Por Antonio
Gómez Sotolongo
Muy
pocas veces en la historia de la literatura nos encontramos con autores tan
obstinados en la descripción del sonido y la piedra. Alejo Carpentier, a través
de toda su obra utilizó, cual banda sonora de un filme, la referencia musical
para reforzar las imágenes creadas. En su narrativa, los personajes se mueven
en espacios rodeados de música y arquitectura.
Nacido
por pura casualidad en La Habana, el 26 de diciembre de 1904, hijo de una rusa
y un francés –a quien según su propio decir le reventaba Europa y fue por eso
por lo que vino a dar a América- iba a ser el primer cubano en su genealogía,
pero no el primer músico. El padre de Alejo, alumno de Pablo Casals, había sido
violonchelista mucho antes de ser arquitecto, y la abuela, alumna de Cesar
Franck, fue pianista, por lo que el Arte Musical formaba parte de las
tradiciones familiares.
Con
tales antecedentes, la música se le dio a Carpentier como algo natural. La
estudió en sus técnicas, la aprehendió en sus esencias y la describió de un
modo perfecto. Lector precoz, tuvo a su alcance una biblioteca paterna
espléndida en la que descubrió a Verne, Salgari y Dumas, y ya a los doce años
escribía novelas imitándolos. Luego, estas lecturas fueron reemplazadas por
otras, hasta llegar a los veinte años cuando encontró en las páginas de Rolland
y Marcel Proust nuevos paradigmas. En 1922, el periódico La Discusión le recibió abriéndole una sección que, bajo el rótulo
de Obras Famosas, publicó los comentarios del joven Alejo sobre El
Corsario, Cartas de mi Molino y muchas otras novelas y
relatos.
En
1927, mientras publicaba en la revista Social sus criterios sobre la obra
de Stravinski, sobre los ballets rusos y temas de actualidad estética en
aquellos días, sus posiciones políticas en contra de la dictadura de Gerardo
Machado fueron puestas también a la luz, por lo que sufrió los rigores de la
prisión junto a otros intelectuales cubanos que se nuclearon en el llamado Grupo
Minorista. Por aquellos días de cárcel comenzó a escribir su primera
novela.
En 1928, en
un escape sin pasaporte, de esos que se ven a menudo en las películas,
Carpentier fue a dar a Francia y entonces vivió en París por más de diez años.
La revista Carteles, que se editaba en La Habana y de la cual él fue uno
de sus directores, no dejó de publicarle.
Joséphine Baker, La Ópera y la Decadencia del Jazz y otros
trabajos entraron en las páginas de aquella legendaria revista cultural durante
el largo exilio. Fue la época en la que también Carpentier coqueteó con el
surrealismo y pareció integrarse a un bando de artistas que estuvieron
encabezados por el poeta André Bretón y el pintor Salvador Dalí; incluso, escribió
algunos relatos en francés en los que se involucraba estéticamente con los
postulados de aquella tendencia. Sin embargo, pronto se apartó y en 1937, en
Madrid, vio la luz su primera novela: Ecué-Yamba-O, obra en la cual aún no está el verdadero estilo
del escritor. Se pone a buena distancia de todos los modelos y, aunque él mismo
dijera que aquel libro fue escrito «a como salga», es sin dudas el anuncio de
un escritor genial, de un escritor a quien el surrealismo le permitió salir del
pintoresquismo de Ecué y
descubrir lo real maravilloso americano.
Su oído estuvo siempre atento a cuanta expresión musical se
producía en su entorno. Sus trabajos de crítica y musicología llenaron toda una
época y son un lugar de referencia obligada. A través de toda su vida, publicó
cientos de artículos en los que enjuició de modo certero la obra de
compositores e intérpretes de todas las épocas, fue amigo personal de muchos de
los grandes artistas que cambiaron el panorama sonoro durante la primera mitad
del siglo XX y testigo excepcional de los profundos cambios estéticos
producidos por las Vanguardias.
Cuba, desprovista de cualquier elemento
musical aborigen y de un pobre desarrollo en la plástica popular, pudo forjar,
junto a los elementos que la hicieron surgir como Nación y que integran su
Nacionalidad, una música distintiva, colocada en el centro mismo de su Cultura.
Mucho antes de que la isla conociera el
periódico y antes de que se construyera el primer teatro ya tenía la Catedral
de Santiago de Cuba un compositor como Esteban Salas, quien fuera, al decir de
Carpentier, «el verdadero punto de partida de la práctica de la música seria en
Cuba», quien llegó a constituir una orquesta de catorce músicos, una pequeña
orquesta clásica que se empleó a tiempo completo en los oficios religiosos y
que hizo sonar en suelo cubano las sinfonías de Haydn, Gossel y Pleyel; además,
de mucha de la música religiosa escrita por Paisiello, Porpora y Righini.
Compuso Salas un extenso catálogo
integrado por Misas, Letanías, Himnos y Salmodias muchas de las cuales se daban
por perdidas y que Carpentier, en un exhaustivo trabajo de investigación, pudo
hallar, trayéndolas nuevamente a conformar el bagaje musical cubano. En La
Habana, a fines del siglo XVIII, eran conocidas las obras de Pergolesi y
Gretry. En este cruce de caminos, se recibieron muy a menudo las compañías
francesas de ópera que iban rumbo al norte y se les escuchaba interpretar lo
más avanzado del repertorio de la época.
Manuel
Saumell, quien en su obra anunció lo que más tarde se definiría como
nacionalismo, fue, en la primera mitad del siglo XIX, uno de los grandes
cultores de la música en Cuba y otros como Villate, Cervantes y Espadero fueron
bien conocidos en Europa. Es en este escenario, en el que la música ocupa tanto
espacio, en el que Alejo Carpentier crea su obra literaria, es en el que actúan
sus personajes.
En sus
crónicas, que abarcaron desde finales de los años veinte y no se detienen hasta
bien entrados los setenta, aprendemos a escuchar, a entender y a disfrutar con
inteligencia tanto la obra de Erik Satie como la de Joseph Haydn, la de
Honegger o la de Beethoven. Sus crónicas, escudriñan desde Orfeo de Monteverdi hasta Porgy and Bess de Gershwin.
En la década del cuarenta, la música
cubana había llegado a un alto grado de desarrollo en todos los géneros; sin
embargo, su estudio sistemático y metodológicamente dirigido aún era cosa del
futuro. Fue Alejo Carpentier quien abrió la puerta por la que luego pasarían
muchos otros estudiosos del devenir musical de la mayor de las Antillas.
En el prólogo de su obra La Música en Cuba, firmado en noviembre de 1945 en Caracas, Carpentier advierte que ésta debía ser la primera de muchas otras investigaciones. «Esta historia de la música cubana –apuntó-, primera que se escribe, no pretende agotar el tema. Mucho podrá añadirse cuando se haya emprendido, científicamente, el estudio de las raíces africanas de la música del continente».
Él descubrió la obra de Esteban Salas que se consideraba perdida; sin embargo, han vuelto otros sobre sus pasos para enriquecer su hallazgo, interpretando las partituras del músico dieciochesco. Muchos otros documentos han sido encontrados, pero hay que volver siempre a La Música en Cuba y muy probablemente sea porque ésta también es una novela.
Todo ese gran sedimento musical, pasa a formar parte integrante
del universo maravilloso en el que se mueven los personajes de su narrativa de
ficción y no solamente como un elemento de contenido, sino que Carpentier se
vale de las formas musicales para estructurar sus textos.
En la novela El Acoso, la III
sinfonía de Beethoven es, además de un elemento del contenido, el motivo que da
unidad a todo el conjunto. Es la música la que nos lleva del taquillero
al acosado; del refugio del uno a la sala de conciertos del otro.
Más aún, en la estructura, el escritor utilizó de un modo genial la forma
sonata para erigir sobre ella el texto.
Sinfonía eroica, composta per festeggiare il
souvvenire di un grand´Uomo, e dedicata a sua Alteza Serenissima il Principe di Lobokwitz, da Luigi
Van Beethoven, Op.53, No.III delle sinfonie...
Y es con la
dedicatoria de la obra musical con la cual el autor se atreve a iniciar su
novela, una obra literaria en la que todo sucederá alrededor de aquellos
sonidos. En ella, como una grandísima prueba de su maestría descriptiva,
Carpentier hace que la pieza musical nos llegue en dos versiones: una, la del taquillero,
quien es un diletante conocedor y estudioso de lo que escucha; y la otra, la
del acosado, personaje que por obra del azar deberá, primero,
esconderse en un lugar al que llegan los sonidos de «eso», y luego, evadir a
sus perseguidores entrando a la sala de conciertos donde le asalta la extraña,
sorprendente e inexplicable sensación de conocer «eso» que estaban tocando.
Cuando el
taquillero escucha dos acordes secos, y un tema de trompas
cantado por los violonchelos, bajo el estremecimiento de los trémolos y
advierte que una tenue frase de flautas y primeros violines se alza; el acosado, siente un estruendo en el
escenario... y otro gran estrépito y unos instrumentos que le golpean y siente
que alguien golpea sobre calderos y los violines parecen aserrar las cuerdas,
desgarrando, rechinando sus nervios y dos mazazos con los que termina todo.
Carpentier hace aquí que su personaje cometa el más común error de quien nada
sabe de música: aplaudir entre movimientos.
Paralelamente,
uno y otro, va reflejando, cada cual, a su manera, el ritual que constituye la
audición de obras musicales. Ambos personajes, encarnan la multitud de
estímulos a los que se expone quien escucha. Los dos interpretan las infinitas
sensaciones que puede trasmitir el Arte Musical.
Es en la Marcha
Fúnebre, donde el
acosado recuerda que «eso» estaba en la casa de al lado y que
durante días y días, mientras permaneció escondido, sonó en sus sueños pobló
sus vigilias y contempló sus terrores; se dio cuenta, que casi podía tararear
la melodía y entrar en algo donde dominaba el canto de sonido ácido y luego la
flauta, y después unos golpes muy fuertes, como si todo terminara para volver a
empezar; al concluir el segundo movimiento, pudo recordar que a aquello le
seguiría algo como una danza, luego, la música a saltos, alegre, con un final
de largas trompetas como las que embocaban los ángeles de su primera comunión.
El
diletante, quien quince días antes de la audición se había regalado a sí mismo
la sinfonía, en discos de mucho uso pero que todavía sonaban bien, escuchó la
obra hasta la saciedad, mas, al llegar el momento del concierto, decidió,
apenas comenzada la obra, abandonar la sala e ir a satisfacer otros placeres.
El
diletante, nos lee fragmentos de una Biografía en la que se describe la
obra en términos especializados y finalmente, de vuelta a la sala para escuchar
el Final, nos da su criterio sobre la interpretación: «El
Director es infecto –dice-; llevó la sinfonía de tal modo que no debe haber
durado sus cuarenta y seis minutos».
Los
descubrimientos y el profundo trabajo investigativo que realizó Carpentier le
sirvieron para crear el ámbito sonoro e histórico de sus obras. En El
Reino de este Mundo, Concierto Barroco, o
La Consagración de la Primavera,
obras vinculadas con formas musicales, los personajes están situados en
escenarios poblados de sonidos; en un reino de mestizaje de todo tipo, en el
que no sólo se mezclan los colores de la piel, sino que también, y con la misma
lujuriosa intensidad, infinitos timbres. Infinitas gamas tímbricas que colman
todos los espacios.
Espacios en
los que el arma, la cruz, la herramienta y el canto duermen juntos y recorren
todos los caminos. Himnos mágicos de Makandal, la flauta traversa y el pífano
de Carlos, saquebuches, cajas, el arpa de Sofía, las casas de bailes donde al
compás de tambores, flautas y violines bailan las parejas en desaforo el ritmo
de guaracha, La Heroica, tiendas
donde se ofrecen papeles de contradanzas y sonatas, la orquesta del Tivolí
bordando un trío de minué con oboe, la llegada a Santiago de Cuba del paspié y la
contradanza.
Todo mezclado,
todo distinto y nuevo, real, maravilloso, americano. (Santo Domingo,
Cariforum Nº 1, ene. 2000, / Mundoclasico.com, 11 jun. 2001) (Revisado para el
blog de la AHCE 5 nov. 2024)