Wednesday, July 22, 2020

Lydia Cabrera: Libertad y Amor en dos cuentos afrocubanos



Por
Mariela A. Gutiérrez
University of Waterloo, Canadá[1]



La liberación del mítico peregrino en un cuento de Lydia Cabrera
            Mucho se ha escrito sobre la persona de Lydia Cabrera y sobre la africanía de su obra; es justo también decir que durante los últimos 60 años, en Cuba, en el continente americano, norte y sur, y en la misma Europa, se han publicado un sinnúmero de obras críticas sobre la producción etnográfica y el estudio de las creencias religiosas y la medicina de raíces africanas en la isla de Cuba que son frutos de la investigación y la recopilación de esta brillante escritora y etnóloga cubana.
            No obstante, siempre ha existido un vacío en las investigaciones sobre la naturaleza psico-espiritual de su obra, o sea, los estudios sobre el fondo mítico-simbólico de su producción literaria siempre han brillado por su ausencia. En la década de los ochenta, cuando escribía mi tesis de doctorado sobre Lydia Cabrera, me dí cuenta de la necesidad de que un estudio mítico-simbólico sobre su obra un día fuera escrito; catorce años más tarde, en 1997, esa íntima convicción se hizo realidad en mi libro titulado Lydia Cabrera: Aproximaciones mítico-simbólicas a su cuentística, el cual comprende la minuciosa tarea de profundizar en ciertos aspectos míticos y simbólicos de importancia que permean la cuentística de Cabrera, los que hasta entonces habían permanecido como una experiencia inédita. Es preciso enfatizar que la narrativa mítica de Cabrera está saturada de lo sobrenatural de aparentes raíces africanas; sin embargo, el cosmos mítico de la autora tiene, en realidad, una base mucho más compleja, más universal, que la mera fuente africana.  Por supuesto, lo africano ancestral es la piedra angular de su cuentística, pero, sin lugar a dudas, detrás de la africanía de sus cuentos hay una ligazón primordial con “la verdad objetiva y universal simbólica” (Cirlot 12), lo cual hace que los relatos de Cabrera tengan una consecuencia inmediata dentro del dominio de la mítica tradicional universal.

            De esa vena mítica de la cuentística cabreriana he escogido, para nuestro encuentro de hoy, dos cuentos de la insigne escritora y etnóloga cubana Lydia Cabrera. El primero enfoca una de esas “verdades objetivas y fundamentales del simbolismo universal”; les hablo de la Libertad con mayúscula, de ese derecho inalienable al que todo ser humano debería tener acceso, de ese derecho civil y político al que todo individuo aspira desde que el mundo es mundo; en dicho cuento hay una suprema reverencia a esa palabra, Libertad, la que se convierte en clamor, arrollador y subversivo, cuando se le impide al individuo poseer el derecho a ejercerla. El Segundo relato trata del Amor, también con mayúscula, de un temible monstruo secuestrador quien comete el error de caer en la trampa de una hermosísima doncella que no es en realidad lo que aparenta ser; y así, por su propia culpa, el monstruo enamorado perderá el control de la situación, lo que le acarreará consecuencias nefastas.
            El primer cuento titulado “Se va por el río”, es representativo de la temática de las aguas en la narrativa de Cabrera, el cual se encuentra en la colección que lleva por nombre Cuentos para adultos niños y retrasados mentales. Este es un hermoso relato de variadas fuentes arcaicas combinadas, pero de obvio trasfondo africano, en el cual una hermosa pero desgraciada mujer, esclava en el harén de un rey muy rico, sufre los maltratos de la favorita del rey quien le tiene celos; para colmos, las otras concubinas del monarca también le hacen daño y la humillan para así halagar hipócritamente a la que llaman “la Principal” (45), aunque todas en verdad la odian.  No obstante, todo cambia un día para la triste esclava, gracias a la intervención de las aguas retozonas de un río y a una cucharita de plata que pertenece a “la Principal”.
            Para mí[2] es primordial analizar la relación simbólica que existe entre este río y la cuchara que se escapa de las manos de la esclava cuando la lava en sus aguas, enfilándose como si fuera un pez por la corriente juguetona del que se ha convertido en su cómplice.  La cuchara de “la Principal”, como objeto simbólico —como a menudo sucede en el simbolismo primitivo— al ser traspasada de su lugar usual a otro medio ––en este caso el río–– su contenido inconsciente se transforma bajo la luz de otro ambiente. Recordemos al célebre mitólogo español Juan Eduardo Cirlot cuando dice: “Los utensilios, especialmente, encierran una fuerza mística que amplifica el ritmo y la intensidad de la volición humana” (335). Los objetos de forma y función simple son vistos como activos o pasivos; el cuchillo, por ejemplo, por su forma y función es activo y se presenta como la inversión de la lanza ya que por ser corto expone la corta dimensión espiritual del que lo posee. De esta manera, la cuchara, cóncava como una concha, recoge, concentra, simbolizando la prosperidad, el viaje próspero, y es también, por su función, activa. La misma, al navegar en las aguas del río, recoge el simbolismo del pez como barco místico de la vida, como movimiento penetrante ascensional del inconsciente.
            La cuchara de plata de “la Principal”, una vez en las manos de la esclava, quien al lavarla la pone en contacto con las aguas “corrientes” del río, modifica y transforma su contenido inconsciente, en este caso sacando a relucir el deseo de libertad que embarga el alma de la esclava, poniéndolo en acción al unir sus propios esfuerzos a las buenas intenciones de las aguas del río, el cual, en su camino de liberación, va a llevarlas a ambas ––cuchara y esclava–– hasta las orillas del mar, origen de todo lo que vive. Al principio, cuando la esclava ve la cuchara escaparse por el río, se desespera, llora, implorándole que vuelva porque “la Principal” de seguro la matará. De nada sirven sus ruegos, la cuchara, símbolo de la euforia de su alma que quiere libertad, “[retoza], [bazuquea], [resplandece], llenándose de agua la cabeza hueca y lanzando con ímpetu chorros en alto” (45). Por fin, la mujer se echa al río a nadar “en pos de la pícara cuchara” (45) y al hacerlo va también en pos de sus íntimos deseos de libertad y de una vida mejor. Por supuesto, sólo su inconsciente se da cuenta de este paso, la mujer cree que va estrictamente en busca de la cuchara de “la Principal”.
   
         Hay tres paradas en el camino de liberación de la esclava; ella nada sin tregua detrás de la “cuchara endiablada” (46), más el río tiene sus propios designios y él la va llevando camino a tres encuentros que actúan como tres escalones que ella debe subir en la senda de su iniciación y trascendencia. El primer encuentro ocurre “en una ribera de gran soledad por la que había entrado el río” (46); allí la espera una anciana quien le pide que la ayude y la lleva hasta una casucha en ruinas, sin techo que la cubra. La esclava deja de lado su afán de perseguir la cuchara y decide techarle la casa a la viejita. En estos momentos la presencia acuática es en forma de lluvia “triste y tierna” (47); la joven busca a la anciana para solo darse cuenta de que ha sido sólo su fantasma, “allí en aquellas ruinas, hacía años, muerta de abandono, la lluvia la había amortajado” (47). La vieja está muerta, sólo hay “silencio, soledad, el rumor del río” (47). La esclava da sepultura a los huesos de la anciana y sigue su carrera en pos de la cuchara de plata, la que todo este rato la espera “[colocada] sobre una piedra cuidando ahora de llenarse de sol su cabeza hueca” (46). Al obedecer al llamado ancestral, la esclava ha escogido dar tributo a sus mayores por encima de su propia libertad. La mujer ha subido el primer peldaño.
            El segundo encuentro toma lugar cuando “el río [penetra] en la selva” (47). Allí, en la orilla, la espera un tigre. Al verla, el tigre se la quiere comer, tiene hambre. Ella le niega sus piernas porque las necesita para impulsarse en el agua; él, entonces, le pide sus pechos, y ella abriendo sus brazos se aproxima “y el tigre [devora] sus pechos y [bebe] su sangre” (47). De inmediato la esclava se echa a nadar con nuevas fuerzas, como si nada hubiera pasado, “ligera y desmemoriada” (47) en busca de la cuchara, sin advertir que sus senos retoñan. Al enfrentarse con el tigre, o sea con lo instintivo, salvaje, indómito, la mujer entrega incondicionalmente sus pechos y su sangre, y con ello da paso al sacrificio. Ofreciendo sus pechos ––símbolos de amor, protección, alimento, maternidad y fertilidad–– junto con su sangre ––el principio de la vida, el alma, la fuerza regeneradora–– para saciar el hambre y la sed de la bestia, la esclava ha escogido el sacrificio conciliatorio antes que su propia libertad. La mujer sube un segundo peldaño en su extraño camino liberador.
            El río sigue “su curso (...) mudo y negro” (47) bajo la bóveda de la noche; nosotros nos imaginamos que en él siguen navegando la esclava y la cuchara. Con la llegada del amanecer, la mujer se da cuenta de que se están aproximando al mar. Al llegar a su destino y sin dar explicaciones, la cuchara sale del río y se entrega voluntariamente a la mujer; ésta, algo confundida ante la sorpresa de haber logrado recobrar la cuchara, comienza a buscar un camino de regreso a la casa del rey, su dueño. 
            Mientras se orienta, la esclava se tropieza con un hombre que anda a gatas y que con su cuerpo le cierra el paso. Este hombre es su tercer encuentro. El le pide que le ayude, le dice que está mugroso y que el peso de su suciedad le impide ponerse de pie. La buena mujer accede y con sus uñas empieza a raspar la endurecida costra que cubre la espalda del hombre. Sus uñas sangran y la cuchara interviene diciéndole “utilízame” (48). Por supuesto, la esclava no quiere mellar la cuchara de plata de “la Principal”; pero ésta le asegura que ella no le pertenece a esa mujer y la exhorta a que la use “como instrumento” (48), palabras que tienen un doble sentido que la pobre joven no sabe captar. Poco a poco, la joven y su cuchara van limpiando la cargada espalda del hombre, pero, ante su asombro, los que parecen ser bultos de mugre son en realidad joyas preciosas, que van cayendo al suelo una tras otra. Tras el éxito de la laboriosa operación, el hombre, aliviado, le regala las joyas a la esclava, que baste decir se encuentra anonadada ante todo lo que le está sucediendo. La cuchara, a su vez, le dice que desde este instante ella es “una reina poderosa” (49), con séquito, vacas, carneros, puercos, un pastor y un ejército de soldados que nunca serán vencidos; pero ella no quiere nada, aún cuando la alegre cuchara le hace saber que ella misma es su cetro de reina, porque la sufrida mujer —en lo profundo de su ser— sólo desea “un poco de cariño” (49).
            El tercer peldaño ha sido franqueado, la buena esclava prefiere rehusar a los bienes y riquezas del mundo a cambio de un poco de amor, el estado más elevado del espíritu. Sin darse por vencida, la cuchara ––su cetro––, en posesión de su papel de “instrumento del que se [ha] valido el destino” (49), entonces la lleva a un lugar lleno de gentes que la esperan gozosos para que entre ellos la nueva reina comparta su amor y sus riquezas, hasta “... más allá del fin de sus días” (49). La esclava del cuento, como el mítico peregrino, supera el laberinto, que en su caso le ofrece la búsqueda de la cuchara en la corriente del río, para llegar al centro simbólico, a la patria prometida, en donde encuentra la libertad y el amor, y puede finalmente reposarse de su forzosa peregrinación acuática, la que pudiera parecer sin sentido para los que no creen en las leyes ocultas del universo y sus pruebas, a las que todo escogido debe someterse antes de alcanzar el bienestar anímico absoluto que solo puede proporcionar el “sentirse” libre, y por ende “ser” libre.

Ncharriri, monstruo enamorado del bestiario cabreriano
            El segundo relato que veremos hoy se titula “Ncharriri” y es uno de los varios “relatos de animales” que se encuentran en Ayapá: cuentos de Jicotea, la tercera antología de cuentos negros de Lydia Cabrera de 1971, la que yo considero su más lograda colección. Indiscutiblemente, Ncharriri es el monstruo enamorado del bestiario cabreriano.
            No obstante, comencemos por decir que los animales han existido en la psique del hombre desde tiempos inmemoriales.[3] Para el hombre primitivo el animal ha significado la magnificación, y para el hombre civilizado más bien la oposición. Desde siempre ha existido la identificación del humano con su contrapartida animal, quizá por la necesidad de una integración total con el inconsciente, o por el deseo cósmico de la inmersión en las aguas primordiales, o del baño de renovación en las fuentes de la vida. El hombre —primitivo o no— siente la necesidad de creer que hubo una era en la que los animales hablaban; Edad de Oro anterior al intelecto en la que las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin estar sometidas al logos, poseían condiciones extraordinarias y sublimes.



        En la tradición africana, como en tantas otras tradiciones mundiales, existen los relatos de animales que hablan, los que por muchas centurias se han transmitido oralmente, sufriendo sólo los cambios conformes al paso del tiempo, al período de esclavitud, y a la migración y adaptación del hombre africano al nuevo medio americano. Estos cuentos sobreviven ante todo porque siempre han sido utilizados para explicar satisfactoriamente los misterios de la vida y de la naturaleza humana, como lo pueden ser la astucia, la venganza, la codicia, la justicia, entre otros. La mayor parte de estos relatos de animales son fábulas, por lo tanto llevan consigo una moraleja; casi siempre en éstos el débil debe de luchar contra el más fuerte, ya sea de palabra o de obra, pero siempre con la suficiente picardía o astucia para lograr ser el vencedor. A veces la lucha se lleva a cabo entre uno que ha osado desequilibrar la naturaleza y otro que debe exterminarlo para que todo vuelva a la normalidad. Sin embargo, de una u otra forma, este modelo de perseverancia es el que el esclavo necesitaba para sobrevivir sus cadenas y para conservar el espíritu de la lucha en medio de las innumerables vicisitudes que lo rodeaban en su nueva vida sin libertad.
            Por otra parte, debemos recordar que a las fábulas africanas también se les considera como parte del llamado sistema de Ifá, o de Adivinación.[4] Este sistema de Adivinación es la regla que tiene la función de advertir al género humano sobre los peligros que le amenazan, y de ayudar a vencerlos, mediante una retribución perfectamente establecida por los mismos dioses. 
            Por su parte, “Ncharriri,” relato netamente afrocubano, como en más de una ocasión ha hecho la literatura de temática africanista, por su forma misma de ser, ataca la raíz de la palabra como concepto, de la palabra como signo y como definición, y se aparta de la sensibilidad educada, del pensamiento lógico, con esa su arma principal: el ritmo, el sonido, el tam–tam voluptuoso de su estructura. Lo mismo sucede con el metalenguaje físico (el llamado body language) de los personajes de “Ncharriri,” ya que el relato mismo se presenta como expresión psicosomática del subconsciente africano, en este caso del afrocubano. 
            El eminente psicólogo francés Jacques Lacan ha dicho que el subconsciente está estructurado como un lenguaje, y luego, su estudiante y sucesora, Julia Kristeva, redefine el concepto como impulso rítmico, pre–edípico, esencialmente móvil, que ha sido reprimido por el lenguaje simbólico racional pos–edípico. No obstante, la estructura del relato “Ncharriri” se define por su pura sensorialidad, la que “neutraliza el fantasma de la ‘ciencia pura’ ... y recupera su condición [metalinguística] ... —dominada por los impulsos, pero [que] también [es] social, política e histórica— que rompe y renueva el código social” (Kristeva, System 54–55). 
            Sin embargo, con la intención de hacer más ameno el estudio de este relato, he querido enfocar el cuento en cuestión en relación a la diégesis y al significado que tienen ambos roles, el del monstruo Ncharriri y el de Jicotea, típica tortuguita cubana, dentro del Orden Simbólico tradicional y su liaison histórico–social con el universo al que pertenecen, el afrocubano.
            Por otra parte, cabe recordar que en el pensamiento africano la astucia es una virtud; el africano durante la esclavitud se sirve de la misma para una y otra vez salvar obstáculos o salirse de apuros, a veces de vida o muerte. En los cuentos negros de Lydia Cabrera podemos apreciar el valor que esta “cualidad” tiene para el africano a través de la dramatis persona de más popularidad en los cuentos de la autora, Jicotea, la tortuguita de agua dulce que en sí encarna la astucia misma, y que representa para el afrocubano el simbolo de llegar a lo que se desea, tome el tiempo que tome el lograrlo. Lo importante es ser astuto y vencer contra los que supuestamente son más poderosos.
            Jicotea, en sus diferentes roles en los cuentos de Lydia Cabrera, se encuentra dotada de un sin fin de atributos, buenos y malos. En los relatos donde su lado maligno no sale a relucir, las características principales de Jicotea son la astucia, la magia y el ser amigo de burlas y tretas sin llegar a caer en la maldad; a veces nos hace reir, otras nos impacienta, pero siempre se le celebra su astucia sin par, lo que lo salva de situaciones increíbles una y otra vez. Su personaje puede ser masculino o femenino por razones de androgeneidad, lo que veremos más adelante.
            Por desgracia, Jicotea tiene un lado maligno, demoníaco, que destruye por momentos todos los recuerdos buenos que se tienen de él. Sus atributos malos son estremecedores. En el volumen Ayapá: cuentos de Jicotea nos encontramos que en ciertos cuentos como “La venganza de Jicotea” su conducta es amoral, es perverso, mentiroso, y sobre todo su astucia es malvada. En “El ladrón del boniatal” (Ayapá) su maldad raya en lo inhumano. Aquí Jicotea es criminal, malvado, amoral, falto de caridad para con su prójimo. Otro ejemplo es “Jicotea y el árbol de Güira que nadie sembró” (Ayapá); en este relato Jicotea es ante todo cruel, física y mentalmente, sin razón ni motivo, sólo porque tiene celos.
            Sin embargo, en este trabajo de hoy he querido profundizar aún más en el alma de Jicotea, comentando un cuento específico, “Ncharriri,” en el cual vemos tanto al personaje de Jicotea como a su antagonista unidos al símbolo. No podemos olvidar la unión que siempre existe entre el personaje, su función y su símbolo, ya que toda actividad terrena, todo atributo en un ente, también está ligado al símbolo el que, como dice el reconocido filósofo e historiador de religiones Mircea Eliade, es la unificación de un nivel con otro, porque bajo la fachada de las leyendas y mitos se esconden los principios morales y religiosos, y las leyes que gobiernan la vida del universo.
            El relato “Ncharriri” nos cuenta que un monstruo llamado Ncharriri[5] roba doncellas, una cada siete años. Cada siete años viene al pueblo y se roba a la más bella doncella del lugar. Jicotea, quien con el poder de la palabra puede encantar los ojos, hace que Ncharriri lo vea como una bellísima doncella. Al ver una doncella tan hermosa Ncharriri quiere apoderarse de ella. Pero, un hilo de agua corre entre los dos; Jicotea lo convierte en un cerco de llamas impidiéndole acercarse.
            Jicotea, transformado en bellísima doncella, le pide a su pretendiente que le entregue sus uñas de tigre, sus cuernos, sus dientes, su nariz, y sus orejas, y sólo así ella le seguirá.
            También le pide que le entregue sus pies. Por fin le pide que le entregue su corazón y sus manos. Ncharriri accede a todo esto, con tal de poseer a tan hermosa doncella. Pero muere al entregarle su corazón.
            Esta vez, ninguna doncella desaparece antes de la llegada del amanecer.
            En este hermoso relato de Cabrera nos encontramos ante un personaje extraordinario, un monstruo increíble llamado Ncharriri, al que se le describe dotado de cuernos admirables, uñas de tigre, dientes de marfil, una nariz larga pintada de amarillo, grandes orejas redondas de caracoles, una cola flexible y airosa que termina como si fuera la copa de un arbolito lleno de flores extrañas y cocuyos fulgurantes, con pies en vez de patas, ojos de cuentas rojas, cuatro manos inmensas, y un corazón. No exageraríamos al decir que nuestro monstruo es un digno ejemplar entre la bestias fabulosas del folklore mundial.
  
          La otra dramatis persona en el cuento es Jicotea, que una vez más, en el rol de animal mágico, posee ciertos poderes que utiliza en este relato para vencer a Ncharriri. Por ejemplo, tiene el don de la palabra para encantar los ojos; Jicotea también transforma un hilo de agua en un cerco de llamas, y se transfigura, ante los ojos encantados del monstruo, en una bellísima doncella. Por otra parte, al eliminar el peligro de Ncharriri, Jicotea realiza una buena acción, ya que salvando a las doncellas del pueblo su actuación cobra calidad humana y heróica.
            Ncharriri, como cualquier otra bestia fabulosa, posee una combinación de diferentes características físicas que sugieren otras posibilidades de la creación y la liberación de los principios convencionales que rigen los fenómenos del universo.  Tengamos en cuenta que los monstruos compuestos de variados atributos son símbolos del caos primordial o de los poderes aterradores de la naturaleza, y que ante todo los monstruos aterradores representan el mal o las fuerzas caóticas del mundo y también de la naturaleza humana.
            Es interesante recordar que algunas bestias fabulosas del folklore tienen como adversario a un dios o a un héroe, como es el caso de Marduk, el Creador, que vence a Tiamat, símbolo del caos primordial; o Teseo que vence al Minotauro; sin ir más lejos, recordemos que muchos caballeros matan dragones. Hazañas de este tipo siempre representan el triunfo del orden sobre el caos, del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas.
            Así, en este relato, Jicotea puede ser comparado con uno de estos héroes, al salvar a las doncellas de las garras de Ncharriri. ¡Y qué hermoso es Jicotea!; en su personaje hay la magia que todo héroe debe poseer y hay el espíritu de la contienda —en este caso mental y sobrenatural— que se lleva a cabo entre él y el monstruo que amenaza a las doncellas del lugar. Jicotea es el héroe de las doncellas y del pueblo mismo, triunfando sobre el caos y los poderes aterradores de la naturaleza simbolizados en el personaje de Ncharriri.
            Sin embargo, el simbolismo tradicional de la tortuga no es tan glamoroso como la hazaña, aparentemente heróica, que ha llevado a cabo Jicotea. La etimología griega de la palabra tortuga es tartarucha, o sea del vocablo Tartarus (Tártaro), región infernal de la mitología clásica, descrita como un abismo insondable y tenebroso de Hades, el infierno helénico, al cual no llega ni un rayo de sol, en el que los malvados sufren su castigo, y en el cual Zeus encarceló a los titanes, sus propios hijos, cuando quisieron matarlo. En algunas culturas la tortuga tiene un significado cósmico; para los orientales su carapacho representa el cielo y su suave vientre representa la tierra; en Nigeria se la relaciona con el sexo femenino y se le atribuye el sentido emblemático de la lujuria; en alquimia simboliza la “masa confusa”; en el nivel religioso representa la evolución natural versus la elevación espiritual. En muchas culturas se le atribuyen los atributos negativos de pesantez, involución, oscuridad, lentitud, estancamiento, corporeidad, entre otros (Cirlot 446–47).
            De esta manera hemos podido ver, aunque escuetamente, que en la esfera del personaje encontramos atributos que le pertenecen y que dan colorido al relato, y que varían según la realidad histórica del momento, sin contar las influencias de la religión, la tradición y las leyendas nacionales. O sea, según el lugar donde se encuentren los personajes, según el escenario en el cual se desarrollen, tendrán cualidades y atributos diferentes, como bien se puede constatar en los cuentos negros de Lydia Cabrera, con los personajes de Jicotea, el elefante, el venado, el mono, los dioses, entre otros.  Por otra parte, lo que abre posibilidades sin fin son los atributos dados a los personajes, sus cualidades, características, a veces humanas o mágicas, otras ancestrales o divinas, sin olvidar las características rituales, míticas o religiosas que algunos personajes poseen, gracias a la repetición de los rituales ancestrales que mantiene siempre en el subconsciente colectivo del mundo ese pasado mítico de la humanidad.
            Cabe aquí decir que, para bien o para mal, Jicotea es el más famoso personaje de Lydia Cabrera, apareciendo como protagonista en casi dos tercios de la obra cuentística de la autora. A veces es un personaje masculino y otras femenino, dado a su naturaleza andrógina; además, su simbolismo en el folklore afrocubano la inviste de características sobrenaturales interesantísimas para sólo ser un animal tan pequeño y hasta cierto punto físicamente limitado. Como podemos constatar en este cuento, la astucia y el ingenio son facultades vitales en Jicotea; sin embargo, Jicotea posee una impresionante variedad de “virtudes” que corresponden al universo espiritual afrocubano, por ejemplo ella es capaz de manejar la magia con certera pericia, como podemos apreciar en el relato “Ncharriri.”
            Lo antes dicho tiene razón de ser porque Jicotea tiene un gran valor religioso para los afrocubanos por ser vehículo y alimento de Changó, dios yoruba del trueno, del fuego y de los tambores; vale aquí decir que Jicotea, por tanto, es bruja consumada, como bien lo demuestran cuentos como “Vida o muerte,” “La herencia de Jicotea” y “La rama en el muro,” todos en el volumen titulado Ayapá: Cuentos de Jicotea, entre otros. Los afrocubanos la consideran como un mago o duende, mediador entre los hombres y los dioses, ya que es capaz de manejar las fuerzas de la naturaleza casi como los mismos dioses.
   
         El valor religioso de Jicotea es de gran importancia entre los afrocubanos.  Las sacerdotisas de Changó confirman que las jicoteas nacen cuando truena. A la jicotea se le da el secreto del principio sagrado del fuego: “su naturaleza, su esencia, es fuego: así se explica que mora en las aguas dulces y no pueda, aunque viva y trafique en la tierra, prescindir del agua. ¡Ardería y perecería consumida por su propio fuego!” (Ayapá: 17).  En realidad, Jicotea tiene muchas características de Changó, y tal como este dios afrocubano, no posee una conducta digna de elogio. Jicotea, aparte de complacerse en hacer fechorías, también es experta en hacer brujería; cabe además decir que cualquier parte del cuerpo de la jicotea, sea su carapacho, su carne, su sangre, puede ser utilizada para curaciones, tanto como en operaciones de magia blanca y negra.
            Hay también una relación de paralelos sociales entre los africanos llevados a Cuba como esclavos durante la colonia y esta pequeña tortuguita de agua dulce, nativa de la isla. El africano llega esclavo a Cuba, como una bestia encadenada, lo que lo coloca en lo más bajo de la escala social. Esto lo liga a la Jicotea que entre los animales se encuentra en una posición marginal. Entonces, el esclavo encuentra en Jicotea un modelo; imitando su astucia y sus tretas puede el hombre negro embaucar a su amo blanco en algunas ocasiones. Las fechorías, las traiciones ingeniosas, las mentiras, lo salvan de vez en cuando del dolor cotidiano de vivir, y esto le hace ver en Jicotea el símbolo de lo que ellos son en ese momento histórico: criaturas débiles, desposeídas, impotentes ante la fuerza y el poder, del hombre blanco para los africanos, y el tigre, león, elefante, etc. para la tortuguita de agua dulce. Aunque es cierto que la astucia ha salvado muchas veces al afrocubano y a Jicotea, ambos también han guardado cicatrices; el primero las lleva en su cuerpo y su alma y Jicotea las lleva en la superficie cuarteada de su carapacho. Sin embargo, Jicotea tiene el poder de resucitar, porque posee una naturaleza bruja, algo que al hombre le ha sido vedado por los dioses.
            Volviendo a nuestro relato, la interacción entre Ncharriri y Jicotea comienza en la línea 19 del relato. El párrafo empieza dando un transfondo espacial: “Una noche negra, pasando siete años, Ncharriri bajó al pueblo” (51), el que repite en sí las otras mil noches negras anteriores en las cuales Ncharriri bajó para robarse “una jovencita [que] lo esperaba en la ventana” (51). Sin embargo, en esta “noche negra”, como de walpurgis[6] “sólo una vieja velaba en su ventana” (51). El Orden simbólico aparece en el mismo escenario espacial de los hechos, y esta vez auguria —con la presencia de una vieja y no de una joven en la ventana— que la incursión nocturna y por lo tanto secreta del monstruo en el pueblo no tendrá posiblemente los buenos resultados de antaño para el raptor.  La vieja en su ventana no espera, sino que “vela”; de inmediato viene a la mente la figura simbólica del guardián, el cual tiene a su cargo el defender un lugar sagrado contra los poderes contrarios y la intromisión de alguien o algo indigno de penetrar en su dominio (Cirlot 231). La presencia de la vieja parece amedrentar por un momento al monstruo, quien, no obstante, titubea, para luego “[seguir] el rumbo que le indic[a] su corazón” (51).
            Junto con la frase anterior hace acto de presencia el primer impulso visceral, pre–edípico, que experimenta Ncharriri, el cual se infiltra calladamente en su pecho. Con anterioridad, en sus visitas de antaño, “él descendía la calle en que vivía la jovencita más bella de aquel pueblo” (51); esta vez, por el contrario, Ncharriri va en dirección del río, habitat por excelencia de Jicotea, la tortuga, y allí queda frente a frente a su contrincante; y lo hace sin darse cuenta, porque lo único que ve el pobre monstruo es una hermosísima doncella, la más bella de todas.
            Jicotea ha utilizado su magia para engañar los ojos de Ncharriri, su belleza misteriosa tienta la lujuria de Ncharriri, quien de por sí se encuentra predispuesto pues ha bajado al pueblo en busca de una mujer. Además, el disfraz mágico de Jicotea–doncella es seductor y lleno de simbolismo; en su frente lleva la media luna atravezada, símbolo de la feminidad, pero también del país de los muertos, del inconsciente, de los elementos cambiantes (Cirlot 283–84). Jicotea porta la media luna en su frente como lo hacen Astarté, Venus y Diana, diosas de la mitología universal. Sus pechos son tres, no dos, “como tres frutos de güira[7] colgando unidos de un mismo tallo” (52), como exitante Mater cornucópica.
            Primero, el corazón de Ncharriri le ha indicado el camino; ahora los ojos de Ncharriri se dejan encantar por la hermosura de Jicotea–doncella. En este momento, el monstruo se encuentra colmado de impulsos sexuales primarios que subvierten el orden regulado de sus visitas acostumbradas.
            El escenario continúa ofreciendo su metalenguaje metafórico y ahora aprendemos que “entre Ncharriri y la bella corría un hilo de agua” (52), hilo que los separa como una sútil barrera, elemento natural que resulta ser el más propicio para Jicotea. No obstante, esta barrera no es lo suficientemente adecuada para las intenciones de Jicotea–doncella quien la “[convierte] en un cerco de llamas” (52). Recordemos que el fuego es un elemento intrínseco en la naturaleza mágica de Jicotea, como hemos comentado en páginas anteriores, su simbolismo está unido a la purificación. 
            En el caso de Ncharriri, cada vez que el monstruo arroja —a petición de Jicotea— una parte de su cuerpo “por encima del cerco infranqueable de falsas llamas” (52), subconscientemente va despojándose de los atributos que lo ligan a su simbolismo. Ncharriri primero se arranca “sus magníficas uñas de tigre” (52); este desgarramiento lo libera de aspectos simbólicos masculinos de agresividad que están ligados a la figura del tigre, la energía, la agresión y la virilidad (Cirlot 271, 441–42). Acto seguido, Ncharriri lanza por entre el cerco de llamas “sus cuernos admirables” (52), los cuales como corona natural en su cabeza le otorgan atributos de poder y fuerza. En las tradiciones primitivas los cuernos tienen un valor sacro, y tanto como las coronas primitivas simbolizan la fuerza.[8]
            Entonces, concentrándose en el rostro mismo, Jicotea le pide “sus dientes de marfil, su larga nariz pintada de amarillo, sus grandes orejas redondas ornadas de caracoles” (52), y el monstruo le da todo lo que le pide la doncella quien “resplandec[e] más bella a través de la blanca llamarada” (52). Jicotea ha subvertido la manifestación de la vida espiritual (Cirlot 390) reflejada en el rostro de Ncharriri. Simbólicamente, Ncharriri, al perder sus dientes, ha perdido sus muros defensores quedando el ser interior vulnerable al ataque externo (Cirlot 171); también, al quedarse sin nariz ni orejas pierde otras expresiones de los matices de la espiritualidad inherentes a la expresión facial, quedando en realidad casi “sin rostro,” al solo quedarle aún los ojos y la boca.
            Después, Ncharriri debe arrancarse su cola “tan flexible y airosa que termin[a] la copa de un arbolito cuajado de flores extrañas y de cocuyos fulgurantes” (52), y al hacerlo se está mutilando en una forma dual, tanto en lo simbólico como en la relación psíquica de su entrega con el falo; el monstruo está entregando el poder activo que perpetúa su vida, el elemento masculino de fuerza que permite la propagación de la especie, y en resumidas cuentas, su propia virilidad. Cuando Ncharriri arroja sus pies con la promesa de Jicotea de que huiría “como el viento llevando [a la doncella] en el saco” (52), pierde otras dos partes esenciales de su cuerpo, que simbolizan otro aspecto del alma, por ser soporte del hombre erecto (Cirlot 361).
            Uno a uno, todo lo que une a Ncharriri al Orden Simbólico y al principio de realidad va desapareciendo. La imagen unitaria, su ego, está siendo lentamente fragmentada. Durante esta penosa prueba el monstruo no profiere palabra; su racionalidad —la que sabemos está intrínsicamente ligada al lenguage— no puede evadir la subyugación irracional e impulsiva, el coup de foudre, que representa el personaje de Jicotea–doncella.
            Sin embargo, por un único instante, quizá premonitorio de su próxima auto-aniquilación, su boca se abre para responder a la única pregunta, que no es una orden, proferida por la presunta femme–fatale:

   “¿Hay entre tus siete mil mujeres una más bella que yo?”
    El monstruo atesta:  “Mis siete mil mujeres se avergonzarán al verte” (52)

            Y así, sin aguardar un minuto más, la poderosa voz de Jicotea arremete con todas sus fuerzas pidiéndole al monstruo los últimos bastiones de su desmoronado ser: “tus ojos de cuentas rojas y tus manos. Y... también tu corazón. ¡Ncharriri, arráncate tu corazón y tus cuatro manos inmensas!” (53).
            Ncharriri obediente, enamorado, en su camino sin retorno que lo lleva hacia la muerte, no escucha la última llamada del Orden Simbólico, emanando de su propia voz. Su metalenguaje físico compromete su cuerpo al sacrificio en franco intercambio con el gozo de la deseada reunión simbiótica con lo irracional.
            Ncharriri, entonces, se arranca los ojos, almenas del alma, luces del espíritu; se arranca tres de sus cuatro manos, porque con la cuarta, como en ritual primitivo, se arranca su único corazón. Las manos, como los pies, son soportes del cuerpo; no obstante, según el mitólogo Marius Schneider la mano es la manifestación corporal del estado interno manifestado por la vía acústica, o sea, el gesto. Las cuatro manos del monstruo también están ligadas a la idea de la totalidad terrena, del cosmos físico, de los cuatro elementos, por lo que tienen relación con lo estable y lo sólido como son los símbolos.
            Por último, se desgarra el corazón, centro del cuerpo simbólico de la eternidad, motor inmóvil, verdadera sede de la inteligencia –según las doctrinas tradicionales– siendo el cerebro sólo un instrumento de la realización (Cirlot 144). Démonos cuenta, sin embargo, de que la noción del amor ligado con el corazón no se encuentra en este relato; el corazón de Ncharriri es el impulso vital de su vida física, sin él toda otra materia corporal cae en la nada de la muerte.
            El monstruo cae “muerto a la orilla del río” (53), las aguas vuelven a donde yadís ardía el cerco de fuego; el escenario metafísico desaparece. Su deseo de posesión por la bellísima Jicotea–doncella lleva a Ncharriri a la muerte de su entidad simbólico–social.  Sin embargo, en el plano anímico su descalabrada actuación puede verse como un exitoso intento de regresar a la armonía preedípica. Como bien lo expresa la eminente profesora Toril Moi, de Duke University: “si aceptamos que el final del deseo es la consecuencia lógica de la satisfacción ... podemos entender porqué Freud, en Beyond the Pleasure Principle, sitúa la muerte como objeto último del deseo —como el Nirvana o la recuperación de la unidad perdida, la curación final del sujeto dividido” (Moi 111).
            Finalmente, sin olvidar que toda teoría crítica es “política” en el sentido que busca siempre controlar el discurso, quiero poner fin a mi análisis de este relato diciendo que lo único que Jicotea–doncella no le pide a Ncharriri es su boca, quizá porque la palabra no tiene cabida en el universo de los impulsos pre-edípicos; su instrumento, la boca, puede entonces quedar del otro lado del cerco de fuego ya que no forma parte del metalenguaje irracional utilizado en el proceso de reintegración en el anárquico universo de los sentidos.
            Pero, quizá deba yo mencionar a Ncharriri una última vez en relación al amor; sentimento como el que —en el volumen Cuentos negros de Cuba (1936)— siente el sapo del relato titulado “El sapo guardiero”, quien nunca había conocido el amor hasta que dos niños se adentran en el bosque de la bruja Sampunga y allí se pierden y él, con tal de que la bruja no los halle y se los coma, sacrifica su vida para que ellos se salven y encuentren el camino de retorno a su hogar; este amor que el sapo solo descubre en sí mismo, cuando aprende a cerrar entre sus suaves ancas a estas dos criaturas mortales y aprende a acariciarlos para que pierdan su temor del bosque. Él, que nunca ha amado, que nunca ha sentido. No obstante, amor como el del sapo no es el de Ncharriri. Ncharriri, hasta el instante en que se encuentra con Jicotea-doncella, jamás ha experimentado el amor, solo lujuria—, pero al verla frente a sí en todo su mágico esplendor se convierte en un monstruo cuasi enamorado; Jicotea-doncella es la más bella de todas, y le ha pedido a su pretendiende el sumum de todos los sacrificios, el desmembramiento, el que lentamente lo lleva a una muerte segura. Pero, qué importa morir, parece decirnos Ncharriri, y con este reto el monstruo prueba al lector, que él también ha sido privilegiado por nuestra Lydia, porque su creadora le ha permitido descubrir la más cercana emoción que pueda atribuírsele a un monstruo que se siente “enamorado” por arte de la magia de Jicotea, sentimiento al que Lydia Cabrera no da por costumbre cabida en su obra, salvo en un caso o dos. Creo que hoy todos los que aquí estamos congregados virtualmente no estaríamos lejos de la verdad si pensáramos que es muy probable que Ncharriri no hubiese jamás querido cambiar su suerte, porque al menos por un rato llegó a ser un monstruo feliz, aunque con ello perdiese la vida en el intento. 
            En la cuentística de Cabrera presenciamos como el hombre y la naturaleza se aúnan en un universo en el cual viven en conjunto el bien y el mal; todo lo creado está sujeto a los movimientos del universo, al continuo balance del mismo, y por consiguiente, la creación siempre se siente acechada por una posible destrucción de su armonía. En los cuentos de Cabrera el estado desarmónico es a veces de inmediata reparación, como cuando se trata sólo de un diablo de camino; en otras ocasiones restablecer el orden universal muestra ser de gran magnitud, como en el caso de las múltiples casi-muertes de Jicotea, la tortuguita, quien por ser un elemento cósmico absoluto, toma su tiempo en perecer.
            Indudablemente, la narrativa de Cabrera conlleva la autenticidad de la fuerza telúrica, la religiosidad, y —sobre todo— la extraordinaria subsistencia histórica de lo ancestral africano en el universo contemporáneo. Gracias a la monumental obra que nos ha legado Lydia Cabrera hoy día, en el siglo XXI, somos testigos de la elaboración mística y mágica de una realidad maravillosa escondida –la africana– la cual convive en medio del mundo espiritual blanquinegro que caracteriza en gran parte a la sociedad cubana, dentro y fuera de la Isla.

Obras citadas y de consulta


Cabrera, Lydia. Ayapá, cuentos de Jicotea. Miami: Ediciones Universal, 1971.

_____.  “El sapo guardiero”, en Cuentos negros de Cuba. 2da. edición. Madrid:     Ediciones C.R., 1972: 171-174.

_____.  “Ncharriri,” en Ayapá: Cuentos de Jicotea. Miami: Ediciones Universal, 1971:     49–53.

_____.  ¿Por qué...? Cuentos negros de Cuba. 2da. edición. Madrid: Ediciones C.R.,        1972.

_____.  “Se va por el río”, en Cuentos para adultos niños y retrasados mentales. Miami: Ultra Graphic Corp., 1983, pp. 44-49.

Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Editorial Labor S.A., 1981.

Eliade, Mircea. Cosmos and History. New York: Harper & Row, 1967.

_____. Images et symboles: essais sur le symbolisme magico–religieux. Paris:       Gallimard, 1952.

Gutiérrez, Mariela A. Lydia Cabrera: Aproximaciones mítico-simbólicas a su        cuentística.  Madrid: Verbum, 1997.

Kristeva, Julia. La révolution du langage poétique. Paris: Seuil, 1974.

_____. “The System and the Speaking Subject:” A Survey of Semiotics. Lisse,        Netherlands, The Peter de Ridder Press: 45–55.

Lacan, Jacques. Ecrits. Paris, Seuil, 1966.

Moi, Toril. Teoría literaria femenista. Trad. Amalia Bárcena. Madrid: Cátedra, 1988.

Scheneider, Marius. El origen musical de los animales–símbolos en la mitología y la        escultura antiguas. Barcelona, 1948.        



[1] Dra. Mariela A. Gutiérrez. Ensayista, conferencista, investigadora y crítica literaria. Profesora titular del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Waterloo, en Ontario, Canadá. Se especializa en los estudios afro-hispánicos (principalmente Cuba) y en la literatura femenina latinoamericana del siglo XX y es la principal especialista de la obra de la ilustre autora cubana Lydia Cabrera. Autora de ocho libros y ciento diez artículos y ensayos. Merecedora de siete premios internacionales y numerosos premios nacionales entre los que se encuentran la Medalla de Honor de Bagnère de Bigorre (2004, Pirineos Franceses), el University of Waterloo Award for Excellence in Research (2006), el University of Waterloo Distinguished Professor Award (2009), el Premio Educadora del Año 2011 de la National Association of Cuban American Educators (NACAE). Es Miembro Numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y Miembro Correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua (RAE), Es Miembro Pleno de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp. (AHCE).
[2] Los siguientes párrafos forman parte de una ponencia mía leída en la reunión del PEN Internacional en Nueva York el 17 de Septiembre, 2005. Fue publicada anteriormente como parte de un trabajo más extenso que escribí sobre la insigne autora cubana titulado “Lydia Cabrera: Cuentos libertarios para el centenario”, en Círculo: Revista de Cultura Panamericana (CELJ). Vol. XXXII, otoño 2003, pp. 175-184.
[3] Las siguientes páginas hacen parte de mi ponencia “Ncharriri monstruo enamorado del bestiario cabreriano” leída en el XXVI Congreso de Verano de Círculo de Cultura Panamericano, el 22 de julio, 2006 en Miami, Florida. La misma fue publicada posteriormente en Círculo: Revista de Cultura Panamericana (CELJ), Vol. XXXVI, Otoño 2007, pp. 54-65.
[4] El sistema de Ifá o sistema de Adivinación consiste en dieciseis signos o “letras” llamados Odú. En cada Odú habla un orisha o Santo. Por su parte, estos dieciseis signos capitales dan origen a otros quince signos menores.
[5] El nombre mismo del monstruo está ligado al universo africano: Ncha (tarro, cuerno) Riri (chivo, cabra macho), i.e., “cuernos de chivo” es su nombre en yoruba.
[6] Noche de brujas.
[7] Árbol tropical de la familia de las bignoniácias, de fruto globoso, como seno de mujer, con corteza dura y              blanquecina, lleno de pulpa blanca.
[8] La etimología de cuerno y corona es la misma, compartiendo las mismas consonantes KRN en griego y cornu, corona en latín (Cirlot 160).

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