Monday, February 27, 2023

De las armas y las letras IX

 Por Guillermo A. Belt

El 30 de marzo de 1894, Enrique Loynaz del Castillo llega a la bahía de Nuevitas a bordo del “Alert”. El vapor noruego lleva los seis carros destinados al Ferrocarril Urbano de Puerto Príncipe, bajo cuyos asientos van escondidos 200 fusiles Remington y 48,000 balas "porque dos mil no cupieron". El autor de Memorias de la guerra nos explica: “Yo tuve que ir con el armamento para vigilar su manipulación, que no fuera el enorme peso a aflojar los chasis de los carros.”

 El joven Loynaz supervisa la descarga, superando algunos tropiezos. En esta tarea estaba cuando se le acerca un alto caballero en uniforme militar que resultó ser el comandante de Nuevitas. El militar español lo felicita “por este éxito maravilloso de sus progresistas esfuerzos” y, por si fuera poco, lo invita a almorzar y le ofrece su ayuda. Loynaz le toma la palabra y logra que ese mismo día se despache toda su carga por tren a Puerto Príncipe.

Allí se encuentra con el Dr. Emilio Luaces,

Coronel de la Guerra del 68, presidente de un secreto club revolucionario, y tenido como patriota valeroso y hombre de toda discreción. Por estas altas cualidades fue a él a quien Martí me encargó confiar el armamento para su traslación del paradero del ferrocarril a algún lugar seguro del campo – ‘cuando ya estén trasladadas al campo las armas, entonces, y no antes, avisará al Marqués para que aconseje e intervenga en su distribución.’ Esta era, literalmente, la orden de Martí.

El Dr. Luaces, al enterarse del armamento, manifiesta su inconformidad con la decisión de Martí de enviar los fusiles y el parque sin previo acuerdo con él. No obstante la protesta, le asegura a Loynaz que hará los arreglos para trasladar el armamento al depósito arrendado para los tranvías, “y enseguida a una finca.” Alentado por estas seguridades, Loynaz visita al marqués de Santa Lucía y le pide que no salga para su finca al día siguiente, como pensaba hacer: “No, marqués, no se vaya; tengo algo importante para usted y de orden de Martí debo esperar unos tres días para comunicárselo.”

Loynaz comienza a alarmarse cuando se encuentra casualmente con el hijo de Luaces, quien le dice: “¡Chico, en qué compromiso has metido a papá. Está loco con el encargo que le has traído, sin consultarlo!” Visita al Dr. Luaces, le reprocha la indiscreción, y recibe nuevas seguridades. Pero al cabo de tres días y ante la falta de acción por Luaces, decide pedirle a su padre que se encargue de trasladar los carros al depósito del futuro tranvía, sin revelarle el contenido, de nuevo cumpliendo las estrictas instrucciones de Martí.

El padre de Loynaz procuró largueros de madera para tenderlos en la calle y conducir los carros sobre ellos pero no llegó a completar estos preparativos.

En la madrugada del 2 de Abril de 1894 mi padre me despertó sobresaltado. “Vístete pronto, que vendrán a prenderte. El armamento que a mí me has ocultado, indebidamente, está en manos de los españoles, por la traición del hombre en quien confiaste, de ese Luaces, el mismo manipulador del Zanjón.”

Elpidio Marín, amigo de los Loynaz, llega con noticias completas. Luaces y otro cubano, puestos de acuerdo, ofrecen al general Gasco, Gobernador de Camagüey, la entrega de las armas. Al hacerlo, según Marín, piden al gobernador que no se sacrificara la vida del joven Loynaz, a quien presentaron como alguien engañado por Martí. El gobernador accede en aplazar hasta la mañana siguiente la persecución del introductor del armamento.

Los Loynaz, padre e hijo, armados, toman el tren rumbo a Nuevitas.

Casi llegando a Nuevitas nos apeamos del tren y fuimos en busca de uno de mis mejores amigos, Rosendo López Calleja. Este me hizo cambiar de ropa, poniéndome una de carbonero y trajo al botero Juan Villadamigo para que me acompañara al muelle y me sacara en su bote mar afuera, en espera de la goleta de Pancho Vargas, que hacía periódicos viajes a Nassau. Pancho Vargas era el amigo y compañero de mi padre en el “Galvanic”.

Así lo hace Villadamigo, y cuando comenzaba a oscurecer llegan a Punta de Prácticos, a la entrada de la bahía, y se ocultan en una casa abandonada. Al día siguiente, tras una caminata de tres horas, se encuentran con el bandolero llamado Coco, a quien el padre de Loynaz había llevado en su goleta, años antes, a curarse en Nassau sin cobrarle por la travesía. Coco conduce a Loynaz a “un lugar donde cinco bandoleros armados me dieron la bienvenida más calurosa y me acompañaron como mi escolta personal.”

Loynaz le avisa al hijo fugitivo de un cambio de planes. Ha hecho arreglos con el capitán del vapor alemán “Amrum”, que pasaría por Punta de Prácticos al anochecer del día siguiente, para recogerlo y llevarlo a Nueva York, “donde yo pagaría este servicio”.

A la caída de la tarde estábamos en el bote Villadamigo y yo con nuestros cinco escoltas, interceptando la ruta del “Amrum”. Tocó éste los cinco pitazos anunciados por mi padre, arrió la escala y a ella nos sujetamos…Entonces subí, me despedí con abrazos y con dolor de Juan Villadamigo y mis buenos compañeros de una semana insurrecta, y me dirigí al camarote que me fue señalado.

El 15 de abril Enrique Loynaz del Castillo está en Nueva York. Poco tardaría en abrazarse de nuevo con Martí, quien le brinda estas palabras de consuelo, transcritas en Memorias de la guerra.

Nada se ha perdido. Se ha ganado mucho. Esas armas las repone el Partido Revolucionario en cualquier hora y lugar convenientes. Lo ganado excede a cuanto usted puede imaginar: la propaganda hecha vale diez veces el costo de esas armas.

Thursday, February 23, 2023

De las armas y las letras VIII

 Por Guillermo A. Belt

 

Mas nada existe tan tenaz como la romántica pasión de la libertad.

Enrique Loynaz del Castillo

 

 



“Con el producto de nuevas comisiones de seguros” Enrique Loynaz del Castillo regresa a Camagüey para ver a sus padres y hermanos después de dos años de ausencia. Instala la oficina de la compañía de seguros que representa “en la calle de San Francisco frente a la Iglesia Mayor, y ese fue el centro de tertulia de los jóvenes más destacados por sus ideas revolucionarias…”

Loynaz no se limita a participar en tertulias. Aprovecha la procesión de la Virgen del Rosario, presidida por el Gobernador Arias con aparatoso desfile militar, para colocar “una gran bandera cubana de seda”, regalo de una sobrina del general Manuel de Quesada y Loynaz, primer Comandante en Jefe del Ejército Libertador, en las rejas de la ventana de su cuarto en el hotel Gran Oriente. Al día siguiente es detenido y llevado a la presencia del gobernador, quien lo amonesta y amenaza con graves consecuencias si no cesa en sus actividades, incluyendo la publicación de lo que Arias llamó un periodiquito.

Se refería al semanario El Guajiro, donde el marqués de Santa Lucía escribía la sección histórica, y Loynaz los editoriales, por tres de los cuales había sido multado. Tampoco se limita Loynaz a escribir en favor del establecimiento de la República de Cuba. En “la pascua de 1892” organiza con sus amigos un paseo a caballo a la sierra de Cubitas. “Dos docenas de jóvenes, uniformados de dril crudo y sombreros de yarey, revólver en el bolsillo y machete al cinto, desfilaron a caballo por las principales calles de la ciudad.” Al pasar frente al cuartel de caballería, uno de los jóvenes jinetes da el toque insurrecto a degüello. Loynaz saca su bandera de Cuba y la enarbola en su machete mientras todos gritan ¡Viva Cuba Libre1

En Memorias de la guerra su autor reconoce la tolerancia de las autoridades españolas en aquellas fechas:

Eran, en verdad, tolerantes las autoridades españolas con la sociedad camagüeyana. En el parque de la ciudad no podían entrar soldados españoles; los que alguna vez se atrevieron fueron batidos a bastonazos por aquella recia juventud. En las calles cantábamos los himnos insurrectos.

El fervor revolucionario de la juventud, tan compartido y bien narrado por Loynaz del Castillo, se ve atemperado por la prudencia de Martí:

Pero Martí quería la guerra que no fuera mera aventura heroica, sino la destinada por su preparación y concierto, y sus vastos recursos, a resolver definitivamente con la victoria, la Independencia de Cuba.

El país aprendió a esperar.

En 1893, Loynaz del Castillo decide emprender la construcción de un tranvía urbano, “ya muy necesario en el Camagüey. Además tal empresa ofrecería oportunidades de nuevos viajes a Nueva York y acuerdos eficaces con Martí, a quien adelanté la oferta del vapor en que necesariamente se traerían los materiales para la inclusión posible de armamento.”

La romántica pasión de la libertad continúa viva, y Loynaz aprende a esperar, pero sólo a medias. Viaja a Nueva York para comprar en subasta pública seis carros y material de vía férrea. Lo primero que hace al desembarcar es visitar a Martí en la casa de la calle 44 donde vivía.

Le describí el estado de ánimo del Camagüey, la decisión de la juventud de lanzarse a la Revolución si recibía armamento; que contra el desaliento de algunos viejos veteranos se alzaba el ejemplo conmovedor del marqués de Santa Lucía, firme como en los días precursores del 68, a la cabeza de un gran movimiento espiritual hacia la guerra. Cité nombres, señalé hechos.

Con fondos de la sociedad anónima creada por él y de la que es el principal accionista, Loynaz logra comprar seis carros y varios kilómetros de vía férrea, fleta un vapor noruego para llevarlo todo a Nuevitas, y acuerda con Martí ocultar 200 fusiles Remington y 50,000 balas bajo los asientos de los carros del tranvía. Durante la noche y madrugada del 19 de marzo de 1894, luego de felicitar a Martí por el día de San José, Enrique Loynaz del Castillo y el agente de ventas de la casa Remington guardan los fusiles, envueltos en frazadas, y las balas empacadas con aserrín, en todos los espacios disponibles bajo los asientos.

A las cuatro de la madrugada regresa Loynaz a la casa de Martí para informarle el resultado de sus labores, como este había solicitado. “Ahí estaba él junto a la luz de la alta ventana de la calle 44. ‘Este es – dijo – el mejor mensaje de felicitación.’ Luego me dio las instrucciones precisas para la disposición del armamento.”

En el capítulo siguiente veremos lo sucedido en Camagüey y sus consecuencias para el joven apasionado por la libertad, quien a los 22 años llevaba a cabo una misión muy peligrosa como parte de los preparativos para la guerra que comenzaría en 1895.

Tuesday, February 21, 2023

De las armas y las letras VII

 Por Guillermo A. Belt



Honda emoción sintió mi padre al volver a los mares surcados en su juventud al mando del “Galvanic”. Vivían muchos de los amigos que lo despidieron para la guerra, hacía veintiún años…En la mañana del 4 de abril de 1890 la goleta “Sarah Douglas”, con sólo tres días de navegación desde Nassau, avistaba la torre de Maternillo y entraba por las tranquilas aguas del canal y el puerto de Nuevitas.

 Enrique Loynaz y Arteaga decide regresar con su familia al Camagüey – así la nombra siempre el autor de Memorias de la guerra – tras su largo exilio y con la esperanza de encontrar algunas fincas sobrevivientes de las propiedades de la abuela materna del joven Loynaz, casi todas desaparecidas en las llamas de la Guerra Grande. Viajan en goleta de Puerto Plata a Nassau, y al cabo de un mes hacen la travesía descrita en el párrafo anterior.

En “la ciudad de Agramonte, la de Francisco Sánchez, la de Ángel Castillo, la de Joaquín de Agüero, la del Marqués de Santa Lucía, la de los Boza, los Quesada, los Varona, los Betancourt y del Lugareño”, en “el solar de las proezas inmortales”, el joven se reencuentra con el abuelo don Martín del Castillo, muy anciano. Hace un paseo al campo, obsequio del abuelo, del cual regresa a la ciudad “con juicio nuevo, injertado en mis diecinueve años” al comprender la importancia del “estudio y contacto del campo, base de la economía del país.”

A pesar de los numerosos atractivos de la vida en Camagüey, el joven Loynaz tiene mucha dificultad para conseguir trabajo. Decide regresar a la República Dominicana, esta vez a Montecristi, centro comercial muy activo. Allí, con la ayuda del patriota Joaquín Montesino obtiene la plaza de profesor en el Instituto de Segunda Enseñanza. Trabaja además como tenedor de libros en un comercio local.

Me esperaba en Montecristi la dicha de volver a disfrutar de la presencia y el afecto de gloriosos libertadores de Cuba: Máximo Gómez, Serafín Sánchez, Francisco Carrillo. En la casa de Serafín, animada por la gentileza delicada y acogedora de Pepa – su bellísima esposa – nos reuníamos todas las noches, trasladadas las sillas al aire libre de la calle.

El tema de las reuniones era, por supuesto, “las cosas de Cuba”. Llevaba Loynaz del Castillo un año en las “tranquilas labores del maestro y tenedor de libros”. Había creado un núcleo de magníficos discípulos, entre los cuales sobresalía Panchito Gómez Toro, junto con sus hermanos Máximo y Urbano, hijos de Máximo Gómez. Pero el éxito no calmaba su ansia de viajar a Nueva York para conocer a José Martí, “y presentarle la mísera pero cordial oferta de mi adhesión.”

Un amigo de su padre ofrece al joven Loynaz un empleo como agente viajero de seguros. Acepta entusiasmado y pronto está viajando a ciudades dominicanas – Santiago de los Caballeros, Moca, La Vega. En su recorrido vendiendo seguros no podía faltar Puerto Plata, donde “obtuve copiosos seguros” así como una carta de presentación de su tío Diego para el Presidente Heureaux, quien lo recibe de inmediato a su llegada a Santo Domingo. Invitado por el presidente asiste a una fiesta de gala donde vende más seguros. “Favorecido por nuevas comisiones determiné ir a cobrarlas en Nueva York, más que por otra causa por presentarme a Martí, meta de mis revolucionarios ensueños.”

Una fría mañana de noviembre de 1891 el vapor que conducía desde la inmensa bahía de Samaná, en la República Dominicana, un grupo heterogéneo de viajeros … deslizábase en las tranquilas aguas de la fantástica bahía de Nueva York. Delante, entre brumas, la gigantesca estatua de la Libertad y en el erguido brazo la antorcha triunfal de los derechos del hombre.

Loynaz del Castillo se hospeda “en la casa de Mrs. Mayorga – 55 Concord en Brooklyn - en el mismo cuarto ocupado por los generales Serafín Sánchez y Francisco Carrillo.” A la mañana siguiente, nos cuenta el autor: “Tanto supliqué a mis generales, que a poco tomábamos el elevado, cruzábamos el gran puente y llegábamos a la casa de 120 Front St., cuyo tercer piso lo ocupaba la oficina del Apóstol de la Revolución.”

 Salvo algunos detalles de menor importancia, esta es la escena descrita por el autor de Memorias de la guerra.

 ¡Apenas anunciados los nombres de los dos próceres de Cuba, apareció, con los brazos abiertos, José Martí! A mí me latía intensamente el corazón.

‘Martí, aquí le traemos el más ferviente de sus admiradores: este muchacho de familia camagüeyana que dio mucha sangre a Cuba. El lleva hasta la locura la pasión de la Patria.’

Pasamos a la sala. Notables escritores de nuestra América española hacían tertulia al calor de la estufa llameante. Una gran escritora americana, Elena Hunt Jackson, la genial autora de Ramona – que Martí tradujo embelleciéndola – acompañaba a los latinos…

Al terminar nuestra larga visita ya Martí nos había regalado, con amable dedicatoria, sus últimos libros. En el de Ramona había escrito: ’A Enrique Loynaz, que amará con su alma tierna y fogosa, a mi pobre Alejandro.’

Y viendo empolvado mi sobretodo tomó un cepillo, y con esmero lo sacudió. Y antes que pudiera impedirlo, ¡había también sacudido el polvo de mis zapatos!

Otras visitas a Martí le esperaban al joven de patriótica familia camagüeyana. Y otras aventuras en su solar de las proezas inmortales.

 

 

Friday, February 17, 2023

De las armas y las letras VI


Por Guillermo A. Belt

Diego Loynaz y Arteaga, tío del adolescente Loynaz del Castillo, era dueño de una importante casa de comercio en Puerto Plata y un personaje muy respetable. “Era el árbitro obligado de todos los litigios de los comerciantes, los que jamás acudían a los tribunales, y obedecían sus decisiones, siempre justas.” Diego invita a su hermano Enrique a regresar a la ciudad, con toda su familia, y los aloja en su casa. Mientras que su padre establece una tienda en el puerto de Blanco, a ocho leguas, el joven Enrique, con dieciséis años, encuentra trabajo en el almacén de su tío.

¡Y qué trabajo! A las cuatro de la madrugada me levantaba para un baño en la playa inmediata: en la famosa poza del Castillo. De regreso hacía el café, y me desayunaba. A las seis estaba abriendo las puertas del almacén, frente a la calle Beler, a media cuadra del puerto. Barría la oficina, mientras el peón hacía lo mismo en el almacén; ponía en orden el escritorio, abría la Caja y empezaba los asientos del libro de Facturas. Desde la ocho ya no se podía hacer otra cosa que atender a la numerosa clientela, y volver por la tarde hasta las seis. Los sábados eran destinados al cobro de los vencimientos de la semana.

Durante el almuerzo el joven Loynaz rendía cuentas al tío, intentando contestar “el bombardeo de preguntas”: ventas hechas al contado y a plazos, pagos recibidos, facturas por cobrar, existencias en el almacén y en las casas rivales. “Yo tenía aquella lista de respuestas, sobre la servilleta, por si en algún caso me fallara la memoria.” Todo esto era gratis al principio, remunerado luego con quince pesos mensuales “que, con el tiempo y mis buenos servicios, fuéronse aumentando.”

Terminada la jornada de doce horas y tras cenar con su tío y toda la familia, Enrique Loynaz del Castillo se dirige, a diario, a la sociedad Unión Puertoplateña, y mediante el regalo de un tabaco al encargado de la biblioteca logra que el horario regular de siete a diez de la noche lo amplíe para él hasta las once. Allí satisface su afición por sus asignaturas predilectas: Historia y Geografía, y por la literatura. El comerciante precoz da muestras también tempranas de sus cualidades de liderazgo. Junto con un grupo de “mocitos de quince a dieciocho años, a los que no se les hace caso, ni en ninguna parte son bienvenidos” funda una nueva sociedad, la Flor Puertoplateña, “de la que tuve el honor de ser electo primer presidente, y de dejarla, al terminar mi cargo, brillantemente instalada con muebles propios y el inicio de una biblioteca.”

A toda esta actividad el joven suma su interés por la política. Los domingos de verano celebra tertulias con sus amigos en el parque de Puerto Plata. En eso estaban una tarde cuando les avisan que el gobernador, general Segundo Imbert, con su estado mayor viene de regreso de parlamentar con unos sublevados. Viendo la comitiva entrar en el edificio de la Gobernación, “allá nos fuimos en tropel.” Al cabo del discurso sobre sus gestiones pacificadoras, el general Imbert declara acuartelados a todos los presentes en la improvisada reunión.

Los jóvenes de la Flor Puertoplateña intentan salir del atolladero pero un centinela alerta los detiene. “Ufano, arrastrando el sable, pasó el Gobernador frente a su público consternado…Viéndonos, dijo: ¡Qué bueno, muchachos! Muchas gracias por haber venido a defender el orden.”

Esa misma noche se produjo el primer choque entre sublevados e improvisados defensores. Estos, entre ellos Loynaz y sus amigos, lograron salir ilesos del encuentro a tiros en la sede de la Casa de Gobierno de Puerto Plata. Al día siguiente, tropas del gobierno batieron a los insurrectos. El episodio lo cierra así el autor de Memorias de la guerra: “La revolución terminó con la misma celeridad con que se formara.”

Esta etapa de la adolescencia de Loynaz del Castillo termina, en el presente resumen, con un recuerdo feliz.

Por aquella época llegó a Puerto Plata el general Máximo Gómez, el héroe que tanto ansié conocer. Venía a negociar, con la ayuda de mi tío una letra dada por el presidente Hereaux en saldo del armamento confiscado al general Gómez, pero no fue posible encontrar comprador por el descrédito de las finanzas del gobierno…Aprovechó don Diego Loynaz la llegada del general Gómez para ofrecerle una comida en su casa de familia. Fui encargado de traer a ella al glorioso vencedor de Las Guásimas.

No será este el único encuentro con Máximo Gómez, ni con otras grandes figuras de las guerras por la independencia de Cuba, de un joven que a los catorce años obtuvo permiso de su padre para combatir por la libertad de la patria que fue suya aún antes de nacer.

Los juguetes de un niño egoísta*



Por Jorge Ignacio Domínguez

Hace unos años, al final de un partido, un reportero le preguntó al espectacular Greg Maddux cómo le había ido. Maddux respondió: “95-83”.

El reportero, que lo conocía, entendió perfectamente el mensaje: “De 95 lanzamientos que hice, 83 cayeron donde yo quería”. No importaba nada más: ni cuántas carreras o hits le habían conectado, ni quién había ganado. Tampoco importaban el esfuerzo y el talento monstruosos que lo hicieron quien era. El asunto se resumía a “95-83”.

Cierta parte de la obra de Jairo Alfonso me recuerda a Maddux. Durante más de una década, la visión predominante en su obra fue una acumulación voraz y realista de cosas “halladas”. Esos cuadros son sumas aleatorias de objetos que apilaba —a tamaño natural, minuciosamente dibujados— como un hoarder o acaparador compulsivo. No es una acusación de psicólogo aficionado: el mismo artista lo ha dicho de esa manera. 

Indicativos de ese “trastorno afectivo” podrían ser los títulos de esa larga serie de dibujos. El título de cada uno de ellos es simplemente un número: el que corresponde a la cantidad de objetos atrapados en el marco. Como si nada más importara, como si Greg Maddux se hubiese dedicado a dibujar.

Otra manera más amable de decirlo sería comparar esa etapa compulsiva con el flujo de conciencia joyceano: un flujo de conciencia expresado en trazos en lugar de palabras. Cada uno de esos cuadros —y con mayor exquisitez y transparencia los de gran formato— resume su experiencia, o su memoria de ciertas experiencias, a una suma de imágenes.

Algunos de esos almacenes bidimensionales parecen revelar una atracción libidinosa por los objetos más banales: un librito titulado Aprenda inglés con la ayuda de Dios, una caja de Cohibas o un frasco de aspirinas. 

Otros parecen mostrar la pérdida de la inocencia del buen salvaje crecido en la perpetua indigencia gris del socialismo. En esa obsesión acumulativa se vislumbra un sobreviviente de la escasez proletaria deslumbrado o abrumado por la chatarra infinita de la sociedad de consumo. También se percibe a veces un viaje a la semilla, un rescate de la infancia, o al menos de lo que el expatriado llama infancia, que es toda la vida anterior a la partida de casa.

El video que forma parte de la exposición es una clave para entender sus obsesiones. La radio no es una simple nostalgia, sino el talismán que rompe un encierro asfixiante, el punto de acceso a la música y las noticias proscriptas, una vía de escape. Desde esa perspectiva, su descenso a los infiernos de Telefunken es también una liberación, una puerta al resto de la realidad censurada.




Esos dibujos, quisquillosos y obsesivos, por su misma acumulación —pero no por mera acumulación—, engendran un discurso de extraña coherencia. Jairo logra superar la dicotomía de Gertrude Stein (“A rose is a rose is a rose”) y William Shakespeare (“A rose by any other name”): simplemente prescinde del nombre como evocador de la memoria. 

El objeto, la representación realista y detallada de miles de objetos, puede retratar la cópula del deseo y la memoria tan bien como el soliloquio de Molly Bloom y de paso obviar la obsesión nominalista de Stein. A primera vista, la magia de esos cuadros radica en una especie de delirio de suma teológica pintada a lápiz, pero la clave de su hechizo está en la realización, en la perseverancia artesanal, la candidez del retrato y la supuesta ingenuidad de la selección de sus elementos.

La presente muestra de Jairo AlfonsoObjectscapes, incluye dos de sus obras más logradas de ese período. La primera es “362”, un dibujo inmenso (78.7 x 159 pulgadas) más atestado que el Arca de Noé. Un Lada soviético domina la escena; pero “domina” quizás no es el verbo preciso: el Lada aparece atiborrado y casi aplastado por sus 361 compañeros de viaje. Es un cuadro de sus primeros años de estancia en España. Por coincidencia o designio —¿cuál es la diferencia?—, los hitos y giros de su obra parecen un espejo de su circunstancia personal.

La segunda es una de sus primeras obras después de establecerse en New Jersey. El título es “494 (Bergenline Avenue)”. Es un resumen de sus primeros paseos por esa vía dolorosa y ese misterio gozoso que es la avenida Bergenline, un manantial inagotable de nobleza inmigrante, estafas desalmadas, trabajo duro y kitsch multicultural. 

Uno mira esos cuadros y tiene la impresión de estar viendo la cueva del tesoro de un cleptómano o la colección de juguetes de un niño egoísta. Por alguna razón, uno siente que el niño dueño de todos esos juguetes no se los va a prestar a nadie. En esa posesión —lápiz y cartulina mediante— hay un egoísmo tan inocente como absoluto.

Al final, sin embargo, todos los niños se cansan de sus juguetes. Uno recuerda la mañana del Día de Reyes, la sorpresa y el brillo del carro de bomberos reluciente y perfecto. Dos semanas después —seamos generosos: tres semanas después—, uno comenzaba a preguntarse qué tendría en sus entrañas aquel camión de bomberos. Y entonces buscaba un destornillador en la caja de herramientas de su padre y desentrañaba el misterio chino del maldito camión con la furia investigativa de un soldado de Atila.

Ese es el punto de inflexión que resume la presente exposición de Jairo Alfonso: el instante en que la curiosidad se vuelve más importante que el brillo del camión de bomberos que nos trajeron los Reyes Magos.

Su exposición recoge ese momento en cinco dibujos hechos a lápiz y acuarela, monocromáticos, sí, pero indecisos entre el morado y el negro: “Emerson III”, “Emerson IV”, “Sylvania IV”, “Sylvania V”, “TELEFUNKEN I”. Los primeros cuatro son de 2019 y el último de 2020. Los cinco describen un arco nítido entre sus acumulaciones objetuales y sus alucinaciones endoscópicas. “Emerson IV” es muy similar a su obra anterior, aunque el objeto de estudio sea diferente. Pero en “Sylvania IV” y “TELEFUNKEN I” se anuncia claramente lo que viene.



Catálogo de la exposición ‘Objectscapes’, de Jairo Alfonso.


Y lo que viene es una revelación similar a la que experimenta el niño al despachurrar su camioncito de bomberos. Quizás no sea mera coincidencia que ese momento de su carrera siga de cerca a su entrada en la paternidad, que es un destierro al revés, porque es un retorno forzado a la infancia. Lo que el padre hace en sus cuadros hoy, probablemente lo estará haciendo su hijo ahora mismo con los juguetes que Santa le trajo esta Navidad.

Sus primeros “paisajes endoscópicos”, como los llama Jairo, son viajes al interior de los objetos que lo obsesionaron por más de diez años; pero, a la misma vez, son una salida al mundo exterior. “Sylvania IV” y “TELEFUNKEN I” podrían ser paisajes posapocalípticos o basureros a la Tomás Sánchez… y exhiben una minuciosidad y maestrías comparables.

Sin embargo, por relevantes que sean esas obras en sí mismas, todas parecen servir de preludio al núcleo de la exposición Objectscapes. Además de descubrir un mundo nuevo en las entrañas de sus radios Taíno, Sylvania y Telefunken, el artista ha emprendido también un regreso a la tela y al óleo. “He tenido que aprender a pintar de nuevo”, confiesa. 

El color, que se mueve en onda corta del ocre al marrón, recuerda al dibujante, pero es también funcional: sus paisajes interiores no son un lecho de rosas sino visiones monocromáticas como revelaciones oníricas. 

El otro descubrimiento es la escala. Si antes sus obsesiones se anclaban en el tamaño natural de cada objeto, las cinco obras más recientes de la exposición (72 x 60 pulgadas cada una, dos apaisadas, tres verticales) representan las entrañas mecánicas de sus radios de tubos o transistores en dimensiones monumentales.

Es aquí donde Jairo se convierte en Alicia que pasa de un lado al otro del espejo, en Jim Morrison cuando canta break on through to the other side. Como Morrison, Jairo ha “excavado allí nuestros tesoros” (“dug our treasures there”) y ha descubierto que “el día destruye a la noche” (“the day destroys the night”).

Sus paisajes objetuales miran a la misma vez adentro y afuera del objeto. Esas entrañas de cables, transistores, válvulas y electrodos son de algún modo su salida al mundo. Sus visiones invitan al espectador a hacer el mismo recorrido del paisaje interior al entorno, a ponderar sus misterios y devastaciones.

El resultado es una exhibición espléndida. Como Molly Bloom, el espectador “preguntará con los ojos” ante cada uno de sus cuadros. Y la respuesta será la misma con que cierra su soliloquio: 

―Sí.


*Tomado de Hypermedia Magazine.

Tuesday, February 14, 2023

De las armas y las letras V


Por Guillermo A. Belt

En su segundo exilio en la República Dominicana, Enrique Loynaz y Arteaga se instala con su familia en el pueblo de Baní, a sesenta kilómetros de la capital, donde estaría más cerca del terreno que proyectaba adquirir para el ingenio azucarero mencionado en el capítulo anterior. Ante el fracaso de este proyecto por falta de financiamiento, Loynaz padre “se vio sin recursos, gastado el último peso, con una larga familia en un pueblo sin industrias, sin trabajo, sin perspectivas.”

Pero Loynaz no se da por vencido. Crea un colegio de segunda enseñanza, cuyo éxito recuerda su hijo orgulloso: “La juventud de Baní llenó el aula, que dio grandes hombres al país.” Al propio tiempo, las autoridades municipales de Baní confían a la madre del autor de Memorias de la guerra la instalación de un colegio de señoritas.

Algún tiempo después, ante la necesidad de mayores recursos para mantener a su familia creciente, Loynaz y Arteaga acepta una ventajosa propuesta del Ayuntamiento de Azua para dirigir el colegio de segunda enseñanza de la ciudad. Allá viaja la familia, nuevamente por mar en un pequeño balandro. La llegada al nuevo destino no es fácil:

Caía la tarde cuando terriblemente mareados, subimos a la carreta de bueyes que a lento paso nos permitió llegar a media noche a la casa que en Azua nos estaba destinada. Sin tiempo para arreglar más que un catre para mi madre enferma, nos acomodamos todos en el duro suelo.

Una vez más, los padres del futuro general dan al adolescente una lección ejemplar ante los infortunios del exilio político. El instituto dirigido por el padre merece elogios de Eugenio María de Hostos, el gran educador puertorriqueño asentado en República Dominicana. De la escuela a cargo de su madre nos cuenta el autor: “Y del Instituto de señoritas dirigido por mi madre brotó el florecimiento cultural de las gentilísimas jóvenes azuanas.” Un nuevo exilio dentro del exilio, podríamos decir, y otro reto superado.

Azua sería mucho más para el joven Loynaz del Castillo. Allí conoce a Joaquín Montesinos, “apasionado revolucionario cubano cuyo culto a la independencia le valió dura condena de presidio y trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, en La Habana, y la honra de haber sido aherrojado con la misma cadena que aprisionaba al Emancipador…”. Hace estrecha amistad con los hermanos Lecito, Filandro y César Salas, “de distinguida familia de Sancti-Spíritus que llegaron a ser magníficos soldados de la Patria; César, compañero de Martí en la expedición, uno de sus mártires abnegados.” Y agrega: “Con mis amigos Salas hice la resolución de defender hasta morir la libertad de Cuba.”

Esa resolución fue puesta a prueba por una coincidencia afortunada.

Se hallaban entonces en Azua los generales cubanos Serafín Sánchez y Francisco Carrillo, héroes de la Guerra de los Diez Años y de la del 79, en gestiones de la expedición que a las órdenes del general Máximo Gómez se preparaba en 1885. Yo sólo tenía catorce años, pero era fuerte y apasionado por la perspectiva de acompañar a tan gloriosos caudillos a la guerra de Independencia. Obtenido el paterno consentimiento me confeccionó la esposa del general Sánchez mi primer pantalón largo y la chamarreta de campaña. El fracaso de aquella expedición en la que se consumieron cuantiosos recursos de los emigrados cubanos constituyó el primer hondo dolor de mi vida.

Los avatares de la política dominicana determinaron el fracaso de la expedición que habría llevado al adolescente Loynaz a su estreno en el campo de batalla. Confiando en la oferta de auxilio de su primo el presidente Francisco Gregorio Billini, “noble amigo de la causa liberadora” de Cuba, Máximo Gómez había depositado en el arsenal de Santo Domingo el armamento comprado para la expedición. Al ser despuesto Billini por el general Ulises Heureaux y tras el reclamo de Gómez para la devolución de las armas, éste fue hecho preso y todo el armamento confiscado. Si bien se obtuvo la libertad de Máximo Gómez, el general golpista no cumplió su promesa de pagar por el armamento del cual se había apropiado para combatir a los revolucionarios opuestos a su toma del poder.

“Fue en Azua que contemplé por primera vez una revolución.” Pero esta aventura, vivida con entusiasmo por el adolescente Loynaz, palidece en comparación con las que le esperan en Puerto Plata, adonde el padre decide regresar, “llamado por su hermano don Diego Loynaz, propietario de importante casa de comercio.” Lo veremos en el capítulo siguiente.

Tuesday, February 7, 2023

De las armas y las letras IV

 Por Guillermo A. Belt

Bueno es que el hombre aprenda
a llevar el yugo desde su juventud.



A la edad de cinco años, el niño Loynaz del Castillo comienza a sufrir las consecuencias de la naturaleza precaria del exilio político. Como queda dicho en el capítulo anterior, el primer recuerdo de su vida es la destrucción del ingenio instalado por su padre y su tío Carlos en Puerto Plata como resultado del sitio de la ciudad por fuerzas opuestas al gobierno dominicano.

El 11 de septiembre de 1876 las familias Loynaz y Castillo, “…para alejarnos de aquel teatro infernal de la discordia” desembarcan en La Guaira, en camino a Caracas. Allí su padre se ve obligado a aceptar empleo en un corte de maderas “en el enfermizo puerto de Chichiriviche.” Las hijas de don Martín del Castillo, entre ellas la madre del niño, “nacidas en la opulencia”, trabajan como obreras en una imprenta del gobierno.

Mientras don Martín se desespera en busca de ocupación, el ilustre abuelo hace las compras de la casa a diario, llevando de la mano al niño.

El gran prócer, que ya había perdido en la guerra sus gloriosos hermanos y sobrinos… y en la vorágine insaciable, toda su fortuna, tuvo el dolor de ver a su esposa recoger los pedacitos de tela encontrados a su paso, y zurcirlos en pequeños triángulos caprichosos para proveer a la familia de las frazadas indispensables contra el frío del alto valle caraqueño.

En 1878 toda la familia regresa a Puerto Plata al producirse la pacificación temporal de la República Dominicana. Poco después, otro traslado, ahora a Santo Domingo, donde a los siete años el niño Loynaz asiste como oyente a clases de segunda enseñanza en el colegio Colón. Es muy buen oyente porque pasa a la cabeza de la clase al dar la fecha y los detalles del sitio de Constantinopla cuando el maestro, exasperado por el silencio de los alumnos, le dice: “¡Si lo he repetido tanto que de seguro lo sabe el chiquito. A ver, a ver, chiquito, si tú lo sabes!”

Una tregua entre dos epopeyas, acápite de la obra que venimos analizando, comienza con este párrafo que copio sin comentarios. A buen entendedor pocas palabras.

En los primeros meses de 1878 la gran guerra de Cuba terminó. Sin auxilios materiales de las repúblicas hermanas, con la sola excepción de los generosos donativos del Presidente del Perú, aquel magnánimo general Mariano Ignacio Prado, que dio sus tres hijos a Cuba, y los auxilios de Chile, la Revolución se había desangrado. Algo inexplicable impidió a las repúblicas de América aun el mero reconocimiento de la Independencia. Sólo el Perú, eterno devoto de ideales y Guatemala, reconocieron la República de Cuba…

Sin esperanzas de auxilio del exterior, la Revolución sucumbió entre las convulsiones de la discordia, que casi siempre acompaña y colma la desventura.

Desde la perspectiva de los años y en la plenitud de sus logros militares, el general Enrique Loynaz del Castillo describe así, en Memorias de la guerra, la ilusión que impulsó el regreso a Cuba de algunos exiliados, entre ellos don Martín del Castillo con su familia.

Hubo, en verdad, esperanzas de una paz decorosa bajo España. Se pudo creer que la Metrópoli, aleccionada por la experiencia de la más larga y costosa de las guerras coloniales, con la pérdida de centenares de millones de pesos y de millares y millares de vidas, abandonaría – para conservar a Cuba – los métodos impuros y abusivos que condujeron a la guerra: que ahora dejaría vivir en paz y libertad a los cubanos.

También describe la desilusión:

Al año de paz ya era evidente lo que podía Cuba esperar de la dominación española. La lección de la guerra había sido olvidada. De nuevo estalló la Revolución, promovida esta vez por uno de los más ilustres caudillos de Cuba, el general Calixto García. El Oriente indómito se sublevó a la voz de José Maceo, Moncada y los jefes de la pasada guerra. Las Villas secundaron el movimiento: Serafín Sánchez en Sancti-Spíritus, Francisco Carrillo en Remedios, Emilio Núñez en Sagua. Se peleó bravamente un año entero. Camagüey permaneció inactivo, influenciado por los negociadores del Zanjón.

Faltos de recursos y de apoyo en el resto del país, los heroicos sublevados se rindieron. Entonces comenzaron las deportaciones, los asesinatos nocturnos, las sentencias de presidio: la tiranía en sus más odiosos matices.

A Enrique Loynaz y Arteaga no le queda otro camino. Decide regresar al exilio con su familia. La propuesta de un amigo lo lleva de nuevo a la República Dominicana para establecer en la costa sur, cerca del puerto de Caldera, un ingenio azucarero. Nuevos contratiempos imprevistos le esperan. Y al joven Loynaz del Castillo, nuevos desafíos.