Por Ranfis Suárez.
De la serie El Matarrelatos
La Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp. se propone evitar que los hechos históricos de Cuba y sus exilios se conviertan en leyendas, dejando un registro fidedigno de los mismos ‒sin censuras ni manipulaciones demagógicas‒ con el fin de que nunca pierdan su condición de historia. Este blog intenta reflejar nuestro quehacer en ese sentido, al tiempo de brindarse como tribuna abierta para que testigos y estudiosos del avatar cubano puedan contribuir de buena voluntad en el intento
Por César Pérez
Tuve la inmensa suerte de conocer a Enrique del Risco (La Habana, 1967) en el primer día de mi primera visita a Nueva York, hace poco más de 20 años. Nos encontramos en un pasillo de New York University (NYU) mientras él iba apurado de una clase a otra, y allí mismo me invitó a su casa al día siguiente. Todavía no sabía que es el mejor anfitrión, el mejor cocinero, el mejor guía de la Gran Manzana, uno de nuestros mejores escritores vivos o muertos, uno de nuestros mejores comentaristas políticos, activista incansable, historiador riguroso, melómano entusiasta que crea grupos de WhatsApp con sus amigos para compartir joyas y rarezas sonoras, centro de una comunidad de cubanos y artistas del otro lado del Hudson (en West New York, no muy lejos de donde vivió Celia Cruz y donde vive Paquito D'Rivera) que por su insistencia está a punto de inaugurar su propio centro cultural.
La lista podría seguir, porque siempre he sospechado que los días de Enrique tienen mucho más de 24 horas, pero lo importante es el hilo conductor de todas esas facetas suyas: la generosidad, cualidad más bien rara en los intelectuales. Enrique del Risco dedica casi tanto tiempo a promover a los demás como a su propia obra, en presentaciones, reseñas, ediciones, artículos o simples comentarios de Facebook. Y últimamente le ha dado por dedicarse a la ingrata, pero necesaria tarea de crear antologías que congreguen voces múltiples sobre temas poco explorados de la historia cubana reciente.
El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017) reunía textos de 57 autores sobre la omnipresencia del MININT, la vigilancia, la chivatería y el miedo en la vida cultural postrevolucionaria, y ahora El túnel al final de la luz: Los años cubanos de la perestroika (Hypermedia, 2025) junta a más de 60 voces para recuperar ese breve periodo de efervescencia sociocultural que ocurrió entre el inicio de la perestroika en la Unión Soviética, alrededor de 1986, y el catastrófico comienzo del (mal) llamado Periodo Especial. Las preguntas que siguen son para mí parte de una conversación continua que se inició en los pasillos de NYU hace más de dos décadas.
Es tu segundo libro/antología monográfica de textos sobre un tema histórico/político. Es un trabajo enorme, desde contactar a los autores, coordinar con los editores, editar y corregir los textos, ordenarlos, discutir correcciones y cambios, escribir el extenso y documentado prólogo. Un trabajo enorme y, en muchos casos, ingrato. ¿Tú no escarmientas? O más en serio, ¿qué te hizo embarcarte otra vez en semejante aventura?
Alguien que me conoce como tú sabrá lo refractario que soy al aprendizaje. Al final yo soy, como mi mujer no se cansa de decir, un pionerito. No repito "Seremos como el Che" pero creo, con fervor infantil, en el poder de la memoria. El olvido es una de las herramientas favoritas del totalitarismo, y más que el olvido, el borrado de la memoria. ¿Cómo si no, la mayor revuelta cultural ocurrida bajo el castrismo apenas se recuerda y si acaso, de manera parcial y segmentada? De ahí que uno vea a las nuevas generaciones repitiendo los mismos errores que cometimos nosotros, como si nada hubiera pasado antes que ellos. Como si no fuéramos capaces de acumular experiencia.
El túnel al final de la luz es un libro que puede serle útil a nuestra generación en la medida en que nos hace conscientes del significado de aquella experiencia. Este libro se hizo para eso: para que una parte importante de los protagonistas y testigos de aquellos años diéramos testimonio de lo que vivimos, para asumir esa experiencia —aprender de ella, quiero decir— y para que la compartamos con las nuevas generaciones. También queríamos hacer una contribución inicial a la recuperación de un momento clave en el proceso de resistencia al totalitarismo del que no se habla. Porque, aunque no nos atreviéramos a hablar en esos términos, sí sentíamos la urgencia de democratizar el sistema.
El túnel al final de la luz es, por otra parte, un libro mucho más complicado que El compañero que me atiende. Mientras en El compañero… lo hicimos entre escritores, especialistas en la palabra escrita, en El túnel… tenía que contar con testimonios de mucha gente que usualmente no se dedica a escribir y que debió hacer un esfuerzo tremendo para articular su experiencia personal. En ese sentido se puede decir que, una vez que les propuse el proyecto de El compañero… a los autores que convoqué, el libro se escribió prácticamente solo. Con El túnel…, en cambio, fue mucho más laborioso el proceso de hacerle entender a los colaboradores qué quería y qué no quería con el libro. El esfuerzo que hicieron fue formidable, esfuerzo que les agradeceré eternamente y los resultados en la mayoría de los casos son notables.
Tu libro Nuestra hambre en La Habana (Plataforma Editorial, 2022) es una crónica personal de los primeros años del "Periodo Especial", el túnel que llegó después de la lucecita de fines de los 80, y del que no hemos salido todavía. Fueron años tan brutales que casi borraron de la memoria colectiva los pequeños fermentos de esperanza democrática que exploras aquí. ¿Es esa la principal razón de que te lanzaras en este proyecto, o hubo otras de más peso?
Sin duda una de ellas. En algún momento comprendí que todo lo que se ha escrito sobre el Periodo Especial, y no solo Nuestra hambre en La Habana, requería de una precuela que explicara mejor quiénes éramos y en qué punto estábamos cuando entramos en aquella debacle. Porque el Periodo Especial fue tan demoledor en su momento que borró todo a su alrededor. Y, de acuerdo con la historia oficial del castrismo, todo en Cuba iba sobre ruedas en los 80 hasta que apareció la perestroika, a la que se culpa de la monstruosa crisis cubana de la década siguiente. En cambio, para muchos en los 80, los cambios que se dieron en la Unión Soviética nos alentaron a tratar de ser más libres y luchar por una sociedad más democrática incluso antes de cuestionarnos el dogma comunista.
Creo que un libro como El túnel al final de la luz sirve para contrarrestar la versión oficial de los hechos y para entender el Periodo Especial no como consecuencia de las reformas soviéticas sino por la incapacidad del régimen cubano de reformarse y por su represión sistemática contra las capacidades productivas y creativas del país. Tanto es así que cada vez que la situación social del país se ha vuelto insostenible el régimen siempre echa mano al recurso de conceder algo de libertad económica, aunque siempre en dosis homeopáticas.
Si acaso, la crisis económica de los 90 ayudó a encubrir la represión política que ya se había recrudecido a finales de los 80, cuando quedó claro que el régimen cubano no replicaría las reformas soviéticas.
Hablas en el prólogo de "revolución cultural". ¿No te parece un término demasiado ambicioso para algo que, para la inmensa mayoría de la población, pasó sin dejar rastros?
Uso el término "revolución cultural" como sinónimo de revuelta cultural, pero te agradezco que me obligues a hacer una precisión. Porque ocurrieron ambas cosas. Fue una revuelta en tanto se empezó a retar el orden cultural y social impuesto hasta entonces: lo primero que me viene a la mente son las performances callejeras de Artecalle o de Art-De liderado por Juan-Sí. Que se dice fácil pero, sabotear eventos culturales, encerrar con candado a la directiva de la UNEAC en la Sala Martínez Villena, escapar de las garras de Alicia Alonso y del Ballet Nacional de Cuba y crear una compañía aparte, cuestionar los proyectos faraónicos de Fidel Castro en su propia cara o el culto a su personalidad como hicieron los estudiantes de Periodismo, cuestionar la validez del marxismo o la sacralidad de la parafernalia simbólica del régimen, pasar la realidad cubana por la cuchilla afilada del humor, representar una obra de teatro experimental como fue La Cuarta Pared durante meses en un espacio privado, sostener durante años el fantástico El Programa de Ramón en la radio, todo eso era completamente impensable unos años atrás y lleva todas las marcas de una revuelta, cultural o de otro tipo.
Fue una revolución en cuanto a cambiar definitivamente la manera de concebir la creación en todas las disciplinas artísticas y el modo en que el arte debía relacionarse con el público y con la sociedad en general. Después de aquellos años nunca más se volvió a concebir lo mejor de la cultura cubana de la misma manera en que se entendía en el ambiente hierático y asfixiante de los años previos. Las performances de Luis Manuel Otero Alcántara, las propuestas escénicas de Danielito Tri Tri o el humor de Capitán Diez son los hijos o nietos de aquella revolución sin que ese linaje cuestione la evidente originalidad de los más jóvenes.
En varios momentos del prólogo usas la primera persona del singular: tú también fuiste parte del movimiento que describe el libro. ¿Cómo ves al que eras entonces, a la distancia de cuatro décadas, y qué partes de lo que eres hoy tuvieron su génesis en aquellos años?
Mi participación fue de segunda o tercera fila. No pretendo ser protagonista de ese movimiento ni nada parecido. Mi parte más activa fue dentro del movimiento estudiantil. Fui dirigente de la FEU de la Facultad de Filosofía e Historia en ese tiempo y nos cupo el honor que nos acusaran de ocupar el segundo lugar de problemas ideológicos de la universidad (el primer lugar fue para la Facultad de Matemáticas, donde se había creado una especie de partido socialdemócrata en el que todos cayeron presos. Y fui parte de un grupo que abogó por la autonomía estudiantil y la asistencia libre.
También fui parte del movimiento humorístico que se gestó en aquellos años (aparte de publicar textos humorísticos colaboré con Nos Y Otros, El Programa de Ramón, en la Peña de 13 y 8 y en cuanto espacio o grupo me lo pidiera). Pero lo que sí fui a tiempo completo fue espectador, testigo y beneficiario de esa revuelta. Hablo en primera persona cuando tengo que referirme a mi experiencia como farandulero habanero en una época en que vivía bajo la impresión —seguramente falsa pero muy vívida— de que toda la ciudad estaba implicada en esa revuelta: pasar de leer Novedades de Moscú a hacer colas para la Semana de Cine Soviético, ver una exposición a punto de ser censurada, asistir a un espectáculo de Ballet Teatro, o de Teatro Irrumpe, a la puesta en escena de la obra rumana La opinión pública de Teatro Estudio, ir a conciertos de los novísimos o de mis amigos de 13 y 8 que terminaron formando proyectos como Habana Oculta o Habana Abierta.
Desde esa posición de espectador impenitente de casi cualquier cosa que se estaba produciendo hablo en primera persona, y de la experiencia continua de respirar un ambiente de libertad creativa, aunque fuera en medio del acecho policial. Pero los protagonistas fueron otros, muchos de los cuales son parte del libro como Víctor Varela, Ramón Fernández Larrea, Jorge Fernández Era, Reina María Rodríguez, Juan-Sí González, Reinaldo Escobar, Lázaro Saavedra, Marta Limia, Maldito Menéndez, Pepe Pelayo y un larguísimo etcétera.
Para mí fue un momento definitorio por varias cosas. Una de las más importantes es que, por la confusión de aquellos tiempos en que los órganos represivos estaban algo más contenidos que unos años antes, no tuve que hacer ese doctorado en simulación en que se titularon generaciones de cubanos. Fui razonablemente libre en aquellos años y cuando intentaron inducirme el miedo ya era demasiado tarde.
Pero insisto: no es mérito mío sino de una época muy confusa en que el sistema no se atrevía a imitar las reformas soviéticas pero tampoco a exhibir su lado más salvaje. La censura persistía, pero durante esos años la autocensura, ese censor interior con que fabricaban al hombre nuevo parecía haber desaparecido, al menos entre la gente que iba a la vanguardia de la cultura. Parecían decir: si nos van a censurar, que sean ellos.
En ese ambiente me formé y salí de mi marco estrecho de estudiante de una carrera (Historia) en alguien interesado en todas las disciplinas artísticas, aunque no tuviera el talento para ejercerlas. Fueron apenas tres o cuatro años pero, al tocarme en una etapa decisiva de mi formación, son responsables en buena medida de quién soy, de mis instintos culturales y sociales. Queríamos cambiar la sociedad, mejorarla y aunque no lo conseguimos la conciencia de que ese cambio era imprescindible nunca me ha abandonado.
Luego de aquella experiencia, que la viví sin entender bien lo que estaba pasando (¡Imagínate que pensaba que el régimen se vería precisado a cambiar por sí mismo!), me comporté en Cuba, hasta que me fui en 1995, bajo la inercia de aquellos años 80. A pesar de toda la miseria y la represión no me resignaba a ese repliegue táctico que muchos se vieron obligados a dar, incluso cuando ya tenía perfectamente clara la incapacidad de ese sistema para regenerarse. De esa época me queda el candor —o si prefieres, llámale testarudez— que me impulsa a armar un libro como El túnel al final de la luz. La esperanza de —a pesar de todo y del título del libro— ver la luz alguna vez.
*Entrevista aparecida en Diario de CubaPor Roberto Alvarez Quiñones
Por un momento, ubiquémonos en 1956 e imaginemos que José Antonio Echeverría, presidente de la FEU, y el vicepresidente, Fructuoso Rodríguez, elogian a Batista, exhortan a los estudiantes a no protestar contra la dictadura y aceptan que batistianos formen una delegación estudiantil para participar en un diálogo con el dictador, con el objetivo de desmovilizar al estudiantado y silenciarlo. Ah, y Echeverría es representante a la Cámara del Congreso por el PAU, el partido de Batista.
Ni Kafka habría podido imaginárselo. Pero eso es lo que han hecho el actual presidente nacional de la FEU, Ricardo Rodríguez, la vicepresidenta nacional, Litza González Desdín, el presidente de la FEU en la Universidad de las Ciencias Informáticas (UCI), Alain Álvarez, y otros dirigentes de la FEU en el país. Una flagrante traición a la gloriosa tradición patriótica de esa institución estudiantil, al aceptar abierta o disimuladamente los atropellos de la dictadura castrista.
¿Y por qué esa actitud de quien hoy ostenta el cargo que tuvo el héroe J.A. Echeverría? Porque él mismo, de hecho, forma parte de la maquinaria represiva dictatorial. Es diputado y miembro del Consejo de Estado. Formalmente, integra el poder político del país, y disfruta de los privilegios que le "corresponden".
Por eso, en vez encabezar el rechazo de los estudiantes universitarios al "tarifazo", no de ETECSA, sino de GAESA, la FEU como institución básicamente se opone al reclamo estudiantil de conectarse en forma asequible y normal a la internet y las comunicaciones vía satélite.
La decisión del régimen es ambivalente, pues al tiempo que dificulta, o incluso impide en buena medida el acceso ciudadano a la más trascedente revolución tecnológica en siglos, presiona a la diáspora cubana a gastar aún más dólares en la financiación del castrismo-comunismo.
Y mientras Ricardo, Litza y otros dirigentes de la FEU se oponen al justo reclamo de sus colegas, la mafia dictatorial envía esbirros a invadir universidades y a amenazar a los estudiantes que levantaron la voz con la expulsión de la universidad, o con la cárcel.
Los obligan a leer delante de sus compañeros declaraciones en las que se "retractan" de lo que hicieron ¿Se acuerda alguien del "Caso Padilla"? Es la misma historia. Y ese es el punto hoy. Echar un vistazo a las raíces y las características del monstruo represor castrista.
Con la STASI y los aportes de Castro I el MININT devino monstruo
En el otrora "Campo Socialista", la maquinaria de represión política considerada como la más efectiva por su científica sofisticación psicológica, su minuciosidad, masividad y efectividad, fue el Ministerio para la Seguridad del Estado (en alemán Ministerium für Staatssicherheit) de la República Democrática Alemana (RDA, la ocupada por la URSS), más conocido como la STASI, su abreviatura.
Creada en 1950, con su espionaje interno y terror psicológico la STASI superó a la terrible KGB soviética, menos sofisticada. La misión principal de la STASI era doblegar la voluntad y la personalidad de quienes no aceptaban el poder comunista, a quienes acusaba de "desviación de la norma socialista".
Contaba con 170.000 "informadores no oficiales" (chivatos). Con su táctica maestra de Zersetzung (descomposición), la STASI era experta en "descomponer" psicológica y psíquicamente a los arrestados, o ya presos. Socavaba su dignidad y decoro con acusaciones inventadas y montajes para minar sus relaciones con familiares, colegas y amistades, hasta que dudaran incluso de sí mismos. Aquello dañaba a veces fatalmente su psiquis y salud mental.
Pues bien, ese mismo engendro llamado STASI, con su cultura científica de la "descomposición" fue la institutriz principal de la Seguridad del Estado del castrismo, que también contó con las enseñanzas de la KGB. Por eso, no ha habido nunca en América algo ni siquiera parecido en materia de represión política.
La sociedad civil fue convertida en parte orgánica de la represión
Pero hay más, las fuerzas represivas castristas, además de haber sido amamantadas y equipadas por la STASI y la KGB, cuentan con aportes originales del Misántropo en Jefe, Fidel Castro. Y simultanean la sofisticación con sembrar el terror físico en las calles. Golpean brutalmente a los ciudadanos, empujan y lanzan al piso incluso a mujeres en la vía pública, y ya como cosa habitual militarizan las calles, sobre todo durante los largos apagones.
En fin, si exceptuamos a los Duvalier, con sus Tonton Macoutes, que asesinaron a unos 150.000 haitianos, que se sepa pocas dictaduras en Latinoamérica han asesinado o causado la muerte a más personas que los Castro en los últimos 100 años.
La cifra supera los 8.000, documentados por Archivo Cuba, que incluyen 4.399 ejecuciones por fusilamiento judiciales, o sin juicio (básicamente en el Escambray); 305 asesinados cuando intentaban salir del país; 87 desapariciones forzosas; 531 muertes médicas sospechosas, mayormente en custodia; 29 fallecidos en huelga de hambre; 206 suicidios; y otros 2.885 muertos por otras causas, todas políticas y responsabilidad de la dictadura.
Tanta sangre pone a los Castro al nivel de Trujillo, los Somoza, Batista, Pinochet, Stroessner, Pérez Jiménez, o los dictadores de Brasil y Argentina.
¿Cuáles fueron los aportes de Fidel Castro? En primer lugar, no se conoce en el mundo, que se sepa, nada parecido a los Comités de Defensa de la Revolución, cuyas siglas (CDR) deben leerse como "Comités de Delatores Revolucionarios".
Al crearlos (1960), Castro I convirtió a la sociedad civil en parte orgánica y fundamental de la represión política. En la Alemania nazi no hubo institucionalmente comités de chivatos vigilando a los vecinos en cada cuadra. Sí había chivatos, pero individuales, no estructurados como institución pública organizados en comités en cada cuadra.
En segundo lugar, tampoco ninguna dictadura, que se conozca, ha convertido a los sindicatos y a los trabajadores del país en hordas represoras como las "Brigadas de Respuesta Rápida", armadas con barras de hierro, palos, y a veces con fusiles, para apalear en las calles a quienes critican al Gobierno.
Una de esas brigadas, el "Contingente Blas Roca", hirió de gravedad con hierros y bates de béisbol a manifestantes durante la protesta popular en La Habana conocida como el "Maleconazo", en agosto de 1994. Además, el Partido Comunista organiza mítines de repudio contra opositores y defensores de los derechos humanos, parecidos a los que se organizaban en el medioevo contra las "brujas". Les gritan obscenidades, lanzan pintura y rompen a pedradas puertas y ventanas. Gritan en las calles "Abajo los derechos humanos".
Y eso de convertir a los sindicatos y los ciudadanos en "esbirros voluntarios" no lo hicieron Hitler, Mussolini, Stalin, Sadam Hussein, o Slobodan Milosevic. Ni nadie en América. Cuando la "revolución cultural" de Mao Tse Tung en China (1966-1976) los "guardias rojos", que asesinaron a diestra y siniestra, eran fanáticos milicianos uniformados, no civiles sindicalizados.
A más temor a perder el poder, más dólares gastan para reprimir
Hoy, con la crisis asfixiante y los apagones, la mafia usurpadora del poder tiene temor a una rebelión nacional, e invierte cada vez más millones de dólares en ampliar y seguir equipando a sus hordas represivas con armas sofisticadas, vehículos, equipos antimotines, incluyendo a las fascistas "avispas negras", que siembran el terror en las calles.
Viví en el batistato. No recuerdo haber visto nunca tantos esbirros en las calles ni "perseguidoras", como les llamábamos a los vehículos policiales. Hoy, el número de efectivos del MININT posiblemente supera los 170.000 represores que tenía la STASI para 16,7 millones de alemanes, contra 9,7 millones de habitantes que hay en Cuba.
Ah, de los Comités de Delatores Revolucionarios (CDR) me faltó un detalle: Con la crisis devastadora castrista, sus dirigentes en las cuadras han perdido "entusiasmo revolucionario" para ser chivatos voluntarios del régimen que los hambrea, pero la dictadura sigue contando con ellos, pues siempre hay "trompetas" voluntarias.
Así lo reveló en La Habana un exoficial del MININT al periodista independiente Iván García. Dijo que el andamiaje de control político del Gobierno es una "barrera de contención difícil de superar". La gente en sus casas puede hablar de todo, pero si se huele que se gesta una protesta "en cada cuadra siempre hay un tipo que hace un informe al respecto". O sea, siempre hay un "trompetista" disponible.
¿Hasta cuándo?
Por Gustavo Pérez Firmat
Soy lo que fui, hace años, para siempre: un cubano de Miami, sin lengua pero deslenguado, que ha tenido la buena suerte y la mala fortuna de vivir casi toda su vida en un país libre, pero que no es el suyo, y de escribir su obra en dos idiomas, ninguno de los cuales en propiedad le pertenece. El exilio nos cambia, nos da la oportunidad o nos impone la obligación de convertirnos en otra persona, alguien que a veces no se nos parece. De ahí que, para mí, el hacer carrera de profesor y escritor más que un destino ha sido un desatino, una especie de falla, un accidente topográfico producido por los temblores que sacuden la isla donde nací. Soy escritor para dejar constancia que debí haber sido otra cosa. Hace años escribí un librito que titulé Equivocaciones. Y es que no escribo por vocación; escribo por equivocación. Meter la pata es mi condena. A decir verdad, yo nací con alma de almacenista, igual que mi padre y que mi abuelo—cuestión de libras en vez de libros, de arrobas en vez de arrobos, de joie de víveres.
El que padece la ausencia no es un perdedor, aunque haya perdido. Al perdedor algo le ha sucedido. Su pérdida es transitiva, tiene un complemento: alguna posesión, un ser querido, su país. La ausencia carece de transitividad. Al expresarse como verbo, deviene una acción reflexiva que recae sobre el sujeto: ausente es quien se ausenta. Y aunque un perdedor también puede perderse, el que se ausenta no se pierde. A veces sucede todo lo contrario y en la ausencia se halla a sí mismo. En un sentido estricto la ausencia es la pérdida de lo que nunca se tuvo, una pérdida en sí perdida. De ahí que su tesitura afectiva, como señala LaCapra, sea la melancolía en vez del luto (48).
Sucede, sin embargo, que una pérdida de mucha duración, que se hace crónica e irreversible, llega a experimentarse como ausencia. Para el perdedor a largo plazo, el objeto de la pérdida se desvanece, y lo que ya no se tiene se confunde con lo que nunca se tuvo. Cuando esto sucede, el luto por la pérdida se desliza hacia la melancolía por lo ausente—una melancolía sin fin, ya que no hay manera de restituir lo que nunca fue. Así ocurre, por ejemplo, en la obra de escritores cuyo destierro se prolonga por varias décadas, en particular si abandonaron su país natal muy jóvenes. Esta es la situación de los integrantes de la “primera generación cubanoamericana” (Rojas 26) o “la generación 1.5” (Pérez Firmat 18): Roberto Fernández, Cristina García, Carolina Hospital, Dionisio Martínez, Pablo Medina, Elías Miguel Muñoz, Achy Obejas, Virgil Suárez (entre otros). El saber de ausencia le imparte a la patria largamente perdida un carácter fantasmático, irreal. Más que un referente histórico es una figura de la imaginación. Como en la novela de Cristina García, Dreaming in Cuban (1992), Cuba no se recuerda, se sueña.Hace unos años hice una lectura de poesía en un centro para personas jubiladas cerca de Chapel Hill, el pueblo en Carolina del Norte donde vivo. Después de mi presentación se me acercó una señora para decirme que aunque no era cubana y había vivido toda su vida en el profundo sur, entendía los poemas que yo acababa de leer porque, en sus palabras, “aging is a process of exile.” O sea, envejecer es un exilio. Siempre he recordado esa frase, y con los años me he dado cuenta de que esa sexagenaria Scarlett O’Hara, teñida de rubio y vestida con shorcitos para jugar tennis, tenía razón.
En su juventud, el exiliado le apuesta al tiempo. Confía en que, con el tiempo, el destierro será redimido por el regreso. De ahí aquel brindis tantas veces repetido por los exiliados cubanos: “El año que viene estamos en Cuba.” Sin embargo (y hasta con embargo), a medida que el exiliado envejece, el tiempo, antes su cómplice, se le vuelve hostil. Empezamos a perder el tiempo, por así decirlo. Empezamos a sentir una falta de sincronía entre el tiempo de nuestras vidas y el tiempo de la historia. Nuestro tiempo, en el sentido histórico, ya no coincide con nuestro tiempo, en el sentido vital. Cuando esto sucede, en vez de vivir con tiempo, a tiempo, vivimos a destiempo.
Por supuesto, esta sensación de destiempo invade a todo el que llega a viejo. En mis cursos les digo a los estudiantes que no me hablen acerca de nada que haya ocurrido en los últimos diez o quince años porque no tengo la menor idea. El presente, la contemporaneidad, a ellos les pertenece. Ojalá la sepan aprovechar. En vez de ser contemporáneo de mis estudiantes. soy su destemporáneo. Compartimos la misma época pero no el mismo tiempo.
Para el exiliado, el destiempo, la destemporaneidad tiene repercusiones que van más allá del no estar al día, del proverbial despiste, ya que altera la definición misma del exilio. Envejecer en el exilio es también el envejecer del exilio. Como nosotros, el exilio tiene sus edades: su juventud, su madurez y su tercera edad. Y si hay achaques de la edad, también hay achaques de la edad del exilio, que nos dejan marcas no tan evidentes como las arrugas o las canas, pero no por ello menos reales. Cuando el exilio dura por décadas deja de ser un estado pasajero para convertirse en una condición crónica. Crónica en ambos sentidos: una condición sujeta al tiempo y tan irreversible como el propio envejecer. Al final de la película de Andy García, The Lost City, el protagonista, Fico Fellove, abandona la isla. Al llegar a Nueva York le dice a un americano: “I’m only impersonating an exile. I’m still in Cuba.” Es posible que todo el que ha abandonado su país, al llegar al destierro, piense igual que Fico Fellove y niegue la realidad del exilio. Pero enton pasan los años. Y al fin al cabo otra realidad se impone, la realidad de un de un exilio crónico, exilio duro por duradero, sin fin ni finalidad. La impostura ya no es máscara; es cara. Es más, es más cara.
Llegué a Miami con mi padres y mis hermanos el 24 de octubre de 1960 y nunca he vuelto a Cuba. Cuando llegué tenía 11 años; ya he cumplido 64. A medida que ha pasado el tiempo, el exilio ha ido acaparando una parte cada vez mayor de mi vida. Ya ocupa más de tres cuartas partes. Es como si la edad de mi exilio se fuera aproximando más y más a mi edad. A veces hasta me parece que algún día mi exilio y yo tendremos la misma edad. Ese día, el niño que vivió en el Reparto Kohly en La Habana y asistió a La Salle del Vedado habrá desaparecido por completo. Ese día, seré sólo exilio. Seré alguien que sabe que ha perdido algo pero que no sabe lo que es porque la época antes de la pérdida ya no existe.
Así es como se presentan los síntomas de un exilio perdurable. No es mero juego de palabras decir que el exiliado crónico es también un exiliado anacrónico. Después de tanto tiempo, lo que ya no se tiene se confunde con lo que nunca se tuvo, y lo que fue nostalgia se siente como melancolía. Supongamos que Fico Fellove todavía vive en Nueva York. ¿Cómo se describiría a sí mismo después de medio siglo de exilio? Dudo mucho que siga diciendo que el exilio es una impostura, que él todavía está en Cuba. Creo que diría que el exilio ha calado en lo más profundo de su ser. Tanto, que ya ni siquiera es un cubano exiliado. Es un exiliado cubano. Lo sustantivo es el exilio; lo adjetivo, la nacionalidad.
No sé en qué momento arribé a lo que en inglés se llama the point of no-return, modismo que para el exiliado cobra un significado inusitado. Sé que no fue una revelación súbita. Ocurrió poco a poco, casi insensiblemente. El primer atisbo coincidió con la invasión de Playa Girón. Cuando desperté para ir al colegio la mañana del 17 de abril de 1961 mi tío y mi padre estaban en el Florida Room de nuestra casa en Miami escuchando trasmisiones de onda corta, ambos convencidos de que la invasión iba a triunfar. Cuando no fue así, dejaron de hablar con tanto optimismo de un regreso inmediato a la isla. Lo mismo sucedió con la llamada crisis de los misiles. Y con los desembarcos de Alpha 66. Y con la fingida gestión de Alabau Trelles. Y con tantos otros momentos de esperanza y desengaño, booms and busts. El lema de mi padre, como el de tantos, era siempre: “Lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo.” Con el tiempo el lema se trocó en dilema: la cosa se ponía cada vez peor pero nada bueno salía de ello.
La última vez que me pareció que nuestro exilio tenía expiration date, fecha de vencimiento, fue a principios de los años 90, después de la caída del muro de Berlín. En uno de mis libros describo un concierto de Willy Chirino en el Dade County Auditorium que ocurrió en el verano del 1991. Chirino acababa de lanzar una canción que pronto se convirtió en himno: “Nuestro día ya viene llegando.” En ese momento sí nos parecía, en efecto, que el regreso era posible. Pero entonces, igual que antes, igual que siempre, empezaron a pasar los años y nuestro día no acababa de llegar. Llegaban, eso sí, más y más cubanos a las costas de la Florida.
Por esos años, además, mi familia entró en uno de esos ciclos de contracción que atribulan a todas las familias. Hay épocas cuando las familias crecen y otras épocas cuando las familias menguan. Durante nuestras primeras décadas de exilio, mi familia crecía. Los que éramos jóvenes nos casábamos y teníamos hijos. Los que ya no eran jóvenes, seguían tirando. Por esos años me parecía que nadie se moría en Miami. En los años noventa, la familia empezó a menguar. Primero los abuelos, después los tíos y las tías. Cuando mi padre falleció, hace justamente diez años, me di cuenta de que nuestro exilio era definitivo, que ya habíamos llegado al point of no return. La fecha de vencimiento nos había vencido. Si no había regreso para mi padre, tampoco podía haber regreso para mí. Orlando González Esteva tiene una frase que describe con precisión mis sentimientos: “El futuro ya pasó.” No digo que el futuro haya pasado para todos. Sólo digo que ha pasado para mí.
Cuando el futuro pasa, el tiempo se vuelve destiempo, o lo que es peor, contratiempo. El año que viene no vamos a estar en Cuba. El día que venía llegando no llegó. La esperanza de la espera se dirime en la sabiduría de que ya no hay motivo para seguir esperando. Ahora cuando pienso en Cuba, oigo la voz de mi padre, que ya no existe. Lo cual no quiere decir, claro, que yo no siga siendo cubano. Descreo de la asimilación, del desexilio, del ex-exilio o del post-exilio. Tampoco creo en un exilio que deviene diáspora o emigración. Pero sé que un exilio sin fin, que un exilio sin auxilio, ha cambiado mi relación con el país donde nací.
Hay tres palabras distintas para designar la condición de ser cubano--cubanidad, cubanía y cubaneo. En inglés, todas se traducen Cubanness, aunque no significan lo mismo. El término más antiguo y difundido es cubanidad, cuyos orígenes se remontan al despertar del sentir nacionalista en Cuba a principios del siglo XIX. En una conferencia del 1939, Fernando Ortiz define la cubanidad como “la condición genérica de cubano” (“Los factores humanos de la cubanidad” 166). El adjetivo es clave: la cubanidad es un atributo genérico. No admite individualización. En el sentido en que uso el término, designa un estado legal avalado por partidas de nacimiento y pasaportes, documentos que equiparan la nacionalidad con la ciudadanía. Esto quiere decir, sin embargo, que la cubanidad es la manifestación más precaria de la nacionalidad. Es posible ser cubano y no tener vínculos legales con Cuba. Lo opuesto también sucede: para reclamar cubanidad no es necesario haber nacido o haber sido criado en Cuba. Basta con una carta de naturalización.
El cubaneo es distinto. A diferencia de la cubanidad, prescinde del aval de documentos expedidos por un gobierno. En lugar, se manifiesta en todo un repertorio informal de gestos, gustos, costumbres, de maneras de hablar, pensar y sentir. En vez de nombrar un estado civil, el cubaneo designa un estado de ánimo—una actitud, un talante, cierta disposición afectiva. De ahí que el referente del cubaneo no sea un país—entidad política—sino un pueblo—conjunto social y cultural. Cabe añadir que el cubaneo no siempre ha sido bien visto, inclusive por los propios cubanos. Es el blanco de obras como Manual del perfecto sinvergüenza (1922) de José Muzaurrieta, La indagación del choteo (1928) de Jorge Mañach y El carácter cubano (1941) de Calixto Masó. Un reciente diccionario de cubanismos publicado en España define el cubaneo de esta manera: “Actitud despreocupada y superficial que se considera típica de los cubanos” (Diccionario del español en Cuba 169). Un ejemplo de esta actitud es la frase favorita de mi padre, “Jodido pero contento,” máxima que sabiamente supedita la jodedera a la jodedura. Como dijo no sé quién, a veces lo más profundo es la piel.
En efecto, el cubaneo dista mucho de ser superficial. O más bien, se trata de una actitud superficial que entraña un sentido profundo. Pues si la cubanidad designa pertenencia a una nación, el cubaneo denota algo igualmente significativo: pertenencia a una comunidad. Para el exiliado, el cubaneo ayuda a colmar el vacío creado por la separación. Es un antídoto contra la ausencia. Porque en el fondo esa informalidad efusiva y callejera—encarnada en el paradigmático apóstrofe callejero, “oye tú”—no es otra cosa que una manera de reanudar los vínculos rotos por el exilio. Como el “oye tú.” el cubaneo reclama comunicación, contacto. El slogan de un anuncio comercial en la Cuba que ya no existe preguntaba: “¿Hay ambiente, mi gente?” Como la cerveza Crystal, el cubaneo crea ambiente, mitiga el desconcierto de vivir en tierra extraña.
Llegamos entonces al tercer término, cubanía, una de esas pocas palabras con fecha de nacimiento, ya que fue acuñada por Fernando Ortiz en la conferencia que mencioné anteriormente, dictada en la Universidad de La Habana el 28 de noviembre de 1939. Desde entonces, “cubanía” y “cubanidad” tienden a usarse indistintamente, aunque Ortiz introdujo la nueva voz para discriminar entre ellas. La idea para el neologismo le llega a Ortiz de Miguel de Unamuno, que distinguía entre hispanidad e hispanía. Según Unamuno, igual que hay una diferencia entre humanidad, atributo genérico, y hombría, virtud individual, existe una distinción correspondiente entre hispanidad e hispanía.
Siguiendo los pasos de Unamuno, Ortiz define la cubanía como una cubanidad arraigada en el sentir del individuo. “Una cubanidad,” dice él, “sentida, consciente y deseada” (166). Por lo tanto, la cubanía no yace en una relación legal entre un ciudadano y su nación, ni tampoco en la relación de cordialidad entre cubanos. La cubanía forma parte de nuestra vida interior. No se convalida, se siente. No se expresa, se siente. Según Ortiz, estriba en “la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser” (166). Sucede entonces que la cubanía no depende de contingencias como el destierro o el destiempo, sino de un acto de voluntad, de una especie de añoranza, un querer ser (tal vez, un querer ser lo que ya no somos). A diferencia de la cubanidad, que remite a un país, y a diferencia del cubaneo, que remite a un pueblo, la cubanía encarna en algo más sutil e inefable: en una patria. Como en el conocido poema de Martí, “Cuba y la noche,” la patria es una presencia cordial e íntima, una posesión inconfiscable, un país que no se abandona y un pueblo poblado de noche.
La Constitución cubana del 1940 afirma: “El ciudadano tiene derecho a residir en su patria.” Y también tiene el derecho, digo yo, de que su patria resida en su interior. La cubanía es la manisfestación de lo cubano propia de los exiliados para quienes el único regreso posible es hacia adentro y no hacia atrás. Como dijera una vez el escritor español Vicente Llorens, los ojos del exiliado no ven lo que miran, sino lo que llevan dentro. La Cuba de la cubanía es una corazonada. Como tal, es mitad corazón y mitad nada.
No se me oculta que al fundar mi relación con Cuba en el concepto de cubanía me estoy evadiendo de la historia y hasta de la geografía de la isla. Reconozco que la Cuba de la cubanía guarda poca relación con el país que hace más de medio siglo padece la dictadura castrista. Tampoco se me oculta que en mi relación con Cuba hay un elemento de rencor. No es casualidad que en inglés destiempo es distemper, que quiere decir mal humor.
No sé si a otros cubanos exiliados les pasará lo mismo, pero en lo que se refiere a Cuba, reboto entre el apetito y el empalago. Hay épocas cuando mi mundo mental y sentimental gira alrededor de Cuba, centro de gravedad y ligereza. Pero hay otras épocas cuando me harto de todo lo que tenga que ver con Cuba. Entonces me canso de ser sombra de ese Pérez cualquiera que dejó su país siendo niño y hace más de treinta vive en un apartado lugar que en otro tiempo e idioma se hubiera llamado la Loma del Chaple, pero que aquí y ahora se llama Chapel Hill.
De más está decir que estos sentimientos encontrados, este vaivén entre apego y rechazo, love and hate, también se proyectan hacia el sujeto que los siente, hacia uno mismo, ya que si bien es verdad que, como dice Albita en una de sus canciones, no tenemos la culpa de haber nacido en Cuba, sí tenemos la culpa—los de aquí y los de allá y los del más allá—de que a Cuba le haya pasado lo que le pasó.
Ultimamente mi resguardo contra lo cubano, mi cura de Cuba, es un pueblecito que se llama Mayberry. Está ubicado en las montañas de Carolina del Norte. Tiene 1800 habitantes, o más bien residentes, la mayoría de los cuales, aún hoy en día, nunca ha viajado más allá de los límites del pueblo. Las grandes carreteras que criscruzan (digo, que atraviesan) los Estados Unidos no pasan por Mayberry. La razón es muy sencilla: Mayberry no existe. Es un lugar ficticio, la localidad donde transcurre un programa de televisión de los años 60, The Andy Griffith Show, del cual mi esposa Mary Anne y yo somos fans. Hace un par de años que me dedico a escribir un libro sobre este lugar sin límites. Me puse a trabajar en este proyecto durante uno de mis accesos de desamor patrio. Quería alejarme de Cuba, imaginar una vida no dañada por el exilio, una vida como la de los ciudadanos de Mayberry. Pero es una ambición irrealizable. Ni siquiera en Mayberry he podido olvidar quién soy y de dónde.
En uno de los episodios del programa, Barney Fife, el asistente del sheriff del pueblo, saluda a otro mayberriano diciéndole, en un español macarrónico, “Hola, amigo.” El otro le pregunta al sheriff: “Is he one of ours?” (“Mountain Wedding”). Si me hacen esa pregunta a mí, siempre tendré que responder que no. No soy uno de ellos. A pesar de su afabilidad, esa gente no es mi gente. A pesar de los 30 años que he vivido en el profundo sur, ese ambiente no es mi ambiente. No existe manera de tender un puente, ni aunque fuera un gran puente, entre Mayberry y el Reparto Kohly.
Cuba es una piel que no se muda, sobre todo cuando degenera en pellejo. Dice Dulce María Loynaz: “De las islas no se despide nadie para siempre” (Un verano en Tenerife 28). Y dice Tres Patines: “Por mucho que crezca, el bombín nunca llega a bombón.” Y no es que yo sea un bombín, ni mucho menos un bombón, but if the cap fits, wear it. Traducción en cubano: “Al que nació pa’ tamal, del cielo le caen las hojas.” En mi caso particular, son las hojas de los libros que me han hecho profesor inútil y escritor equivocado.
Obras citadas
Diccionario del español en Cuba. Coordinación de Gisela Cárdenas Molina, Antonio María Tristá Pérez, Reinhold Werner. Madrid: Gredos, 2000.
LaCapra, Dominick. Writing History, Writing Trauma. Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2001.
Loynaz, Dulce María. Un verano en Tenerife. Madrid: Aguilar, 1958.
“Mountain Wedding.’’ The Andy Griffith Show: Season Three, episode 31, written by Jim Fritzell and Everett Greenbaum, directed by Bob Sweeney, broadcast April 29, 1963.
Ortiz, Fernando. “Los factores humanos de la cubanidad.” Revista Bimestre Cubana 21 (1940): 161-86.
Pérez Firmat, Gustavo. Vidas en vilo. La cultura cubanoamericana. Madrid: Colibrí, 2000.
Rojas, Rafael. Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Barcelona: Anagrama, 2006.
The Lost City. Directed by Andy García. Performances by García, Dustin Hoffman, Inés Sastre and Bill Murray, CineSon, 2005.
(Publicado originalmente en el Anuario Histórico Cubanoamericano #1 (2017): 51-61.
El profesor y escritor Gustavo Pérez Firmat ha sido seleccionado para integrar The American Academy of Sciences and Letters, una institución dedicada a honrar la excelencia en la erudición en todas las disciplinas del mundo universitario moderno. En noviembre próximo será la ceremonia donde se honrará su labor. ¡Nuestras más calurosas felicitaciones al muy justamente galardonado colega!
Pérez Firmat es uno de los más importantes intelectuales del cubano del exilio. Sus libros Life on the Hyphen (1994) –traducido al español con el título Vidas en vilo (2000)– y Next Year in Cuba: A Cubano’s Coming of Age (1997), nominado al Premio Pulitzer de no ficción (El año que viene estamos en Cuba), entre otros, se consideran obras icónicas de la literatura cubanoamericana.
Apreciado por cubanos y angloparlantes por igual, ha recibido el reconocimiento de la Fundación John Simon Guggenheim, el Fondo Nacional para las Humanidades, el Consejo Americano de Sociedades Científicas, la Fundación Mellon, etc. En 1997, Newsweek lo incluyó entre los 100 estadounidenses a seguir para el siglo XXI y la revista Hispanic Business lo seleccionó como uno de los 100 hispanos más influyentes en los Estados Unidos. Pérez Firmat, además, apareció en el documental Cubamerican y en la serie de PBS Latino Americans del 2013.
Entre sus libros de investigación y crítica literaria y cultural vale citar: Idle Fictions (1982, 1993), Literature and Liminality (1986); Do the Americas Have a Common Literature (editor, 1990); The Cuban Condition (1989, 2006); Life on the Hyphen (1994, 2012); My Own Private Cuba (1999); Cincuenta lecciones de exilio y desexilio (2000; 2016); Vidas en vilo, 2000, 2015); Tongue Ties (2003); The Havana Habit (2010); A Cuban in Mayberry (2014).
También ha publicado varias colecciones de poesía en inglés y español: Carolina Cuban (1987); Equivocaciones (1989); Bilingual Blues (1995); Scar Tissue (2005); The Last Exile (2016); Sin lengua, deslenguado (2017), Viejo Verde (2019); la novela Anything but Love (2000). Life on the Hyphen recibió el Premio Nacional del Libro Eugene M. Kayden University Press en 1994 y recibió una Mención Honorífica en el Premio Katherine Singer Kovacs de la Modern Language Association y el Premio del Libro Bryce Wood de la Latin American Studies Association.
Por otra parte, otros de nuestros académicos han estado muy activos en el mes de mayo participando individualmente, o en forma colectiva, en importantes actividades para conmemorar la caída en combate de José Martí y celebrar un aniversario más de la fundación de la República de Cuba en 1902, así como escribiendo y publicando nuevos trabajos sobre tales efemérides. Entre ellos Julio Shiling, Arturo Cárdenas, Francisco Rodríguez, Eduardo Lolo y Luis Leonel León.
El ensayista y politólogo Julio M. Shiling es autor de catorce libros, incluyendo Dictaduras y sus paradigmas: ¿por qué algunas dictaduras se caen y otras no? (2013), que ya va por su tercera edición. Sus artículos y ensayos han aparecido en decenas de publicaciones impresas y electrónicas en los EE. UU., América Latina y Europa. Además, desde el 2006 viene dirigiendo Patria de Martí, un medio digital que reúne el trabajo de numerosos autores, en especial martianistas del Exilio. Patria de Martí, entre otros galardones, recibió el Premio Derechos Humanos Libertad 2015 por la Asociación por la Paz Continental (ASOPAZCO), una ONG española consagrada con la promoción de los derechos humanos en el mundo, así como el Premio Herencia de 2017 por su aporte a la cultura cubana, otorgado por la organización Cuban Cultural Heritage.
El historiador Santiago Cárdenas es además un destacado galeno llegado al exilio en 1992 como refugiado político. En Cuba, fue redactor de la publicación semanal jesuita Vida Cristiana (1956-1957) y, ya bajo la dictadura castrista, de las publicaciones clandestinas Ecos del Sínodo y El Pueblo de Dios como parte de su activismo religioso enfrentado al Totalitarismo, por lo cual sufrió persecución política. Una vez en los Estados Unidos, fue editor médico en las revistas Éxito y Viva Semanal, publicadas por el periódico Chicago Tribune. Además, ha sido comentador médico de familia en Radio Martí. Entre sus obras publicadas se destacan Nicea 325; Payá: el chivo; el hombre; el profeta; José Martí: viñetas de su vida y Rescatando a Juan Clemente Zenea en el exilio. Desde hace más de una década, escribe “Los Recuerdos de Santiaguito”, una columna de contenido historiográfico que aparece en la página digital de la Red Mundial de los Maristas.
El editor e historiador Frank Rodríguez llegó a los EE.UU. mediante la operación clandestina de salvamento de menores “Pedro Pan”, epopeya de la cual se ha convertido en uno de sus más destacados historiadores, como lo demuestra su obra Pedro Pan Memoir Pancho Montana (1983). Más allá de ese tema que le es tan cercano, sus publicaciones historiográficas incluyen su labor como editor de Cubans an Epic Journey: A Struggle for Truth and Freedom (2022) –traducido al español y publicado el mismo año– y Cuba: Chronological History (2022). Además, es coautor, junto a Carlos Alberto Montaner, de USA in the World (2004), una serie de ensayos de ciencias políticas. Profesionalmente, ha ocupado diversos cargos ejecutivos en importantes compañías editoriales. En la actualidad, se desempeña como Administrador del Museo Americano de la Diáspora Cubana con sede en Miami, lo cual alterna con sus presentaciones en diversos medios como analista político especializado, fundamentalmente, en temas cubanos.
Eduardo Lolo fue uno de sus fundadores y primer presidente de nuestra institución, donde todavía funge como editor del Anuario Histórico Cubanoamericano. Es autor de más de una docena de libros, casi todos disponibles en Amazon, entre ellos Las trampas del tiempo y sus memorias (1990, 2024) Premio Letras de Oro de Ensayo concedido por un jurado internacional presidido por Camilo José Cela, así como tres compilaciones de estudios sobre la vida y obra de José Martí. Su más reciente obra se titula El Asesinato de la Historia o Crimen en el Occidente Express (2024), publicado por nuestra Academia. Miembro Numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y Académico Correspondiente en los EE. UU. de la Real Academia Española (RAE). Comendador Gran Placa de la Imperial Orden Hispánica de Carlos V de la Sociedad Heráldica Española, etc.
Otros han realizado actividades fuera de Estados Unidos, entre ellos Luis Leonel León, escritor, periodista y realizador de documentales y series historiográficas –Brigada 2506 héroes cubanos, Mariel 40 años–, fundador de la editorial Colección Fugas y la revista El Nuevo Conservador, quien viajó a España para presentar algunos de sus filmes en el Real Círculo Artístico de Barcelona, junto al también cineasta Orlando Jiménez Leal –autor de clásicos del cine cubano del exilio como La otra Cuba, 8A y El Super–, el escritor Néstor Díaz de Villegas y otros intelectuales cubanos y europeos.