Trinidad
y Tobago/Venezuela
La Asamblea General se reunió en Washington en noviembre
de 1989, en aquel entonces el mes designado para su período ordinario de
sesiones. Entre los Cancilleres participó el de Trinidad y Tobago, Sahadeo
Basdeo, quien tuvo la amabilidad de recordarme privadamente nuestro trabajo en
Panamá. A propósito de ello me dijo que le pediría al Secretario General mi
colaboración en el examen de un incidente surgido entre su gobierno y el de
Venezuela al ser interceptada una embarcación pesquera trinitaria en aguas
venezolanas.
Basdeo habló con Baena en un receso de la Asamblea. Por
su parte, el Secretario General consultó al viceministro de Relaciones
Exteriores de Venezuela, Adolfo Taylhardat, sobre la designación de un grupo de
expertos de la OEA para asistir en la investigación del incidente del 6 de
octubre anterior. Logrado el acuerdo de las partes, Baena designó a Hugo
Caminos, Subsecretario de Asuntos Jurídicos, y a mí para integrar el grupo. En nuestra
primera conversación propuse a Caminos invitar a un experto forense en
balística, y sugerí pedir la colaboración de la Real Policía Montada de Canadá
para su selección dado el prestigio de ese cuerpo armado. Así se hizo, y el 11
de diciembre llegamos a Puerto España Caminos y yo con Robin Y. Thériault para
comenzar nuestro trabajo.
El lector empático de nuestras máximas aspiraciones
comprenderá cuánto se añora la toga, una vez lucida por vez primera. Asumí el
interrogatorio de los testigos y actores del encuentro entre el barco pesquero Captain
Fernando y el patrullero de la Guardia Nacional, primero en Puerto España y
después en Caracas, adonde llegamos tres días después. Los disparos de
advertencia del patrullero habían causado la muerte del pescador trinitario al
mando de la embarcación, y este hecho lamentable debía ser investigado a fondo.
Nuestras diligencias en Trinidad y Tobago incluyeron un
sobrevuelo de la zona del incidente, la inspección del pesquero y varias
entrevistas con expertos en materia forense y balística. Luego, en Caracas,
tuvimos plena colaboración de la Guardia Nacional, con un oficial de alto rango
presenciando nuestro interrogatorio de sus subalternos, los tripulantes de la
lancha patrullera. Las preguntas las hacía yo en español, naturalmente, y de inmediato
traducía las respuestas al inglés para beneficio de nuestro experto canadiense.
Al terminar nuestras averiguaciones fuimos invitados a
visitar al Presidente Carlos Andrés Pérez en el Palacio de Miraflores, a quien
presentamos verbalmente el resultado de nuestras investigaciones. Nuestra
conclusión fue que la Guardia Nacional había actuado imprudentemente y con
violencia excesiva al disparar una ráfaga sobre el pesquero trinitario.
Cuando entregamos nuestro informe escrito al Secretario
General, el 22 de diciembre, Baena lo trasmitió de inmediato al Primer Ministro
de Trinidad y Tobago y al Presidente de Venezuela. Poco después, los dos
mandatarios hicieron declaraciones públicas expresando su complacencia por el
trabajo de la OEA y anunciando que con base en nuestras recomendaciones habían
acordado medidas para evitar la repetición de incidentes de este tipo, así como
una indemnización por Venezuela a los familiares de la víctima del incidente.
Un
alto en el camino
El año 1990 comenzó con una sorpresa para mí. Hugo De
Zela, jefe de gabinete de Baena, me llamó por teléfono y sin rodeos me dijo que
el Secretario General había decidido nombrarme director del Departamento de
Recursos Humanos. Como hemos visto, días antes había terminado con éxito la
misión que junto con Hugo Caminos habíamos cumplido en Trinidad y Tobago y
Venezuela. El nombramiento anunciado me extrañó. Le contesté al jefe de
gabinete que hablaría directamente con el Secretario General al respecto.
Baena me recibió sin demora. Le dije que desempeñaría las
nuevas funciones si él me ordenaba que lo hiciera. Muy gentilmente me contestó
que no me daría esa orden pero me agradecería asumir el cargo para dar la
oportunidad a su titular, un destacado educador brasileño, de pasar a la dirección
del Departamento de Asuntos Educativos, recientemente vacante. Acepté de
inmediato, desde luego. Quedamos en dos cosas: los asuntos de importancia los
trataría directamente con el Secretario General, y mi nuevo destino sería de
corta duración.
Lo primero me brindó la oportunidad de despachar con el
Secretario General los nombramientos, ascensos y contrataciones del personal
sin pasar por el conducto reglamentario del Subsecretario de Administración, mi
supervisor inmediato. En cuanto a lo segundo, en otra de las vueltas que da la
vida mi relación de trabajo con el embajador Christopher Thomas, forjada en
Panamá, determinó mi regreso al entorno del Consejo Permanente.
En julio de 1990 Thomas fue electo Secretario General
Adjunto. A la sazón representaba a su país en las Naciones Unidas, y comenzó a
venir a Washington desde Nueva York para familiarizarse con sus nuevas
funciones antes de asumirlas. En esta tarea buscó mi colaboración, por lo que
solíamos reunirnos para analizar temas de fondo, como también el personal con
el cual trabajaría.
En una de las primeras reuniones Chris me invitó a ser su
asesor principal. Al aceptar con el mayor gusto le propuse crear un nuevo
cargo, el de jefe de gabinete del Secretario General Adjunto. El flamante segundo de a bordo en el
escalafón de la OEA acogió la idea de inmediato. A renglón seguido acordamos
que en lugar de nombrar un director de la oficina encargada de los servicios a
los cuerpos políticos – el cargo desempeñado por mí durante siete años – esas
funciones las asumiría yo junto con las que tuviera a bien asignarme como jefe
de gabinete.
Este esquema sin precedentes representó un evidente
ahorro en la planta de personal del sector. Dos por uno, como quien dice. En lo
personal, evitó roces innecesarios como los que se dieron bajo McComie entre el
asesor principal del Secretario General Adjunto en aquella época y quien
suscribe, causados por haber desempeñado yo una responsabilidad mayor y haber
tenido en la práctica mucho más poder que aquel funcionario que gozaba de la
absoluta confianza de su jefe.
El regreso tan grato a mis quehaceres de varios años,
marcado por la relación muy cordial y de
mutua confianza que mantuve con Chris Thomas, llegó a su fin cuando una nueva
crisis me llevó de nuevo a trabajar directamente con el Secretario General
Baena Soares.
Haití
Casi dos años habían transcurrido desde la misión que
puso fin al conflicto entre Trinidad y Tobago y Venezuela cuando la OEA debió
enfrentar un desafío mucho más grave. El 30 de septiembre de 1991 un golpe
militar en Haití depuso al Presidente Jean Bertrand Aristide, elegido por
amplia mayoría a comienzos de año. El Secretario General informó de inmediato
al Consejo Permanente y solicitó una reunión ad hoc de ministros de Relaciones
Exteriores al amparo de la Resolución 1080, un nuevo mecanismo para la defensa
de la democracia establecido en junio por la Asamblea General reunida en
Santiago de Chile.
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Jean Bertrand Aristide |
La Reunión Ad Hoc de Ministros de Relaciones Exteriores
sobre Haití tuvo lugar en el Salón de las Américas y pasó a la historia como la
primera en que un presidente depuesto horas antes comparecía ante los
Cancilleres de la OEA. El Presidente Carlos Andrés Pérez había rescatado a
Aristide en la madrugada del 1 de octubre enviando a Puerto Príncipe un avión
militar que lo llevó a Caracas. Allí lo llamó Baena y lo invitó a la reunión en
Washington.Tras un dramático recuento del golpe de estado, Aristide
solicitó la presencia en su país, cuanto antes, de una delegación de la OEA
para demostrar a los golpistas el rechazo de la comunidad internacional. Esa
madrugada la reunión ad hoc autorizó al Secretario General, por unanimidad, a
trasladarse urgentemente a Haití “en unión de un grupo de Ministros de
Relaciones Exteriores de Estados Miembros”. Seis Cancilleres, los de Argentina,
Bolivia, Canadá, Costa Rica, Trinidad y Tobago, y Venezuela, junto con el
subsecretario para Asuntos Interamericanos de los Estados Unidos y el ministro
de Estado en la cancillería de Jamaica, acompañaron a Baena en el primer viaje
a Haití.
Baena me invitó a formar parte de un reducido grupo de
asesores junto con su jefe de gabinete, Hugo De Zela, y todos salimos de la
base aérea Andrews en un avión facilitado por la ministra de Relaciones
Exteriores de Canadá, Barbara McDougall, única mujer en el grupo, sin cuya
colaboración hubiese sido imposible viajar debido a la suspensión de todos los
vuelos comerciales a Haití.
El 4 de octubre, o sea el cuarto día después del golpe de
estado, estábamos ya en Puerto Príncipe, donde sin salir del aeropuerto por
motivos de seguridad nos reunimos con los autores del derrocamiento de
Aristide. El Canciller Iturralde, de Bolivia, a quien sus colegas habían
elegido para presidir la reunión ad hoc, le leyó la cartilla a Cédras (como
decimos en mi tierra). Lo hizo literalmente, dando lectura a la resolución
adoptada con el voto unánime de todos los Cancilleres de los Estados Miembros
de la OEA. Habló en español con interpretación simultánea al francés por
intérpretes de la Secretaría General.
Una vez más recomiendo al lector interesado consultar el
libro de Baena Soares, del cual cito el párrafo que resume el planteamiento
hecho a Cédras, cara a cara:
La Misión recalcó que las
elecciones que llevaron al poder al Presidente Aristide habían sido observadas
por la OEA, como también por las Naciones Unidas, y que su legitimidad no
admitía dudas. Indicó con absoluta claridad el alcance de nuestro mandato, cuya
finalidad fundamental era la restitución del Presidente
Aristide en el cargo para el cual lo habían elegido sus compatriotas.
A diferencia de Noriega, quien nos había recibido en el
Fuerte Amador con una mirada penetrante a cada uno y una expresión inescrutable
en el rostro, este general no miraba de frente y mostraba preocupación, sentado
solo frente a los Cancilleres, como si estuviera en el banquillo de los
acusados. Baena describe la escena en su libro:
Cédras mantuvo la mirada baja y
su rostro mostraba honda preocupación. Me llamó la atención que no nos miraba
de frente. Sus acompañantes escuchaban, inmóviles y atentos. Poco a poco, uno
primero, luego otros dos, se sentaron junto a su jefe. Los de rango
indeterminado permanecieron en segunda fila. Parecían estar allí para vigilar
lo que hacían sus jefes.
Nos resultó indescifrable la pasividad de la cabeza
visible del golpe militar, como también su respuesta, limitada a unas palabras dichas en
voz baja con imprecisas alusiones a supuestas violaciones de los derechos
humanos por parte de Aristide. Terminada la extraña entrevista, la Misión se
reunió, siempre en el aeropuerto, con personalidades de la vida política,
económica y social. Al final de la tarde volamos a Kingston para pernoctar, y
el sábado regresamos a Puerto Príncipe para continuar las conversaciones con
las personalidades mencionadas, lo que permitió comprobar la profunda
polarización de la sociedad haitiana. Tras las dos visitas la Misión regresó a
Washington antes del anochecer puesto que los pilotos canadienses no tenían
confianza en el sistema de iluminación del aeropuerto en la capital de Haití.
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Raoul Cédras |
No había tiempo que perder, así que el Secretario General
decidió visitar a Aristide el domingo para dar cuenta de las primeras
actuaciones solicitadas por el presidente depuesto y aprobadas por los
Cancilleres. A fin de mantener máxima discreción sobre la reunión, Baena me
pidió llevarlo en mi automóvil al apartamento donde Aristide residía
temporalmente, en el elegante sector de Georgetown, en la capital de EE.UU.
Así lo hice, actuando de chofer más bien que de asesor
puesto que permanecí en el vestíbulo del edificio mientras se celebraba el
encuentro entre ellos dos, sin testigo alguno. En honor a la confianza del
Embajador Baena Soares es sólo ahora, a tres décadas de distancia, que menciono
la entrevista en aquel domingo de octubre.
Tras una tercera visita a Puerto Príncipe, interrumpida
por el ingreso violento en el aeropuerto de un grupo de policías fuertemente
armados mientras la Misión se reunía con Cédras, la reunión de Baena con
Aristide dio sus primeros frutos. El presidente depuesto envió una carta al
Secretario General en la cual, conforme a lo conversado, solicitaba que la OEA
organizara y despachara cuanto antes una misión civil que apoyara en Haití el
retorno a la democracia constitucional. En su sesión del 8 de octubre la
Reunión ad hoc aprobó la solicitud de Aristide, autorizando al Secretario
General para organizar y financiar lo que se llamó la OEA-DEMOC.
En Síntesis de una gestión se relatan las intensas
actividades de este nuevo mecanismo para el fortalecimiento de la democracia
durante los meses finales de 1991, y a lo largo de 1992 y 1993. Cuando se
publicó el libro en mayo de 1994 la crisis en Haití no se había resuelto. En fin
de cuentas, la amenaza de intervención militar por los Estados Unidos provocó
la renuncia de Cédras, sin que el aspirante a dictador llegara a sufrir la dura
suerte del general panameño, encarcelado inicialmente por treinta años en este
país, luego por unos más en Francia, a los que se agregaron los necesarios para
morir en una prisión panameña.
Cierro el capítulo de Haití con una nota leve en el
relato de la tragedia del noble y sufrido pueblo del país vecino al mío. En
julio de 1992 Baena Soares designó a Irene Cámara, subjefe de Gabinete, junto
con Hugo Caminos, subsecretario de Asuntos Jurídicos y conmigo para explorar la
posibilidad de una visita al país por una misión de alto nivel.
A tal efecto los tres viajamos a Haití y nos reunimos con
Cédras y varios oficiales suyos. A diferencia de ocasiones anteriores, Cédras
se veía tranquilo, con rostro atento y un tanto amable. No así sus
acompañantes, de expresión siniestra todos ellos. Para demostrar que sabía
quiénes éramos, Cédras me preguntó de entrada si deseaba hablar en español, a
lo que Irene contestó rápidamente que yo entendía bien el francés, exagerando
gentilmente.
Al presentar Irene la sugerencia de la misión de alto
nivel, Cédras afirmó que sería bien recibida y contaría con todas las facilidades
para su gestión. Este era nuestro objetivo central. El éxito de nuestra misión
se debió a la habilidad de Irene Cámara y Hugo Caminos, ambos diplomáticos con
experiencia en el servicio exterior de Brasil y Argentina, respectivamente. Las
Grandes Ligas de la diplomacia latinoamericana en aquellas fechas, digo yo,
recordando especialmente a los embajadores Darío Castro Alves y Raúl Quijano.
Antes de cerrar la reunión, uno de los siniestros
oficiales de Cédras, aparentando interés, preguntó por Augusto Ramírez Ocampo,
el negociador designado por Baena al establecer la misión especial OEA-DEMOC.
Irene contestó que el distinguido diplomático se recuperaba de un problema de
salud. Ante la respuesta, dos o tres de aquellos militares truculentos
intercambiaron miradas cómplices. Posiblemente se debería a nuestra
imaginación, pero nuestra impresión fue que, al menos en la opinión de nuestros
interlocutores, el quebranto de salud sufrido por Ramírez Ocampo se debió a las
artes del vudú, y no a la intensa actividad que le cupo desarrollar,
desembocando en un infarto cardíaco.