Por Alejandro González Acosta, Ciudad de México
La antigua tradición jurídica cubana que viene desde los Márquez Sterling, los Sánchez de Bustamante y los Dihigo, González Lanuza, Cortina, Montoro, Gálvez, Varona, Sanguily, Gómez, Escobedo, Caballero, Luz, Varela y tantas brillantes mentes más, ha desembocado en un erial de aplaudidores con toga, focas parlamentarias prestas al aullido aprobatorio, en un recinto de “deliberaciones” donde, caso curiosísimo digno de los anales de la psiquiatría mundial, absolutamente todas las votaciones han sido por una sorprendente unanimidad: como si todos tuvieran el mismo cerebro, o ninguno tuviera alguno.
Pero que algunos académicos aprovechen el espacio, las condiciones materiales y espirituales que les obsequian las democracias, para desde su seno trabajar en su desvirtuación al aceptar esos falsos modelos, es una deslealtad intelectual. El mínimo de coherencia exige que, si se acepta realmente ese tipo de sistema, la dignidad personal obliga, no inclina, para asumir valientemente su estudio y defensa desde su seno mismo, no desde una cómoda posición a distancia. Si tácita o expresamente reconocen que existe una legalidad en esos regímenes, el deber y la decencia reclaman que defiendan esos principios al pie de la obra y no en la lejanía.
Asumamos que “Eso” que impera en Cuba desde 1976 no es aceptable, modificable, adaptable ni utilizable: sólo puede ser derogable, sustituyéndola de inmediato (o cuando se pueda), por la original Constitución de 1940, vigente hasta el 31 de diciembre de 1958 (o hasta el 7 de febrero de 1959, cuando de facto mas no de iure se promulgó la Ley Fundamental), como paso previo a la convocatoria de una Asamblea Constituyente que elabore otra, acorde con los nuevos tiempos y circunstancias de la nación. A partir de ahí, con supervisión internacional y la tutela de los organismos especializados, convocar a un plebiscito donde puedan participar como votantes y como elegibles, todos los nacidos en Cuba en aptitud y plenitud del ejercicio y disfrute de la totalidad de sus intocables e incuestionables derechos esenciales.
Por supuesto que la propuesta anterior es ilusoria. Pero aun siendo irrealizable, es mucho más probable que la de quienes pretenden obtener un “tránsito” dentro de esa “legalidad socialista”. Con esa propuesta, la ingenuidad militante –en el mejor de los casos- pretende vaporizar una espesa cortina de humo teórico sobre lo verdaderamente urgente.
La historia de estos 60 años demuestra que el régimen que controla Cuba, nunca, ni en una sola oportunidad, ha cedido ante la razón, la lógica o el derecho. Impera por la fuerza, porque el origen de su poder es el “derecho de conquista” medieval. Y no lo han ocultado, sino que lo proclaman con desdeñoso orgullo: “A tiros llegamos y a tiros tendrán que sacarnos” decía otro Fidel muy admirado por Castro, Fidel Velázquez, el sempiterno y casi inmortal líder sindical mexicano. Un poco más socarrón, el propio Fidel Castro declaró en un lapsus de involuntaria sinceridad cuando ya sus seniles neuronas andaban muy debilitadas, “llegamos al poder por una revolución y sólo nos sacará otra revolución –digo, una contrarrevolución…”
Más que una pérdida de tiempo para mentes ociosas, esta “caricatura de constitución” es un instrumento para que pueda ser empleado como una estratagema dispersiva y distractora del régimen; ahí sí un perfecto diversionismo ideológicoempleado por el propio creador del término (suele olvidarse que este ha sido el único aporte “teórico” a la praxis comunista de Raúl Castro, cuando defenestró a la revista Pensamiento Crítico y el Departamento de Filosofía de la universidad de La Habana en 1971, así que sí sabe de esto), que busca insuflarle un soplo de aliento al desfalleciente régimen exhausto y en vías de progresiva desintegración, planteando la posibilidad de un diálogo imposible.
Cuando el régimen en Cuba ha hecho algunas leves concesiones, estas siempre han sido transitorias, fugaces y coyunturales, nunca sustantivas y compromisivas. Lo que hoy se tolera, mañana puede ser suprimido sin ningún escrúpulo ni reclamo. La historia ofrece pruebas suficientes para convencernos que sus dádivas han sido una constante para ganar tiempo, en lo cual sí han demostrado una impresionante pericia, sin referirnos al costo humano del sufrimiento para los oprimidos cubanos. Suponer, por un momento, que ese “estilo de gobierno” pueda ser alterado o rectificado, es de una ingenuidad sin riberas. Aceptar, aunque sea in princibus, lo que jurídicamente sujeta y asfixia a Cuba como una “constitución”, sería risible sino fuera realmente trágico.
No se puede pretender seguir engañando a un pueblo que ansía una solución ya de su angustioso drama por 60 años: es la performance trágica más dilatada de la historia. Cualquier otra propuesta es una manipulación que crearía falsas expectativas y dilataría, con la solución necesaria, el martirio de un pueblo, a quien sirven mal quienes les indican caminos falsos. Y además sería ejercicio vano y estéril, el cual sólo daría algo más de tiempo a una dictadura que ya expira, aunque aún mantenga íntegra su formidable capacidad represiva.
En previsión de los posibles intentos de descalificación, agregaré que es cierto que “la muerte del régimen” se ha anunciado varias veces sin llegar nunca a ser realidad, pero justamente ahora enfrenta la “tormenta perfecta”: una economía en indetenible ruina, unos aliados impedidos de ayudar decisivamente por insuficiencia (Venezuela), o por lejanía (Rusia y China), un pueblo cada día más harto, y una presidencia en Estados Unidos sumamente proactiva, como nunca antes, ni siquiera con Reagan o Nixon. Estos son hechos, no opiniones.
Llama la atención en ciertos intelectuales esa invencible manía de opinar de todo, generalmente pontificando, en tono de “magister dixit”, anunciando la verdad suprema a los pueblos “ignorantes”, que se resisten neciamente a cumplir lo que estos elegidos han decretado como su auténtico bienestar, no sólo dictaminando, sino hasta tratando de influir con pensamientos retorcidos lo que deben votar esos pueblos, colocándose en una esfera tan superior y por encima de ellos, que apenas pueden distinguir sus prescindibles siluetas liliputienses; esos colosos del pensamiento, esos legisladores in pectore, algún que otro iluso presidente in nuce, esos iluminados con la luz única y verdadera que se dignan compartir a sus atónitos escuchas, después no entienden, ni aceptan con humildad en su desbordante soberbia, que los pueblos eligen caminos diferentes a los que ellos trazaron, y entonces emprenden la simpática y hasta risible ocurrencia de explicar por qué no ocurrió lo que antes aseguraron con toda convicción que sería, sin el menor asomo de duda. Y tampoco de rubor.
Después de semejante papelazo, lo mejor que podrían hacer es sumergirse en un saludable mutismo, al menos por un tiempo, para reflexionar y ver que el mundo no es como ellos quieren que sea en sus estrafalarios “modelos ideales”. Si algo ha quedado sobradamente probado en los tiempos recientes, es que los pronósticos de los “internacionalistas”, las medidas de los “estrategas” y las cifras de los “encuestadores”, han quedado total y absolutamente desprestigiadas, ya sea por ignorancia y error en sus cálculos y variables, o por la falta de honradez profesional para alterar la realidad, como quedó severamente expuesto en las elecciones de EE.UU. de 2016. Molesta entonces más su petulancia para no reconocer su equivocación y perseverar -y hacer perseverar a otros- en el dislate enloquecido.
Cuba no es posible sin libertad: el requisito esencial para que el país pueda salir adelante, recuperar su destino y construir su futuro es inevitablemente, la libertad jurídica que le fue arrebatada el 7 de enero de 1959: duró tan sólo seis días “la alegría en la casa del pobre”. Entiendo muy bien que quienes se encuentran en la isla no puedan declararlo abiertamente, por las consecuencias que de inmediato les acarrearía, pero tampoco me parece decente ni patriótico, con tal de decir “algo”, adulterar la verdad y vender fantasías que además de irrealizables, roban un tiempo precioso. Es mejor, en esas circunstancias, callarse, antes que producir un discurso adormecedor y dañino.
Para una cura positiva y real lo primero es el diagnóstico certero y sincero: si se trata de un cáncer, no valen los subterfugios, ni las sutilezas, ni las ambigüedades, ni los eufemismos: cáncer es cáncer, como dictadura es dictadura. Y ante uno y otra sólo cabe primero extirparlos y después radiarlos. Si algunos quieren seguir perdiendo el tiempo (o invirtiéndolo, con sus intereses) en esas vacuidades, es su problema y su responsabilidad histórica, pero es culposo hacerlo perder a los demás. No realiza “obra de patria” como dijo Martí, quien señala falsos caminos y veredas oscuras para llegar al fin lógico y necesario.
Ese profundo sentimiento patriarcal caudillista latinoamericano no es nuevo, sino muy antiguo: esa tendencia a imponerse y gobernar no por ni para sino sobre los demás en nuestro continente, ha traído caudillos desde Bolívar hasta Castro, pasando por Perón, Chávez y muchos más (NOTA BENE: cada quien ponga aquí los nombres que le cuadren: estos son los míos). Y como esto procede de antigua fecha, lo llamo paleototalitarismo.
Y ahora, para hacerle el juego ingenuo o convenenciero, acude servicial y untuoso, envuelto en togas académicas, el neoconstitucionalismo, o habría que calificarlo como pseudoparlamentarismo: vienen presurosos a ofrecer “el concurso de sus modestos esfuerzos” para seguir vistiendo con suntuosas y complicadas sedas rizadas a la misma triste mona vieja de las dictaduras, para continuar revolcando a la misma marrana en idéntico barro, ahora perfumado con esencias baratas, y tratando de cambiar el viejo collar al can, olvidan que lo verdaderamente importante no es de cambiar este, sino dejar de ser perro. Y llamar, de una buena vez, con un realismo sin riberas, a las cosas por su único, irritante e innegable nombre, sin eufemísticos apellidos: dictadura. Nuestros muertos, nuestros presos y nuestros todavía esclavos así lo merecen y nos lo demandan.
A modo de colofón:
Ahora, con el triste y exasperante espantajo de “constitución” que habrá de conocerse como de 2018, el régimen cubano intenta realizar una pirueta funambulesca pero que cae estrepitosamente al suelo sin malla protectora: después de tanta alharaca y expectativa, al final de la historia, la famosa “neoconstitución” sólo podrá contar por haber quitado una palabra (“comunismo”), añadir otra (“privada”), sustituir “hombre y mujer” por “personas”, y ampliar la burocracia al agregar un cargo tan inútil como los otros, el de un fársico “Primer Ministro”. Eso es todo o poco más.
Sólo quisiera imaginar que cuando los reprimidos votantes cubanos se encuentren en la soledad de la casilla, recuerden en ese momento sus casas derruidas amenazando desplomarse sobre ellos y su familia; sus hijos mal alimentados y peor vestidos, las escuelas ruinosas, los hospitales calamitosos, los caminos y carreteras erosionados, las playas incautadas y prohibidas para ellos, la falta de medicinas, la creciente amargura y orfandad de todo un pueblo en camino hacia su propia desintegración sin otra esperanza que la complicidad o la huida… Que recuerden bien todo en ese momento solemne antes de depositar su voto en la urna y voten por nadie más que por ellos, ni por los de acá ni los de más allá, sino estrictamente por ellos, y por sus vidas perdidas sin retorno posible. Y piensen también por el bienestar de sus hijos en una palabra tremenda y luminosa: Libertad.
Ella no es la meta, pero sí el primer paso. Citando a Manuel Azaña, “la libertad no hace más felices a los hombres; solamente los hace más hombres”. Recuerden esto.
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