Por
Mariela
A. Gutiérrez
University of Waterloo, Canadá[1]
La liberación del mítico peregrino en un cuento de
Lydia Cabrera
Mucho
se ha escrito sobre la persona de Lydia Cabrera y sobre la africanía de su
obra; es justo también decir que durante los últimos 60 años, en Cuba, en el
continente americano, norte y sur, y en la misma Europa, se han publicado un
sinnúmero de obras críticas sobre la producción etnográfica y el estudio de las
creencias religiosas y la medicina de raíces africanas en la isla de Cuba que
son frutos de la investigación y la recopilación de esta brillante escritora y
etnóloga cubana.
No obstante, siempre ha existido un vacío en las investigaciones sobre la
naturaleza psico-espiritual de su obra, o sea, los estudios sobre el fondo
mítico-simbólico de su producción literaria siempre han brillado por su
ausencia. En la década de los ochenta, cuando escribía mi tesis de doctorado
sobre Lydia Cabrera, me dí cuenta de la necesidad de que un estudio
mítico-simbólico sobre su obra un día fuera escrito; catorce años más tarde, en
1997, esa íntima convicción se hizo realidad en mi libro titulado Lydia Cabrera: Aproximaciones
mítico-simbólicas a su cuentística, el cual comprende la minuciosa tarea de
profundizar en ciertos aspectos míticos y simbólicos de importancia que permean
la cuentística de Cabrera, los que hasta entonces habían permanecido como una
experiencia inédita. Es preciso enfatizar que la narrativa mítica de Cabrera
está saturada de lo sobrenatural de aparentes raíces africanas; sin embargo, el
cosmos mítico de la autora tiene, en realidad, una base mucho más compleja, más
universal, que la mera fuente africana. Por
supuesto, lo africano ancestral es la piedra angular de su cuentística, pero,
sin lugar a dudas, detrás de la africanía de sus cuentos hay una ligazón
primordial con “la verdad objetiva y universal simbólica” (Cirlot 12), lo cual
hace que los relatos de Cabrera tengan una consecuencia inmediata dentro del
dominio de la mítica tradicional universal.
De esa vena mítica de la cuentística cabreriana he escogido, para nuestro
encuentro de hoy, dos cuentos de la insigne escritora y etnóloga cubana Lydia
Cabrera. El primero enfoca una de esas “verdades objetivas y fundamentales del
simbolismo universal”; les hablo de la Libertad con mayúscula, de ese derecho
inalienable al que todo ser humano debería tener acceso, de ese derecho civil y
político al que todo individuo aspira desde que el mundo es mundo; en dicho
cuento hay una suprema reverencia a esa palabra, Libertad, la que se convierte
en clamor, arrollador y subversivo, cuando se le impide al individuo poseer el
derecho a ejercerla. El Segundo relato trata del Amor, también con mayúscula,
de un temible monstruo secuestrador quien comete el error de caer en la trampa de
una hermosísima doncella que no es en realidad lo que aparenta ser; y así, por
su propia culpa, el monstruo enamorado perderá el control de la situación, lo
que le acarreará consecuencias nefastas.
El
primer cuento titulado “Se va por el río”, es representativo de la temática de
las aguas en la narrativa de Cabrera, el cual se encuentra en la colección que
lleva por nombre Cuentos para adultos niños y retrasados mentales. Este es un hermoso relato de variadas fuentes
arcaicas combinadas, pero de obvio trasfondo africano, en el cual una hermosa
pero desgraciada mujer, esclava en el harén de un rey muy rico, sufre los
maltratos de la favorita del rey quien le tiene celos; para colmos, las otras
concubinas del monarca también le hacen daño y la humillan para así halagar
hipócritamente a la que llaman “la Principal” (45), aunque todas en verdad la
odian. No obstante, todo cambia
un día para la triste esclava, gracias a la intervención de las aguas retozonas
de un río y a una cucharita de plata que pertenece a “la Principal”.
Para mí[2] es primordial analizar la relación
simbólica que existe entre este río y la cuchara que se escapa de las manos de
la esclava cuando la lava en sus aguas, enfilándose como si fuera un pez por la
corriente juguetona del que se ha convertido en su cómplice. La cuchara de “la Principal”, como objeto simbólico —como a menudo sucede en
el simbolismo primitivo— al ser traspasada de su lugar usual a otro medio ––en
este caso el río–– su contenido inconsciente se transforma bajo la luz de otro
ambiente. Recordemos al célebre mitólogo
español Juan Eduardo Cirlot cuando dice: “Los utensilios, especialmente,
encierran una fuerza mística que amplifica el ritmo y la intensidad de la
volición humana” (335). Los objetos de forma y función simple son vistos como
activos o pasivos; el cuchillo, por ejemplo, por su forma y función es activo y
se presenta como la inversión de la lanza ya que por ser corto expone la corta
dimensión espiritual del que lo posee. De esta manera, la cuchara, cóncava como
una concha, recoge, concentra, simbolizando la prosperidad, el viaje próspero,
y es también, por su función, activa. La misma, al navegar en las aguas del
río, recoge el simbolismo del pez como barco místico de la vida, como
movimiento penetrante ascensional del inconsciente.
La
cuchara de plata de “la Principal”, una vez en las manos de la esclava, quien
al lavarla la pone en contacto con las aguas “corrientes” del río, modifica y
transforma su contenido inconsciente, en este caso sacando a relucir el deseo
de libertad que embarga el alma de la esclava, poniéndolo en acción al unir sus
propios esfuerzos a las buenas intenciones de las aguas del río, el cual, en su
camino de liberación, va a llevarlas a ambas ––cuchara y esclava–– hasta las
orillas del mar, origen de todo lo que vive. Al principio, cuando la esclava ve
la cuchara escaparse por el río, se desespera, llora, implorándole que vuelva
porque “la Principal” de seguro la matará. De nada sirven sus ruegos, la
cuchara, símbolo de la euforia de su alma que quiere libertad, “[retoza],
[bazuquea], [resplandece], llenándose de agua la cabeza hueca y lanzando con
ímpetu chorros en alto” (45). Por fin, la mujer se echa al río a nadar “en pos
de la pícara cuchara” (45) y al hacerlo va también en pos de sus íntimos deseos
de libertad y de una vida mejor. Por supuesto, sólo su inconsciente se da
cuenta de este paso, la mujer cree que va estrictamente en busca de la cuchara
de “la Principal”.
El
segundo encuentro toma lugar cuando “el río [penetra] en la selva” (47). Allí,
en la orilla, la espera un tigre. Al verla, el tigre se la quiere comer, tiene
hambre. Ella le niega sus piernas porque las necesita para impulsarse en el
agua; él, entonces, le pide sus pechos, y ella abriendo sus brazos se aproxima
“y el tigre [devora] sus pechos y [bebe] su sangre” (47). De inmediato la
esclava se echa a nadar con nuevas fuerzas, como si nada hubiera pasado,
“ligera y desmemoriada” (47) en busca de la cuchara, sin advertir que sus senos
retoñan. Al enfrentarse con el tigre, o sea con lo instintivo, salvaje,
indómito, la mujer entrega incondicionalmente sus pechos y su sangre, y con
ello da paso al sacrificio. Ofreciendo sus pechos ––símbolos de amor,
protección, alimento, maternidad y fertilidad–– junto con su sangre ––el
principio de la vida, el alma, la fuerza regeneradora–– para saciar el hambre y
la sed de la bestia, la esclava ha escogido el sacrificio conciliatorio antes
que su propia libertad. La mujer sube un segundo peldaño en su extraño camino
liberador.
El
río sigue “su curso (...) mudo y negro” (47) bajo la bóveda de la noche;
nosotros nos imaginamos que en él siguen navegando la esclava y la cuchara. Con
la llegada del amanecer, la mujer se da cuenta de que se están aproximando al
mar. Al llegar a su destino y sin dar explicaciones, la cuchara sale del río y se entrega
voluntariamente a la mujer; ésta, algo confundida ante la sorpresa de haber
logrado recobrar la cuchara, comienza a buscar un camino de regreso a la casa del rey, su dueño.
Mientras se orienta, la esclava se tropieza con un hombre que anda a gatas
y que con su cuerpo le cierra el paso. Este hombre es su tercer encuentro. El
le pide que le ayude, le dice que está mugroso y que el peso de su suciedad le
impide ponerse de pie. La buena mujer accede y con sus uñas empieza a raspar la
endurecida costra que cubre la espalda del hombre. Sus uñas sangran y la
cuchara interviene diciéndole “utilízame” (48). Por supuesto, la esclava no
quiere mellar la cuchara de plata de “la Principal”; pero ésta le asegura que
ella no le pertenece a esa mujer y la exhorta a que la use “como instrumento”
(48), palabras que tienen un doble sentido que la pobre joven no sabe captar. Poco
a poco, la joven y su cuchara van limpiando la cargada espalda del hombre,
pero, ante su asombro, los que parecen ser bultos de mugre son en realidad
joyas preciosas, que van cayendo al suelo una tras otra. Tras el éxito de la
laboriosa operación, el hombre, aliviado, le regala las joyas a la esclava, que
baste decir se encuentra anonadada ante todo lo que le está sucediendo. La
cuchara, a su vez, le dice que desde este instante ella es “una reina poderosa”
(49), con séquito, vacas, carneros, puercos, un pastor y un ejército de
soldados que nunca serán vencidos; pero ella no quiere nada, aún cuando la
alegre cuchara le hace saber que ella misma es su cetro de reina, porque la
sufrida mujer —en lo profundo de su ser— sólo desea “un poco de cariño” (49).
El
tercer peldaño ha sido franqueado, la buena esclava prefiere rehusar a los
bienes y riquezas del mundo a cambio de un poco de amor, el estado más elevado
del espíritu. Sin darse por vencida, la cuchara ––su cetro––, en posesión de su
papel de “instrumento del que se [ha] valido el destino” (49), entonces la
lleva a un lugar lleno de gentes que la esperan gozosos para que entre ellos la
nueva reina comparta su amor y sus riquezas, hasta “... más allá del fin de sus
días” (49). La esclava del cuento, como el mítico peregrino, supera el
laberinto, que en su caso le ofrece la búsqueda de la cuchara en la corriente
del río, para llegar al centro simbólico, a la patria prometida, en donde
encuentra la libertad y el amor, y puede finalmente reposarse de su forzosa
peregrinación acuática, la que pudiera parecer sin sentido para los que no
creen en las leyes ocultas del universo y sus pruebas, a las que todo escogido
debe someterse antes de alcanzar el bienestar anímico absoluto que solo puede
proporcionar el “sentirse” libre, y por ende “ser” libre.
Ncharriri, monstruo enamorado del bestiario
cabreriano
El segundo relato que veremos hoy se
titula “Ncharriri” y es uno de los varios “relatos de animales” que se
encuentran en Ayapá: cuentos de Jicotea,
la tercera antología de cuentos negros de Lydia Cabrera de 1971, la que yo
considero su más lograda colección. Indiscutiblemente, Ncharriri es el monstruo enamorado del bestiario
cabreriano.
No
obstante, comencemos por decir que los animales han existido en la psique del
hombre desde tiempos inmemoriales.[3]
Para el hombre primitivo el animal ha significado la magnificación, y para el
hombre civilizado más bien la oposición. Desde siempre ha existido la
identificación del humano con su contrapartida animal, quizá por la necesidad
de una integración total con el inconsciente, o por el deseo cósmico de la
inmersión en las aguas primordiales, o del baño de renovación en las fuentes de
la vida. El hombre —primitivo o no— siente la necesidad de creer que
hubo una era en la que los animales hablaban; Edad de Oro anterior al intelecto
en la que las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin estar sometidas al logos, poseían condiciones
extraordinarias y sublimes.
Por
otra parte, debemos recordar que a las fábulas africanas también se les
considera como parte del llamado sistema de Ifá, o de Adivinación.[4] Este sistema de Adivinación es la regla que tiene la función de
advertir al género humano sobre los peligros que le amenazan, y de ayudar a
vencerlos, mediante una retribución perfectamente establecida por los mismos
dioses.
Por su parte, “Ncharriri,” relato netamente
afrocubano, como en más de una ocasión ha hecho la literatura de temática
africanista, por su forma misma de ser, ataca la raíz de la palabra como concepto, de la palabra
como signo y como definición, y se aparta de la
sensibilidad educada, del pensamiento lógico, con esa su arma principal: el
ritmo, el sonido, el tam–tam voluptuoso de su estructura. Lo mismo sucede con
el metalenguaje físico (el llamado body
language) de los personajes de “Ncharriri,” ya que el relato mismo se
presenta como expresión psicosomática del subconsciente africano, en este caso
del afrocubano.
El
eminente psicólogo francés Jacques Lacan ha dicho que el subconsciente está
estructurado como un lenguaje, y luego, su estudiante y sucesora, Julia
Kristeva, redefine el concepto como impulso rítmico, pre–edípico, esencialmente
móvil, que ha sido reprimido por el lenguaje simbólico racional pos–edípico. No
obstante, la estructura del relato “Ncharriri” se define por su pura sensorialidad,
la que “neutraliza el fantasma de la ‘ciencia pura’ ... y recupera su condición
[metalinguística] ... —dominada por los impulsos, pero [que] también [es]
social, política e histórica— que rompe y renueva el código social” (Kristeva, System 54–55).
Sin
embargo, con la intención de hacer más ameno el estudio de este relato, he
querido enfocar el cuento en cuestión en relación a la diégesis y al
significado que tienen ambos roles, el del monstruo Ncharriri y el de Jicotea,
típica tortuguita cubana, dentro del Orden
Simbólico tradicional y su liaison
histórico–social con el universo al que pertenecen, el afrocubano.
Por otra parte, cabe recordar que en el pensamiento africano la astucia es
una virtud; el africano durante la esclavitud se sirve de la misma para una y
otra vez salvar obstáculos o salirse de apuros, a veces de vida o muerte. En
los cuentos negros de Lydia Cabrera podemos apreciar el valor que esta
“cualidad” tiene para el africano a través de la dramatis persona de más popularidad en los cuentos de la autora,
Jicotea, la tortuguita de agua dulce que en sí encarna la astucia misma, y que
representa para el afrocubano el simbolo de llegar a lo que se desea, tome el
tiempo que tome el lograrlo. Lo importante es ser astuto y vencer contra los
que supuestamente son más poderosos.
Jicotea,
en sus diferentes roles en los cuentos de Lydia Cabrera, se encuentra dotada de
un sin fin de atributos, buenos y malos. En los relatos donde su lado maligno
no sale a relucir, las características principales de Jicotea son la astucia,
la magia y el ser amigo de burlas y tretas sin llegar a caer en la maldad; a
veces nos hace reir, otras nos impacienta, pero siempre se le celebra su
astucia sin par, lo que lo salva de situaciones increíbles una y otra vez. Su
personaje puede ser masculino o femenino por razones de androgeneidad, lo que
veremos más adelante.
Por
desgracia, Jicotea tiene un lado maligno, demoníaco, que destruye por momentos
todos los recuerdos buenos que se tienen de él. Sus atributos malos son
estremecedores. En el volumen Ayapá:
cuentos de Jicotea nos encontramos que en ciertos cuentos como “La venganza
de Jicotea” su conducta es amoral, es perverso, mentiroso, y sobre todo su
astucia es malvada. En “El ladrón del boniatal” (Ayapá) su maldad raya en lo inhumano. Aquí Jicotea es criminal,
malvado, amoral, falto de caridad para con su prójimo. Otro ejemplo es “Jicotea
y el árbol de Güira que nadie sembró” (Ayapá);
en este relato Jicotea es ante todo cruel, física y mentalmente, sin razón ni
motivo, sólo porque tiene celos.
Sin
embargo, en este trabajo de hoy he querido profundizar aún más en el alma de
Jicotea, comentando un cuento específico, “Ncharriri,” en el cual vemos tanto
al personaje de Jicotea como a su antagonista unidos al símbolo. No podemos
olvidar la unión que siempre existe entre el personaje, su función y su
símbolo, ya que toda actividad terrena, todo atributo en un ente, también está
ligado al símbolo el que, como dice el reconocido filósofo e historiador de
religiones Mircea Eliade, es la unificación de un nivel con otro, porque bajo
la fachada de las leyendas y mitos se esconden los principios morales y
religiosos, y las leyes que gobiernan la vida del universo.
El
relato “Ncharriri” nos cuenta que un monstruo llamado Ncharriri[5] roba doncellas, una cada siete años. Cada
siete años viene al pueblo y se roba a la más bella doncella del lugar. Jicotea,
quien con el poder de la palabra puede encantar los ojos, hace que Ncharriri lo
vea como una bellísima doncella. Al ver una doncella tan hermosa Ncharriri
quiere apoderarse de ella. Pero, un hilo de agua corre entre los dos; Jicotea
lo convierte en un cerco de llamas impidiéndole acercarse.
Jicotea,
transformado en bellísima doncella, le pide a su pretendiente que le entregue
sus uñas de tigre, sus cuernos, sus dientes, su nariz, y sus orejas, y sólo así
ella le seguirá.
También le pide que le entregue sus pies. Por fin le pide que le entregue
su corazón y sus manos. Ncharriri accede a todo esto, con tal de poseer a tan
hermosa doncella. Pero muere al entregarle su corazón.
Esta
vez, ninguna doncella desaparece antes de la llegada del amanecer.
En este hermoso relato de Cabrera nos encontramos ante un personaje
extraordinario, un monstruo increíble llamado Ncharriri, al que se le describe
dotado de cuernos admirables, uñas de tigre, dientes de marfil, una nariz larga
pintada de amarillo, grandes orejas redondas de caracoles, una cola flexible y
airosa que termina como si fuera la copa de un arbolito lleno de flores
extrañas y cocuyos fulgurantes, con pies en vez de patas, ojos de cuentas
rojas, cuatro manos inmensas, y un corazón. No exageraríamos al decir que
nuestro monstruo es un digno ejemplar entre la bestias fabulosas del folklore
mundial.
Ncharriri,
como cualquier
otra bestia fabulosa, posee una combinación de diferentes características
físicas que sugieren otras posibilidades de la creación y la liberación de los
principios convencionales que rigen los fenómenos del universo. Tengamos en cuenta que los monstruos
compuestos de variados atributos son símbolos del caos primordial o de los poderes
aterradores de la naturaleza, y que ante todo los monstruos aterradores
representan el mal o las fuerzas caóticas del mundo y también de la naturaleza humana.
Es interesante recordar que algunas bestias fabulosas del folklore tienen
como adversario a un dios o a un héroe, como es el caso de Marduk, el Creador,
que vence a Tiamat, símbolo del caos primordial; o Teseo que vence al
Minotauro; sin ir más lejos, recordemos que muchos caballeros matan dragones. Hazañas
de este tipo siempre representan el triunfo del orden sobre el caos, del bien
sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas.
Así,
en este relato, Jicotea puede ser comparado con uno de estos héroes, al salvar
a las doncellas de las garras de Ncharriri. ¡Y qué hermoso es Jicotea!; en su
personaje hay la magia que todo héroe debe poseer y hay el espíritu de la
contienda —en este caso mental y sobrenatural— que se lleva a cabo entre él y
el monstruo que amenaza a las doncellas del lugar. Jicotea es el héroe de las
doncellas y del pueblo mismo, triunfando sobre el caos y los poderes
aterradores de la naturaleza simbolizados en el personaje de Ncharriri.
Sin
embargo, el simbolismo tradicional de la tortuga no es tan glamoroso como la
hazaña, aparentemente heróica, que ha llevado a cabo Jicotea. La etimología
griega de la palabra tortuga es tartarucha,
o sea del vocablo Tartarus (Tártaro),
región infernal de la mitología clásica, descrita como un abismo insondable y
tenebroso de Hades, el infierno
helénico, al cual no llega ni un rayo de sol, en el que los malvados sufren su
castigo, y en el cual Zeus encarceló a los titanes, sus propios hijos, cuando
quisieron matarlo. En algunas culturas la tortuga tiene un significado cósmico;
para los orientales su carapacho representa el cielo y su suave vientre
representa la tierra; en Nigeria se la relaciona con el sexo femenino y se le
atribuye el sentido emblemático de la lujuria; en alquimia simboliza la “masa
confusa”; en el nivel religioso representa la evolución natural versus la
elevación espiritual. En muchas culturas se le atribuyen los atributos
negativos de pesantez, involución, oscuridad, lentitud, estancamiento,
corporeidad, entre otros (Cirlot 446–47).
De
esta manera hemos podido ver, aunque escuetamente, que en la esfera del
personaje encontramos atributos que le pertenecen y que dan colorido al relato,
y que varían según la realidad histórica del momento, sin contar las
influencias de la religión, la tradición y las leyendas nacionales. O sea,
según el lugar donde se encuentren los personajes, según el escenario en el
cual se desarrollen, tendrán cualidades y atributos diferentes, como bien se
puede constatar en los cuentos negros de Lydia Cabrera, con los personajes de
Jicotea, el elefante, el venado, el mono, los dioses, entre otros. Por otra parte, lo que abre
posibilidades sin fin son los atributos dados a los personajes, sus cualidades,
características, a veces humanas o mágicas, otras ancestrales o divinas, sin
olvidar las características rituales, míticas o religiosas que algunos
personajes poseen, gracias a la repetición de los rituales ancestrales que
mantiene siempre en el subconsciente colectivo del mundo ese pasado mítico de la
humanidad.
Cabe aquí decir que, para bien o para mal, Jicotea es el más famoso
personaje de Lydia Cabrera, apareciendo como protagonista en casi dos tercios
de la obra cuentística de la autora. A veces es un personaje masculino y otras
femenino, dado a su naturaleza andrógina; además, su simbolismo en el folklore
afrocubano la inviste de características sobrenaturales interesantísimas para
sólo ser un animal tan pequeño y hasta cierto punto físicamente limitado. Como
podemos constatar en este cuento, la astucia y el ingenio son facultades
vitales en Jicotea; sin embargo, Jicotea posee una impresionante variedad de
“virtudes” que corresponden al universo espiritual afrocubano, por ejemplo ella
es capaz de manejar la magia con certera pericia, como podemos apreciar en el
relato “Ncharriri.”
Lo
antes dicho tiene razón de ser porque Jicotea tiene un gran valor religioso
para los afrocubanos por ser vehículo y alimento de Changó, dios yoruba del
trueno, del fuego y de los tambores; vale aquí decir que Jicotea, por tanto, es
bruja consumada, como bien lo demuestran cuentos como “Vida o muerte,” “La
herencia de Jicotea” y “La rama en el muro,” todos en el volumen titulado Ayapá: Cuentos de Jicotea, entre otros. Los
afrocubanos la consideran como un mago o duende, mediador entre los hombres y
los dioses, ya que es capaz de manejar las fuerzas de la naturaleza casi como
los mismos dioses.
Hay
también una relación de paralelos sociales entre los africanos llevados a Cuba
como esclavos durante la colonia y esta pequeña tortuguita de agua dulce,
nativa de la isla. El africano llega esclavo a Cuba, como una bestia
encadenada, lo que lo coloca en lo más bajo de la escala social. Esto lo liga a
la Jicotea que entre los animales se encuentra en una posición marginal. Entonces,
el esclavo encuentra en Jicotea un modelo; imitando su astucia y sus tretas
puede el hombre negro embaucar a su amo blanco en algunas ocasiones. Las
fechorías, las traiciones ingeniosas, las mentiras, lo salvan de vez en cuando
del dolor cotidiano de vivir, y esto le hace ver en Jicotea el símbolo de lo
que ellos son en ese momento histórico: criaturas débiles, desposeídas,
impotentes ante la fuerza y el poder, del hombre blanco para los africanos, y
el tigre, león, elefante, etc. para la tortuguita de agua dulce. Aunque es
cierto que la astucia ha salvado muchas veces al afrocubano y a Jicotea, ambos
también han guardado cicatrices; el primero las lleva en su cuerpo y su alma y
Jicotea las lleva en la superficie cuarteada de su carapacho. Sin embargo,
Jicotea tiene el poder de resucitar, porque posee una naturaleza bruja, algo
que al hombre le ha sido vedado por los dioses.
Volviendo
a nuestro relato, la interacción entre Ncharriri y Jicotea comienza en la línea
19 del relato. El párrafo empieza dando un transfondo espacial: “Una noche
negra, pasando siete años, Ncharriri bajó al pueblo” (51), el que repite en sí
las otras mil noches negras anteriores en las cuales Ncharriri bajó para
robarse “una jovencita [que] lo esperaba en la ventana” (51). Sin embargo, en
esta “noche negra”, como de walpurgis[6] “sólo una vieja velaba en su ventana” (51). El
Orden simbólico aparece en el mismo escenario espacial de los hechos, y esta vez
auguria —con la presencia de una vieja y no de una joven en la ventana— que la
incursión nocturna y por lo tanto secreta del monstruo en el pueblo no tendrá
posiblemente los buenos resultados de antaño para el raptor. La vieja en su ventana no espera, sino que
“vela”; de inmediato viene a la mente la figura simbólica del guardián, el cual tiene a su cargo el
defender un lugar sagrado contra los poderes contrarios y la intromisión de
alguien o algo indigno de penetrar en su dominio (Cirlot 231). La presencia de
la vieja parece amedrentar por un momento al monstruo, quien, no obstante,
titubea, para luego “[seguir] el rumbo que le indic[a] su corazón” (51).
Junto
con la frase anterior hace acto de presencia el primer impulso visceral,
pre–edípico, que experimenta Ncharriri, el cual se infiltra calladamente en su
pecho. Con anterioridad, en sus visitas de antaño, “él descendía la calle en
que vivía la jovencita más bella de aquel pueblo” (51); esta vez, por el
contrario, Ncharriri va en dirección del río, habitat por excelencia de Jicotea, la tortuga, y allí queda frente
a frente a su contrincante; y lo hace sin darse cuenta, porque lo único que ve
el pobre monstruo es una hermosísima doncella, la más bella de todas.
Jicotea
ha utilizado su magia para engañar los ojos de Ncharriri, su belleza misteriosa
tienta la lujuria de Ncharriri, quien de por sí se encuentra predispuesto pues
ha bajado al pueblo en busca de una mujer. Además, el disfraz mágico de
Jicotea–doncella es seductor y lleno de simbolismo; en su frente lleva la media
luna atravezada, símbolo de la feminidad, pero también del país de los muertos,
del inconsciente, de los elementos cambiantes (Cirlot 283–84). Jicotea porta la
media luna en su frente como lo hacen Astarté, Venus y Diana, diosas de la
mitología universal. Sus pechos son tres, no dos, “como tres frutos de güira[7] colgando unidos de un mismo tallo” (52), como
exitante Mater cornucópica.
Primero,
el corazón de Ncharriri le ha indicado el camino; ahora los ojos de Ncharriri
se dejan encantar por la hermosura de Jicotea–doncella. En este momento, el
monstruo se encuentra colmado de impulsos sexuales primarios que subvierten el
orden regulado de sus visitas acostumbradas.
El
escenario continúa ofreciendo su metalenguaje metafórico y ahora aprendemos que
“entre Ncharriri y la bella corría un hilo de agua” (52), hilo que los separa
como una sútil barrera, elemento natural que resulta ser el más propicio para
Jicotea. No obstante, esta barrera no es lo suficientemente adecuada para las
intenciones de Jicotea–doncella quien la “[convierte] en un cerco de llamas”
(52). Recordemos que el fuego es un elemento intrínseco en la naturaleza mágica
de Jicotea, como hemos comentado en páginas anteriores, su simbolismo está
unido a la purificación.
En
el caso de Ncharriri, cada vez que el monstruo arroja —a petición de Jicotea—
una parte de su cuerpo “por encima del cerco infranqueable de falsas llamas”
(52), subconscientemente va despojándose de los atributos que lo ligan a su
simbolismo. Ncharriri primero se arranca “sus magníficas uñas de tigre” (52);
este desgarramiento lo libera de aspectos simbólicos masculinos de agresividad
que están ligados a la figura del tigre, la energía, la agresión y la virilidad
(Cirlot 271, 441–42). Acto seguido, Ncharriri lanza por entre el cerco de
llamas “sus cuernos admirables” (52), los cuales como corona natural en su
cabeza le otorgan atributos de poder y fuerza. En las tradiciones primitivas
los cuernos tienen un valor sacro, y tanto como las coronas primitivas simbolizan
la fuerza.[8]
Entonces,
concentrándose en el rostro mismo, Jicotea le pide “sus dientes de marfil, su
larga nariz pintada de amarillo, sus grandes orejas redondas ornadas de
caracoles” (52), y el monstruo le da todo lo que le pide la doncella quien “resplandec[e]
más bella a través de la blanca llamarada” (52). Jicotea ha subvertido la
manifestación de la vida espiritual (Cirlot 390) reflejada en el rostro de
Ncharriri. Simbólicamente, Ncharriri, al perder sus dientes, ha perdido sus
muros defensores quedando el ser interior vulnerable al ataque externo (Cirlot
171); también, al quedarse sin nariz ni orejas pierde otras expresiones de los
matices de la espiritualidad inherentes a la expresión facial, quedando en
realidad casi “sin rostro,” al solo quedarle aún los ojos y la boca.
Después,
Ncharriri debe arrancarse su cola “tan flexible y airosa que termin[a] la copa
de un arbolito cuajado de flores extrañas y de cocuyos fulgurantes” (52), y al
hacerlo se está mutilando en una forma dual, tanto en lo simbólico como en la
relación psíquica de su entrega con el falo;
el monstruo está entregando el poder activo que perpetúa su vida, el elemento
masculino de fuerza que permite la propagación de la especie, y en resumidas
cuentas, su propia virilidad. Cuando Ncharriri arroja sus pies con la promesa
de Jicotea de que huiría “como el viento llevando [a la doncella] en el saco”
(52), pierde otras dos partes esenciales de su cuerpo, que simbolizan otro
aspecto del alma, por ser soporte del hombre erecto (Cirlot 361).
Uno
a uno, todo lo que une a Ncharriri al Orden
Simbólico y al principio de realidad
va desapareciendo. La imagen unitaria,
su ego, está siendo lentamente
fragmentada. Durante esta penosa prueba el monstruo no profiere palabra; su
racionalidad —la que sabemos está intrínsicamente ligada al lenguage— no puede
evadir la subyugación irracional e impulsiva, el coup de foudre, que representa el personaje de Jicotea–doncella.
Sin
embargo, por un único instante, quizá premonitorio de su próxima auto-aniquilación,
su boca se abre para responder a la única pregunta, que no es una orden,
proferida por la presunta femme–fatale:
“¿Hay
entre tus siete mil mujeres una más bella que yo?”
El monstruo atesta: “Mis siete mil mujeres
se avergonzarán al verte” (52)
Y así, sin aguardar un minuto más, la poderosa voz de Jicotea arremete con
todas sus fuerzas pidiéndole al monstruo los últimos bastiones de su
desmoronado ser: “tus ojos de cuentas rojas y tus manos. Y... también tu
corazón. ¡Ncharriri, arráncate tu corazón y tus cuatro manos inmensas!” (53).
Ncharriri
obediente, enamorado, en su camino sin retorno que lo lleva hacia la muerte, no
escucha la última llamada del Orden
Simbólico, emanando de su propia voz. Su metalenguaje físico compromete su
cuerpo al sacrificio en franco intercambio con el gozo de la deseada reunión
simbiótica con lo irracional.
Ncharriri,
entonces, se arranca los ojos, almenas del alma, luces del espíritu; se arranca
tres de sus cuatro manos, porque con la cuarta, como en ritual primitivo, se
arranca su único corazón. Las manos, como los pies, son soportes del cuerpo; no
obstante, según el mitólogo Marius Schneider la mano es la manifestación
corporal del estado interno manifestado por la vía acústica, o sea, el gesto. Las cuatro manos del monstruo también
están ligadas a la idea de la totalidad terrena, del cosmos físico, de los
cuatro elementos, por lo que tienen relación con lo estable y lo sólido como
son los símbolos.
Por
último, se desgarra el corazón, centro del cuerpo simbólico de la eternidad,
motor inmóvil, verdadera sede de la inteligencia –según las doctrinas
tradicionales– siendo el cerebro sólo un instrumento de la realización (Cirlot
144). Démonos cuenta, sin embargo, de que la noción del amor ligado con el
corazón no se encuentra en este relato; el corazón de Ncharriri es el impulso
vital de su vida física, sin él toda otra materia corporal cae en la nada de la
muerte.
El
monstruo cae “muerto a la orilla del río” (53), las aguas vuelven a donde yadís
ardía el cerco de fuego; el escenario metafísico desaparece. Su deseo de
posesión por la bellísima Jicotea–doncella lleva a Ncharriri a la muerte de su
entidad simbólico–social. Sin embargo,
en el plano anímico su descalabrada actuación puede verse como un exitoso
intento de regresar a la armonía preedípica. Como bien lo expresa la eminente
profesora Toril Moi, de Duke University: “si aceptamos que el final del deseo
es la consecuencia lógica de la satisfacción ... podemos entender porqué Freud,
en Beyond the Pleasure Principle,
sitúa la muerte como objeto último del deseo —como el Nirvana o la recuperación
de la unidad perdida, la curación final del sujeto dividido” (Moi 111).
Finalmente,
sin olvidar que toda teoría crítica es “política” en el sentido que busca
siempre controlar el discurso, quiero poner fin a mi análisis de este relato
diciendo que lo único que Jicotea–doncella no le pide a Ncharriri es su boca,
quizá porque la palabra no tiene cabida en el universo de los impulsos
pre-edípicos; su instrumento, la boca, puede entonces quedar del otro lado del
cerco de fuego ya que no forma parte del metalenguaje irracional utilizado en
el proceso de reintegración en el anárquico universo de los sentidos.
Pero, quizá deba yo mencionar a Ncharriri una última vez en relación al amor;
sentimento como el que —en el volumen Cuentos
negros de Cuba (1936)— siente el sapo del relato titulado “El sapo
guardiero”, quien nunca había conocido el amor hasta que dos niños se adentran
en el bosque de la bruja Sampunga y allí se pierden y él, con tal de que la
bruja no los halle y se los coma, sacrifica su vida para que ellos se salven y
encuentren el camino de retorno a su hogar; este amor que el sapo solo descubre
en sí mismo, cuando aprende a cerrar entre sus suaves ancas a estas dos criaturas
mortales y aprende a acariciarlos para que pierdan su temor del bosque. Él, que
nunca ha amado, que nunca ha sentido. No obstante, amor como el del sapo no es
el de Ncharriri. Ncharriri, hasta el instante en que se encuentra con
Jicotea-doncella, jamás ha experimentado el amor, solo lujuria—, pero al verla
frente a sí en todo su mágico esplendor se convierte en un monstruo cuasi enamorado; Jicotea-doncella es la
más bella de todas, y le ha pedido a su pretendiende el sumum de todos los sacrificios, el desmembramiento, el que
lentamente lo lleva a una muerte segura. Pero, qué importa morir, parece
decirnos Ncharriri, y con este reto el monstruo prueba al lector, que él
también ha sido privilegiado por nuestra Lydia, porque su creadora le ha
permitido descubrir la más cercana emoción que pueda atribuírsele a un monstruo
que se siente “enamorado” por arte de la magia de Jicotea, sentimiento al que
Lydia Cabrera no da por costumbre cabida en su obra, salvo en un caso o dos. Creo
que hoy todos los que aquí estamos congregados virtualmente no estaríamos lejos
de la verdad si pensáramos que es muy probable que Ncharriri no hubiese jamás
querido cambiar su suerte, porque al menos por un rato llegó a ser un monstruo
feliz, aunque con ello perdiese la vida en el intento.
En
la cuentística de Cabrera presenciamos como el hombre y la naturaleza se aúnan
en un universo en el cual viven en conjunto el bien y el mal; todo lo creado
está sujeto a los movimientos del universo, al continuo balance del mismo, y
por consiguiente, la creación siempre se siente acechada por una posible
destrucción de su armonía. En los cuentos de Cabrera el estado desarmónico es a
veces de inmediata reparación, como cuando se trata sólo de un diablo de
camino; en otras ocasiones restablecer el orden universal muestra ser de gran
magnitud, como en el caso de las múltiples casi-muertes de Jicotea, la
tortuguita, quien por ser un elemento cósmico absoluto, toma su tiempo en
perecer.
Indudablemente,
la narrativa de Cabrera conlleva la autenticidad de la fuerza telúrica, la
religiosidad, y —sobre todo— la extraordinaria subsistencia histórica de lo
ancestral africano en el universo contemporáneo. Gracias a la monumental obra
que nos ha legado Lydia Cabrera hoy día, en el siglo XXI, somos testigos de la
elaboración mística y mágica de una realidad maravillosa escondida –la
africana– la cual convive en medio del mundo espiritual blanquinegro que
caracteriza en gran parte a la sociedad cubana, dentro y fuera de la Isla.
Obras citadas y de consulta
Cabrera, Lydia. Ayapá, cuentos de
Jicotea. Miami: Ediciones Universal, 1971.
_____. “El sapo guardiero”, en Cuentos negros de Cuba. 2da. edición. Madrid:
Ediciones C.R., 1972: 171-174.
_____. “Ncharriri,” en Ayapá: Cuentos de Jicotea. Miami:
Ediciones Universal, 1971: 49–53.
_____. ¿Por qué...? Cuentos negros de Cuba. 2da. edición. Madrid:
Ediciones C.R., 1972.
_____. “Se
va por el río”, en Cuentos para adultos
niños y retrasados mentales. Miami: Ultra
Graphic Corp., 1983, pp. 44-49.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de
símbolos. Barcelona: Editorial Labor S.A., 1981.
Eliade, Mircea. Cosmos and History. New York: Harper & Row, 1967.
_____. Images et symboles: essais sur
le symbolisme magico–religieux. Paris: Gallimard,
1952.
Gutiérrez, Mariela A. Lydia Cabrera:
Aproximaciones mítico-simbólicas a su cuentística. Madrid: Verbum, 1997.
Kristeva, Julia. La révolution du
langage poétique. Paris: Seuil, 1974.
_____. “The System
and the Speaking Subject:” A
Survey of Semiotics. Lisse ,
Netherlands ,
The Peter de Ridder Press: 45–55.
Lacan, Jacques. Ecrits. Paris, Seuil, 1966.
Moi, Toril. Teoría literaria
femenista. Trad. Amalia Bárcena. Madrid: Cátedra, 1988.
Scheneider, Marius. El origen musical
de los animales–símbolos en la mitología y la escultura
antiguas. Barcelona, 1948.
[1] Dra. Mariela A. Gutiérrez. Ensayista,
conferencista, investigadora y crítica literaria. Profesora titular del Departamento de Estudios
Hispánicos de la Universidad de Waterloo, en Ontario, Canadá. Se especializa en los
estudios afro-hispánicos (principalmente Cuba) y en la literatura femenina
latinoamericana del siglo XX y es la principal especialista de la obra de la ilustre
autora cubana Lydia Cabrera. Autora de ocho libros y ciento diez artículos y
ensayos. Merecedora de siete premios internacionales y numerosos premios
nacionales entre los que se encuentran la Medalla
de Honor de Bagnère de Bigorre (2004, Pirineos Franceses), el University of Waterloo Award for Excellence
in Research (2006), el University of
Waterloo Distinguished Professor Award (2009), el Premio Educadora del Año 2011 de la National Association of Cuban
American Educators (NACAE). Es Miembro Numerario de la Academia Norteamericana
de la Lengua Española (ANLE) y Miembro Correspondiente de la Real Academia
Española de la Lengua (RAE), Es Miembro Pleno de la Academia de la Historia de
Cuba en el Exilio, Corp. (AHCE).
[2] Los siguientes párrafos forman parte de una ponencia mía
leída en la reunión del PEN Internacional en Nueva York el 17 de Septiembre,
2005. Fue publicada anteriormente como parte de un trabajo más extenso que
escribí sobre la insigne autora cubana titulado “Lydia Cabrera: Cuentos
libertarios para el centenario”, en
Círculo: Revista de Cultura Panamericana (CELJ). Vol. XXXII, otoño 2003,
pp. 175-184.
[3] Las siguientes páginas hacen parte de mi ponencia
“Ncharriri monstruo enamorado del bestiario cabreriano” leída en el XXVI Congreso
de Verano de Círculo de Cultura Panamericano, el 22 de julio, 2006 en Miami,
Florida. La misma fue publicada posteriormente en Círculo: Revista de Cultura Panamericana (CELJ), Vol. XXXVI, Otoño
2007, pp. 54-65.
[4] El
sistema de Ifá o sistema de Adivinación consiste en dieciseis signos o “letras”
llamados Odú. En cada Odú habla un orisha
o Santo. Por su parte, estos dieciseis signos capitales dan origen a otros
quince signos menores.
[5] El nombre mismo del monstruo está ligado al universo
africano: Ncha (tarro, cuerno) Riri (chivo, cabra macho), i.e.,
“cuernos de chivo” es su nombre en yoruba.
[7] Árbol tropical de la familia de las bignoniácias, de fruto globoso,
como seno de mujer, con corteza dura y blanquecina, lleno de pulpa
blanca.
[8] La etimología de cuerno y corona es la misma,
compartiendo las mismas consonantes KRN
en griego y cornu, corona en latín (Cirlot 160).
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