Wednesday, November 20, 2024

Proyecto 1917


 

Aunque no esté directamente relacionado con la historia cubana queremos compartir con nuestros lectores el Proyecto 1917, un archivo digital abierto dedicado al estudio de la Revolución Rusa. Tanto por su carácter abierto y crítico como por su estructura y organización proyectos como este pueden servir de inspiración y modelo para empresas similares relacionadas con la historia de Cuba. De este proyecto se dice en la página del Jordan Center de NYU:

El Proyecto 1917 – Historia libre, un archivo digital que conmemora la Revolución rusa, ofrece una oportunidad única para un discurso de memoria abierta, que resulta fundamental en vista de la indiferencia del Estado ruso hacia el centenario en 2017. Al adoptar un modo dual de disidencia creativa y educación alternativa, el proyecto facilita una experiencia interactiva e interpretativa de la historia, ilustrada a través de la lente de la vida cotidiana y narrada por una multiplicidad de voces.

En noviembre de 2016, Mihkail Zygar, ex editor en jefe del canal de televisión Dozhd, lanzó el Proyecto 1917 junto con un grupo de 40 historiadores, periodistas y guionistas. Al integrar 1500 fuentes de archivo, incluidas cartas, memorias y recortes de periódicos, en el formato de una plataforma de redes sociales de acceso abierto (que también está disponible en inglés), el objetivo de Zygar era presentar la historia como un conjunto de historias importantes cubiertas desde diferentes ángulos en el contexto de un género familiar.

La colorida página de inicio del sitio ofrece a los usuarios varios modos de navegar por los materiales de archivo. Se puede navegar por cronología, área temática y figura histórica. Los usuarios obtienen acceso a las “páginas de perfil” de casi 1500 personas en varios niveles de prominencia histórica, desde el emperador y sus oponentes políticos, hasta bailarinas y artistas, pasando por mujeres soldados y campesinas. Cada página de perfil presenta un retrato de la figura histórica sombreado en brillantes colores neón que recuerdan el estilo pop-art de Andy Warhol. Al desplazarse por la página, se encuentra un desglose diario (y a veces por hora) de los pensamientos y comportamientos cotidianos del individuo. A través de este formato, las figuras históricas se vuelven cada vez más identificables y los temas complejos más penetrables para los usuarios de hoy en día.

En Project 1917, los sucesos y observaciones comunes coexisten con eventos históricos de estilo de noticias de último momento, similar a un canal de noticias de Facebook. En su libro de 1994 Lugares comunes, Svetlana Boym escribió que la banalidad domina la vida cotidiana: “no escribimos novelas sino notas o entradas de diario que siempre son frustrantemente o eufóricamente anticlimáticas”. El Project 1917 hace muy visible lo aparentemente mundano e insignificante, cuestionando las narrativas maestras monocausales heredadas de la era soviética.

Desequilibrios (Ficciones para leer en bicicleta).


Desequilibrios (Ficciones para leer en bicicleta)
incluye una serie de relatos escritos a lo largo de los años. Varios han aparecido en diversas publicaciones, aunque remozados considerablemente a efectos de esta edición. En los Estados Unidos, el libro puede obtenerse en la Books and Books de Miami (265 Aragon Avenue, Coral Gables, FL 33134; página Web: www.booksandbooks.com; Tel: 1-305-442-4408).

Testimonios sobre el libro:

Aunque el autor subtitula su obra Ficciones para leer en bicicleta, yo no me pude leer ni una de las brillantes viñetas sobre una bicicleta, sino que me las fui disfrutando una a una en el balcón, en el parque, en un avión, y a la orilla del majestuoso río Hudson, mirando el litoral neoyorquino.

Jorge Febles ha logrado equilibrar una serie de textos que, según él, “responden a preocupaciones, actitudes, remembranzas y pavores experimentados por décadas sin ton ni son”. Yo, que de crítico literario no tengo un pelo, me atrevo a decir que este estupendo libro de Jorge Febles está lleno de agradables sorpresas y de mucho ton, son y mambo literario.


Iván Acosta, dramaturgo y cineasta



“…Casi, casi, salvo…” me produjo, no sé, casi, casi, terror, porque a pesar de lo inverosímil de la situación, se acerca demasiado a la realidad y Lisandro habla en cubano. El tipo que quiere ser “capataz de su destino”, como nosotros. Y el hijo que no se entera. Lector inocente que soy, no me di cuenta de que si Lisandro está narrando no hubo muerte. No es un final feliz. Hay una frase que leí y releí: “Quiero ser chispa por unos segundos al menos ya que algún día me imaginé candela y todavía no logro resignarme a ser ceniza”. Y dices que no eres escritor… La candela eres tú.

Gustavo Pérez Firmat, ensayista, poeta, narrador

 



Tuesday, November 19, 2024

Un cubano en la OEA XI

Joao Baena Soares

Por Guillermo A. Belt

La década de Baena Soares


En prenda de agradecimiento al lector paciente por haber llegado hasta aquí copio esta relación en inglés de las personas que ocuparon los cargos de Secretario General y Secretario General Adjunto de la OEA desde el inicio de la Organización hasta el presente (2022). El cuadro ayudará a seguir la pista de mis andanzas en las cercanías de los cinco secretarios generales con quienes me tocó trabajar.

 



 

Al ser electo en la OEA el Embajador Baena Soares ocupaba el segundo cargo en la jerarquía del ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil. Sus obligaciones en Itamaraty reclamaron su presencia en Brasilia hasta junio de 1984. En consecuencia, McComie actuó como Secretario General Interino desde marzo (formalmente el 1 de abril) hasta el 19 de junio.

El interinato de McComie puso las cosas en su lugar, o más bien me puso en el mío, el asiento inmediatamente a la izquierda del presidente del Consejo Permanente, haciendo las veces de Secretario General Adjunto y por ende secretario del Consejo. Desde luego, jamás se reconoció formalmente mi interinato. Continué haciendo el mismo trabajo, pero con más comodidad. Tocó a su fin, eso sí, mi función de ventrílocuo. O, en versión más cruel, aquella a la que alguna vez se refiriera un distinguido colega: “Está usted como Esopo, haciendo hablar a los animales.”

Baena Soares fue el Secretario General con quien trabajé directamente por más tiempo. A lo largo de sus diez años en el cargo lo acompañé, primero desde el Consejo y luego como asesor suyo. A continuación paso a resumir esa década productiva para la Organización, y muy grata en lo personal.

Misión a Costa Rica

El 7 de junio de 1985 el Consejo Permanente recibió al ministro de Relaciones Exteriores de Costa Rica, quien acusó de agresión al gobierno de Nicaragua ante disparos efectuados por sus tropas contra miembros de la Guardia Civil que patrullaban en territorio costarricense la zona limítrofe del río San Juan, en Las Crucitas, con un saldo de dos muertos y siete heridos, cuatro de ellos de gravedad. El Consejo resolvió pedir a los gobiernos de Colombia, México, Panamá y Venezuela que integraran una “comisión de investigación, la cual tendrá el concurso del Secretario General de la OEA, para determinar, en el territorio de Costa Rica, los hechos descritos en la sesión del Consejo Permanente”.

Baena designó a su asesor principal Osmar Chohfi, diplomático brasileño asignado temporalmente a la OEA, y a mí en calidad de director de los servicios de secretaría del Consejo Permanente, para acompañarlo. El sábado 15 llegamos a San José, donde la primera reunión de la Comisión de Investigación contó con la participación de los viceministros de Relaciones Exteriores de los cuatro países que la integraban.

Luego quedaron trabajando sus representantes, y con ellos viajamos en un helicóptero facilitado por Panamá a la zona casi inaccesible del río San Juan donde se había dado el tiroteo. Posteriormente nos trasladamos a Liberia, ciudad fronteriza con Nicaragua, y entrevistamos a funcionarios nicaragüenses para conocer su versión de los hechos. Al cabo de una semana, habiendo escuchado a oficiales de la Guardia Civil de Costa Rica y examinado informes médicos y forenses proporcionados por la Procuraduría General de este país, regresamos a Washington para redactar nuestro informe al Consejo.

La redacción del informe de la comisión investigadora quedó a mi cargo. Hice mi trabajo con la urgencia reclamada por la naturaleza del tema. Resultaba muy claro que se había producido una agresión por parte de tropas nicaragüenses contra miembros de la Guardia Civil costarricense, disparando las primeras desde su territorio contra los segundos en territorio de Costa Rica, sin que mediara provocación alguna. Así lo expuse en el texto y lo sometí a los miembros de la Comisión de Investigación.

En las deliberaciones sobre el informe, llevadas a cabo confidencialmente en el despacho del Secretario General, los representantes de México y Venezuela abogaron por una redacción más favorable para el gobierno de Nicaragua. El Embajador Julio Londoño, experto en temas fronterizos y militares, representaba a Colombia. Hombre de principios, había comprobado la agresión y respaldó con sólidos argumentos el texto presentado por la secretaría. Panamá hizo otro tanto y prevaleció el criterio de estos dos países.

Cuando el Consejo Permanente se reunió el 11 de julio para considerar nuestro informe se produjo un debate entre el Canciller Carlos José Gutiérrez, de Costa Rica, y la viceministra de Relaciones Exteriores de Nicaragua, Nora Astorga. El Consejo aprobó una resolución repudiando los hechos y aprobando el Informe de la Comisión de Investigación, cuyo mandato dio por concluido.

Así, en corto tiempo y con éxito terminó mi primera misión política en la época del Secretario General Baena Soares. Del trabajo en el río San Juan, y aún más del que llevamos a cabo en la redacción del informe surgió con el Embajador Londoño una amistad de la cual disfruté por muchos años, dentro y fuera de la OEA.

Retos en San Salvador

El lector amable recordará la prueba que me presentó Orfila cuando me encomendó resolver diplomáticamente un serio problema político relacionado con la Asamblea General celebrada en Washington en 1982. Seis años después, el órgano supremo de la OEA me presentaría no uno sino varios retos, algunos de naturaleza política y otros de carácter personal.

En 1988 la Asamblea General debía reunirse en San Salvador conforme al ofrecimiento de sede por parte del gobierno de El Salvador. Si bien se trataba del período ordinario de sesiones, esta vez nada habría de ser rutinario en el encuentro de los Cancilleres. El país centroamericano sufría las consecuencias del conflicto entre las guerrillas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN, y las fuerzas armadas del gobierno de Napoleón Duarte, prestigioso dirigente político y fundador del Partido Demócrata Cristiano, quien en 1984 había triunfado en las elecciones para la presidencia.

Hice un viaje preliminar a la capital salvadoreña para iniciar los preparativos de la reunión. El ministro de Relaciones Exteriores Ricardo Acevedo Peralta había reunido a varios de sus embajadores en San Salvador, procedentes de sedes diplomáticas en el extranjero, para aportar su experiencia y asegurar el éxito de la Asamblea.

Uno de ellos, Guillermo Paz Larín, de larga y muy distinguida trayectoria en el servicio exterior, me invitó a cenar en su casa junto con altos funcionarios gubernamentales. Estábamos sentados en la terraza, tomando lo que en Chile se denominan bajativos, cuando se escuchó una explosión. Con elegancia y sangre fría nuestro anfitrión nos sugirió pasar a su biblioteca para ver algunos recuerdos de sus viajes. Antes de entrar a la pieza en el interior de la planta baja de la casa, eché una mirada disimulada a los jardines por donde comenzaban a desplegarse soldados con cascos y fusiles, silenciosamente, en formación de combate.

Poco después los invitados se fueron despidiendo, comenzando por los de más alto rango, entre los cuales había dos o tres ministros de Estado. Yo me quedé casi hasta el final porque en el protocolo de la mayoría de los Estados Miembros de la OEA es ese el lugar que me correspondía. Desde luego, no mencioné a nuestro anfitrión lo que había alcanzado a ver en sus jardines, ni le pregunté sobre la explosión que habíamos oído.

Pero al llegar a mi hotel hice una primera tentativa de averiguación. En el vestíbulo vi al gerente, a quien conocía, conversando discretamente con el dueño del hotel. Me dirigí a ellos y les pregunté por el origen de la explosión. Me contestaron haciendo referencias imprecisas a un volcán cercano donde se daban frecuentes incursiones del FMLN. Di por sentado que esa noche poco o nada lograría averiguar, y en consecuencia me fui a mi habitación a dormir.

A primera hora de la mañana siguiente me di a la busca y captura del gerente, fácil empresa puesto que el personaje se levantaba temprano y solía recorrer el hotel. Le pregunté a boca de jarro qué había sucedido en realidad la noche anterior, contándole que yo había visto el despliegue de tropas en casa del Embajador Paz Larín, cerca del hotel, cuando se oyó la explosión. Por toda respuesta me dijo, “Sígame, por favor.” Me llevó a la azotea del edificio y me mostró un boquete en un aparato metálico del sistema de aire acondicionado, y otro en la pared de lo que, dijo, era el salón de actos. Ambos habían sido causados por una granada antitanque, conocida como RPG. El proyectil no había explotado y sólo perforó el aparato metálico, perdiendo fuerza y quedando incrustado en la pared. De haber explotado los daños habrían sido mucho mayores.

Lo grave del asunto no eran los daños materiales. El gerente había ordenado su inmediata reparación, y en ello estaban varios obreros cuando me mostró lo ocurrido. Lo preocupante era la falta de seguridad. Por la trayectoria que pudimos inferir el gerente y yo, el disparo se había hecho desde un solar yermo contiguo al hotel. Resultaba evidente la falta de vigilancia en los alrededores de lo que pronto sería la sede de la Asamblea General de la OEA.

Pedí al gerente acompañarme al ministerio de Relaciones Exteriores. Fuimos en su automóvil, con él al timón. Llevaba una pistola sobre el asiento, escondida bajo su pierna derecha, y al llegar al ministerio la guardó en la guantera del coche, bajo llave. Pedí ver al ministro, pero el Dr. Acevedo Peralta no se encontraba en su despacho. En su lugar me recibió el viceministro Joaquín Maza Martelli. Le conté lo sucedido, avalado por el gerente del hotel, añadiendo que sin un incremento inmediato en la seguridad de la sede de la Asamblea ésta no podría llevarse a cabo. Me contestó que le trasmitiría mi preocupación al Presidente Duarte y me pidió esperar por la respuesta en su despacho.

Al cabo de unos minutos regresó y me dijo que el presidente había dado las órdenes pertinentes. Al llegar al hotel nos encontramos con soldados pidiendo identificación a quienes querían entrar. Revisaban todos los vehículos, usando un espejo montado sobre ruedas para ver debajo de las carrocerías. Otros patrullaban los alrededores. La orden del presidente de El Salvador había llegado con prontitud, antes que nosotros en nuestro viaje de unos veinte minutos del ministerio a hotel.

Mi ultimátum había surtido efecto. Por supuesto, no pronuncié esta palabra. El lenguaje diplomático admite la firmeza, siempre y cuando la selección de las palabras, el tono de la voz y la expresión del rostro se ajusten a sus cánones.

Mi circunstancia

Apolíticos e imparciales, así debíamos ser en el desempeño de nuestro trabajo los funcionarios de la Secretaría General en virtud de disposiciones reglamentarias comunes a las organizaciones internacionales. Para poner en práctica este noble ideal sería necesario olvidar la conocida afirmación de Ortega y Gasset.

El ofrecimiento de sede por el gobierno salvadoreño despertó preocupación en algunas delegaciones. El factor político incidía en este sentimiento, perceptible por quienes en la secretaría estábamos llamados a tomar el pulso del Consejo Permanente. Algunos gobiernos tenían simpatías por el FMLN, otros apoyaban al gobierno de Duarte. Además, siendo los embajadores, mujeres y hombres, tan susceptibles a las pasiones humanas como cualquier persona, viajar a un país convulsionado por un conflicto armado les resultaba poco atrayente.

En lo que personal me vi cara a cara con el dilema planteado por el eminente filósofo en Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” La experiencia vivida en Cuba en la década de 1950, especialmente en los años 1958, 1959 y hasta mediados de 1960, me llevaba a desconfiar de movimientos revolucionarios prometedores en su retórica, pero que traicionaban los ideales proclamados poco después de tomar el poder. Mis simpatías, aunque no manifestadas públicamente por obediencia a los reglamentos, estaban con el gobierno democráticamente electo del Presidente Duarte.

Al regresar de Relaciones Exteriores me senté a desayunar en una mesa al aire libre cerca de la piscina del hotel, de traje y corbata como pasaría el resto del día de trabajo. A los pocos minutos me avisaron por los altoparlantes que tenía una llamada de Washington. La tomé en un teléfono cercano. El Secretario General me preguntó si eran ciertos los rumores en medios de prensa acerca de una explosión en el hotel la noche anterior, comentando que habían causado preocupación a miembros del Consejo Permanente.

Le contesté que en estos momentos me encontraba desayunando junto a la piscina del hotel, donde muchos turistas disfrutaban tranquilamente de su estadía en el país. Reinaba la calma, agregué, y yo no había oído ninguna explosión en el hotel a pesar de pasar casi todo el día allí en mi oficina temporal, y donde además me alojaba. El Secretario General dijo que así lo informaría al Consejo Permanente. No estaba seguro de haberlo convencido, pero pensé que mi respuesta le serviría para salir del paso, como me había servido a mí.

No resultó tan fácil. Al final de la tarde me llamó McComie. Comenzó con un regaño por mis frecuentes comparecencias en medios de prensa salvadoreños, reproducidos en el boletín de noticias que el Departamento de Información Pública de la OEA preparaba cada día para las delegaciones. Ante el interés en el país por la celebración de la reunión de la OEA, los periodistas salvadoreños me pedían entrevistas por ser yo el encargado de organizarla, lo que era natural, le contesté.

Entonces cambió de tono, y de táctica, para decirme que yo sería muy popular entre los embajadores si al regresar a Washington informaba que no había condiciones para celebrar la Asamblea en San Salvador. Mencionó a dos embajadores, alegando que me quedarían especialmente agradecidos. Uno era amigo personal mío desde hacía varios años, y el otro, muy amable conmigo, era influyente entre sus colegas por su brillantez. Le contesté que los preparativos marchaban satisfactoriamente y, de no haber cambios, así lo informaría a mi regreso a la sede. Por decir lo menos, fue una conversación poco agradable.

Desenlace

En noviembre de 1988 la Asamblea General celebró su décimo octavo período ordinario de sesiones en San Salvador. Sería vanidoso decir que la reunión se llevó a cabo contra viento y marea por haberme tocado desempeñar el mando en su etapa preparatoria. Hubo presiones, eso sí, para impedir lo que se interpretaba como una manifestación de apoyo al gobierno de Duarte. Además, el FMLN había declarado su rechazo a la presencia del máximo órgano de la OEA y algunos de sus pronunciamientos eran amenazadores.

Poco después de iniciada la sesión inaugural surgió un nuevo reto. El coronel encargado de la seguridad de la reunión me informó que una manifestación de ciudadanos bastante numerosa se encontraba muy cerca del hotel, detenida por la policía. Los manifestantes querían entregar un documento al presidente de la Asamblea General. Pedí al coronel que me llevara a hablar con los dirigentes de la marcha. Me adelanté solo hacia los manifestantes pese a los reparos del coronel, que vestía de civil. Ofrecí al dirigente principal entregar personalmente su documento al destinatario, de inmediato, si accedían a retirarse. Aceptó, más por la imposibilidad de avanzar contra la hilera de policías que debido a mis poderes de persuasión. Tras recibir su documento, a la vista de muchas cámaras de la prensa, regresé al hotel para cumplir con obligaciones más rutinarias.

En el temario de la Asamblea figuraba la elección del Secretario General, dado que el mandato de Baena Soares vencería en junio de 1989. La única candidatura oficial hasta el momento era la del propio titular, que contaba con amplio respaldo para su reelección. Tan pronto como llegó a San Salvador Baena me invitó a acompañarlo a Costa del Sol, el balneario donde tendría lugar el diálogo privado de los Cancilleres con el cual se iniciaban las deliberaciones, para redactar allí el discurso inaugural que le correspondía pronunciar.

En eso estábamos cuando me llamaron de la capital para avisarme de la llegada del Secretario General Adjunto esa tarde. Le pregunté a Baena si debería ir al aeropuerto para recibir a mi superior inmediato. No, porque teníamos que continuar trabajando en su discurso, me dijo. Donde manda capitán no manda marinero.

Fue la primera señal, por no decir presagio, del rumbo que seguiría mi carrera profesional en la OEA. La segunda también me la dio Baena, al dar juntos un primer vistazo al salón de las plenarias. El Secretario General me señaló mi puesto en la presidencia, a su derecha. Cuando me aventuré a recordarle que siempre me había sentado a la izquierda del Secretario General Adjunto, me dijo: “Es hora de que aprendas cuál es tu lugar.”


Cuesta abajo (gracias, Gardel) iría la cordialidad en mi relación personal con McComie de aquí en adelante. El Secretario General Adjunto estaba molesto desde mi negativa a pronunciarme desfavorablemente sobre la realización de la Asamblea en San Salvador. Luego, al no verme entre los funcionarios que lo recibieron en el aeropuerto y enterarse que estaba con Baena en Costa del Sol, aumentó su molestia. Y cuando vio la nueva distribución de lugares en la presidencia, su expresión de profundo desagrado rebasó los límites del comportamiento diplomático.

A mayor abundamiento, (aquí las gracias son para mis profesores de Derecho en la Universidad de Villanueva) cuando estábamos a punto de abordar el tema titulado Elección del Secretario General surgió un nuevo conflicto. Oswaldo Vallejo había preparado el libreto, o sea, la guía del presidente, anunciando que el voto sería secreto y a tal efecto se distribuirían las boletas correspondientes. Minutos antes de comenzar la sesión Vallejo había colocado su libreto en el sitio del Canciller Acevedo Peralta, quien presidía la asamblea por elección de sus colegas.

Enterado más temprano de este texto y tras saber por Vallejo que había traído las boletas impresas desde la sede por instrucciones de McComie, yo había preparado mi propia guía. El ministro salvadoreño estaba sentándose cuando me vio retirar el guion que tenía enfrente y reemplazarlo por otro. En el mío, el presidente citaba el artículo pertinente del reglamento y proponía a la sala proceder a la elección por aclamación en vista de que había un solo candidato al cargo. En voz baja le dije, “lea este, presidente”.

A estas alturas yo gozaba de la confianza del Dr. Acevedo, a tal punto que un par de días antes me había invitado a una reunión con sus embajadores para conversar sobre un proyecto de resolución de gran importancia política para su gobierno. De manera que el Canciller, sin titubear y para asombro de McComie y Vallejo, leyó mi texto y propuso la elección del Embajador Joao Clemente Baena Soares por aclamación. Así lo hizo la Asamblea General con un fuerte aplauso.

Con disculpas al lector curioso me voy a reservar el motivo de la maniobra montada por Vallejo bajo instrucciones de McComie. Ellos no están más entre nosotros y por consiguiente no pueden rebatir mi versión. El propósito de someter la reelección de Baena a una votación por escrito lo averigüé poco después. Con renovado agradecimiento a los profesores de Villanueva, me limito a citar este axioma jurídico: a confesión de parte, relevo de prueba.

Cierro este capítulo con un recuerdo feliz, nunca recogido por escrito. Días antes de la inauguración de la Asamblea General el Canciller Acevedo Peralta me dijo que deseaba condecorarme, una vez terminada la reunión, en una ceremonia en la sede de la OEA en Washington. Lamenté no poder aceptar su ofrecimiento sin consultar al Secretario General. Me sugirió hacerlo de inmediato, y así lo hice por teléfono. El Embajador Baena me autorizó a aceptar la condecoración por considerar que sería ofensivo no hacerlo, siempre que la ceremonia tuviera lugar en San Salvador sin mayor publicidad.


El ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador me impuso la Orden de José Matías Delgado, en el grado de Gran Oficial, ante un grupo de sus embajadores en su despacho del ministerio. Recuerdo siempre sus gentiles palabras de agradecimiento por la celebración de la conferencia, cuyo éxito, según dijo, se debía a mis aportes antes y durante la Asamblea General. Nunca más después de esa mañana he tenido ocasión de lucir la condecoración, pero sí la cinta en miniatura, en el ojal de la chaqueta, para honra mía y el agrado de mis amigos salvadoreños.

Tuesday, November 12, 2024

Un cubano en la OEA X

El salón Miranda


Por Guillermo A. Belt 

Una gran sorpresa

En noviembre de 1983 la Asamblea General se reunió nuevamente en la sede de la OEA. Como es de práctica, el Secretario General pronunció el discurso inaugural en la primera sesión plenaria. Para sorpresa de todos Alejandro Orfila manifestó que renunciaba a su cargo ante la falta de voluntad de los Estados Miembros de la OEA para apoyar con los recursos necesarios las múltiples tareas que los gobiernos le encomendaban a la Organización. Lo hizo con mucha elegancia en ese discurso, el mejor de los que le había escuchado.

Orfila había sido electo en mayo de 1975 por un período de cinco años, y reelecto en 1980 por igual período. Faltaba casi un año y medio, hasta mediados de 1985, para el término de su mandato, limitado a una reelección por disposición de la Carta de la OEA. Los Cancilleres estaban ante una situación sin precedentes: la renuncia de un Secretario General que se mostraba insatisfecho por la falta de apoyo financiero a los programas que estaba obligado a desarrollar.

El discurso de Orfila obtuvo un aplauso cerrado, con los Cancilleres y jefes de delegación de pie. Orfila permaneció sentado, por supuesto, agradeciendo la ovación con la cabeza levemente inclinada. Yo quedé perplejo. No tuve el menor indicio de la renuncia de Orfila. Mi relación con él era muy buena, pero yo no era parte del grupo de sus íntimos colaboradores, entre los cuales estaba Salem, quien en alguna ocasión me había hablado del aprecio de Orfila por mí.

Concluida la ovación, el recién electo presidente de la Asamblea General, Fidel Chávez Mena, ministro de Relaciones Exteriores de El Salvador, dispuso un receso para considerar la situación tan inesperadamente planteada. Se acordó nombrar una comisión de cinco Cancilleres para hablar con Orfila privadamente en su despacho e intentar convencerlo de retirar su renuncia, o cuando menos aplazarla por varios meses a fin de tener tiempo para encontrar un sucesor.

Mientras se hacía esta gestión, el presidente invitó a un reducido grupo de Cancilleres a reunirse en un salón pequeño, cercano al Salón de las Américas, indicándome que lo acompañara. Aunque aún no había comenzado la campaña oficial para elegir al sucesor de Orfila, se conocían las aspiraciones del Secretario General Adjunto McComie al respecto. Por esta razón el presidente de la Asamblea no lo invitó a la reunión privada.

De inmediato varios Cancilleres me preguntaron si la Asamblea General podía reunirse a corto plazo para elegir al nuevo Secretario General. Comencé mi respuesta con “la Asamblea General es soberana”, expresión usual en la Secretaría para recalcar los poderes supremos de este órgano, con arreglo siempre a las disposiciones de la Carta de la Organización. Ante la preocupación de los Cancilleres que no querían un interinato largo de McComie, quien debía sustituir al Secretario General en casos de ausencia o incapacidad, les dije que en esta misma sesión ordinaria se podía convocar a una sesión extraordinaria de la Asamblea General para elegir a un nuevo Secretario General, y que ello podría realizarse en la fecha que estimasen conveniente. Avalé mi opinión pidiendo por teléfono el envío inmediato de los antecedentes pertinentes, lo cual se hizo sin demora gracias a la eficiencia de mi personal.

Resuelto el aspecto reglamentario, el presidente dio por terminada la reunión, advirtiendo a sus colegas que debían permanecer en el edificio en espera del informe de la comisión especial, reunida en esos momentos con Orfila. Por mi parte, aproveché unos minutos entre reuniones para acercarme al despacho del Secretario General, que había conocido (lo recordará el buen lector) el primer día de mi trabajo en la OEA. En la antesala donde me estrené como funcionario internacional encontré a Juan Nimo, tan ansioso como yo de adivinar lo que estaría ocurriendo, pared de por medio, en la conversación de los Cancilleres con Orfila. Por supuesto, nada logramos averiguar.

Una hora y minutos más tarde la comisión regresó al Salón de las Américas después de su entrevista con Orfila. La Asamblea continuaba en receso, por lo que no hay actas de estas reuniones. El presidente decidió pasar a sesión privada inmediatamente, en el Salón Miranda, contiguo a la sala de plenarias, con la asistencia de los Cancilleres y jefes de delegación, y nadie más. Los embajadores en la OEA de países cuyos Cancilleres no han podido asistir, por lo general los del Caribe angloparlante, son los jefes de delegación. Las delegaciones de países de mayor tamaño cuentan con cuatro o cinco personas, las demás con dos o tres, de manera que muchos diplomáticos tuvieron que permanecer en el Salón de las Américas, sin duda muertos de curiosidad por saber el resultado de las gestiones de la comisión especial.

Fidel Chávez Mena

Fidel Chávez Mena era un político experimentado, pero nunca había presidido una Asamblea General de la OEA. Me dijo con franqueza que dependería de mí para las cuestiones de procedimiento y en consecuencia debería acompañarlo a todas las reuniones. Agregó que en la reunión recién convocada por él yo sería el único funcionario de la Secretaría General autorizado para asistir. Se hizo una excepción para los intérpretes, a solicitud mía, por ser imprescindibles para los Cancilleres o embajadores angloparlantes que no hablaban español. Vale aclarar que tanto el ministro de Relaciones Exteriores de Brasil como el Canciller de Haití sí lo hablaban, y tuvieron la gentileza de no insistir en la interpretación simultánea al portugués y francés, como era su derecho, ya que en las sesiones y los documentos de la OEA se emplean los cuatro idiomas oficiales.

Como si fuera poca la responsabilidad que se me había dado cuando apenas llevaba yo dos años de director de los órganos políticos, el presidente me encomendó impedir la entrada al Salón Miranda de toda persona con excepción de Cancilleres y jefes de delegación. Cumplí el encargo, no sin dificultad pues hube de decirle a más de un embajador, entre ellos algunos amigos míos, que por decisión del presidente no podían entrar a la sesión.

Si quien lee estos apuntes conoce las interioridades de la OEA, entenderá cuán penoso resulta negar el ingreso a una reunión a los Excelentísimos señores Embajadores, Representantes Permanentes en el Consejo, también Permanente, de la OEA, especialmente cuando el responsable de tan ingrata tarea debe atender casi a diario a esas mismas personas, intentando satisfacer sus requerimientos y exigencias en la medida de lo posible.

En el Salón Miranda se conservan los sillones de madera en cuyo respaldar figura el nombre de cada uno de los 21 países que originalmente integraron la Unión Panamericana, entidad precursora de la OEA. No eran suficientes para los países miembros de la OEA en la década de 1980, de manera que mandé colocar dos sillas corrientes en la cabecera, una para el presidente y la otra para mí, como muestra de modestia y en señal de igualdad con las complementarias de los sillones con nombre. Por supuesto, ningún Canciller se tomó el trabajo de buscar el asiento con el nombre de su pais, y cada cual se sentó donde mejor le vino.

La comisión designada para reunirse con el Secretario General informó de la resistencia inicial de Orfila a posponer su renuncia más allá del 31 de diciembre de ese año, pero ante la insistencia de los comisionados había accedido a permanecer en funciones hasta el 31 de marzo siguiente. Por tanto, los Estados Miembros contaban con cuatro meses y unos días para la campaña electoral. Recuerdo las palabras del Secretario de Relaciones Exteriores de México instando a iniciar de inmediato la búsqueda de candidatos para evitar que el Secretario General Adjunto tomara ventaja de su interinato, una vez producida la salida de Orfila, en beneficio de sus propias aspiraciones. Lo más revelador fue el asentimiento de varios representantes de países del Caribe angloparlante al planteamiento de México.

Los Cancilleres, por unanimidad – no hubo votación, pero tampoco oposición ni reserva alguna – acordaron convocar a una sesión extraordinaria de la Asamblea General en el mes de marzo siguiente, e informar al pleno del acuerdo a que habían llegado con el Secretario General. Antes de entrar a la sesión plenaria que tendría lugar poco después, me dirigí a la oficina del Embajador McComie, a pocos metros de la mía en la planta baja del Edificio Principal, para informarle de lo ocurrido en las dos reuniones de Cancilleres.

Encontré a McComie con expresión deprimida. No era para menos, se le había excluido de reuniones en las que tendría que haber participado como autoridad máxima del departamento bajo mi dirección. Bien sabía la razón, pues no había ocultado su aspiración de suceder a Orfila al término de su mandato de diez años. La renuncia de éste lo había cogido fuera de base, como decimos los cubanos amantes de la pelota, que así también se llama el béisbol en mi tierra.

Lo más difícil para mí fue decirle que la posición de México había tenido el respaldo de varios jefes de delegación del Caribe angloparlante, precisamente los que él esperaba apoyarían su candidatura. No dudo que lo habrían hecho, pero aparentemente les pareció contrario a la noción del fair play que su candidato disfrutara de la ventaja de un interinato hasta noviembre del año siguiente, cuando procedería celebrar otra sesión ordinaria de la Asamblea General.

La caída de Orfila

Alejandro Orfila no le dijo a los Cancilleres que había recibido una oferta de trabajo muy atractiva de Robert Gray, figura importante en aquel entonces en el mundo político de la capital estadounidense. Se trataba de un trabajo en el sector privado al cual Orfila aportaría sus amplios conocimientos y larga experiencia internacional. Por tanto, tampoco les explicó que había aceptado la oferta y estaba obligado a comenzar sus nuevas actividades en enero de 1984.

Años después, conversando con Orfila, supe que él no había previsto la insistencia de los Cancilleres, algunos amigos suyos, en posponer su renuncia del 31 de diciembre de 1983 hasta tres meses después. En su deseo de complacerlos pensó que podría cumplir con las obligaciones de su nuevo trabajo sin perjuicio de atender las de Secretario General. En mi opinión pudo haberlo hecho sin mayores dificultades, pero sólo desde un punto de vista práctico. Si consideramos las percepciones, no es favorable a la imagen de un funcionario internacional de muy alto rango que se encuentre dedicado, siquiera a tiempo parcial, a las actividades privadas.

Otro aspecto no previsto fue la capacidad de resentimiento que tienen muchos seres humanos. El embajador de Bolivia en la OEA, Fernando Salazar Paredes, obtuvo informaciones de funcionarios de la Secretaría General resentidos ante reales o imaginarias injusticias administrativas durante la gestión de Orfila. También las recibió de funcionarios allegados a McComie, adoloridos por lo que vieron erróneamente como el marginamiento de su jefe por parte del Secretario General, especialmente en eventos sociales. Estas personas quizás llegaron a creer que la premura en la búsqueda de su sucesor fue inspirada por Orfila, en perjuicio de las aspiraciones de su jefe. No fue así, como hemos visto.

Comenzó entonces una campaña para destituir a Orfila, impulsada por Salazar, quien propuso crear un grupo de trabajo del Consejo Permanente para investigar su denuncia, recogida en los diarios principales de Washington y Nueva York, y en la prensa de América Latina, sobre el desempeño por Orfila de actividades de cabildeo al mismo tiempo que continuaba como Secretario General. En los Estados Unidos esta situación se conoce como double dipping, con un claro sentido peyorativo.

El Consejo creó el grupo de trabajo y como es costumbre nombró al proponente, el embajador de Bolivia, como uno de sus miembros. Otros países expresaron su deseo de integrarlo, entre ellos México y Chile. El embajador de México, Rafael de la Colina, era el embajador más antiguo en el servicio exterior de su país y un diplomático respetado por todos sus colegas. De inmediato fue elegido para presidir el grupo.

Al salir de la sesión donde se tomó este acuerdo me dirigí a la oficina de McComie. Le dije que yo asistiría a las sesiones del grupo de trabajo. Me contestó que para eso estaban los secretarios de comisión y que designara a uno de ellos. Le contesté que Oswaldo Vallejo redactaría las minutas del grupo de trabajo pero yo contestaría a todas las preguntas, en nombre de la Secretaría General, en vista de lo delicado del tema. Por su expresión advertí su inconformidad, pero a falta de argumentos no dijo una palabra más.

Me quedaba claro el propósito de Salazar: hacerle un juicio político a Orfila con base en las recomendaciones del grupo de trabajo. Requerí el apoyo de los departamentos encargados de los asuntos legales y los administrativos ante la eventualidad de consultas técnicas. Mi asiento en la mesa de la presidencia del grupo de trabajo quedaba a la derecha del Embajador de la Colina. Detrás de mí se sentaban funcionarios de los departamentos mencionados, quienes me asesoraban en voz baja sobre preguntas de su especialidad.

Todas las sesiones se celebraron en el Salón Miranda, el de las reuniones difíciles, como hemos visto. Don Rafael, como le llamaban sus colegas y algunos de nosotros en señal de un respeto que iba más allá de su calidad de embajador, me daba la palabra cada vez que surgía una pregunta o consulta por parte de los miembros del grupo, que según recuerdo eran menos de una docena. Salazar presentaba sus denuncias: Orfila se había inscrito en el registro oficial de personas autorizadas para hacer cabildeo; se daba por sentado que cobraba por su trabajo para Gray, sin haber informado al Consejo Permanente; además, seguía cobrando su sueldo como Secretario General. Los miembros del grupo hacían comentarios y preguntas.

Al final de la primera sesión Oswaldo Vallejo me propuso almorzar juntos, como solíamos hacerlo. Me contó con evidente preocupación que Salazar le había dicho que su carrera y la mía corrían peligro si defendíamos a Orfila en el grupo de trabajo. Le contesté que él nunca hablaría en el grupo, sólo yo hablaría por la Secretaría General, y ya veríamos lo que decidía el grupo. Si Salazar le hablaba de nuevo debía decirle simplemente que me había trasmitido su mensaje.

Cuando tomaba la palabra Salazar intentaba convencer a sus colegas para condenar a Orfila y destituirlo. A pesar de su insistencia no tuvo éxito. Con la ayuda muy sutil y elegante de don Rafael y la colaboración técnica de los colegas de la Secretaría General pude contestar satisfactoriamente todas las preguntas de miembros del grupo. En mis siete años al frente de la secretaría de los órganos políticos tuve algunos roces con embajadores, pero nunca recibí miradas amenazantes y hasta de odio como las que lanzaba Salazar Paredes desde su asiento en el lado opuesto de la mesa, frente a la presidencia.

Triste final

Lo que sí surtió efecto fue la campaña de prensa desatada por el embajador boliviano. Las cosas se pusieron color de hormiga, o mejor dicho, se caldearon los ánimos de los señores Embajadores, Representantes Permanentes en el Consejo Permanente de la OEA. Lo primero que hacía yo al despertar cada día era recoger los ejemplares del Washington Post y New York Times en la puerta de mi casa y ver si la OEA figuraba de nuevo en primera plana, desde luego con enfoque negativo.

No quiero alargar este relato para el lector amable; bastante penoso fue para los que lo vivimos. Orfila envió una carta de disculpas al Consejo, sus miembros debatieron en privado si lo recibían en una sesión como él solicitaba, y finalmente decidieron hacerlo. Reunido el órgano bajo la presidencia del embajador de Colombia Francisco Posada de la Peña, éste me preguntó privadamente quién debería recibir a Orfila en la puerta del Edificio Principal. Sugerí que lo hiciera el jefe de Protocolo. Posada se negó, le parecía demasiada gentileza. Le ofrecí hacerlo yo. Aceptó y declaró abierta la sesión.

Entonces me levanté y fui a la puerta de entrada, saludé a Orfila con un apretón de mano y lo acompañé hasta el salón del Consejo. Entramos juntos, en silencio nosotros y todos en el salón. El presidente había dispuesto sentar a Orfila en el centro mismo de la curva de la U formada por la mesa, en el asiento más alejado de la presidencia. Hasta allí lo acompañé y luego me instalé en mi puesto a la izquierda del presidente, el antiguo lugar del Secretario General Adjunto, quien en esta ocasión ocupaba el sitio a la derecha del presidente, correspondiente al Secretario General.

La sala escuchó en silencio la explicación de Orfila sobre su permanencia en el cargo a pedido de las delegaciones que lo visitaron el día de su renuncia, y su ofrecimiento de devolver los sueldos devengados como Secretario General a partir de enero de 1984. El Consejo no respondió de inmediato, pero posteriormente decidió rehusar el ofrecimiento con base en consideraciones legales. Asimismo, resolvió censurar la conducta de Orfila y remitir su recomendación en tal sentido a la Asamblea General, ya que sólo ella estaba facultada para hacerlo.

Siempre abreviando este triste final, la sesión extraordinaria de la Asamblea General para elegir al sucesor de Orfila se celebró el 13 de marzo, eligiendo por unanimidad al Embajador Joao Clemente Baena Soares, diplomático de carrera en el servicio exterior de Brasil. Val McComie, aferrado al sueño de ocupar el primer cargo en la jerarquía administrativa, retiró su candidatura en el último momento, en la propia sesión de la Asamblea. Prefiero no hacer comentarios sobre lo que para él también fue un final deslucido en esta etapa desagradable de la OEA.

Orfila continuó viviendo en Washington, en su casa de Tracy Place, en el elegante sector residencial de Kalorama, cerca de la residencia oficial del Secretario General en la calle California. Con cierta frecuencia invitaba a almorzar a un pequeño grupo de sus antiguos colaboradores en la OEA: José Luis Restrepo, su ex jefe de gabinete; Luis Lizondo, que continuaba siendo director del Departamento de Programa-Presupuesto; su viejo amigo Juan Nimo, y dos cubanos, Nicky Rivero y yo. Nos acompañaba María Victoria Rodríguez, su secretaria en la OEA. Los comensales éramos siempre los mismos, y el menú también: pasta italiana en salsa roja y vino de las viñas de Orfila en la Argentina.

Unos años después Orfila se mudó a Rancho Santa Fe, precioso sector residencial muy cercano a San Diego, California. Solía visitar Washington una vez al año, y entonces éramos los invitados habituales de Tracy Place quienes lo invitábamos a almorzar, por lo general en un restaurante especializado en comida italiana situado en uno de los suburbios de la capital, en Virginia. Se comía bien, aunque en porciones demasiado abundantes, al menos para mi gusto. De vez en cuando se nos agregaban unos pocos funcionarios, antiguos colaboradores suyos en la OEA.

Recuerdo con especial agrado una ocasión cuando vino con Helga, su mujer, para asistir a las carreras de caballos en Virginia, y me invitó a almorzar en su casa muy cerca de Middelburg. Ese día me acompañó mi hija Nora María, quien recibió muchos cumplidos de Helga por su belleza y elegancia.

La Cuba de hoy y de mañana

El pasado septiembre Hypermedia Magazine tradujo y publicó un artículo que el periodista norteamericano J.D. Whelpley dio a la luz en 1900, en la revista The Atlantic Monthly. A dos años de terminada la guerra hispano-americana y en plena reconstrucción del país bajo la ocupación norteamericana el periodista hizo interesantes observaciones a partir de su visita a la isla. Por el interés histórico que puedan tener estas observaciones -con toda su carga de desconfianza, superioridad, racismo y condescendencia- creemos importante reproducirlas en nuestro blog.  

La Cuba de hoy y de mañana



En ningún momento de la historia reciente de Cuba ha sido más difícil que ahora para el pueblo de los Estados Unidos obtener una visión correcta de las condiciones en esa isla. Esta puede parecer una afirmación injustificada en vista de la paz que ahora prevalece, la reactivación del comercio, la presencia de norteamericanos en todas las comunidades y la gran cantidad de espacio que la prensa dedica ahora a Cuba y a su pueblo.

Sin embargo, es cierto, como lo sabe cualquiera que haya analizado el asunto desde un punto de vista imparcial y desinteresado. Incluso cuando España tenía a Cuba agarrada por el cuello y desalentaba a los norteamericanos de venir a la isla, el pueblo de los Estados Unidos estaba bastante bien informado de lo que estaba sucediendo. El propósito de una gran parte de la prensa es obtener noticias sensacionales.

Hace dos años, Cuba era un campo atractivo. Las noticias obtenidas desde allí fácilmente podían considerarse exclusivas, rara vez podían corroborarse y, si bien es posible que hubiera habido una exageración considerable en algunas de las historias de horror anteriores a la guerra de 1897 y 1898, los hechos fueron lo suficientemente sorprendentes como para hacer que la exageración fuera insignificante en su conjunto.

La situación actual es peculiar. Cuba ha sido «agotada» desde el punto de vista del periodismo sensacionalista, y abandonada al estadístico, al economista teorizador y al experto gubernamental. Con una campaña nacional en marcha, y una administración, con las manos llenas de problemas en otras direcciones y en busca del respaldo en las urnas, los funcionarios de la administración consideran muy deseable que los asuntos cubanos se mantengan en un segundo plano tanto como sea posible.

Esta actitud en Washington tiene un efecto notable en la prensa conservadora del país; ya que muchos periódicos que no están a favor de la administración actual se oponen aún más al triunfo del ala demócrata que defiende la libre acuñación de plata, y por lo tanto, excluyen de sus columnas cualquier información que pueda servir como munición para el enemigo común. Junto con los periódicos estrictamente de la administración, esto incluye el noventa por ciento o más de los periódicos respetables del país.

Los pocos escritores valiosos que han visitado Cuba últimamente están casi todos controlados necesariamente por estas influencias. Los corresponsales de prensa destacados en la isla han encontrado inútil malgastar sus energías en algo que no sea el suceso diario o la descripción casual de algún trozo pintoresco de la vida.

En cuanto a si los cubanos están a favor o en contra de la anexión, si los americanos gustan o disgustan, si los cubanos son aptos o no para el autogobierno, si están alegres u hostiles bajo la inyección forzosa de los ideales americanos en su sistema español de gobierno, son temas en gran parte prohibidos.

Cuando estuve en Cuba el invierno pasado, y tras una paciente indagación entre todas las clases de personas, llegué a la conclusión de que los cubanos se oponían de forma abrumadora a la anexión de la isla a Estados Unidos. En un artículo cuidadosamente meditado publiqué este hecho en Estados Unidos. La afirmación suscitó sorpresa y críticas. Estas últimas amainaron cuando mi opinión fue confirmada enfáticamente por los generales Wood, Ludlow y muchos otros. Un periodista inteligente y responsable, destinado en La Habana para uno de los grandes diarios de Nueva York, me comentó amargamente la discusión que había suscitado la publicación de esta noticia: «Después de estudiar esa cuestión durante seis meses, escribí un artículo a dos columnas en el que adoptaba la misma opinión que usted, y eso fue hace cinco meses, pero nunca se imprimió. Era una herejía».

Los funcionarios del gobierno estadounidense se unen en el coro de «Todo va bien» por razones obvias. Complace a los cubanos, hace avanzar la causa del poder fáctico en casa y satisface al pueblo de Estados Unidos. La única nota discordante que ha llegado a las costas de este país proviene de las declaraciones de los funcionarios que, al regresar, ya no tienen restricciones para hablar, así como de empresarios, periodistas y otros observadores inteligentes que han pasado algún tiempo en la isla. El contraste entre lo que dicen los funcionarios del gobierno y los políticos y los demás es tan marcado, que por sí mismo arroja sospechas sobre la sinceridad de las declaraciones de los primeros.


La gran dificultad para presentar correctamente estos asuntos es la imposibilidad de citar los puntos de vista reales de aquellos cuyas opiniones llamarían la atención. Lo que el secretario Root, el general Wood, el general Ludlow, el coronel Black, el coronel Rathbone, el general Chaffee y otros realmente saben y realmente piensan sobre la Cuba de hoy y la Cuba de mañana sería intensamente interesante.

Si se conociera, contribuiría en gran medida a formar el sentimiento público en los Estados Unidos, y así influiría en la legislación nacional sobre el tema. Pueden creer que los cubanos son todo lo que se espera de ellos, que están aceptando de buen grado, incluso con alegría y con humilde espíritu de agradecimiento, las enseñanzas de los norteamericanos, y que no pasarán más que unos meses antes de que el buque del Estado cubano pueda ser botado de los astilleros norteamericanos y, conducido por una tripulación cubana, realizar un viaje exitoso y provechoso.

Por otra parte, pueden creer que la tarea que el gobierno estadounidense ha emprendido ostensiblemente es inútil. Pueden haber llegado a la conclusión, tras dieciocho meses de prueba, de que el cubano prefiere sus propios ideales, costumbres y formas de hacer a los de los estadounidenses, y que no se ha hecho ni se puede hacer ningún progreso con esta generación en materia de sustitución.

Incluso, pueden haber llegado a la conclusión de que la falta de control político está tan arraigada en la naturaleza de los cubanos, que, aun eligiendo sus propios sistemas ejecutivo y judicial, no serían capaces de dirigir un gobierno estable e independiente.

Si son optimistas, pueden expresar su optimismo; si son pesimistas, deben ser cautelosos.

Con un conocimiento íntimo de lo que ha logrado o no la intervención estadounidense durante el último año y medio, estos hombres están en condiciones de ilustrar al pueblo estadounidense sobre lo que puede esperarse como desenlace de la situación cubana. Pero, por la propia naturaleza de las cosas, no pueden hacerlo. Deben autoengañarse, ser evasivos o faltar a la verdad de forma optimista.

Las relaciones de Estados Unidos con Cuba son ahora tan falsas y antinaturales, las relaciones de la cuestión cubana con la política nacional en Estados Unidos están tan llenas de posibles peligros para el partido dominante, que hablar claro está más allá de la posibilidad del momento por parte de quienes sostienen las políticas actuales con la esperanza de hacer las del futuro.

Se puede ver fácilmente, por lo tanto, que la mayoría del pueblo de los Estados Unidos tiene pocas oportunidades en este momento de juzgar la situación real en Cuba y, en consecuencia, no puede formarse una opinión realmente inteligente sobre lo que es probable que depare el futuro en las relaciones de los Estados Unidos con esa isla y su pueblo.

La actual agudeza de los asuntos puertorriqueños y filipinos también sirve para desviar la atención pública de Cuba. Será necesaria alguna marcada perturbación de la aparente paz que ahora reina en esa dirección, o alguna tregua en el interés que ahora se presta a otros asuntos, antes de que los inquietos periódicos estadounidenses aprovechen la oportunidad que aquí se les presenta para explotarla y comentarla. En la actualidad es comparativamente fácil para los interesados desacreditar cualquier rumor inquietante.

Repasar brevemente las condiciones existentes en Cuba cuando comenzó la intervención americana es necesario a efectos de comparación. Bajo el dominio español el jefe del gobierno era un militar con poder autocrático apoyado por una fuerza armada. La sombra de la autonomía prevalecía en forma de un gobierno civil subordinado que se extendía desde los asuntos estatales hasta los municipales. El poder judicial era una función subordinada del gobierno, el poder supremo descansaba en el «fiscal» del tribunal supremo, que era en realidad un funcionario del gobierno. Los tribunales eran lentos y venales. Las leyes se hacían para los ricos e influyentes, y así se administraban.


El sistema impositivo estaba concebido de tal manera que permitía escapar al aristócrata terrateniente, y el hombre de negocios y el consumidor pagaban las facturas. Los derechos de importación eran pesados para las necesidades y ligeros para los lujos.

La iglesia desempeñaba un papel importante en el gobierno y, por una ley inicua, un legado a la iglesia se convertía en una hipoteca sobre un patrimonio que se mantenía en su totalidad contra todos y cada uno de los compradores de un pie de tierra de ese patrimonio.

Estas llamadas hipotecas eclesiásticas ascienden ahora a millones de dólares, y hoy en día enturbian el título de propiedad de cientos de miles de acres de las tierras más valiosas.

Los asuntos postales de la isla eran tan imperfectos que pocos se preocupaban de confiar una carta importante a los correos, y el sistema de cobro revertido se había convertido en una especie de chantaje. De los trescientos mil niños en edad escolar que había en Cuba, unos cuatro mil asistían a lo que se dignificaba con el nombre de escuelas públicas.

La educación pública era meramente superficial, y el porcentaje de analfabetismo en consecuencia alcanza ahora en muchas comunidades el ochenta o incluso el noventa por ciento. El bandolerismo prevalecía en todo el país, y era inspirado y sostenido por hombres con altos cargos y posición social en La Habana.

En resumen, la vida, la libertad y la justicia no estaban aseguradas para los ciudadanos de Cuba a menos que pudieran pagar generosamente por la inmunidad contra el asesinato, el encarcelamiento o las desastrosas complicaciones legales.

En tiempos de paz, a pesar de estos agravios, tan grandes cuando se ven a la luz de la civilización moderna, Cuba floreció. Su suelo fértil producía azúcar, tabaco y frutas. La vida no era dura para los pobres con sus necesidades sencillas y sus disposiciones felices. Para los ricos podía hacerse deseable según los medios y la influencia. Los norteamericanos llegaron a Cuba en tiempo de guerra, cuando a estas condiciones se añadió la lacra de un largo conflicto civil, con la consiguiente hambruna del pueblo, reconcentración, estancamiento del comercio y males similares. Es difícil concebir una tierra más hermosa y más desolada por las malas pasiones de los hombres.

La tarea que se presentaba a los estadounidenses no era ligera, pues se trataba de poner orden en medio del caos, y puede decirse sin prejuicios que ningún pueblo podría haberlo hecho más rápida o eficazmente. Los hambrientos fueron alimentados, la vida se hizo segura en cada ciudad, pueblo y barrio. Las aduanas se convirtieron en casas de la moneda, y el dinero recaudado en ellas se contabilizó honestamente.

Toda la isla fue limpiada y desinfectada, real y figuradamente hablando. Resumir todo lo realizado es decir que Cuba fue administrada con un nivel de orden como nunca lo ha sido ningún país hispanoamericano en la historia de este hemisferio.

Tanto los naturales como los extranjeros respiraron aliviados. Los hombres se aventuraron en los campos para labrar la tierra. La fértil tierra respondió con gusto a un ligero estímulo. El comercio revivió y cobró fuerza a medida que pasaban los meses, pues sobre todo flotaba la bandera de los Estados Unidos, lo que significaba que aquí, allá y acullá estaban los oficiales tranquilos, de mirada aguda y resuelta del ejército estadounidense, con cientos de soldados robustos, impetuosos y bien equipados a su disposición.

Hasta aquí todo iba bien. Los Estados Unidos habían llevado a cabo su programa. Los españoles habían sido expulsados de Cuba y se había restablecido el orden. Se cerraba así el primer capítulo de la intervención estadounidense en Cuba.

Por difícil que hubiera sido, fue fácil de llevar a cabo en comparación con lo que vendría después, porque hasta entonces los estadounidenses no habían necesitado cooperación ni ayuda. Ellos concibieron y ejecutaron sus propios planes. Aunque llevados a cabo en una tierra extraña y en condiciones nuevas, no les resultaba un trabajo desconocido. En otros lugares se había aliviado la angustia y restablecido el orden. Se trataba simplemente de adaptar los hombres, el material y el sentido común a un clima tropical.

Después de esto, sin embargo, vendría la preparación de la isla para la libertad y la independencia, pues el pueblo estadounidense, en su ansiedad por demostrar motivos desinteresados, se había comprometido a entregar Cuba a los cubanos. Sin embargo, había una salvedad, contenida en la promesa hecha al mundo entero, de que Cuba mantuviera siempre un gobierno estable.

Al primer vistazo sobre el terreno fue evidente para los estadounidenses que para garantizar esto Cuba tendría primero que ser pacificada permanentemente, las iniquidades contenidas en el código legal eliminadas, la honestidad hecha la regla en todos los departamentos del gobierno, los niños educados adecuadamente, la iglesia retirada a su legítima esfera de influencia, el sistema de impuestos revisado, y una nueva forma de gobierno creada.

Los cubanos, debido a su falta de experiencia, eran manifiestamente incapaces de lograr estas cosas por sí mismos, por lo que los estadounidenses, con vigor y entusiasmo, se pusieron manos a la obra para enseñarles.

La historia de este esfuerzo es el segundo capítulo del relato de la intervención, y aún no puede escribirse todo, aunque, como ocurre con la mayoría de los relatos, puede deducirse alguna idea de lo que está por venir. Las verdaderas dificultades comenzaron en este momento, y por la sencilla razón de que la tarea requería la cooperación de los cubanos. Hasta entonces, los estadounidenses habían trabajado solos; ahora sólo debían guiar, y los cubanos realizar el trabajo al que se habían creído asignados durante mucho tiempo.


Llamando en su ayuda a los hombres cuyos nombres habían sido más generalmente identificados con la lucha por la independencia de Cuba, el general Brooke intentó una forma de gobierno casi civil. Siguió las recomendaciones de los consejeros cubanos en la medida de sus posibilidades, y estos le condujeron a escollos desde el principio.

Descubrió que los dirigentes cubanos habían luchado por un cambio de amos y no de métodos. Se peleaban con el pueblo y entre ellos. Se opusieron a las reformas y fomentaron los problemas entre los naturales y los estadounidenses.

La situación llegó a ser tan grave que el caos amenazó de nuevo, y el general Brooke fue retirado por una administración alarmada para dejar sitio al general Wood, que había mostrado el mayor tacto y los mejores resultados en el departamento bajo su administración.

Probablemente el general Brooke se alegró de escapar. El lugar no le convenía, ni él al lugar. El general Wood era un hombre más joven, con la vida aún por delante, y aprovechó la gran oportunidad que se le presentaba. Su primer acto como gobernador fue uno que le granjeó el aplauso de los cubanos conservadores y propietarios, pues echó del cargo a la pandilla de pendencieros que el general Brooke había reunido y los sustituyó por los autonomistas, el grupo más digno y admirable de hombres identificados con la lucha de los cubanos contra España.

El general Wood continuó alimentando a los hambrientos, desinfectando las ciudades, vigilando el país, recaudando los ingresos necesarios a través de las aduanas y gastando el dinero donde más se necesitaba. Reconociendo los males del sistema legal y otras regulaciones públicas que habían dejado los españoles, nombró comisiones para revisarlos todos, y en cada una de estas comisiones colocó a norteamericanos para dar a los cubanos el beneficio de su sistema y experiencia.

Día a día, a medida que los asuntos erróneos han ido llamando su atención, los ha ido enderezando. En su intenso deseo de mantener la paz en la isla, tanto por su propio bien como por el de la administración que le colocó en su alto cargo, se esfuerza por aplacar a todos los elementos opuestos.

Si un cubano con seguidores se vuelve demasiado ruidoso o se inclina por la crítica, le da un cargo. Esta política se ha seguido con tanta asiduidad que ahora pasar lista a los titulares de los cargos es pasar lista a los principales agitadores de la isla que florecieron en tiempos de tensión y rebelión.

Esto no significa, sin embargo, que estos hombres sean aptos para dirigir al pueblo en tiempos de reconstrucción pacífica, pues muchos de ellos son ignorantes y peligrosos demagogos, y casi todos ellos sólo están esperando el momento, y no con demasiada paciencia, hasta que se vean libres del fuerte control del gobernador americano, para poder obrar su propia voluntad en los asuntos públicos como han soñado hacer durante todos los años en que envidiaron al español el ejercicio de su poder autocrático.

En la época de los españoles, un gobernador foráneo ejercía un gobierno autocrático con ciertas limitaciones legales. Una evasión de estas limitaciones era posible, pero sólo se lograba mediante algún truco secreto. Bajo el mando americano un gobernador foráneo ejerce un poder que no reconoce limitaciones. Cada juez es considerado como un oficial militar bajo su autoridad, y cada ley no es más que una orden militar sujeta a cambio o incluso a ser borrada a una palabra del cuartel general militar.

Bajo esta autoridad absoluta se mantiene a raya la injusticia legalizada, se vacían las cárceles de prisioneros injustamente confinados, se ajusta la tarifa de modo que, ostensiblemente al menos, se grave más a los ricos y menos a los pobres. El dinero recaudado se contabiliza de forma más general y se distribuye con mayor justicia, la instrucción pública ha recibido un fuerte impulso y, en general, en toda la isla el pueblo es libre de perseguir su propia voluntad y placer en las artes de la paz.

Los funcionarios locales fueron al principio designados en todos los municipios, y posteriormente elegidos por sufragio restringido. Sin embargo, es dudoso que los resultados de las elecciones en cuanto a los hombres seleccionados para los cargos sean tan satisfactorios como los del sistema de designación.

Las comisiones nombradas para planificar reformas en los sistemas jurídico y fiscal no han logrado nada tangible por voluntad propia. Las leyes de la Cuba española se mantienen hoy, con algunas modificaciones menores, como las leyes de la Cuba americana.

El capital se invertía en Cuba bajo el dominio español por derecho de garantía y concesión del gobierno. No se ha invertido capital nuevo en Cuba bajo el dominio americano por dos razones. Una, es que el gobierno de los Estados Unidos no se ha atrevido a confiar a sus propios funcionarios el derecho de otorgar concesiones. La otra razón es que el capital de todas las nacionalidades teme ahora que Estados Unidos vaya a mantener la concepción popular de la promesa dada por el Congreso en el sentido de que Cuba será entregada en manos de un gobierno cubano independiente.

No sólo el capital se ha mostrado reacio a ir a Cuba, sino que desde la intervención estadounidense se han retirado realmente de la isla más de ciento treinta millones de dólares de dinero español y de otros países. Lo que se ha logrado en Cuba hasta el momento por la intervención estadounidense puede incluirse en la vigilancia efectiva de la isla, y ningún hombre, por muy optimista que sea en cuanto al futuro, puede poner el dedo en la llaga sobre algo más de valor permanente o señalar un hecho consumado que pueda utilizarse como argumento a favor de la afirmación de que los cubanos serán capaces en poco tiempo de dirigir un gobierno propio, independientemente de la orientación y el control real estadounidenses, que pueda calificarse de estable.

Hay buenas razones para ello. Se encuentran en la naturaleza de la intervención, en las incómodas relaciones políticas de Estados Unidos con la isla y en el carácter y la disposición del pueblo cubano.

La intervención de Estados Unidos en los asuntos cubanos fue la de una fuerza armada presente principalmente para preservar el orden. Esto en sí mismo implica superioridad. Esta implicación es de lo más objetable para cualquier pueblo por débil que sea nacionalmente.

Para el orgulloso y excitable cubano, lleno de antagonismo racial natural, la plena comprensión de esta actitud de los norteamericanos, la de un severo maestro de escuela con la vara en la mano obligando al buen comportamiento, trajo consigo resentimiento y distanciamiento de la obra propuesta de americanizar el gobierno en todas sus funciones.

Necesariamente se ha continuado con la forma militar de la intervención americana. Necesariamente el gobernador americano ha retenido en sus propias manos la autoridad final en todas las cosas. Cada día se ha hecho más difícil predecir cuándo se podría prescindir de esta forma de intervención o en qué momento, o en qué punto se podría permitir que la autoridad americana caducara y la cubana se convirtiera en definitiva.

Hasta ahora los cubanos se muestran en general pasivos en cuanto a estas cosas, pero ellos, al igual que los estadounidenses que ejercen la autoridad, son plenamente conscientes de que el día no se acerca perceptiblemente, ni está cada vez más claro cuándo y cómo los Estados Unidos pueden «dejarlo ir».

España se vio obligada a regañadientes a entregar a su revoltoso hijo a Estados Unidos. El Congreso de los Estados Unidos, para satisfacer la conciencia nacional, todavía gobernada en 1898 por la teoría del aislamiento de la virtud nacional, aprobó una resolución declarando que era el sentimiento del padrastro que el niño fuera libre e independiente.

Sin embargo, había una restricción previa a esta intención que tenía precedencia, y era la promesa a la comunidad internacional por parte del futuro padre de que el niño debería comportarse siempre en lo sucesivo, no sólo ante el mundo, sino en sus relaciones con aquellos que echaran su suerte en su íntima compañía.

En el transcurso de un artículo titulado “Growth of our Foreign Policy”, en el Atlantic de marzo, el honorable Richard Olney expresó brevemente el único significado que puede tener esta promesa en las condiciones actuales, y es que Cuba, desde la firma del tratado con España, pertenecía a Estados Unidos como fideicomisario, y seguiría perteneciendo así.

Esta conclusión es lógica e inevitable tanto si se considera el asunto desde el punto de vista geográfico, estratégico, político, comercial, o en interés de la vigilancia efectiva del continente americano, una tarea asignada a Estados Unidos por las naciones de la tierra, y reclamada por ese país como un derecho así como aceptada como una responsabilidad.

El Tratado de París, en la medida en que afecta a las relaciones de Estados Unidos con Cuba, tiene precedencia sobre la legislación interna promulgada como una cuestión de conveniencia o disculpa política, especialmente cuando dicha legislación se limita a expresar un sentimiento, sujeto a cambios legítimos a la luz de una información y experiencia más completas.

Se puede suponer sin entrar en detalles que mientras a los cubanos no se les haya confiado una gran responsabilidad en ningún departamento de su propio gobierno, poco o ningún progreso se ha hecho para inducirlos a un esquema de autogobierno como el que posiblemente contemplaron aquellos que hace dos años, o incluso más recientemente, abogaban honestamente y creían en la posibilidad de una Cuba libre e independiente.

Los cubanos se quejan ahora amargamente de que nadie puede decir si pueden gobernarse a sí mismos o no hasta que se haya probado. Los estadounidenses los calman con discursos elogiosos, alaban su patriotismo, su generosidad, su adaptabilidad, su sentimentalismo, su afán por añadir sus nombres a la lista de sueldos del gobierno, e invariablemente concluyen con un tributo a sus gracias sociales.

A la persistente y repetida pregunta de cuánto tiempo va a continuar el estatus actual, los estadounidenses se muestran evasivos, indefinidos o contemporizadores, ya que ningún hombre familiarizado con la isla, su gente y sus asuntos, por muy optimista que sea su creencia en el destino de Cuba como república libre, ha tenido la temeridad de fijar un día en el futuro próximo en el que se pueda retirar con seguridad el poder policial estadounidense.

Esto se debe a la absoluta falta de autocontrol político que han manifestado los cubanos en casi todas las ocasiones en que podría haberse ejercido con ventaja. En las reuniones de las comisiones han reducido a los miembros norteamericanos a la desesperación y a un sentimiento de desesperanza de lograr alguna vez el objeto en vista.

Como funcionarios han abusado de su poder, y muchos de ellos no han mostrado ninguna concepción de la idea de un cargo público como una confianza pública. Su incapacidad, su falta de progresismo y, en muchos casos, su deshonestidad han mantenido a los funcionarios estadounidenses ocupados corrigiendo errores y enderezando entuertos.

La idea española de gobierno se ha criado en ellos y están completamente imbuidos de su espíritu. Si la intervención norteamericana cesara hoy, Cuba se convertiría, en un plazo increíblemente corto, en una furiosa caldera de alboroto civil provocado por la guerra interna por el botín. Con el tiempo triunfaría el hombre o la facción más fuerte, y se organizaría entonces un gobierno del mismo carácter indeseable que los que existen ahora en los países centroamericanos.

A los cubanos no les gustan los americanos, y eso es bastante natural. Para los cubanos inteligentes, los estadounidenses representan un país que creen que ahora les está negando su derecho de nacimiento. Con los ignorantes, el antagonismo racial es fuerte.

Estas son generalizaciones, por supuesto, pues hay muchas excepciones, como hay cubanos que están a favor de la anexión, pero son una minoría irremediable. Con una Cuba libre existe la cuestión racial, siempre presente, siempre amenazadora y siempre peligrosa.

Casi un tercio de la población es negra, y una raza no se mezcla con la otra en términos de igualdad social. Incluso se ha propuesto seriamente por conocidos cubanos que tan pronto como Cuba fuera libre se dividiera en dos repúblicas, los negros ocuparían la parte oriental de la isla y los blancos la occidental.

Es difícil para los estadounidenses que no están familiarizados con los pueblos de los países hispanoamericanos darse cuenta del tremendo abismo que existe entre ellos y el pueblo de Estados Unidos en sus costumbres, forma de pensar, ideales políticos y normas morales en asuntos que afectan al bien público.

Los cubanos son hispanoamericanos. Al igual que en México y Centroamérica, la riqueza y la inteligencia de Cuba están en manos de extranjeros y de un pequeño porcentaje de nativos que han vivido mucho en el extranjero o que poseen cualidades excepcionales.

Una Cuba gobernada por los estadounidenses significa un sufragio restringido y una seguridad relativa. Una Cuba libre significa sufragio universal y la rápida caída de la frágil estructura política diseñada y erigida por los estadounidenses, y ahora mantenida intacta sólo por su presencia.

La continuación de las condiciones actuales en Cuba será posible durante algún tiempo sin graves problemas. El experimento de una Cuba libre puede incluso intentarse con el tiempo, dependiendo esto en gran medida del sentimiento público y del poder dominante en las políticas de Estados Unidos.

Inevitablemente resultará en otra intervención que no necesitará disculpas, y continuará mientras Estados Unidos siga siendo una nación.

Es posible que la anexión sea provocada por una franquicia restringida, que con el tiempo perderá la esperanza de una Cuba libre, y buscará la ventaja comercial y la estabilidad política en una unión con Estados Unidos.

También es posible que la situación en Cuba se vuelva tan tensa, incluso hasta la violencia, que Estados Unidos reconozca un cambio de política, y con la mayor suavidad posible transmita a los cubanos la imposibilidad de una república independiente en vista del fracaso de los planes bien trazados en sentido contrario.

Lo único que parece absolutamente remoto, improbable y casi imposible desde todos los puntos de vista es una república cubana libre e independiente.

La esperanza de Cuba no está en la generación actual, sino en la venidera. Con educación, desarrollo, contacto con las instituciones estadounidenses y un largo respiro de la guerra de guerrillas, el nuevo pueblo de Cuba hará una nueva Cuba.

Este pueblo no deseará una existencia política separada, pues se dará cuenta de los mayores beneficios de la libre relación social y comercial con una nación poderosa de la que forma parte, y cuyas necesidades en ciertas direcciones sólo pueden ser suplidas por ella.

Julio de 1900.

Tuesday, November 5, 2024

LA MÚSICA EN LA OBRA DE ALEJO CARPENTIER


Por Antonio Gómez Sotolongo

Muy pocas veces en la historia de la literatura nos encontramos con autores tan obstinados en la descripción del sonido y la piedra. Alejo Carpentier, a través de toda su obra utilizó, cual banda sonora de un filme, la referencia musical para reforzar las imágenes creadas. En su narrativa, los personajes se mueven en espacios rodeados de música y arquitectura.

Nacido por pura casualidad en La Habana, el 26 de diciembre de 1904, hijo de una rusa y un francés –a quien según su propio decir le reventaba Europa y fue por eso por lo que vino a dar a América- iba a ser el primer cubano en su genealogía, pero no el primer músico. El padre de Alejo, alumno de Pablo Casals, había sido violonchelista mucho antes de ser arquitecto, y la abuela, alumna de Cesar Franck, fue pianista, por lo que el Arte Musical formaba parte de las tradiciones familiares.

Con tales antecedentes, la música se le dio a Carpentier como algo natural. La estudió en sus técnicas, la aprehendió en sus esencias y la describió de un modo perfecto. Lector precoz, tuvo a su alcance una biblioteca paterna espléndida en la que descubrió a Verne, Salgari y Dumas, y ya a los doce años escribía novelas imitándolos. Luego, estas lecturas fueron reemplazadas por otras, hasta llegar a los veinte años cuando encontró en las páginas de Rolland y Marcel Proust nuevos paradigmas. En 1922, el periódico La Discusión le recibió abriéndole una sección que, bajo el rótulo de Obras Famosas, publicó los comentarios del joven Alejo sobre El Corsario, Cartas de mi Molino y muchas otras novelas y relatos.

En 1927, mientras publicaba en la revista Social sus criterios sobre la obra de Stravinski, sobre los ballets rusos y temas de actualidad estética en aquellos días, sus posiciones políticas en contra de la dictadura de Gerardo Machado fueron puestas también a la luz, por lo que sufrió los rigores de la prisión junto a otros intelectuales cubanos que se nuclearon en el llamado Grupo Minorista. Por aquellos días de cárcel comenzó a escribir su primera novela.

En 1928, en un escape sin pasaporte, de esos que se ven a menudo en las películas, Carpentier fue a dar a Francia y entonces vivió en París por más de diez años. La revista Carteles, que se editaba en La Habana y de la cual él fue uno de sus directores, no dejó de publicarle. Joséphine Baker, La Ópera y la Decadencia del Jazz y otros trabajos entraron en las páginas de aquella legendaria revista cultural durante el largo exilio. Fue la época en la que también Carpentier coqueteó con el surrealismo y pareció integrarse a un bando de artistas que estuvieron encabezados por el poeta André Bretón y el pintor Salvador Dalí; incluso, escribió algunos relatos en francés en los que se involucraba estéticamente con los postulados de aquella tendencia. Sin embargo, pronto se apartó y en 1937, en Madrid, vio la luz su primera novela: Ecué-Yamba-O, obra en la cual aún no está el verdadero estilo del escritor. Se pone a buena distancia de todos los modelos y, aunque él mismo dijera que aquel libro fue escrito «a como salga», es sin dudas el anuncio de un escritor genial, de un escritor a quien el surrealismo le permitió salir del pintoresquismo de Ecué y descubrir lo real maravilloso americano.

Su oído estuvo siempre atento a cuanta expresión musical se producía en su entorno. Sus trabajos de crítica y musicología llenaron toda una época y son un lugar de referencia obligada. A través de toda su vida, publicó cientos de artículos en los que enjuició de modo certero la obra de compositores e intérpretes de todas las épocas, fue amigo personal de muchos de los grandes artistas que cambiaron el panorama sonoro durante la primera mitad del siglo XX y testigo excepcional de los profundos cambios estéticos producidos por las Vanguardias.

Cuba, desprovista de cualquier elemento musical aborigen y de un pobre desarrollo en la plástica popular, pudo forjar, junto a los elementos que la hicieron surgir como Nación y que integran su Nacionalidad, una música distintiva, colocada en el centro mismo de su Cultura.

Mucho antes de que la isla conociera el periódico y antes de que se construyera el primer teatro ya tenía la Catedral de Santiago de Cuba un compositor como Esteban Salas, quien fuera, al decir de Carpentier, «el verdadero punto de partida de la práctica de la música seria en Cuba», quien llegó a constituir una orquesta de catorce músicos, una pequeña orquesta clásica que se empleó a tiempo completo en los oficios religiosos y que hizo sonar en suelo cubano las sinfonías de Haydn, Gossel y Pleyel; además, de mucha de la música religiosa escrita por Paisiello, Porpora y Righini.


Compuso Salas un extenso catálogo integrado por Misas, Letanías, Himnos y Salmodias muchas de las cuales se daban por perdidas y que Carpentier, en un exhaustivo trabajo de investigación, pudo hallar, trayéndolas nuevamente a conformar el bagaje musical cubano. En La Habana, a fines del siglo XVIII, eran conocidas las obras de Pergolesi y Gretry. En este cruce de caminos, se recibieron muy a menudo las compañías francesas de ópera que iban rumbo al norte y se les escuchaba interpretar lo más avanzado del repertorio de la época.

Manuel Saumell, quien en su obra anunció lo que más tarde se definiría como nacionalismo, fue, en la primera mitad del siglo XIX, uno de los grandes cultores de la música en Cuba y otros como Villate, Cervantes y Espadero fueron bien conocidos en Europa. Es en este escenario, en el que la música ocupa tanto espacio, en el que Alejo Carpentier crea su obra literaria, es en el que actúan sus personajes.

En sus crónicas, que abarcaron desde finales de los años veinte y no se detienen hasta bien entrados los setenta, aprendemos a escuchar, a entender y a disfrutar con inteligencia tanto la obra de Erik Satie como la de Joseph Haydn, la de Honegger o la de Beethoven. Sus crónicas, escudriñan desde Orfeo de Monteverdi hasta Porgy and Bess de Gershwin.

En la década del cuarenta, la música cubana había llegado a un alto grado de desarrollo en todos los géneros; sin embargo, su estudio sistemático y metodológicamente dirigido aún era cosa del futuro. Fue Alejo Carpentier quien abrió la puerta por la que luego pasarían muchos otros estudiosos del devenir musical de la mayor de las Antillas.

En el prólogo de su obra La Música en Cuba, firmado en noviembre de 1945 en Caracas, Carpentier advierte que ésta debía ser la primera de muchas otras investigaciones. «Esta historia de la música cubana –apuntó-, primera que se escribe, no pretende agotar el tema. Mucho podrá añadirse cuando se haya emprendido, científicamente, el estudio de las raíces africanas de la música del continente».

Él descubrió la obra de Esteban Salas que se consideraba perdida; sin embargo, han vuelto otros sobre sus pasos para enriquecer su hallazgo, interpretando las partituras del músico dieciochesco. Muchos otros documentos han sido encontrados, pero hay que volver siempre a La Música en Cuba y muy probablemente sea porque ésta también es una novela.



Todo ese gran sedimento musical, pasa a formar parte integrante del universo maravilloso en el que se mueven los personajes de su narrativa de ficción y no solamente como un elemento de contenido, sino que Carpentier se vale de las formas musicales para estructurar sus textos.

En la novela El Acoso, la III sinfonía de Beethoven es, además de un elemento del contenido, el motivo que da unidad a todo el conjunto. Es la música la que nos lleva del taquillero al acosado; del refugio del uno a la sala de conciertos del otro. Más aún, en la estructura, el escritor utilizó de un modo genial la forma sonata para erigir sobre ella el texto.

Sinfonía eroica, composta per festeggiare il souvvenire di un grand´Uomo, e dedicata a sua Alteza Serenissima il Principe di Lobokwitz, da Luigi Van Beethoven, Op.53, No.III delle sinfonie...

Y es con la dedicatoria de la obra musical con la cual el autor se atreve a iniciar su novela, una obra literaria en la que todo sucederá alrededor de aquellos sonidos. En ella, como una grandísima prueba de su maestría descriptiva, Carpentier hace que la pieza musical nos llegue en dos versiones: una, la del taquillero, quien es un diletante conocedor y estudioso de lo que escucha; y la otra, la del acosado, personaje que por obra del azar deberá, primero, esconderse en un lugar al que llegan los sonidos de «eso», y luego, evadir a sus perseguidores entrando a la sala de conciertos donde le asalta la extraña, sorprendente e inexplicable sensación de conocer «eso» que estaban tocando.

Cuando el taquillero escucha dos acordes secos, y un tema de trompas cantado por los violonchelos, bajo el estremecimiento de los trémolos y advierte que una tenue frase de flautas y primeros violines se alza; el acosado, siente un estruendo en el escenario... y otro gran estrépito y unos instrumentos que le golpean y siente que alguien golpea sobre calderos y los violines parecen aserrar las cuerdas, desgarrando, rechinando sus nervios y dos mazazos con los que termina todo. Carpentier hace aquí que su personaje cometa el más común error de quien nada sabe de música: aplaudir entre movimientos.

Paralelamente, uno y otro, va reflejando, cada cual, a su manera, el ritual que constituye la audición de obras musicales. Ambos personajes, encarnan la multitud de estímulos a los que se expone quien escucha. Los dos interpretan las infinitas sensaciones que puede trasmitir el Arte Musical.

Es en la Marcha Fúnebre, donde el acosado recuerda que «eso» estaba en la casa de al lado y que durante días y días, mientras permaneció escondido, sonó en sus sueños pobló sus vigilias y contempló sus terrores; se dio cuenta, que casi podía tararear la melodía y entrar en algo donde dominaba el canto de sonido ácido y luego la flauta, y después unos golpes muy fuertes, como si todo terminara para volver a empezar; al concluir el segundo movimiento, pudo recordar que a aquello le seguiría algo como una danza, luego, la música a saltos, alegre, con un final de largas trompetas como las que embocaban los ángeles de su primera comunión.

El diletante, quien quince días antes de la audición se había regalado a sí mismo la sinfonía, en discos de mucho uso pero que todavía sonaban bien, escuchó la obra hasta la saciedad, mas, al llegar el momento del concierto, decidió, apenas comenzada la obra, abandonar la sala e ir a satisfacer otros placeres.

El diletante, nos lee fragmentos de una Biografía en la que se describe la obra en términos especializados y finalmente, de vuelta a la sala para escuchar el Final, nos da su criterio sobre la interpretación: «El Director es infecto –dice-; llevó la sinfonía de tal modo que no debe haber durado sus cuarenta y seis minutos».

Los descubrimientos y el profundo trabajo investigativo que realizó Carpentier le sirvieron para crear el ámbito sonoro e histórico de sus obras. En El Reino de este Mundo, Concierto Barroco, o La Consagración de la Primavera, obras vinculadas con formas musicales, los personajes están situados en escenarios poblados de sonidos; en un reino de mestizaje de todo tipo, en el que no sólo se mezclan los colores de la piel, sino que también, y con la misma lujuriosa intensidad, infinitos timbres. Infinitas gamas tímbricas que colman todos los espacios.

Espacios en los que el arma, la cruz, la herramienta y el canto duermen juntos y recorren todos los caminos. Himnos mágicos de Makandal, la flauta traversa y el pífano de Carlos, saquebuches, cajas, el arpa de Sofía, las casas de bailes donde al compás de tambores, flautas y violines bailan las parejas en desaforo el ritmo de guaracha, La Heroica, tiendas donde se ofrecen papeles de contradanzas y sonatas, la orquesta del Tivolí bordando un trío de minué con oboe, la llegada a Santiago de Cuba del paspié y la contradanza.

Todo mezclado, todo distinto y nuevo, real, maravilloso, americano. (Santo Domingo, Cariforum Nº 1, ene. 2000, / Mundoclasico.com, 11 jun. 2001) (Revisado para el blog de la AHCE 5 nov. 2024)