta a empujones, registraron el apartamento y se los llevaron a un cuartel de la Seguridad, donde los incomunicaron. Belkis estuvo presa un par de días, y tan pronto como la soltaron fue a mi casa, que estaba a dos cuadras de la suya, y a Ofelia y a mí nos contó en detalles lo sucedido.

Abundaron los provocadores que tuvieron la esperanza de arrancarme una declaración virulenta sobre el arresto de Padilla. Para decepcionarlos acuñé una respuesta: “Opinaré cuando sepa por qué lo han detenido”. Pero no lo decían y mientras tanto la versión que circulaba era la de que Heberto estaba implicado en el asunto Golendorf. Lo cierto es, como se vio finalmente, que lo arrestaron porque se había convertido en lo que entonces estaba de moda llamar “un escritor contestatario”.

El revuelo que el arresto de Padilla provocó en el ámbito internacional fue de mayores proporciones que el que había producido el conato de censura a Fuera del juego, y para entonces ya eran muchas las voces –entre estas, las de intelectuales de nombre que habían apoyado el proceso revolucionario– que en la prensa extranjera advertían sobre la estalinización de la cultura en Cuba. Algunas de esas voces entonaron cantos de arrepentimiento después. El arrepentido más plañidero fue Julio Cortázar; sin embargo, al final de su vida desvió sus devociones hacia la Nicaragua sandinista. Viejos valedores de la revolución cubana, irremisiblemente decepcionados, rompieron para siempre con el castrismo: Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Carlos Fuentes y Jean-Paul Sartre, entre otros.

A principios de abril, la Seguridad del Estado comenzó a divulgar, impresa en cuartillas de papel de estraza, una supuesta carta de Heberto Padilla al Gobierno revolucionario. Su deprimente redacción y su grotesco contenido inducen a suponer que nuestro poeta es tan autor de esa carta como de La Divina Comedia. Pero si realmente la redactó –bajo amenaza, se entiende–, hay que felicitarlo por haberla convertido, a fuerza de hacerla nauseabunda, en una condena a sus carceleros. Solo la más demencial prepotencia, cómodamente apoyada en la enorme popularidad de que aún gozaba la revolución, pudo hacer creer a la policía política de Castro que un documento autoinculpatorio como ese, atribuido a un hombre incomunicado en un calabozo, podía probar otra cosa que no fuera la perversidad del régimen.

Días después de la aparición de la célebre carta, Padilla fue puesto en libertad y me pidió que fuera enseguida a su casa. Me dijo que esa noche iba a celebrarse un acto en la Uneac en el que él se haría una autocrítica –que resultó una ampliación de la carta– y en el que la Seguridad me daría, como a otros escritores que él debía mencionar (Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, José Yánez, Norberto Fuentes, Virgilio Piñera y Lezama), la oportunidad de “reafirmarme” como revolucionario reconociendo en público mis “errores”. Entendí que se nos pedía un sacrificio político para exonerar a la revolución de las acusaciones que le estaban lloviendo desde el exterior precisamente por el caso Padilla. Aunque con dudas cada vez más inquietantes, yo continuaba aferrado a la quimera revolucionaria y me resultaba doloroso que se cuestionara mi lealtad, por eso, en contra de la opinión de Ofelia, que no se cansó de decirme que estábamos cayendo en una trampa, acepté participar en aquel acto. Para mí el problema era que yo no sabía de qué acusarme.

Si la memoria no me falla, el acto de autocrítica se celebró en la noche del 17 de abril de 1971. La Uneac fue tomada por la Seguridad del Estado. En la puerta principal, la única que estaba abierta, un oficial y varios agentes franqueaban el paso, previa identificación, solo a las personas que habían sido citadas, cuyos nombres figuraban en una lista. Adentro, la atmósfera era densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se reducían a un leve apretón de manos o un movimiento de cabeza y una sonrisa de circunstancia, como en los velorios.

Alrededor de las 9 nos llamaron al salón de actos. Allí todo estaba a punto: las hileras de sillas, la mesa presidencial, los micrófonos, las luces y las cámaras del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos que filmarían el espectáculo bajo la dirección de Santiago Álvarez. Nicolás Guillén, que padecía una oportuna enfermedad, fue reemplazado en la presidencia –¡oh, sorpresa!– por Pepé Portuondo. Cuando todo el mundo estuvo en su sitio, se pusieron en marcha las cámaras de cine y se cerraron las puertas del salón, que quedaron custodiadas por agentes vestidos de civil.

La autocrítica de Padilla ha sido publicada, pero una cosa es leerla y otra bien distinta es haberla oído allí aquella noche. Ese momento lo he registrado como uno de los peores de mi vida. No olvido los gestos de estupor –mientras Padilla hablaba– de quienes estaban sentados cerca de mí, y mucho menos la sombra de terror que apareció en los rostros de aquellos intelectuales cubanos, jóvenes y viejos, cuando Padilla empezó a citar nombres de amigos suyos –varios estábamos de corpore insepulto— que él presentaba como virtuales enemigos de la revolución. Yo me había sentado justamente detrás de Roberto Branly. Cuando Heberto me nombró, Branly, mi buen amigo Branly, se viró convulsivamente hacia mí y me echó una mirada despavorida como si ya me llevaran a la horca.

Los presentes que, en cumplimiento de lo ordenado por la Seguridad, fuimos nombrados por Padilla –hubo nombrados ausentes, como Lezama y Virgilio Piñera– pasamos por los micrófonos tan pronto como él terminó. Cuando me llegó el turno, yo seguía sin saber qué decir. Pero hablé. Lo que dije está publicado. En medio de mi difícil improvisación, de pronto me vi culpando de todo aquello a la dirigencia política por no haber mantenido un diálogo constante con los intelectuales, diálogo en el que, según pensaba yo, se hubieran resuelto sin traumas todos los conflictos. ¿Ingenuidad? Mucha. La experiencia casi siempre llega tarde, y la mía aún estaba en camino. Lo que importa es vivir para darle tiempo a llegar.

La nota discordante de aquella noche de falsa reconciliación la dio Norberto Fuentes, quien, citado por Padilla, primero entró en el juego de la autocrítica y luego pidió otra vez la palabra para desdecirse y proclamar que era uno de los escritores más perseguidos de Cuba y que no tenía nada que reprocharse. Para muchos, Padilla incluido –yo también lo he pensado–, esta escena de Norberto Fuentes fue preparada por la policía con el fin de darle prestigio de espontaneidad a la pantomima. Sea lo que haya sido, dramaturgia o verdad, fue la única escena estimulante de aquella noche de Walpurgis.

Las Palmas de Gran Canaria, 6 de mayo de 1997.

*Tomado de El Nacional.

Nuestra Voz recibe premio ‘Publicación en español del año” de la CPA

Dominguez siendo investido miembro de la AHCE, 2018 
Nuestra Voz, la publicación que dirige el miembro de la AHCE Jorge Ignacio Domínguez recibió el Premio a la Mejor Publicación del Año que otorga la Catholic Press Association. Domínguez, quien el año pasado fue seleccionado "Director Editorial del Año", recibió en nombre del equipo que dirige un total de 8 primeros lugares y un total de 20 premios durante la Conferencia de Medios Católicos 2019 celebrada días atrás en St. Petersburg, Florida.


Las víctimas del remolcador, recordadas en Miami

Por Luis Leonel León

Más de un centenar de personas acudieron este sábado al Museo Americano de la Diáspora Cubana, en Miami, para recordar a las víctimas de uno de los más terribles acontecimientos que se conozcan en la historia de la revolución cubana: el hundimiento del remolcador 13 de Marzo, donde murieron ahogadas 37 personas, 10 menores de edad entre ellas.
En el evento se presentó la versión en inglés del libro El hundimiento del remolcador 13 de Marzo, escrito por el refugiado político Jorge García, quien perdiera a 14 familiares la madrugada del 13 de julio de 1994.
El texto narra lo ocurrido hace 25 años en aguas territoriales de la isla. “Entrevisté a los sobrevivientes, en medio de la vigilancia de la policía política pedaleé La Habana para dejar testimonio de este crimen”, recordó.

La versión en inglés de "El hundimiento del remolcador 13 de marzo" se presentó este sábado.
Para seguir leyendo pinchar aquí

Saturday, July 13, 2019

En el 25 aniversario del hundimiento del remolcador "Trece de marzo"

Por Enrique Del Risco

En la mañana del 13 de julio de 1994 la radio cubana anunciaba con una celeridad extraña cuando de noticias importantes se trata: “Zozobró embarcación robada por elementos antisociales. En la madrugada de hoy, elementos antisociales sustrajeron por la fuerza una embarcación del puerto de La Habana con el fin de abandonar ilegalmente el país”. En los días siguientes la propaganda oficial se enfocó en los términos “robo”, “antisociales”, “naufragio”. A la semana del hundimiento del remolcador “Trece de Marzo” en un noticiero televisivo presentaron a uno de los sobrevivientes declarando que los únicos culpables del naufragio de la nave era eran él y los que lo acompañaron en la fuga al escapar en una embarcación demasiado vieja como para resistir la navegación en alta mar.


Ya para entonces radio Martí llevaba días difundiendo declaraciones de sobrevivientes que se habían comunicado por teléfono desde La Habana. Gracias a eso supimos que de las 72 personas que viajaban en el “Trece de Marzo” se habían ahogado treinta y siete, diez de las cuales eran niños entre seis meses y doce años de edad. Que los que huían no eran antisociales sino trabajadores del puerto. Que precisamente ellos en los meses previos se habían encargado de reparar y poner a punto la embarcación. Y que el remolcador había sido hundido intencionalmente por cuatro naves que estaban esperándolo a la salida de la bahía y tras perseguirlo embistieron al “Trece de Marzo” y les lanzaron chorros de agua para hundirlo.


La más detallada información oficial sobre el hundimiento del “Trece de Marzo” la dio Fidel Castro en persona. Ya el hecho era suficientemente escandaloso como para que no bastaran las versiones de los amanuenses de turno. En la suya Fidel presentaba a un grupo de obreros del puerto que en su afán por recuperar su instrumento de trabajo -el remolcador- chocan accidentalmente con el remolcador y lo hunden. No menciona los chorros de agua, reconocidos en una versión oficial anterior y justifica a los responsables directos del hundimiento diciendo: “El comportamiento de los obreros fue ejemplar porque trataron de que no les robaran su barco”. Descarta cualquier posibilidad de enjuiciarlos por la muerte de casi cuatro decenas de personas diciendo “¿Qué les vamos a decir ahora? ¿Que dejen que les roben los barcos, sus medios de trabajo? ¿Qué vamos a hacer con esos trabajadores que no querían que les robaran su barco, que hicieron un esfuerzo verdaderamente patriótico, pudiéramos decir, para que no les robaran el barco? ¿Qué les vamos a decir?”.  


Fidel Castro pudo desentenderse de los que hundieron el remolcador, cuestionar su decision de perseguirlo. Pudo incluso haber simulado un juicio y un castigo. Pero con ello habría anulado el objetivo principal del hundimiento del remolcador: advertirle a todos los cubanos de lo que les esperaba si insistían en escaparse de la isla.


La versión de Fidel Castro terminaba confirmando, aunque sea indirectamente, la de los sobrevivientes. Todo el que conozca el funcionamiento de Cuba sabe lo impensable que resulta que un grupo de trabajadores del Estado asuman la iniciativa de tomar cuatro barcos del Estado para perseguir otro en fuga. Que de ser sorprendidos durante el asedio al barco prófugo su mayor preocupación consistiría en demostrar que no intentaban escapar junto al remolcador.


Los detalles mencionados en todas las versiones, oficiales o no, hacen pensar que todo sucedió más o menos así: alertado de que un buen grupo de personas tenía un plan para escapar de la isla usando un remolcador del puerto de La Habana Fidel Castro en persona decide poner en marcha un plan. No se trataba de detener a las 72 personas mientras abordaban la embarcación. Ni luego, mientras salían de la bahía. Se trataba de hundirlos en alta mar con discreción suficiente como para que pareciera un accidente aunque no tanta sutileza como para que el resto de los cubanos no captaran la advertencia: A partir de entonces no habría contemplaciones con nadie ni se detendrían ni ante mujeres o niños.


Pero para llevar a cabo el plan no usarían a las tropas guardacostas, que serían la opción más lógica, sino a los trabajadores del puerto. Para que pareciera una acción de la clase obrera en defensa de los intereses. Fidel Castro tenía debilidad porque sus actos represivos parecieran iniciativa espontánea del pueblo. Ese mismo pueblo al que había privado de toda capacidad para tomar sus propias iniciativas políticas. Había empleado esa táctica incontables veces antes del hundimiento del remolcador y también después. Como al crear las llamadas Brigadas de Respuesta Rápida, supuesta organización popular espontánea destinada a reprimir a la oposición. O al usar un contingente de obreros de la construcción en labores represivas cuando en realidad disfrazaba a la policía secreta de constructores para repartir golpes a nombre del pueblo trabajador. Tal recurso puede parecer ridículo pero al menos para el que tenga suficientes deseos de creérselo, funciona.


Por eso quien quiera que haya organizado la operación (y algo de esa envergadura en aquellos días solo podía tener un nombre) debió hacer apostar los barcos en las afueras de la bahía. Para que todo ocurriera en alta mar, sin testigos ni sobrevivientes. Eso explica que no se detuvieran cuando las mujeres les mostraron que viajan con niños. O que no les bastara con embestir el barco o dispararle con cañones de agua y que incluso una vez hundido el remolcador los barcos atacantes dieran vueltas alrededor de los sobrevivientes para terminarlos de ahogar. De acuerdo con estos solo fueron rescatados por un barco guardacostas que apareció milagrosamente al aproximarse un barco mercante al lugar del hundimiento.


Un crimen perfecto. Al menos si en tu idea de la perfección encaja la muerte de casi cuarenta personas y, entre ellas, diez niños.

Friday, July 12, 2019

El archivo de Felipe González, ahora online


En Clarín, el diario argentino dan cuenta de la apertura para su consulta online del archivo del ex-presidente de gobierno español Felipe González, en el cual se encuentra entre otras su correspondencia con el dictador Fidel Castro:

Felipe González llegó al poder en España, al frente del Partido Socialista, en 1982, siete años después de la muerte del dictador Franco, y dejó el Gobierno en manos de la derecha de José María Aznar en 1996. En ese tiempo en que ejerció, casi siempre con mayoría absoluta, de presidente del Gobierno, el abogado andaluz que en la clandestinidad se llamó Isidoro, tejió una enorme red de contactos, con mandatarios extranjeros, con políticos españoles y con ciudadanos del común, que se registra en una correspondencia casi infinita que desde esta mañana se puede consultar en la web de su fundación. Entre esas cartas hay una manuscrita de Fidel Castro, que le rogaba a Felipe que no estuviera molesto con él por unas declaraciones que obviaban la prudencia. Él creía que el presidente español le habría perdonado aplicando una virtud de la gracia andaluza…


Wednesday, July 10, 2019

El día D de la Revolución cubana


Por Vicente Morín Aguado

La huida del dictador Fulgencio Batista, al amanecer el primero de enero de 1959, es señalada como triunfo de la Revolución Cubana, sin embargo, el proceso revolucionario caracterizado por la implantación de un sistema totalitario socialista de corte soviético se inició 38 días después, entonces pues, nació verdaderamente ese cambio radical que hasta hoy hace historia.
 Comenzando el segundo mes de aquel año, después de varias madrugadas de febril ajetreo entre lápices, folios y pistolas, a escondidas en una casa de La Habana, ciertos doctores y milicianos terminaron la redacción final de un documento cuyo título no ha sido debidamente valorado en su dimensión fundacional: “Ley Fundamental de 1959”.
Publicada en la Gaceta Oficial de la República de Cuba el 7 de febrero, bajo la firma autenticadora del abogado Dr. Luis M. Buch, Secretario del Consejo de Ministros, merecen destacarse las siguientes 18 palabras:
Título Noveno.
Del Poder
Sección Primera
Artículo 119.- El Poder Legislativo se ejerce por el Consejo de Ministros.
Los menos familiarizados con la república que dejaba de existir deben saber que dos días después de la huida del tirano, en Santiago de Cuba, ante la mirada aprobatoria de Fidel Castro, asumieron sus cargos de Presidente y Primer Ministro los Dres. Manuel Urrutia Lleó y José Miró Cardona respectivamente.
Al menos en lo formal teníamos gobierno civil, siguiendo los cauces de la Constitución de 1940, suspendida desde el 10 de marzo de 1952 cuando el General Batista, exhibiendo unos viejos tanques de guerra fabricados en los Estados Unidos, asumió la magistratura superior del estado.
La breve escena constitucional dirigida por el auto titulado Comandante en Jefe del Ejército Rebelde había durado un mes y días. No cuadraba con los planes del enérgico guerrillero de 32 años aquel liderazgo que formalmente había autorizado a dos civiles ajenos a la Sierra Maestra, mientras crecía su ya enorme popularidad, asegurada por la fidelidad casi absoluta de un ejército mayormente formado por campesinos y demás trabajadores humildes, absolutamente lejos de cualquier entramado legal.
Hasta entonces, en la historia de Cuba poco habían ganado los pobres con las leyes. Les bastaba con su Jefe, por cierto, también doctor universitario, pero de fusil al hombro, botas y uniforme verde olivo. Para mandar él solo. Y lo hizo.
Lo hizo con celeridad, apenas guardando la discreción mínima requerida para un acto trascendente: no se conoce en la historia del mundo occidental la ejecución tan rápida como expedita, sin formalidades jurídicas, de una reforma constitucional sencilla y profunda, que dejó libre el camino para cambiar radicalmente los destinos de una nación.
Desde aquel 7 de febrero bastaban dos tercios de un Consejo de Ministros designados por el propio Comandante para imponer una nueva ley. Con tal poder legislativo vivimos 17 años de provisionalidad gubernamental, otro registro asombroso para la historia hemisférica, hasta la promulgación por referendo de la Constitución Socialista de 1976.
El mencionado Dr. Buch, miembro del primer gabinete “revolucionario”, recuerda el modus operandi de sus acólitos, debatiendo cual sui-géneris asamblea constituyente, en secreto, una nueva versión de la formalmente acatada Constitución de 1940.
Se cocinaba la ascensión de Fidel Castro a la jefatura del estado, paso indispensable para comenzar a freír el plato fuerte: una revolución socialista.    
Luis Buch
 Una madrugada, al terminar la sesión del Consejo de Ministros, miembros de este que pertenecían al M-26-7 (Armando Hart, Faustino Pérez, Enrique Oltuski y Julio Camacho) localizaron al Jefe de la Revolución, en el hotel Habana Hilton (hoy Habana Libre), pero como el lugar donde estaban no era el más apropiado para hablar del tema, Fidel planteó: "Bueno, vamos a reunirnos para discutir todo esto. ¿Dónde nos reunimos?" Oltuski propuso su casa, en las márgenes del río Almendares. Localizaron a varios compañeros, entre ellos a mí, y allí se reunió la dirección del M-26-7. Esa fue la primera y más importante reunión después del triunfo revolucionario, en la que se hizo un análisis político y social de la nación.” (Citamos a Buch de Gobierno revolucionario cubano: génesis y primeros pasos. Reproducido en Cubadebate. Referencia a “Fidel, soldado de las ideas”.)
(M-26-7 era el Movimiento 26 de Julio, organización fundada por Fidel Castro al salir amnistiado de la prisión de Isla de Pinos en mayo de 1955)
El Comandante aceptó asumir los plenos poderes de la nación, pero había un obstáculo legal: La nueva Ley Fundamental copió textualmente el artículo 154 de la moribunda constitución, que planteaba 35 años como edad mínima para ser Presidente. Sin embargo, bastaban 30 tratándose del Primer Ministro.
Fidel contaba con 32 años de edad. ¿Sería un premier subordinado al Jefe de Estado? Por supuesto que NO. Sigue contando Buch:
“Antes de comenzar la sesión de ese día, se analizó el requisito planteado por Fidel para desempeñar el cargo de Primer Ministro. Esto dio lugar a un amplio debate. Buscamos la fórmula para modificar el artículo 146 de la Ley Fundamental, cuya redacción era igual al artículo 154 de la Constitución de 1940. Su texto expresaba: "El Primer Ministro representará la política general del Gobierno".
“El artículo 146 quedó redactado de la forma siguiente: "Corresponderá al Primer Ministro dirigir la política general del Gobierno, despachar con el Presidente de la República los asuntos administrativos, y acompañado de los ministros, los propios de los respectivos departamentos".
No es lo mismo 'representar' que 'dirigir'. Aclara el Dr. Secretario del gabinete en funciones.
Así las cosas, desde la casa del Ministro Oltuski, al amanecer del 13 de febrero, el asunto estaba resuelto, tres días después Fidel Alejandro Castro Ruz asumió el premierato, convertido en Jefe de Estado.
Fidel Castro asume el cargo de Primer Ministro
Lo que siguió fue un acelerado dictar de leyes revolucionarias, entre ellas la estatización de todas las propiedades extranjeras, de los bancos, de la industria nacional, de la tierra mediante dos leyes de reforma agraria y, finalmente, hasta de los humildes puestos de venta de frituras que calmaban hambre y sed a los transeúntes de las siempre agitadas urbanizaciones del país.
¿Proceder genial de un iluminado estadista? La paradoja es que el contubernio poderhabiente de tales prácticas jurídicas no precisó usar su imaginación, calcó la ejecutoria del dictador a quien acababan de destronar. Existe una prueba contundente: La Historia me absolverá, alegato de Fidel Castro en el juicio seguido contra su persona, el 16 de octubre de 1953, consecuencia del ataque armado a la segunda fortaleza militar del país, el  Cuartel Moncada de Santiago de Cuba.
Al ejercer su auto defensa, el joven líder revolucionario enarboló en primer término una verdad jurídica: el derecho del pueblo a la resistencia frente a un gobierno que ha usurpado la soberanía popular, aplastando la constitución.
Cierto, El General Fulgencio Batista Zaldívar, erigido Presidente de la República desde el 10 de marzo de 1952, publicó un mes más tarde los llamados “Estatutos Constitucionales”. En su discurso, programa fundacional de la futura revolución fidelista, se denunciaba con pasión y fundamento:
“Los 'Estatutos' no llenan ninguno de estos requisitos. Primeramente encierran una contradicción monstruosa, descarada y cínica en lo más esencial, que es lo referente a la integración de la República y el principio de la soberanía. El artículo 1 dice: 'Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como República democrática'… El Presidente de la República será designado por el Consejo de Ministros.”
Continúa razonando Fidel:
¿Y quién elige el Consejo de Ministros? El artículo 120, inciso 13: “Corresponde al Presidente nombrar y renovar libremente a los ministros, sustituyéndolos en las oportunidades que proceda.” ¿Quién elige a quién por fin? ¿No es éste el clásico problema del huevo y la gallina que nadie ha resuelto todavía?”
Podría ser suficiente, pero hay otros elementos que al cabo de tantos años habrán de asombrar a las nuevas generaciones, y por qué no, a muchos lectores entrados en años, pues bien se ha encargado el aparato omnipotente de propaganda partidista de enrarecer los estudios sobre el capítulo histórico que venimos comentando.
Párrafos abajo, quien posteriormente encabezaría el movimiento anti batistiano precisa:
“Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros.” Aquí la burla llegó al colmo. No es sólo que hayan ejercido la soberanía para imponer al pueblo una Constitución sin contar con su consentimiento y elegir un gobierno que concentra en sus manos todos los poderes, sino que por el artículo 257 hacen suyo definitivamente el atributo más esencial de la soberanía que es la facultad de reformar la ley suprema y fundamental de la nación.”
Los textos hasta ahora citados son parte íntegra de los documentos a los que se hace referencia. Cualquier coincidencia con hechos y personajes de la realidad NO ES SIMPLE COINCIDENCIA, ES LA VERDAD HISTORICA.
Ante lo inexorable del juicio impuesto por el tiempo, primero unas palabras del protagonista principal. Corresponden a un día de esos que están en la historia no por manida expresión de los cronistas, fue el 16 de abril de 1961:
"Compañeros obreros y campesinos -dijo Fidel- esta es la revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes".
“Eso es lo que no pueden perdonarnos, que estemos ahí en sus narices, ¡y que hayamos hecho una Revolución Socialista en las propias narices de los Estados Unidos!… Esa Revolución no la defendemos con mercenarios, esa Revolución la defendemos con los hombres y las mujeres del pueblo”.
El ya Primer Ministro, de hecho Jefe de Gobierno, en la esquina habanera de 23 y 12, con el cementerio de la ciudad de fondo, despedía el duelo de quiénes el día anterior fueron víctimas de un bombardeo a bases aéreas cubanas, ejecutado por aviones pilotados por contrarrevolucionarios cubanos, armados y entrenados por el gobierno de los Estados Unidos.
Desde ese día no nos abandonan estos conceptos:
Socialismo es eternidad.  Imperialismo, el enemigo mayor, igual a Los Estados Unidos. Todos los opositores son mercenarios.
Y nos acompaña el ícono del Che Guevara, fotografiado por Korda en la tribuna de ese día, hecho millones de copias, equivalentes a dólares; operación mercantil de dudosa imagen revolucionaria.
Redondeando 60 años, se impone un examen de la Cuba que sobrevivió a la revolución inventada por un grupo de conspiradores durante varias madrugadas de insomnio en una casa de La Habana.
¿Valió la pena el artificio?

Vicente Morín Aguado
La Habana, 25 de junio de 2019