Wednesday, January 15, 2025

“Soy una optimista profesional: sigo pensando que Cuba tiene arreglo”*

Ileana Fuentes 

Por William Navarrete

Hubiera podido conocer a Ileana Fuentes en 1995, durante uno de mis primeros viajes a Miami, en que recorriendo la avenida 12 de La Pequeña Habana descubrí que existía un museo cubano en la ciudad. Mi curiosidad me llevó a visitarlo y recuerdo perfectamente el cuadro de Juan Abreu que allí se exhibía. Ahora, al entrevistar a Ileana, me entero de que fue ella quien organizó aquella exposición, la primera que organizaba como directora de un museo que había tenido no pocos percances desde que había sido fundado. Siempre me ha gustado debatir con Ileana Fuentes, como se dice, a chaqueta quitada. Una vez mantuvimos una polémica por correo electrónico por una portada de un libro en homenaje al centenario de la República Cubana que yo había coordinado desde París y para el que el pintor Ramón Alejandro había dibujado una portada que a Ileana le pareció poco apropiada por razones que ahora sería un poco largo precisar. Aquella disputa intelectual no hizo mellas en nuestra amistad. Al contrario, seguimos intercambiando y colaborando cada vez que la ocasión se presenta. No podía dejar a Ileana Fuentes fuera de esta serie de entrevistas. Sus aportes han sido esenciales para la cultura cubanoamericana en el exilio; sus libros, una referencia para investigadores y estudiosos. Mejor dejemos que sea ella quien nos cuente su larga trayectoria al servicio de la Cuba libre con la que muchos seguimos soñando.

―Cuéntanos de tus orígenes familiares.


―Nací en La Habana, en la clínica de la Quinta Covadonga. Mis abuelos paternos emigraron de Asturias a Cuba a principios del siglo XX. Los maternos lo hicieron de Galicia. Mis padres nacieron en Cuba. Mi padre, Juan Fuentes Pérez, nació en La Habana en 1909. Fue músico y maraquero del primer Conjunto Casino en la década de 1930. Se le conocía con el nombre artístico de “Bolita” y compuso varios temas en colaboración con otros músicos, canciones como como Con la lengua afuera o la guaracha A mí qué, grabados por la RCA Victor junto a Roberto Espí, Esteban Grau y otros. Se casó con mi madre en 1947; ya en esa época había dejado la música y era sastre de la Casa Cofiño, sita en la calle Neptuno, en La Habana.

Ermitas Ramos Vázquez, mi madre, era habanera, nacida en 1922, la más joven de siete hijos. Era doctora en Pedagogía y maestra de la escuela pública N° 8 de Guanabacoa. Fui hija única y en el momento de mi llegada al mundo mis padres vivían en la calle Ánimas, de La Habana Vieja. Luego nos mudamos para Concordia, entre Escobar y Lealtad, y en 1958 para el Ensanche de La Habana, calle Montoro N° 13, entre Carlos III y Lugareño, a cuatro cuadras de la Plaza Cívica, entonces en construcción.
Con su madre, Ermitas, y su padre, Juan, en La Habana, ca. 1956 (Foto: Cortesía)

―¿Dónde cursaste tu primera escolaridad?

―Estudié en el American Dominican Academy o colegio de las Dominicas Americanas (que no debe confundirse con el de las Dominicas Francesas, también en El Vedado). Se encontraba en la calle 5ta. y D, al doblar del teatro Auditórium de El Vedado, en lo que había sido la última residencia de Máximo Gómez. Ocupaba gran parte de una manzana en un edificio antiguo de dos pisos, con unos enormes patios centrales y jardines llenos de recovecos, enormes árboles y plantas tropicales.

Tras el triunfo del castrismo, nacionalizada ya la escuela, la convirtieron en los camerinos del Ballet Nacional de Cuba. Estudié en ese colegio toda la primaria hasta el octavo grado. Las clases eran en español con una sesión en inglés. Luego, el bachillerato se cursaba en inglés. También había profesoras laicas; todas las jefas de grado lo eran. El octavo grado no lo terminé porque mis padres me sacaron de la escuela después de que fuera intervenida. En octubre de 1960 salí definitivamente del país.
Primera comunión en Las Dominicas, La Habana, 15 de abril de 1956. Sentadas, de izq. a der., Carlota Pérez y Carmen Vázquez. Detrás las tías Carmen Ramos, Celia Ramos, Josefina Souto y su madre (Foto: Cortesía)

―¿Tu familia militó contra Batista? ¿En qué condiciones les sorprendió a ustedes el triunfo de 1959?

―A pesar de ser única hija, mi familia era numerosa. Vivíamos con mi abuela materna, Carmen Vázquez, mi tío Pepe y mi tía Celia, que era mi madrina. Como muchos de los que eran demócratas convencidos, mi padre vendió bonos del Movimiento 26 de Julio mientras trabajaba en la Sastrería Cofiño, entre 1957 y 1958. Había conocido a Fidel Castro en las filas del Partido Ortodoxo y recordaba muy bien al personaje.

El 1° de enero de 1959 nos sorprendió en casa pues, aunque los mayores tenían la costumbre de salir a festejar el 31 de diciembre, la situación estaba demasiado tensa para salir a esperar el año nuevo en algún cabaret. A las 5:00 de la mañana nos sorprendió la algarabía de la calle y todos nos levantamos. Se vivieron momentos de mucha ansiedad pues poco después empezaron a liberar a los presos sin tener en cuenta los motivos por los que habían sido encarcelados. El 8 de enero entró el Ejército Rebelde con Fidel Castro al frente a la capital. Me daba miedo ver a toda aquella gente vestida de verde olivo y con rosarios que les colgaban del cuello.

Los juicios populares empezaron poco después. Recuerdo perfectamente el que le hicieron a Sosa Blanco, transmitido por la televisión. Podíamos darnos cuenta de que todo aquello era un circo romano; la gente gritando “Paredón”. Después de esto nada volvió a la normalidad, aunque todo pareció retomar su curso, al menos durante un año más.

―¿En qué momento se dan cuenta que el país había caído en manos de una nueva dictadura?

―Como dije ya, mi padre conocía a Fidel Castro desde la fundación del Partido Ortodoxo. Fidel había aspirado a representante de la Cámara cubana. De modo que mi padre se dio cuenta de todo enseguida. Su esperanza no era otra cosa que la negación de que todo hubiese sido en vano. Mi abuela Carmen y él fueron los últimos en sentarse a escuchar los discursos del “Máximo Líder”. Recuerdo en particular uno en 1960 que duró siete horas en el que Castro empezó a hablar del apoyo que habían recibido los rebeldes y mi abuela Carmen empezó a gritarle mentiroso y de rabia apagó el televisor. Entonces le dijo a mi padre: “Juanito, esto se acabó”.

―¿En qué momento tus padres tomaron la decisión de irse del país y por qué?

―Hubo tres detonantes. El primero fue el hecho de que habían intervenido las escuelas privadas, como la de las Dominicas en la que yo estaba estudiando. Y las interventoras eran las mismas maestras de antes, pero esta vez vestidas con uniformes de milicianas.

La segunda razón fue la Campaña de Alfabetización. Sabíamos que habían reclutado a menores para la Brigada Conrado Benítez, para que participaran en dicha campaña y obligaron a los maestros de las escuelas públicas a inscribirse como voluntarios. Entonces, como mi madre trabajaba en una escuela de este tipo, tuvo que alfabetizar a personas en otros barrios después de que terminaba su jornada laboral. Nos contaba que en las aulas habían asignado a dos milicianos, sentados detrás, con un rifle en la mano cuya misión era vigilar el contenido de lo impartido. Entre los milicianos haciendo posta, y el currículo de alfabetización que enseñaba que la “F” era de Fidel y la “C” de Camilo, mi madre no pudo con aquello.

La tercera razón fue el miedo de los padres a que enviaran a sus hijos a alfabetizar a lugares recónditos. Había una alarma generalizada por la subversión de la autoridad parental. Cuando nacionalizaron las escuelas hicieron circular una carta que los alumnos debieron firmar mediante el cual se comprometían a estudiar en otro país aún sin la autorización de sus padres.

Además de esto, durante la invasión de bahía de Cochinos apresaron a mi tío Carlos y estuvo tres semanas desaparecido. Mi tía Carmita, embarazada, mi madrina Celia y mi madre estuvieron buscándolo mucho tiempo hasta que dieron con él en el Castillo del Príncipe. Cuando lo soltaron estaba esquelético y pesaba 22 libras menos.

En resumidas cuentas, ni los menores teníamos escuela, ni Carlos tenía trabajo ya y todos sabían que aquello terminaría muy mal.

―¿Cómo sales de Cuba?

―A mediados de 1960 comenzaron a hacerse los trámites para sacar a menores de edad solos, sin sus padres, de Cuba. Polita Grau, sobrina del expresidente Ramón Grau San Martín, fue una de las principales promotoras de aquella acción que se concretó con la operación llamada “Pedro Pan”. Entre diciembre de 1960 y octubre de 1962 salimos 14.048 menores de Cuba, una cifra muy superior a la de los niños judíos puestos a salvo en Europa durante la Segunda Guerra Mundial en lo que se llamó “Kindertransport”. Fui parte de esa operación y salí de la Isla con mi primo Carlos Manuel, hijo de mis tíos Carmen Ramos y Carlos García, el 20 de octubre de 1961. Tenía 13 años y mi primo seis.

―¿Dónde caíste?

―Caí en lo que habían sido barracas del ejército americano que se encontraban en el Kendall Camp, área actual de Kendall, una zona que era pura maleza, pantano, cocodrilos y mosquitos, pues Miami terminaba en la avenida 57. Allí fuimos alojadas miles de muchachas según íbamos llegando de Cuba. Estuve en esas barracas dos semanas hasta que me reubicaron en Denver (Colorado), en un orfanato católico. Conmigo fueron cinco las reubicadas en ese lugar; en total a Denver fueron más de 200 muchachas entre 1961 y 1962. Viví ocho meses y medio en Denver pues mi familia fue saliendo poco a poco rumbo a Nueva York gracias a que un hermano de mi madre vivía en esta ciudad desde los años 40. Él fue el que nos reclamó a todos entre 1961 y 1966.

Mi madre, mi tío Carlos y mi prima Carmencita salieron en noviembre vía México. En enero de 1962 salieron tía Carmita con su bebé y en febrero salió mi padre. Todos fueron a vivir a Nueva York. De pronto, eran 12 personas en una casa para cuatro. Me quedé en el orfanato hasta el 14 de junio de 1962. En aquella casa no cabía ni una hormiga.
En la azotea del orfelinato Queen of Heaven, Denver, Colorado, 1962 (Foto: Cortesía)

―¿Cómo fue tu vida en ese orfanato de monjas?

―Eran monjas de la Caridad de la orden fundada por la madre Cabrini. En realidad, las hermanas eran muy estrictas. Esos orfanatos habían sido el resultado de la depresión económica de 1929 y ya en la década de 1960 todos estaban medio vacíos. Eran incosteables y no había suficientes huérfanos para poblarlos. El programa de Pedro Pan les benefició mucho porque el gobierno federal les daba dinero por cada niña o niño cubano. Yo creo que los “pedropanes” que peor la pasaron fueron aquellos que fueron colocados en hogares adoptivos, pues había menos control de lo que les pudiera pasar. En el orfanato me enviaron a cursar los estudios secundarios junto a otras seis compañeras en la escuela Skinner Junior High que se encontraba a una milla de distancia y a la que íbamos caminando a veces con hasta un pie de nieve acumulada.

―¿En qué momento logras reunirte con tus padres y en qué condiciones?

―No fue hasta junio de 1962 que mis padres pudieron sacarme del orfanato. Para la fecha ya se habían mudado para un apartamento en Washington Heights, en Nueva York. Vivíamos ocho personas bajo un mismo un techo. Cuando intentaron inscribirme en una escuela secundaria de las mismas monjas de la Caridad que quedaba cerca de nuestra casa me hicieron repetir el noveno grado por las malas notas que traía de Denver. Después de todo me alegré porque eso me permitió mejorar el inglés. Allí cursé los cuatro años de secundaria y me gradué con honores.

―¿Fuiste a la universidad después?

―Después del bachillerato entré en la universidad privada Fordham, una institución jesuita de Nueva York. Estudié Premédica y como requisito seis asignaturas: Cálculo, Biología, Química, Alemán, Sociología y Física. Aquello era el reino del machismo, pues Fordham había sido una universidad exclusiva de varones hasta 1963, de modo que, en septiembre de 1966, cuando yo entré, había cientos de varones y menos de 50 hembras. Las clases de Biología y Química eran de 25 varones y tres o cuatro hembras. Fue una etapa muy difícil. ¡Te podrás imaginar!

Duré tres años en Premédica y al cabo de ese tiempo dije: “Ni una disección de animal muerto más!”. Pedí una licencia académica y me di de baja. A los 21 años me fui a trabajar y estuve dos enseñando en una escuela secundaria. Y cuando me sentí que estaba lista regresé a estudiar Historia en la misma Fordham, donde, además, conseguí un trabajo. De modo que la matrícula no me costaba nada porque trabajaba donde mismo estudiaba. Saqué mi licenciatura en Historia en 1973.

―La Ileana que yo conocí hace más de dos décadas estaba ya muy activa en los temas relacionados con la democratización de Cuba ¿En qué momento empezaste a militar por esta causa?

―En los años 1967-1969 existían varios grupos de cubanos exiliados en Nueva York que trataban de derrocar al castrismo. Abdala, la agrupación de cubanos jóvenes fundada por Gustavo Marín, se inició en esa época. Un día me encontré con Iván Acosta, un estudiante cubano de New York University que vivía cerca de mi casa. Iván me propuso entonces asistir a una reunión de unos 300 estudiantes universitarios cubanos del área metropolitana en la que se hablaría sobre qué hacer con respecto al futuro de Cuba. Asistí a esa reunión, y al rato de comenzada, Iván me tocó el hombro y me propuso que dijera algo. Fui la penúltima en dirigirme al público y lo que dije lo publiqué después en mi libro Cuba sin caudillo (Linden Lane Press, Princeton, 1994). Tenía 20 años y dije que había asistido a esa reunión buscando una respuesta y me marchaba como mismo había venido.

Me empecé a involucrar poco a poco con diferentes personas y a participar en actividades. Mi padre me acompañaba a casi todo. De aquellas reuniones salieron muchas amistades. Todavía teníamos muchas esperanzas en que algo iba a suceder, aunque ahora, visto con la distancia del tiempo, me doy cuenta de que todo era pura ilusión. ¡Y aquí estamos 65 años después!

―En esa época empezaron algunos exiliados a ir a Cuba invitados por el propio régimen a un diálogo con las autoridades. ¿No te invitaron?

―Por supuesto que me invitaron y me negué. No tenía deseos de participar en un monólogo. No quise hacerle el juego al régimen ni caer en su trampa, de lo cual no me arrepiento. Es cierto que los que fueron al diálogo consiguieron que empezaran los viajes de la comunidad en exilio a Cuba y se liberaron a muchos presos políticos. Pero también generaron el primer gran cisma del exilio cubano. A pesar de ese cisma, las amistades perduraron con el tiempo, como con Iraida Iturralde y Adriana Méndez Rodena, entre otras. Muchos de quienes participaron en aquellos diálogos han reconocido el fracaso de la empresa y el hecho de que esa acción dinamitó la unidad del exilio.

Hubo también brigadas como Venceremos con los Maceítos cuyos miembros achacaban a sus padres el haberlos sacado de la Isla de niños. Algunos habían sido “pedropanes” como yo y a muchos les comieron el cerebro haciéndoles creer que todo había sido manipulación del Departamento de Estado estadounidense y de la CIA, y un error de sus padres. Es algo que nunca se ha podido probar y el tiempo ha dado la razón a los padres que supieron que con el régimen la única opción posible había sido aquella.

―¿Empezaste a trabajar entonces directamente con el tema cubano?

―Entre 1971 y 1973 terminé mi licenciatura y trabajé en el Departamento de Documentación Comercial de un banco internacional durante un año. A fines de 1975, me volví a encontrar con Iván Acosta, que para entonces había fundado el Centro Cultural Cubano en la avenida 11 y la calle 51, en Nueva York. Ya habían montado la pieza teatral Los gusanos. Dos meses después le dije a mi jefe en el banco que me iba de voluntaria a trabajar a un centro cultural y me convertí en administradora de dicho centro. Mi padre puso el grito en el cielo. Recuerdo que todos los sábados me ponía, debajo de la almohada, 25 dólares para mis pequeños gastos. Así estuve hasta que en 1977 empecé a trabajar en un programa federal de empleo de artistas como directora de campo.

―Creo que buena parte de tu labor por la cultura cubana en el exilio la hiciste desde la universidad Rutgers, en Nueva Jersey. ¿Puedes contarnos sobre este periodo?

―En efecto, fue dirigiendo la Oficina de Artes Hispanas de esta universidad que ideé el proyecto “Outside Cuba/Fuera de Cuba” (1985-1989). Surgió estando yo en una conferencia en 1982 en la que me puse a conversar con la artista exiliada Inverna Lockpez y a quejarnos de lo muy atrevida que nos parecía la generación Mariel cuando decían que habían sido ellos los que trajeron la cultura cubana al exilio. Entonces recuerdo que le dije a Inverna: “El problema es que nosotros, los que llegamos mucho antes, nunca hemos hecho nada por que nos conozcan y reconozcan”. Fue en ese momento que inventé “Outside Cuba”.

John Bettenbender, mi decano, me apoyó totalmente. Era un proyecto que deseaba mostrar que había una cultura cubana libre en el exilio desde la década de 1960. El proyecto incluía una exposición itinerante de arte y, por otra parte, una conferencia internacional sobre literatura. Dividimos a los artistas por generaciones, desde Cundo Bermúdez, Rafael Soriano, José Mijares, Jorge Camacho, Zilia Sánchez, Agustín Fernández, Carmen Herrera, Juan Boza hasta artistas que entonces eran más jóvenes como Jorge Pardo, Connie Lloveras, Humberto Calzada, Silvia Lizama, Tony Labat, Gustavo Ojeda, María Martínez Cañas, etc. En total eran 47 artistas del exilio escogidos entre unos 200 expedientes (en la época internet no existía) que nos facilitó la fundación CINTAS. La selección tenía que ser unánime, o sea que los tres curadores de la exposición (Ricardo Pau-Llosa, Ricardo Viera y la propia Inverna Lockpez) tenían que estar de acuerdo. Así fue como organizamos la exposición inaugurada en el museo Zimmerli de la Universidad Rutgers de Nueva Jersey el 22 de marzo de 1987, y el catálogo ―libro bilingüe de 367 páginas que es de consulta obligatoria― fue impreso en 1989. El vernissage fue apoteósico y hasta el gobernador del estado asistió. Viajamos con la muestra durante dos años a Nueva York, Ohio, Ponce (Puerto Rico), Miami y Atlanta.

Conferencia internacional de literatura cubana en exilio “Desde el Niágara hasta El Mariel”, octubre de 1988 en Rutgers University, New Brunswick (Foto: Cortesía)

―Te mudaste a Miami a mediados de la década de 1990. ¿Qué te motivó a dejar Nueva Jersey?

―Mis relaciones en la Universidad se habían deteriorado pues las prioridades y los enfoques sobre las minorías habían cambiado y durante todo 1994 me hicieron la vida imposible por ser cubana exiliada y anticomunista. Mi puesto se lo otorgaron a una administradora puertorriqueña. Le puse una demanda a la Universidad por discriminación.

Ese mismo año durante un viaje a Miami en el que vine a dictar una conferencia sobre la mujer cubana conocí a la abogada María Cristina del Valle, quien había sido elegida presidenta de la junta del Museo Cubano. Fue ella quien me propuso dirigirlo.

―Se ha hablado mucho de ese Museo Cubano que ha pasado por varias etapas. ¿Puedes contarnos sobre él y de tu participación en la institución?

―El primer museo se llamaba Museo Cubano de Arte y Cultura y contaba en su junta con personalidades del exilio como Margarita Ruiz, Mignon Medrano, Ofelia Tabares, Ana Rosa Núñez y Luis Batifoll. Radicaba en una casita del Southwest sita en la calle 13 y la 12 avenida. La idea original había sido de Mignon porque quería dotar al exilio de una institución que permitiera poner demandas contra el Gobierno de Cuba por el tráfico de obras de arte que habían sido confiscadas a sus propietarios al salir de Cuba o, simplemente, que formaban parte del patrimonio nacional. Ya Cuba había vendido en subastas cuadros de Joaquín Sorolla que eran patrimonios del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, entre otras.

La empresa fue un fiasco. Cuando el Museo organizó exposiciones de artistas que habían permanecido en Cuba como Amelia Peláez o acólitos del régimen como Mariano Rodríguez que había sido incluso fundador y primer presidente de la Sección de Artes Plásticas de la oficialista UNEAC hasta 1963, hasta bombas se pusieron en la entrada del Museo para sabotear aquella exposición.

El caso es que para sufragar gastos el Museo comenzó a hacer subastas de arte, algo que, como sabemos, no es de la competencia de ningún museo del mundo. El cisma generado por el escándalo de sucesivos errores duró unos 10 años hasta que en 1994 se renovó la junta con gente más joven.

Fue entonces que, durante mi conferencia, en cuyo panel estaban también Huber Matos hijo (representando a Cuba Independiente y Democrática) y Domingo Moreira (representando a la Fundación Nacional Cubano Americana), y en la que yo me había debatido contra el machismo imperante, se me acercó María Cristina del Valle y me dijo: “Nos haces mucha falta en Miami y, en particular, en el Museo”.

―Empezó entonces tu nueva vida en la capital del exilio y dirigiendo esta institución…

―María Cristina vino a verme a Nueva Jersey, a ofrecerme formalmente la dirección del Museo, y yo le dije que estaba de acuerdo, pero necesitaba un salario y hacer una mudanza con mi hija menor para Miami. Aunque el Museo no tenía dinero, la Junta sacó entonces un préstamo de 30.000 dólares, avalado por seis de sus directivos, para pagar salarios y cosas básicas. Mis padres se mudaron también para Miami seis meses después. Aquel “museo” en realidad era una casita cayéndose a pedazos, con alfombras malolientes y cucarachas muertas debajo, comején por los cuatro costados; no tenía casi luces, y no tenía una colección de arte. Un auténtico desastre. Contaba con cinco salones y uno de estos se utilizaba como almacén y estaba abarrotado de obras tiradas al descuido y muchas de ellas dañadas o en mal estado.

Me dieron ganas de salir huyendo y regresar a Nueva Jersey. Pero me quedé, encomendándome a las once mil vírgenes para que me alumbraran el camino y me dieran fuerzas.

El 5 de enero de 1995 empezó entonces la segunda etapa del Museo, ahora como Museo Cubano solamente. Recluté a cubanos que habían llegado a Miami a través de la Base Naval de Guantánamo para que prestaran brazos en todo lo que había que arreglar. La primera exposición se inauguró el 20 de mayo de ese año con artistas cubanos del exilio como César Trasobares, Juan Abreu, Baruj Salinas, María Martínez-Cañas, Mario Bencomo, Humberto Calzada, Susana Sorí, Gay García, Juan “Sí” Rodríguez, María Brito, Pablo Cano, entre otros. Imagínate, yo los conocía a casi todos gracias a mi proyecto “Outside Cuba” y cuando se enteraron de que era yo quien iba a dirigir el Museo su apoyo fue total.

Pero, al final, en menos de un año se acabaron los fondos, no dio tiempo a recaudar recursos o solicitar grants, y no pudimos seguir. Por suerte, como había logrado una compensación por daños con mi demanda a la Universidad, pude instalarme en Miami y empezar de nuevo.
Ileana y su hija, Carisa Perez-Fuentes, en representación de la REDFEM durante una sesión de varias ONG en Naciones Unidas, Nueva York, ca. 2005 (Foto: Cortesía)


―Tu labor sobre temas relacionados con el feminismo es muy conocida. Has estado siempre muy activa al respecto. Cuéntanos algo de tu labor en este ámbito.

―Cuando vivía en Nueva Jersey, inicié con Iraida Iturralde, Lourdes Gil, Margarita García y Belkis Cuza, entre otras, la Fundación de la Mujer Cubana (que dejé cuando me trasladé para Miami). El día 10 de febrero de 1990, en una conferencia sobre Cuba en Union City, Nueva Jersey, elaboré por primera vez en público mi óptica feminista acerca de la problemática cubana en la ponencia titulada “Hacia la erradicación del machismo de la vida cubana”. Fue un verdadero escándalo. Belkis Cuza, editora de Linden Lane Magazine, publicó el trabajo.

No fue hasta 2003 en Miami que, junto a mi amiga la neuróloga Sandra Gómez y la abogada Ofelia Nardo, fundé REDFEM, la Red Feminista Cubana, una ONG que funcionó incluso dentro de Cuba hasta 2011 con mujeres activistas de derechos humanos.

A través de REDFEM aportamos asistencia humanitaria tras el paso de ciclones por la Isla. Como en esa época comenzaron a permitir el cuentapropismo en Cuba, comenzamos a ayudar a que mujeres emprendedoras pudieran crear sus propios micronegocios. Creamos casas de lectura dirigidas por mujeres y entre 2004 y 2011 hicimos una gran labor docente sobre derechos humanos y feminismo porque en Cuba no existían precedentes de acciones de este tipo, llevadas a cabo por una ONG feminista, a la excepción de FLAMUR (Federación Latinoamericana de Mujeres Rurales) que se ocupaba de las mujeres del ámbito rural bajo el incansable liderazgo de Magdelivia Hidalgo. REDFEM desmontó la idea de que Vilma Espín y la Federación de Mujeres Cubanas eran feministas y mostró a Espín como lo que era: una gran burguesa al servicio del machismo militar cubano.

―Pero vuelve a surgir la idea del Museo Cubano…

―Ofelia Tabares había vuelto a la carga y en 2007 decidió intentar reorganizar el Museo Cubano. Para ello, la directiva disponía de un viejo edificio que había sido sede de la ópera en Coral Way y la avenida 12, pero estaba prácticamente en ruinas y había que reconstruirlo. El condado Miami-Dade concedió 10 millones de dólares para su compra y remodelación y se contrató a la compañía de arquitectos Rodríguez and Quiroga Architects Chartered para ello.

La directiva del Museo me propuso un contrato de consultora cultural y trabajé intensamente para que la institución volviera a abrir con una sede por todo lo alto. Y también le cambiamos el nombre a Museo Americano de la Diáspora Cubana pues nuestra pretensión era que la institución fuera reconocida y acreditada por la Asociación Americana de Museos y pudiera unirse a la prestigiosa Smithsonian Institution. Montamos un teatro fabuloso y dos pisos de galerías espectaculares; rescatamos aquel edificio que estaba casi perdido. Finalmente, después de muchas peripecias, pudimos inaugurarlo en octubre de 2016 con una exposición retrospectiva de la obra del reconocido artista cubanoamericano Luis Cruz-Azaceta.

Hicimos muchas actividades. Luego preparamos una muestra colectiva de nueve artistas y empezamos a traer grupos escolares para promover el arte y la cultura cubana entre los niños. El condado aportaba fondos y eso nos permitió organizar en octubre de 2018 una gran exposición de homenaje a Celia Cruz, en colaboración con la fundación que se ocupa de la obra de la artista. Asistieron más de 1.000 personas el día de la inauguración. La gente no cabía dentro. Menos mal que planificamos una recepción al aire libre en la fabulosa azotea del edificio.

Mi labor en el Museo terminó en enero de 2019 cuando hubo un cambio de dirección. Ese fue el año en que tuve que colgar el sable. Durante dos años no hubo director ejecutivo y luego vino la pandemia. Mantengo contacto con algunos artistas e intelectuales ―soy miembro del PEN Club de Escritores Cubanos del Exilio y de la Academia de Historia Cubana en Exilio―, pero estoy totalmente desvinculada del actual museo.

Academia de Historia de Cuba en el Exilio, Miami, 16 de diciembre de 2023. De izq. a der., Armando Valladares, José Albertini, Ernesto Díaz Rodríguez, Ileana Fuentes y el Dr. Eduardo Lolo (Foto: Cortesía)

―¿Qué has hecho después? ¿Qué crees del futuro de Cuba?

―Desde 2019 regresé a mi escritura y empecé a redactar mis memorias de “pedropan” tituladas Retrato de Wendy y que abarcan entre 1955 y 1970. Están escritas en inglés y en español. Es importante que se publiquen estas historias personales, que son parte de la historia de Cuba y del exilio, especialmente las memorias de las mujeres. Hay muchas historias masculinas ya contadas. Hay que aumentar las voces femeninas como documentación de nuestra realidad.

Como soy una optimista profesional sigo pensando que Cuba tiene arreglo, que a las mujeres les reconocerán plenamente sus derechos, que se acabarán los feminicidios, que la Isla será un día un país democrático sin un solo preso o presa por razones políticas, un país donde se respeten los derechos humanos, y que esa gentuza terminará por abandonar el poder.

No obstante, no es menos cierto que el daño no ha sido solo físico, sino moral. Ha sido un daño enorme que implica la pérdida de ética y de valores elementales durante más de seis décadas. Mi visión optimista de Cuba, que confieso persiste, es casi más un acto de wishful thinking que de reflexión realista de lo que tenemos por delante.

*Tomado de Cubanet

Sunday, January 12, 2025

Bajo la memoria, más allá de la nostalgia y el desarraigo*

Por Manuel C. Díaz 


El 23 de abril de 2009, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, el escritor catalán Juan Marsé recibió el Premio Cervantes. En su discurso de aceptación expresó lo siguiente: “Imaginación y memoria, para un autor, son dos palabras que van siempre entrelazadas, y a menudo resulta difícil separarlas”. Una afirmación que ha sido compartida, aunque de diferentes formas, por otros muchos autores. Entre ellos, Mario Vargas Llosa, quien en una entrevista dijo que todo lo que ha escrito “siempre ha comenzado con una experiencia vivida”.
Y eso es, justamente, lo que ha venido haciendo desde hace ya algún tiempo el escritor Luis de la Paz. Una prueba de ello es, Bajo la memoria (Ediciones La Gota de Agua, 2024), su más reciente libro. Y es que los doce relatos que lo componen -incluidos seis que compiten en extensión con los de Monterroso- son nacidos a partir de sus experiencias, tanto las vividas en Cuba como en el exilio.
 
Así, en el titulado "Los recién llegados", un matrimonio joven trata de abrirse paso en su nuevo país. Un día, regresando de la panadería al pequeño apartamento en el que vivían, vieron que de una casa sacaban un colchón para que se lo llevase la basura: “Julio le pidió a su esposa que permaneciera en el lugar sin moverse en lo que buscaba algo para transportarlo. Párate aquí y si te preguntan diles que es tuyo”. Cuando Julio regresa con un carrito de supermercado la narración, de repente, se adentra en lo fantástico. Su esposa había desaparecido y el tiempo real ya no era el mismo. Ni tampoco el espacio en el que ahora coexistían universos paralelos: “Miró hacia lo lejos y vio edificios nuevos, altos y esplendorosos que se perdían en una maraña de torres”. Su antiguo barrio, aquel de las pequeñas casas de estuco en las que malvivían los recién llegados como él, había desaparecido. Tal como lo había hecho su esposa: “Qué será de ella, pensó, mientras aguardaba en el semáforo el cambio de luz”.
En "Crónicas sobre Johnny", De la Paz aborda la historia de una familia que decide abandonar legalmente el país en la década de los setenta. En la primera de las tres partes en que está dividido el relato, se describe de una manera meticulosa y secuencial todo aquel alucinante proceso: la presentación de documentos, el despido del empleo, el envío a trabajar en la agricultura, el inventario y la llegada de la autorización de salida: “Pero Johnny, el hijo, no podría irse con ellos por estar en edad militar”.

En las dos partes restantes se narran los años de separación familiar, el ingreso de Johnny al Servicio Militar Obligatorio y el reencuentro con sus padres cuando las llamadas visitas de la comunidad y termina cuando “en Cayo Hueso, Johnny, deshidratado y sucio, contempló a su hija que dormía en los brazos de su madre. También pensó en el reencuentro final con sus padres y sobre todo en lo difícil y duro que le había resultado conseguir la libertad”.
 Sin embargo, otras historias del libro van más allá de la nostalgia y el desarraigo de los primeros años de exilio y se vuelven más complejas, como en "Parecía levitar", un cuento cuya trama no se desarrolla en Miami sino en Pennsylvania. O como el titulado "Nuestra familia", en el que se aborda el tema de la discriminación racial en Estados Unidos.
 Bajo la memoria es otro magnifico libro de cuentos de Luis de la Paz en el que vuelve a retomar algunos de sus temas preferidos pero evocándolos de diferentes maneras: algunos con una serena nostalgia por el pasado y otros con esa legítima indignación que provocan las injusticias vividas. Pero todos, eso sí, escritos en ese estilo límpido, expresivo y directo al que ya nos tiene acostumbrados.

*Publicado en El Nuevo Herald

Los teatros en Cuba: 1776-1959 (I)*

Teatro Coliseo


Por Antonio Gómez Sotolongo

Las dos primeras edificaciones que se levantaron en Cuba siguiendo los parámetros de un teatro público, fueron el Coliseo (1776) y el Tacón (1838), y ambos quedarían en la retina de más de un escritor, quienes los inmortalizaron en sus obras literarias; entre ellos, María de las Mercedes de Santa Cruz y Montalvo (1789-1852), conocida como la Condesa de Merlin, y reconocida por algunos autores como la iniciadora de la literatura cubana escrita por mujeres. En su obra Viaje a La Habana (1844), la escritora nos permite conocer la isla durante la primera mitad del siglo XIX, y así describe los dos primeros teatros que tuvo La Habana: 

La Habana posee dos teatros, el de la Alameda, situado en medio de la ciudad a orillas del mar, y otro extramuros que lleva el nombre de Tacón, por haber sido edificado durante el gobierno de este general. El primero, más antiguo y más pequeño, es sin embargo más favorable a la música; el segundo, casi tan grande como el de la grande ópera de París, es el que tienen ahora las compañías italianas, si bien durante la ausencia de estas representan en él las compañías de declamación. Este teatro es rico y elegante a la vez; está pintado de blanco y oro; el telón y las decoraciones ofrecen un brillante punto de vista, a pesar de no estar muy bien observadas las reglas de la perspectiva. El patio está poblado de magníficos sillones, lo mismo que los palcos, en cuya delantera hay una ligera reja dorada que deja penetrar la vista de los curiosos hasta los pequeños pies de las espectadoras. El palco del gobernador es más grande, y está mejor adornado que el del rey en otras partes. Solo los primeros teatros de las grandes capitales de Europa pueden igualar al de la Habana en la belleza de las decoraciones, en el lujo del alumbrado, y en la elegancia de los espectadores, que llevan todos guante amarillo y pantalón blanco. En Londres o en París se tomaría este teatro por un inmenso salón de grande tono[1].

Para hacerse una idea de la cantidad de espectáculos que cada día estaban a disposición del público en La Habana, en tiempos de calma o de conflictos políticos y económicos, basta con acceder a cualquiera de las muchas publicaciones que circulaban en la época; por ejemplo, si tomamos el periódico dominical Antón Perulero (24 nov. 1861), podemos encontrar que se anuncia el drama Redención en el teatro de Tacón; el comienzo de las funciones del «magnífico circo de Chiarini»; y «el concierto de Gottschalk en el teatro de Variedades, […] (en el que tomarían) parte […] los violinistas (José) Vander Gutch [sic] y López, y el pianista Ruiz». O si tomamos el diario El País (23 may. 1894), podemos leer en él, en su primera plana, que a las ocho de la noche en el Albisu se presentaba la compañía de zarzuela con el dúo de La africana; a las nueve, con La cruz blanca; y, a las diez, con Los descamisados. También, para el mismo teatro, se anunciaba el estreno de las zarzuelas La tragedia del mesón y El traje misterioso. Y que, en el Gran Teatro de Tacón, la Compañía Dramática Española haría la «séptima representación de la aplaudida y graciosísima comedia en cuatro actos Villa-Tula».

Teatro Tacón
Esto se puede leer en la primera plana de El País, pero, al final, en la última página, bajo la columna «Espectáculos», se repiten las noticias del Tacón y el Albisu, y se agrega que, en el «teatro Payret, la Compañía de Variedades Norteamericana, tiene función diaria y variada, a las 8»; y que en el café del teatro Tacón se presentaría el «Fonógrafo de Edison; con un repertorio inmenso y variado, con funciones por tandas en las noches de 7 a 11».

Este vertiginoso acontecer se produjo en escenarios, tertulias familiares, conservatorios, academias de música, salones de baile, tiendas de música y asociaciones de todo tipo; sin embargo, los teatros, por sus infraestructuras empresariales, pudieron montar innumerables espectáculos de primer cartel, comparables a los presentados en los más importantes teatros del mundo, algo que tendría consecuencias contundentes en la conformación de la cultura cubana y en la consolidación de estratos sociales capaces de crear y consumir los productos de la industria del espectáculo, incluida la música que acompañó siempre a la escena, fundamentalmente a la ópera, el género más demandante, en el que confluyen todas las artes y que exige, para su realización, profesionales solventes en múltiples disciplinas.


El teatro fue la gran escuela y el soporte cultural para lo que vendría después y que ocuparía todos los espacios mediáticos del siglo XX: el cine, la radio y la televisión, medios que tomaron todo de la tradición teatral cubana. La actividad en la escena, al menos durante las primeras tres décadas del siglo XX, fue tan intensa, que hubo épocas en las que ocho teatros ofrecían funciones todas las noches, presentando distintos géneros teatrales y no hubo en todo el Caribe, insular o continental, una ciudad que pudiera competir con La Habana. La capital de la Mayor de las Antillas era entonces la tierra prometida, y en ella el teatro fue uno de los crisoles en los que se sintetizaron algunas de las músicas que llegaron a Cuba, y que, a través de un largo proceso de creación, se fueron convirtiendo en los géneros de la música cubana.

Además de los teatros, como ya he mencionado, hubo muchas otras asociaciones que propiciaron ese cuantioso consumo de los productos de la música utilizados en las diversiones públicas; entre otras, la Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia, fundada en 1816, que auspiciaría durante las primeras décadas del siglo XIX la presentación de óperas y conciertos, y la impresión del «primer periódico musical dedicado a la enseñanza práctica y teórica de la música» en Cuba (Lapique 2008, 95), y el Liceo Artístico y Literario, una sociedad de recreo fundada en 1844, con establecimiento en la calle Mercaderes, «consagrada al fomento de las letras y las bellas artes», donde los artistas podían utilizar sus salones sin costo alguno para dar a conocer sus talentos y facultades, y que, en 1857, había alcanzado tanto poder económico que compró el Gran Teatro de Tacón (Pezuela 1863, 175-176). Este tipo de institución se replicó por todo el país y sirvió de sostén a escritores y artistas durante el siglo XIX y buena parte del XX.

Según Zoila Lapique, «sería muy extenso detallar las numerosas funciones musicales y teatrales que la prensa reseña en los primeros lustros del siglo XIX», y, según podremos ver más adelante, también durante la primera mitad del siglo XX. Así que anotaré lo mínimo imprescindible para documentar mi tesis acerca de la importancia de La Habana como escaparate de la industria de la música cubana; y de la cultura cubana, como sostén de esa industria. Por lo que en este acápite enfocaré mi investigación en los teatros como espacios en los que se sintetizaron y acrisolaron hábitos de escucha, conductas sociales, gustos estéticos e ideas de nación y nacionalidad. Una intención que se fue consolidando durante las primeras décadas del siglo XX en las mentes de la naciente intelectualidad cubana.

La revista Bohemia, por ejemplo, que comenzaba a acompañar a los cubanos en esa conformación de una cultura moderna y cubana, publicó en sus páginas las ideas de algunos de los más influyentes pensadores de la época, pero, además, sus columnistas tenían una sólida cultura y con sus artículos formaron parte de ese constructo. Entre ellos, y a propósito del papel del teatro en la sociedad, E. Carrasquillo Mallarino publicó una nota que elogiaba la creación en La Habana de la Sociedad de Fomento del Teatro y a propósito dice:

(Bohemia, 14 may. 1910). La idea de cultivar toda manifestación de inteligencia y toda semilla de orden decididamente saludable al organismo social -tan primerizo y desorientado en nuestros jóvenes pueblos- es una fuerza por cuya eficiencia están obligados a colaborar los que han logrado en la suerte de la cultura un puesto, por pequeño que sea.
El desenvolvimiento de la escena es la manifestación palmaria del pensar de un pueblo; y un pueblo que aprende a pensar, que sabe pensar, es un pueblo preparado a seguir las corrientes que lo salven y coloquen en el rol de las colectividades bien establecidas y que posee el secreto cada día más complicado de la vida moderna.
El teatro, cuya primera virtud ha de ser la suprema virtud de la enseñanza y en cuyas manifestaciones se refleja y reproduce el alma nacional, debe considerarse entre nosotros como una gran necesidad que habrá de divorciarnos de prejuicios morbosos y de costumbres suicidas, mostrando a los hombres del mañana los caminos ciertos de las ideas amplias.
Hacer teatro en nuestras sociedades obscuras es hacer luz; y hacer luz es la más generosa de las realizaciones del progreso.

La sociedad no tuvo un final feliz, pero esos choques, fracasos y triunfos iban conformando un complejo tejido social en el que por encima de todo se iban imponiendo las libertades del público para elegir entre uno u otro espectáculo, teniendo un acompañante a veces implacable en la prensa.


Según el columnista de «Actualidades», de Bohemia (26 jun. 1912), los teatros, aunque todos estaban abiertos, «para las personas de alguna cultura permanecían cerrados», y así lo explica:

En Payret, por ejemplo, una compañía tal cual (que) está hoy organizada no es compañía de verso ni de zarzuela. Se nos ofrecen algunas comedias que bien merecen ser vistas y saboreadas, como «Puebla de las mujeres», «Malvaloca» y alguna otra, pero la compañía es tan floja que resta concurrencia: ésta no debe conformarse con la bondad de una obra: ha de desear una interpretación buena, o discreta por lo menos.

El cinematógrafo impera. Y el género cubano, de lo más anodino que darse pueda, impera también pero no inspira el menor interés. Ahora, a primeros de junio, nada más que al Nacional pasa la compañía de Regino López, lo cual quiere decir que el teatro cubano (¡) dominará por completo la situación. ¡Lástima que ocasión tan buena no sea aprovechada para probar que puede hacerse teatro cubano! Dejemos que pasen los meses de calor y entonces veremos qué se nos anuncia.

En esta crónica es posible conocer el estado, al menos temporal, de la actividad teatral en los meses del verano de 1912; pero, además, conocer cómo se iban expresando los conceptos de «teatro cubano» y la inclusión de Regino López como uno de sus cultores. Estos son datos para tener en cuenta, porque pudieran indicar la confrontación de ideas que, entre la escena, el público, la prensa y el mercado se estaban produciendo desde entonces y que, en la década del 50, desembocó en un movimiento teatral cubano de gran valor nacional con una estética universal.

En ese mismo año de 1912, la Gaceta Teatral abrió un certamen «para proclamar la actriz más artista» de las que actuaban por entonces en Cuba, y según el escrutinio final del jurado, emitido el 24 de marzo, los resultados fueron los siguientes: Prudencia Grifell, 12.037; Esperanza Iris, 11.889; Josefina Peral, 8974; María Luisa Labal, 7231; Esther Adalberto, 7287; Virginia Fábregas, 6592; Graziella Pareto, 7724; Regina Vicarino, 6418; Enriqueta Sierra, 2259; Enriqueta Fabregat, 1914; Lolita Vargas, 1823; Luisa Obregón, 681; Carmen Rangel, 588; y Esperanza Real, 341 (Bohemia, 24 mar. 1912, 143).

Esta lista de las más populares del año da una idea del vertiginoso mercado del entretenimiento y de la calidad de las cantantes y actrices que conformaban el gusto de los cubanos en las primeras décadas del siglo XX, y es, también, un dato que indica la existencia de una industria que era capaz de sostener orquestas, escenografías, vestuarios, luces, publicidad, crítica y toda la parafernalia que se necesitaba para que las estrellas del teatro brillaran y se convirtieran en parte de la armazón cultural de la sociedad cubana.

En 1914, un grupo de actores, actrices y escritores organizaron una temporada durante la que llevaron a la escena una serie de doce obras de teatro de autores cubanos en el vaudeville del Politeama, pero estas no incluían, por supuesto, ninguna de las que desde 1890 habían pasado por el Alhambra, teatro al que por su importancia dedicaré un acápite más adelante.

El grupo estuvo organizado por un comité gestor que integraron Lucilo de la Peña, Salvador Salazar y Gustavo Sánchez Galarraga, quienes se propusieron «hacer ambiente al teatro nacional» y llevaron a la escena habanera; entre otras, Errores del corazón, de Gertrudis Gómez de Avellaneda; Cuando el amor muere, de Antonio Ramos; La vida falsa, de Gustavo Sánchez Galarraga; Amor con amor se paga, de José Martí; y La otra, de Salvador Salazar (Bohemia, 11 ene. 1914, 19). En mi opinión este teatro planteaba una estética muy distinta a la que habían llevado al Villanueva y al Alhambra los autores cubanos, utilizando lo más culto del teatro creado por cubanos y se mantenía «muy apartada de la vulgaridad» (Bohemia, 11 ene. 1914, 19).

Todo este bagaje adquirido desde el siglo XIX en los escenarios más disímiles propició que, quienes iniciaron la radio (1922) y la televisión (1950), durante la primera mitad del siglo XX en Cuba, lo hicieran con tanta solidez que sus obras, aún hoy, cuando el siglo XXI deshoja a toda velocidad los almanaques, acaparan con tozudez el favor del público de habla hispana alrededor del mundo, incluso, a pesar de que muchas de esas obras hayan sido proscritas de todos los medios en la isla por la dictadura castrista durante los últimos sesenta y dos años. Entre otras, vale mencionar programas radiales de humor «astracanado» como La tremenda corte (1942-1961), de Cástor Vispo (1907-¿1973?) que salió al aire en la RHC-Cadena Azul, el 7 de enero de 1942; la melodramática radio novela El derecho de nacer (1948), de Felix Benjamín Caignet (1892-1976) -que fuera llevada al cine (1952) y a la televisión (1981) en México-, y las innumerables tele y radio y novelas «rosa» con la firma de Delia Fiallo (1924), entre ellas la multi versionada Esmeralda.[2]


Decenas de teatros y cinematógrafos ofrecían al público habanero funciones diarias. Tomando al azar el DM, el 3 de abril de 1930, se puede leer en la página 8, en la columna «Cartel del Día«, el anuncio de las funciones que para esa fecha se presentarían en cuatro teatros: Nacional, Martí, Comedia y Alhambra, y una veintena de cinematógrafos: Campoamor, Regina, Neptuno, Norma, Lira, Lindbergh, Rivolo, Trianón, Fausto, Imperio, Verdún, Cuba, Riviera, Wilson, Encanto, Inglaterra, Lara, Olimpic, Universal, y Strand.

A partir del 30 de diciembre 1949, La Habana tuvo el teatro más grande del mundo:Blanquita, que abrió sus puertas al público con la revista musical De París a Nueva York, producida por Lou Walters, la que, según Francisco Ichaso, resultó «un espectáculo variado, frívolo, alegre y a tono con la euforia de los días de comienzo del año».

El teatro tenía capacidad para seis mil personas sentadas en lujosas y cómodas butacas, con un escenario capaz de albergar «los más complejos y grandiosos espectáculos» (DM, 3 ene. 1950).

Según el artículo de Jorge Quintana publicado en la revista Bohemia (1 ene. 1950), el teatro Blanquita fue construido en el reparto Miramar a instancias del senador de la República, Alfredo Hornedo y Suárez, quien invirtió dos millones setecientos mil pesos en su construcción. El coliseo ocupaba un área de cinco mil metros cuadrados -95 de fondo por 63 de frente-, y contaba con un escenario de proporciones únicas en Cuba y uno de los mayores del mundo, preparado para presentar todo género de espectáculos: ópera, revista, teatro popular o clásico, patines sobre hielo, y cine.

Debo anotar, también, que en algunos cines se combinaban, aún en la década del 50, el cinematógrafo con los espectáculos de música y variedades; entre ellos, según el anuncio del DM (2 ene. 1953), ese día se presentaría en Radiocentro un gran show con los payasos españoles, muy famosos en la isla, Gaby, Fofó y Miliki; el conjunto vocal de Orlando de la Rosa; y el imitador de cantantes Víctor Antonio. El 1 de noviembre de 1956, según el mismo diario, se presentaban los excéntricos musicales Tex-Mex; el tenor mexicano René Cabel; y el pianista y cantante Bola de Nieve; y, en ambas fechas, completaban el elenco el conjunto de baile Radiocentro, bajo la dirección de Alberto Alonso, y la orquesta de Adolfo Guzmán, con escenografía de Luis Márquez.

En el cine-teatro América también fueron frecuentes las funciones combinadas, en las que se incluían películas y espectáculos de música y variedades. Según un anuncio del DM (4 ene. 1953), junto a las películas El gran pecador, con Gregory Peck y Ava Gardner; y Quién dijo miedo, con Janet Leigh y Carleton Carpenter, se presentaba el Show América con el cuarteto Llópiz Dulzaides, el acróbata Agramonte, Mari Rosa y el Gitano, y la orquesta Cosmopolita.

El día 1 de enero de 1958, el DM anunciaba, en la página 14-A, funciones en nueve salas teatrales, en las que, por las obras, los autores y el elenco que en ellas se presentaron, se pueden apreciar los cambios que se produjeron en la creación teatral a finales de la década del 50 del siglo XX. Y, en otro resumen,  publicado por G. Barral en la revista Bohemia, el 28 de diciembre, se puede tener una idea del ímpetu con el que se movió el mercado del arte y el entretenimiento en la capital cubana durante todo ese año, a pesar del clima de subversión y guerra civil en el que había vivido la isla.

A continuación, mencionaré algunos sucesos que se produjeron en teatros habaneros, los que en mi opinión dejaron una huella indeleble en la cultura cubana. No es mi intención hacer un estudio exhaustivo de cada uno de ellos, porque, además de que existen profundos y contundentes estudios del teatro en Cuba, solo voy a documentar mínimamente lo que sucedió en esos espacios culturales y apuntar cómo lo sucedido allí constituyó un vehículo para que el público adquiriera los hábitos visuales y de escucha que incidieron en la conformación de los gustos con los que el cubano valoró los productos de la MPPC.

Mencionaré, en orden cronológico, solo nueve de los teatros que nacieron desde finales del siglo xviii hasta el siglo XX y estos serán los siguientes: Coliseo-Principal (1775-1846), Diorama (1827-1846), Gran Teatro de Tacón–Nacional (1838-1859), El Circo Habanero-Villanueva (1847-1869), Albisu (1870-1918), Payret (1877-1958), Irijoa-Martí (1884-1958), Alhambra (1890-1935) y Auditorium (1929-1961). Es imprescindible anotar aquí, que los teatros Tacón, Payret, Martí y Auditorium mantuvieron sus puertas abiertas hasta muchos años después de 1959, cuando sus legítimos dueños fueron expoliados de sus propiedades por el entonces llamado «Gobierno revolucionario». Es imprescindible, también, mencionar que ahora, mientras escribo (2021), de aquellos coliseos solo se mantienen con programación regular, el Martí y el Gran Teatro, y que, en la capital cubana, no se ha construido ningún teatro después de 1950, cuando se estrenó el Blanquita, uno de los más grandes, cómodos y funcionales del mundo en su tiempo.


El Coliseo (1775-1792) / Principal (1803-1846)

«En 1774, la isla de Cuba contaba con una población de 96.430 habitantes blancos y 75.180 pardos, de los cuales 44.633 eran esclavos. Ocho años antes, un tal Gelabert había fomentado un primer cafetal, no lejos de La Habana» (Carpentier 1961, 54), así que, cuando «un gobernador ilustrado, Felipe Fondesviela y Ondeano (Marqués de la Torre), invitó a los principales comerciantes de la Habana para que aportasen dinero a fin de construir el primer teatro de la capital» (Orozco 2005, 274), la ciudad había dejado de ser solo un lugar de tránsito, «un mero descanso de navegantes» y la burguesía criolla se había enriquecido produciendo azúcar, tabaco, maderas y minerales y «necesitaba diversiones públicas a ejemplo de la práctica introducida en todas las poblaciones bien arregladas» (Carpentier 1961, 54-57).

Fueron años en los que Cuba, a consecuencia de la degollina que, en nombre de la «libertad», guio Toussaint L’Ouverture en Haití, emergió como la primera productora de azúcar del mundo. Los campos de caña y las fábricas haitianas quedaron en la ruina de por vida, y los hacendados cubanos aprovecharon al máximo los altos precios que, a consecuencia de esto, llegó a tener el azúcar. Se multiplicó la producción en Cuba y la riqueza de la burguesía cubana llegó a ser suficiente como para pagar entretenimientos muy caros.

Así, La Habana disfrutó de muchas de las diversiones públicas que las poblaciones mejor arregladas del orbe solían tener. Tuvo su primer teatro desde el 20 de enero de 1776,[3] El Coliseo, que fuera renombrado Principal, en 1792. Construido al final de la Alameda, llevó a su escenario tal cantidad de obras, que la ciudad se convirtió en una de las «plazas más importantes de la actividad teatral, rivalizando con México, Lima y Buenos Aires» (Orozco 2005, 274). Cada año se presentaban allí las obras «del género operático francés y compañías españolas que hacían el llamado teatro del Siglo de Oro» (Ídem).

El 12 de octubre de 1775, subió al escenario del teatro Coliseo la ópera Dido abandonada, de Metastasio, «que según la autorizada voz de Jorge Antonio González, es la primera ópera cantada en Cuba hasta que se pueda demostrar lo contrario» (Lapique 2008, 48), «el 29 de octubre de 1791 se estrenó la zarzuela El alcalde de Mairena, de don Joseph Fallótico, primera obra de su género representada en Cuba» (Lapique 2008, 49), y el 8 de septiembre de 1807, se estrenó el drama heroico Apolo y América, con letra de Manuel de Zequeira y Arango, y música de autor desconocido, siendo esta la «primera ópera compuesta en Cuba hasta que se demuestre lo contrario» (Lapique 2008, 95).

Teatro Principal
El Coliseo tuvo una intensa, pero corta vida, a poco más de una década de su apertura «estaba en estado ruinoso y hubo que esperar a 1803 a que, una vez reparado, volviera a abrir con el nombre de El Principal». En cuanto a ópera se refiere, el Diario de La Habana anunció los días 30 de diciembre de 1810, 13 de enero de 1811, 30 de noviembre del mismo año y 25 de diciembre de 1819, la presentación en El Principal, de la ópera en dos actos La travesura, que fuera estrenada en los caños del peral de Madrid, el año de 1803, según lo dio a conocer el Diario de Madrid, del 30 de enero de 1803.

El 6 de enero, también del año 1811, se anunció la ópera El califa de Bagdad, una ópera cómica en un acto atribuida a María Rosa Gálvez, que se había estrenado en el Teatro Nacional de la Ópera Cómica de París, el 16 de septiembre de 1800.[4]

En el teatro, también, se iban sintetizando las estéticas y costumbres criollas con las peninsulares, como se puede deducir del título de algunas de las piezas que se anunciaban; entre ellas, «la graciosa y siempre aplaudida tonadilla» Los majos del rumbo y el «precioso capricho […] Los cuatro negritos» (Diario de La Habana, 28 ene. 1838). 

A partir de 1830 aproximadamente comienza una época de gran florecimiento teatral en La Habana, y muchas de las obras compuestas por entonces se inscriben en la modalidad de la comedia de costumbres, entre las que encontramos Los portales del gobierno (1834), de Miguel G. Orihuela (1802-1834), Una volante, de Juan A. Cobo, o Yo no me caso, de Francisco Gavino. Otras siguen la línea del sainete, pero esta línea tendrá su mayor desarrollo en las décadas posteriores. En esta época fue muy importante la rebelión romántica cubana, donde se ubican los tres mejores autores del período, Milanés, La Avellaneda y Luaces, que fueron los responsables de elevar la escena por encima de los sainetes de Covarrubias. En 1838 Jacinto Milanés estrena El conde Alarcos[5] (Pérez 2010, 11).

Como apunta Magdalena Pérez Asencio en el párrafo anterior, en época tan temprana como la tercera década del siglo XIX ya había en Cuba intelectuales[6] de profundos conocimientos estéticos, capaces de influir con sus obras y sus acciones en el público. Es, en esta década del 1830 al 1840, cuando aparecen, primero en Matanzas y después en La Habana, las tertulias de Domingo del Monte, que tanto influirían en la vida cultural cubana, y de las cuales nacería en el siglo XX, la «Sociedad de Conferencias que influyó notablemente en la orientación de nuestra cultura» (Pascual 1964, 59).

Desde finales del año 1845, La Habana volvió a tener sus corridas en la plaza de toros en Regla, su año cómico en el Tacón y su ópera italiana en el Principal. Según la noticia del Diario de La Habana que insertó el DM, el día 17 de diciembre, la nueva compañía lírica debutó el día 20 con Montecchi e capuleti, de Bellini; y en enero y febrero de 1846, continuó con las óperas Lucia de Lammermoor y El belisario, de Donizetti; y Los puritanos, de Bellini, con las que se hicieron veinticuatro funciones de abono y una función extraordinaria, a beneficio de la joven cantante Concepción Cirártegui,[7] la que se verificó el 21 de febrero.[8] En medio de esta temporada, el elenco del Liceo, como lo había hecho en octubre del año anterior, interpretó la ópera Norma, de Bellini, el día 3 de febrero de 1846, según lo anunció el DM ese mismo día, siendo interpretada el día 10 por la compañía de ópera italiana (DM, 10 feb. 1846). Así de exitosa era esta ópera entonces entre el público de La Habana.

El día 18 de abril de 1846, el Liceo volvió a presentar una ópera en el Principal, esta vez Ana Bolena, de Gaetano Donizetti, la que solo pudo repetirse en la noche del 26, a causa de las obras que el Real Cuerpo de Ingenieros emprendería en el interior del teatro (DM, 21 abr. 1846). 

El Principal, que llegó a compararse «con los mejores teatros europeos, no sobrevivió» (Pérez 2010, 29) a la tormenta que azotó la capital cubana el 10 de octubre de 1846, una de las más terribles que sufriera la ciudad por entonces (Expósito 2020), y, aunque hubo ciertos amagos por reconstruirlo, nunca se llevaron a cabo los proyectos que esporádicamente anunciaba la prensa[9] y nunca más volvió a existir en la Alameda de Paula un teatro de ópera.


Teatro Diorama (1828-1846)

Teatro Diorama


En 1827, La Habana tenía «Universidad, colegios de S. Carlos y de S. Francisco de Sales, Jardín Botánico, Gabinete anatómico, Academia de dibujo y pintura, 78 escuelas de ambos secsos [sic], y una de náutica» y tres teatros,[10] con una población de 94.023 habitantes.

El Diorama se construyó en 1827, se inauguró el 8 de julio 1828 (Robreño 1985, 99), y se convirtió en teatro en 1830 (Torre 1857, 171), y, si bien es cierto que tiene una historia en la que faltan piezas y muchas de las que hay no encajan bien, lo que aparentemente sí se documenta es que aquel lugar se construyó a instancias del pintor francés radicado en La Habana, Jean Bautista Vermay (1784-1833), quien llegó a la isla con la aureola de haber sido alumno de Jacques-Louis David (1784-1825) en París, y, según algunos autores, haber sido recomendado por Goya al obispo de La Habana, Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa (1756-1832) (Calcagno 1878, 680-681).

Vermay, quien por entonces ya era director de la escuela de pintura de San Alejandro, según lo afirma Antonio Rodríguez, citado por Osvaldo Paneque, mandó a construir el edificio para instalar sus dioramas y los de sus discípulos. El lugar se estrenó «con un acto que resultó brillante tanto por las obras como por lo escogido de la concurrencia que lo presenció» y como la música no podía faltar en ningún evento respetable, hubo al final «un baile dado por los alumnos del Instituto, el cual fue causa de otros de Pascuas, que se siguieron celebrando en el local en diversos domingos» (Paneque 2018, 7).

Cuando años más tarde, el edificio fue convertido en teatro, pasaron por su escenario «compañías dramáticas de lengua inglesa y sirvió también para representaciones exitosas de Francisco Covarrubias (1774-1850)» (Robreño 1985, 99), quien, al decir de Alejo Carpentier, fuera el padre del teatro bufo cubano. También se vieron en el Diorama veladas musicales presentadas por Antonio Raffelin (1796-1882), quien fundó y dirigió allí la Academia Filarmónica de Cristina.

Según nos dice José Ortiz Nuevo, El Diario de La Habana de fecha 7 de junio de 1830 anunciaba la presentación en el Diorama de «La cautiva amazona, en la que el chistosísimo papel del negrito Candonga (estaría) a cargo de don Manuel García, (quien cantaría) acompañándose con el tiple la canción conocida como Ea mamá ea» (Ortiz Nuevo 2002, 232).

El 31 de julio de 1834, el mismo medio decía que:

Doña María Rubio y Don Andrés del Castillo cantarán la divertida tonadilla a dúo nombrada La Maja pobre y el Majo enamorado, la que concluye con el gracioso baile El Zorongo que será desempeñado por los mismos cantadores (Ídem, 234).

El 20 de agosto del mismo año, se anunció que se ejecutaría «el interesante drama en cinco actos titulado La gitana y el bandido o el huérfano escocés», en la que «Don Andrés del Castillo (cantaría) enseguida unas boleras agitanadas a la guitarra; y (concluiría) con La petenera de Veracruz, acompañándose con la orquesta» (Ídem) y el 26 de diciembre se dio a conocer la presentación de:

[…] un capricho nuevo que tiene por título El negrito vendedor o el aguardiente de caña, en que Don Andrés del Castillo (cantaría) a toda orquesta […] (y) (concluiría) la función con una pieza divertida nominada La casa de vecindad en la que Don Andrés del Castillo (desempeñaría) el papel de un ciego cantando a guitarra un bolero, cuyo estribillo (sería) «Café molido, sí señor» (Ídem).

El mismo medio publicó un anuncio el 17 de enero de 1835 que llama la atención, porque conjuga palabras de ambas orillas, al igual que la antes mencionada La petenera de Veracruz: «Doña Joaquina y Doña Antonia Pautret, Don Tiburcio López y Don Antonio Castañeda, bailarán las preciosas boleras de tango» (Ídem, 235), y así resalta Ortiz Nuevo esta unión de terminologías:

Al balcón del tiempo recobrado comparecen […] nombres y obras o secuencias de arte que señalan hitos: Boleras y tangos, o la pública reunión de lo andaluz y lo cubano así de juntos, en un baile que, por su título, tendría claros elementos de mestizaje, de aproximación y juego, cuando en Cuba tango no era todavía género artístico sino «reunión de negros bozales para bailar al son de los tambores y otros instrumentos».[11]

Otro tanto ocurre con otras secuencias más, como la Petenera de Veracruz, saltando del continente mismo a la orilla de las islas, con orquesta, guitarra y canto; o la constancia en definir y mencionar usos a lo gitano, advirtiendo un modo, incluso una técnica de canto y también de fiesta acompañada de guitarras y del jaleo…, cuando en Andalucía jaleo, aunque no lo reconociesen ni lo supiesen las academias, era palabra equivalente a la cubana tango, en el sentido de reunión gozosa, con baile y cante de por medio, y aguardiente y ron y tambores y palmas y guitarras y tiples y güiros y voces y miserias y sueños, borracheras, chozas, júbilo, compás, el ritmo y la armonía exaltando los sentíos con grande algazara, y con los pies batiendo la tierra madre, sacudiéndola (Ídem, 235).

El Diorama tuvo tal trascendencia en su época que la calle Industria, sobre la que daba el frente del teatro, se le llegó a conocer como Industria del Diorama (Pezuela 1863, 80-83). Pero en 1845, el teatro no pasaba por su mejor momento, por lo que fue reanimado por los empresarios de la compañía dramática del Gran Teatro de Tacón y así lo publicó la siguiente nota:

Bailes de máscaras en el Diorama. (DM, 28 ene. 1845). Este coliseo, concurrido extraordinariamente en años anteriores y que hace algún tiempo yacía en profundo olvido, hoy vuelve a recobrar su antigua animación a impulso de los Sres. actuales empresarios de la compañía dramática del Gran Teatro de Tacón.

Los bailes en el Diorama se reanudaron con toda elegancia el 1 de febrero de 1846 (DM, 1 feb. 1846), pero en octubre de ese año, la edificación no pudo soportar los embates del ciclón, que también arrasó con El Principal, y, finalmente, fue demolido. Existió, no muy lejos de allí, a finales de los 40 y principios de los 50, un restaurante del mismo nombre que alcanzó gran popularidad por su buena cocina y los elegantes bailes que se realizaron en sus salones (DM, 11 oct. 1854).

Años después, sobre las ruinas del Diorama, se construyó el teatro Capitolio, que se inauguró el 20 de octubre de 1921. Eran los años en los que el cine pujaba por hacerse un espacio, por lo que allí se estrenaron muchísimas películas, con las que se dieron a conocer en Cuba, las estrellas del naciente séptimo arte. El teatro tenía capacidad para dos mil personas y el costo total del edificio fue de trescientos mil pesos (Bohemia, 23 oct. 1921), años después, fue conocido como Campoamor, conservando en su fachada los dos nombres, hasta que el abandono permitió su derrumbe total en la primera década del siglo XXI.

Notas:
[1]  Merlin, Condesa de. 1844. Viaje a la Habana. La Habana: Sociedad literaria y tipográfica, 29.
[2]  En la década del 80 del siglo xx, la emisora estadounidense Radio Martí que se captaba en Cuba, transmitió una versión de la radio novela Esmeralda, la que —a pesar de estar prohibidas tanto la radionovela como la emisora—, se convirtió en todo un éxito de público entre los cubanos.
[3]  Rine Leal aporta la fecha de 1775 en La selva oscura.
[4]  Cfr.: Gálvez, María Rosa. 1801. «El Califa de Bagdad». En Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
[5]  Estrenada en el teatro Principal. Cfr.: Revista de Cuba. Tomo xi. 1882, 532.
[6]  Por supuesto que por entonces también eran conocidos muchos otros intelectuales criollos; entre ellos, científicos y humanistas como Don Tomás Romay (1764-1849), Francisco de Arango y Parreño (1785-1837), Félix Varela (1788-1853), José Antonio Saco (1797-1879) y José de la Luz y Caballero (1800-1862).
[7]  Según José Antonio Gonzáles fue Cirártegui la primera cubana que cantó ópera profesionalmente. Cfr.: Revista de Música 1 (1960) s. 14-147.
[8]  Cfr.: DM, 1, 7, 17, 26 ene., feb. 4, 8, 10, 15, 21 1846.
[9]  Cfr.: DM, 25 dic. 1846, 6 nov. 1847, 30 dic. 1847, 18 oct. 1849.
[10]  Cuadro estadístico de la siempre fiel isla de Cuba correspondiente al año de 1827… Habana: Oficina de las viudas de Arazoza, impresoras del Gobierno y Capitanía general de S. M. 1829, 46. 
[11]  Pichardo, Esteban. 1836.: Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas: Matanzas.


*Tomado de Hypermedia Magazine