Thursday, January 28, 2021

FÉLIX VARELA, JOSÉ MARTÍ, NUEVA YORK Y LA NACIONALIDAD CUBANA


Por Eduardo Lolo

Hace tiempo conjeturaba un amigo mío, más propenso al esoterismo y sus atisbos de lo incognoscible que a lo terrenal, que el padre Félix Varela, enfermo de gravedad durante meses, se había resistido a morir hasta tanto no hubiese nacido alguien que culminara su obra. Mi ignorancia en la materia de lo inmaterial me impide suscribir o refutar semejante suposición, que posiblemente tenga más raíces patrióticas que metapsíquicas. Pero no hay dudas que la cercanía cronológica del 28 de enero de 1853 y el 18 de febrero del mismo año se presta a la especulación. La primera de las fechas señaladas marca el nacimiento de José Martí; la segunda, la muerte del presbítero. Por lo que ambos representaron en la formación de la nacionalidad cubana, aun cuando la teoría de mi amigo no sea más que una imagen poética, las coincidencias vitales y el sentido de continuidad histórica entre uno y otro es algo que queda fuera de todo cuestionamiento: Martí hace patria a partir de Varela; Varela preludia el hacer martiano. Consecuentemente pudiera inferirse, al menos desde el punto de vista histórico, que el nacimiento del poeta sí conjuró de alguna forma la muerte del prelado, en extraña relación causal donde la vida espera por la vida antes de tornarse en muerte –o en otra vida.

Por las mismas razones cronológicas apuntadas, la relación Martí-Varela no existió nunca de manera directa. Ello es algo que no resulta un escollo en el proceso de continuidad histórica cuando se trata de antecedentes que se extienden, más allá de sus ciclos de vida natural, a través de una vasta obra. Pero es el caso que Varela no fue un escritor prolífero, ni siquiera constante. En realidad, echando a un lado la admiración por el personaje histórico, más allá de Cartas a Elpidio es poco lo que se le debe a este autor como tal. Y aunque la obra referida alcanza por sí misma un alto sitial en la historia de la literatura cubana, dista mucho de abarcar en sí misma todo el legado vareliano. ¿Cómo es posible, entonces, que Martí resultara heredero directo de ese codicilo y se sirviera del mismo a manera de plataforma de partida histórica? La interrogante puede tener más de una respuesta. La que más aprecio, quién sabe si por influencia profesional, es la relación magisterial por carácter transitivo.

Hay, en efecto, elementos varelianos que llegaron a Martí mucho antes de éste ser capaz de comprender en toda su integridad las Cartas a Elpidio. Por ejemplo, su amor a Cuba como algo diferente del terruño de nacimiento en su condición de provincia española de ultramar. Ha quedado más que comprobada la pasión que llegó a sentir por Cuba el niño Pepe, el hijo de Don Mariano, en tanto que unidad histórica con vida propia. Lo ayudó a desarrollarla un maestro que nunca olvidaría: el también poeta Rafael María de Mendive, hombre grave y tierno a la vez que tenía, en el gesto y la palabra, una llave que abría las almas. Martí lo quiso como padre; Mendive fue como un padre para Martí. A la sombra del corazón de su tutor aprendió el niño Pepe que “El amor, madre, a la patria/No es el amor ridículo a la tierra,/Ni a la yerba que pisan nuestras plantas;/Es el odio invencible a quien la oprime,/Es el rencor eterno a quien la ataca”, como escribiría con sólo 15 años de edad. Pero es el caso que Mendive transmitió en herencia a su pupilo no solamente las características de su “yo” parcial, sino también las correspondientes a sus “circunstancias”. Y entre éstas cabe apuntar el haber tenido de modelo a José de la Luz y Caballero, quien a su vez había recibido la influencia directa de Félix Varela, dos pilares fundamentales en la formación de la nacionalidad cubana. Así, pues, el adolescente José Martí, ya sea por casualidad o predestinación, se convierte en heredero directo de un esfuerzo por determinar las características de una nacionalidad que venía cimentándose desde mucho tiempo atrás. En él se depositan, de manera directa, los intentos y resultados de tres generaciones anteriores de cubanos por definirse a sí mismos como algo diferente a “españoles de ultramar”.

El mensaje ocupaba un lugar tan destacado en las enseñanzas de Mendive y era tal su intensidad, que el joven Martí, junto al también adolescente Fermín Valdés Domínguez, no dudan un instante en calificar de “apóstata” a un antiguo condiscípulo que decide incorporarse a las huestes integristas. Consecuentemente, si para ellos el hecho de que un ex-compañero de la escuela de Mendive se hubiese pasado a las filas de la españolidad colonial constituía una apostasía, la cubanidad en proceso de formación alcanzaba la categoría de Evangelio. Sólo así se justifica el término religioso utilizado y la intimidatoria referencia al castigo que recibía la apostasía en la antigüedad. No en balde la carta donde se hacía este juicio, incautada por las autoridades coloniales, sería ‘razón’ más que suficiente para condenar a 6 años de presidio a quien ya comenzaba a ser mucho más que “Pepe, el hijo de Don Mariano”.

Del ejemplo señalado se desprende que Martí, aunque sin contacto directo desde la adolescencia con la nacionalidad que interpretaba ni jamás con Félix Varela, salió de Cuba con un grado de exposición al proceso muy superior al de la mayoría de sus contemporáneos. El mármol a esculpir no era ya piedra bruta cuando llegó a sus manos. Aunque todavía prisionera en la roca, la escultura histórica a liberar venía cobrando vida gracias a los cinceles de Varela, de la Luz y Mendive que el joven Martí recibió de forma continua. Poco antes del destierro martiano, el corazón de mármol ya venía latiendo en la manigua. En ese sentido, la labor de Martí no sería inicio o invención, sino culminación del esfuerzo que había echado a andar, entre otros, el padre Félix Varela. El presbítero que falleciera a poco de nacer el poeta, sobreviviría en su obra y en el contacto con José de la Luz y, gracias a éste, con Rafael María de Mendive. En consecuencia, Martí sí recibiría ‘directamente’ la influencia valeriana en su infancia y adolescencia gracias al carácter transitivo de las relaciones magisteriales. Pareciera que Varela hizo mucho más que esperar, para morir, por el nacimiento de un niño de españoles en un humilde barrio de La Habana; pero eso es algo que dejo a mi amigo esotérico. En todo caso, es de destacar que el proceso trazado no sería el único que permitiría a Varela influir ‘directamente’ sobre Martí. En efecto, hay en las vidas de José Martí y Félix Varela una coincidencia (o predestinación, vaya Ud. a saber) que considero determinante: el haber sufrido ambos la mayor parte de sus respectivos destierros en la ciudad de Nueva York, entonces el punto de entrada por antonomasia a la nueva república y principal centro cultural del país. No viene al caso intentar un resumen histórico de la ciudad durante el siglo XIX ni dar ahora datos biográficos de todos conocidos, aunque sí quiero recalcar algunos factores comunes. En primer lugar, el amor a la libertad acunado en Manhattan tanto en tiempos de la Guerra de Independencia como durante la Guerra Civil y desarrollado en las almas del clérigo y del poeta. No menos importante es la actitud ante las razas o culturas tenidas entonces como ‘inferiores’, presente tanto en la ciudad –dada la heterogeneidad racial, religiosa y cultural de su población– como en los exilados cubanos. Consecuentemente con lo anterior, es de destacar en la ciudad, el sacerdote y el poeta un profundo sentido de solidaridad para los más desvalidos.

Todos estos aspectos positivos que tenían en común Nueva York, Varela y Martí convivían en la ciudad, paradójicamente, con otros de signo totalmente contrario; elementos adversos a los cuales los dos criollos desterrados resultaron inmunes. Cabe destacar entre ellos la marcada corrupción política imperante en la ciudad por buena parte del siglo, la alta tasa de desempleo y criminalidad, el relajamiento de los valores morales (de acuerdo a los patrones judeo-cristianos) ante la práctica abierta de la prostitución y otras formas de promiscuidad sexual, los juegos ilegales, el abuso infantil, etc. A ello súmese una insuficiente infraestructura sanitaria (con sus consiguientes epidemias), la popularidad del anarquismo como ideología ‘alterna’ (o, en el extremo contrario, el Nativismo y las poderosas sociedades de prevención y supresión de vicios) y se tendrá una visión panorámica y paradójica, aunque incompleta, del lugar donde Varela y Martí vivirían la mayor parte de sus vidas fuera de Cuba.

Martí caminaría sobre las huellas del sacerdote en la nieve, vuelto cronista de la metrópolis. El Varela que había conocido a través de Mendive, lo volvería a encontrar a orillas del Hudson. El exilio que compartiría las mismas calles los haría conciudadanos de una misma ciudad, si bien de tiempos diferentes –aunque no distantes. Separados por un puñado de años, Varela y Martí quedan unidos por un ‘decir’ nuevo y, particularmente, por un ‘hacer’ cónsono con el decir que los iguala y que se haya directamente relacionado con lo que recibieron y lo que aportaron a la ciudad que los acogió. Un nuevo decir que, dados sus casi contemporáneos momentos históricos, parece estar impregnado mayoritariamente de sentido político. Pero tal reduccionismo constituye algo así como la parte visible de un iceberg. Quedan, debajo de la superficie, siete octavas partes de pensamiento, lógicamente relacionadas con lo visible, pero de una profundidad tal que, visto en su conjunto, en realidad constituyen un ente diferente.

Pongamos el caso de la solidaridad humana y el anti-fanatismo. Para quienes hemos tenido la suerte o la desdicha de vivir en medio de otros pueblos, se nos hace evidente algo que cuando vivíamos en la Isla pasábamos por alto: el profundo sentido de solidaridad humana del cubano, sin barreras de edades, sexos, razas o nacionalidades; solidaridad que, más allá de valores morales o religiosos, constituye una característica idiosincrásica de nuestra nacionalidad, de raíz indudablemente hispana (por la forzada extensión del círculo familiar común a todos los latinos) pero acentuada por condiciones específicas inherentes a nuestro desarrollo histórico. Para el cubano nadie en su suelo es extranjero, como si el mero hecho de vivir en la patria diera a los recién llegados derecho propio a ser tratado como nativo. Nueva York, por otra parte, nunca ha sido suelo ajeno para nadie.

Por lo anterior, no es de extrañar que el racismo, la xenofobia y otras formas de discriminación tuvieran en Cuba características diferentes a otros países americanos, y en Nueva York, como importante centro ideológico de la Unión frente a la Confederación, peculiaridades muy disímiles del resto de las ciudades de los EE.UU., particularmente las del sur. Diferencias que, aunque no reducen en un ápice la base de injusticia y bestialidad que tiene todo tipo de discriminación, atenuaron su intensidad tanto en la isla colonizada como en la ciudad norteña. Así, aun antes de abolirse la esclavitud como institución, en Cuba había negros libertos que llegaron a alcanzar sitios prominentes en la escala social; el acto inicial de Carlos Manuel de Céspedes fue liberar a sus esclavos; la bandera nacional cubana fue izada por primera vez por un venezolano; el principal jefe militar de la Revolución de Independencia lo fue un dominicano; el hombre de confianza de Martí en La Habana durante la preparación de la Revolución fue un afro-cubano, considerado uno de los mejores abogados de su tiempo. Y descendiente de africanos era también el segundo jefe militar del ejército independentista, respetado y querido por todo el pueblo. Altos oficiales, destacados profesionales e intelectuales cubanos del XIX eran negros, mulatos, chinos o, simplemente, mestizos de todas las combinaciones posibles, no pocos extranjeros. Todos ellos formaban, junto a los descendientes ‘puros’ de europeos nacidos en la Isla, una sola masa: los criollos; el orgullo nacional en formación creó un nexo de solidez tal que dejó relegadas todas las diferencias étnicas, de nacimiento o culturales de los antepasados. En Nueva York, por otra parte, los negros que huían del sur lograban no solamente la libertad individual, sino la esperanza activa de extenderla hasta los suyos quedados detrás, como a la postre sucedería. Y para los humildes europeos que llegaban a la bahía perseguidos de cerca por guerras o hambrunas, Manhattan era una acogedora puerta de entrada al futuro, representado por un nombre sinónimo de esperanza: América.

Varela y Martí, herederos de ese alto concepto de la solidaridad humana adquirido en la Isla y desarrollado en Nueva York, la expresarían en palabras y en hechos, profundizándola, extendiéndola e incorporándola acentuada a la misma fuente de donde la habían tomado: nuestra nacionalidad en ciernes. Ellos no inventaron esa característica idiosincrásica cubana; pero, en parte gracias a la experiencia neoyorquina, coadyuvaron a su fijación en las mentes y en las almas de sus compatriotas. Tal sujeción quedó extendida en el tiempo en sus escritos, pero fue cimentada y practicada por ambos en el más importante tesoro de cada cual: su vida diaria, la suma finita de los días irrecuperables de cada cual.

Así, no resulta extraño que el padre Varela, como diputado a Cortes, se declarara terminantemente contrario a la esclavitud y expresara sus deseos de autonomía para Cuba, los cuales luego evolucionarían hacia la independencia. Ni que, una vez instaurada la reacción en España, decidiera por un estoico y decidido exilio que no lograron corromper amenazas ni ofrecimientos.

La labor solidaria del padre Varela con los pobres inmigrantes europeos recién llegados a Nueva York, no ha sido del todo valorada. Dada su condición de eclesiástico y las doctrinas de caridad de la Iglesia Católica, tal parece que no hizo más que cumplir con un deber fundamental. Teóricamente es así; en la práctica hay mucho más. Cuando el sacerdote cubano hizo de los irlandeses recién llegados su cruzada neoyorquina particular, dicha comunidad era tenida por los norteamericanos como fuente de descomposición de la sociedad. Las llamadas ‘clases vivas’ de entonces (mayoritariamente protestantes, de clara raíz puritana) asociaban a los católicos irlandeses con el juego ilícito, el abuso del alcohol, la violencia y la corrupción política. Un movimiento ‘moralizador’ mal llamado “Nativismo” infestó, incluso, elecciones presidenciales y a la postre daría nacimiento en Nueva York en 1850 (fundado por Charles B. Allen) al Know-Nothing Party –o The Order of the Star Spangled Banner, según el nombre oficial. El padre Varela se enfrentó decididamente, con su acción, a los primeros síntomas de ese mal llamado American Nativism que preconizaba la inferioridad de los extranjeros católicos.

Claro que en esa actitud de solidaridad activa con los inmigrantes pobres y católicos no estaba solo el humilde sacerdote cubano. Abraham Lincoln, no coincidentemente, ocupaba el mismo lugar en el espectro político norteamericano de la época.

De manera tal que el exilio de Varela fue mucho más activo desde el punto de vista ideológico de lo que se ha señalado hasta ahora. La imagen del sacerdote dedicado totalmente a las labores pías con dejación de aquella militancia política activa que le había caracterizado en las Cortes, es del todo incompleta. Conviviendo con esa faena religiosa de caridad, había implícita (dados los receptores reales de tal devoción) una postura ideológica de primera magnitud, cuya raíz fundamental –más allá de postulados religiosos– era su concepto criollo de solidaridad humana complementado por el cosmopolitismo neoyorquino. No en balde ha quedado inscrito en la historia norteamericana no como un eclesiástico destacado (que lo fue, llegando a ocupar el cargo de Vicario General de la Diócesis de Nueva York ) sino como “reformador social”, tal y como aparece en la estampilla emitida en su honor por el correo estadounidense en 1997.

José Martí repitió, ampliándolas y adaptándolas a sus circunstancias específicas, tales características solidarias. Recuérdese que a pesar de ser hijo de españoles, siendo todavía un niño denunció horrorizado las ignominias de la esclavitud y la persecución política colonialista. Más tarde escribiría que con los pobres de la tierra quería su suerte echar, y como tal vivió y murió, dejando incompletas obras tales como Mis Negros, donde pensaba rendir homenaje a los cubanos de origen africano.

Volviendo al exilio que compartieran Varela y Martí, es de destacar que el Martí neoyorquino era, posiblemente, el escritor hispano en activo más conocido entre los medios editoriales e intelectuales de las dos Américas de su tiempo. Atrás habían quedado los años iniciales para ganarse un espacio reconocido en las letras de su época. Para los años ochenta, el poeta antillano disfrutaba del reconocimiento no sólo de sus contemporáneos más inmediatos, sino también de lo más representativo de la intelectualidad de la generación anterior y la posterior a la suya, como lo demuestran las palabras de afecto y admiración de personajes tales como Domingo Sarmiento y Rubén Darío, por poner solamente dos ejemplos. Al mismo tiempo, Martí se desempeñaba en el mundo diplomático.

Semejante retrato, si le ocultamos el nombre, nos haría imaginarnos de inmediato a un elegante y opulento burgués de chistera de brillo, contonéandose orgulloso de su renombre y lógicos dividendos. La realidad, como todos sabemos, fue bien distinta. Aunque Martí manejó grandes cantidades de dinero para la época, como quiera que éstas estaban destinadas a propiciar la libertad de su Patria, no lograron impedir que el Cónsul de varios países y reconocido escritor, caminara en invierno por las calles de Nueva York con los zapatos rotos y dedicara parte de su escaso tiempo en educar a los más necesitados. El arroyo de la sierra, aún en medio de una urbe de primera magnitud, le seguía complaciendo más que el mar. Y a la más humilde y desvalida representación corporal de ese arroyo serrano dedicó Martí una obra que tiene muchos puntos de contacto con las Cartas a Elpidio: La Edad de Oro.

El contenido de La Edad de Oro desborda en solidaridad: con los indios, los negros, los humildes, los héroes desdeñados; pero una solidaridad marcadamente matizada por la lucha ideológica. Desgraciadamente, solamente pudieron editarse cuatro números. Las razones del cierre de la revista no han quedado del todo esclarecidas y han sido utilizadas demagógicamente para oponer a Martí al Catolicismo. Pero, de acuerdo a recientes investigaciones, todo parece indicar que la razón del cierre de La Edad de Oro no fue el enfrentamiento ideológico Martí-Catolicismo, sino, Martí-Puritanismo, en una extensión del que, con su actitud, había mantenido Varela unas décadas antes.

De lo anterior se desprende que tanto Varela como Martí se habrían enfrentado en Nueva York, aunque desde situaciones y signos ideológicos distintos, a las imposiciones de las ideas puritanas. Y no podía ser de otra forma. Desde puntos de vista diferentes (católico uno, krausista y masón el otro), ambos rechazaban todo tipo de fanatismo, el cual, según Varela, era el paso inicial para hacer a un pueblo esclavo. Y el amor a la Patria en gestación (formada precisamente, y entre otras cosas, por ese amor) signó ambas vidas, únicamente con concesiones poéticas a favor de la noche (en Martí) y su pecho (en Varela). Para Martí la Patria terminaría siendo ara, y para Varela un objeto de amor tal que podía considerarse culpa, de la cual no se arrepentía. Patria común lógicamente asociada con su nacionalidad donde el fanatismo –de cualquier signo, fuente o razón– nunca ha podido (pese a las apariencias contemporáneas) enraizarse.

De todo ello se infiere, entonces, que el presbítero y el poeta, en una correspondencia de continuidad histórica directa (alcanzada mediante una relación magisterial por carácter transitivo), tomaron de la nacionalidad común en formación elementos fundamentales que devolvieron debidamente engrandecidos gracias, entre otros factores, a la influencia determinante del Nueva York del siglo XIX, donde sufrieron las penurias del destierro. Entre tales componentes cabe destacar el alto concepto de la solidaridad y el anti-fanatismo que caracterizara a ambos y, a la postre, a la nacionalidad cubana en su conjunto. Para ilustrarlo he llamado la atención sobre aspectos de sus respectivas vidas poco estudiados o simplemente escamoteados o mal interpretados: el enfrentamiento que ambos, con sólo unos pocos años de diferencia, tuvieron en Nueva York con las ideas puritanas entonces vigentes en la ciudad. En Varela era lógico, dada su condición de sacerdote católico; pero ya vimos que, más allá del campo teológico, su actitud estuvo embebida de razones ideológicas contrarias a la corriente política Nativista. En el poeta no creo haya que tomar en cuenta el factor religioso; para él el fanatismo era uno solo, sin importar sus ropajes.

Quedan por analizar otros elementos que ambos tomaron de nuestra nacionalidad entonces en ciernes y desarrollaron profusamente antes de devolverlos a su fuente, como la importancia de la Educación en nuestra vida social, por ejemplo. No obstante ello, considero que aun con el análisis de tan siquiera los dos factores característicos de nuestra nacionalidad enfatizados, queda demostrado que tanto Varela como Martí emergieron relacionados en nuestra historia como dos de las más importantes voces nuevas (tanto en palabras, como en actitudes) de las que, en nuestra formación histórica, se encargaron de expresar (y abogar por) lo que hasta ese momento era sólo irrupción, hálito, luz y sombra. Dijeron y vivieron cosas nuevas porque tuvieron sentimientos nuevos, inicialmente inefables y, gracias a ellos, comunicados a toda voz de historia. A golpes de vida y dedicación sacaron de la forja del tiempo, engalanadas, las palabras viejas que ya no fueron nunca más tales. Con sus vidas y sus obras se encargaron de decir lo que todos estaban queriendo expresar sin haberlo podido lograr hasta entonces. Ambos descubrieron las actitudes y las ideas que sus compatriotas llevaban dentro, y las expresaron en palabras y acciones determinadas, en parte, por reflejo de la ciudad que les abrió los brazos. Ambos, en fin, nos enseñaron a pensar y a sentir como cubanos; que es decir, a vivir y a morir –donde quiera que nos encontremos– con una isla y su tiempo adoloridos en medio de la frente, que es la quintaesencia del ser cubano.





Este trabajo apareció publicado por primera vez en la Revista Hispano Cubana Vol. 15 (Madrid, 2003), páginas 51-60. Tomado de: Lolo, Eduardo. Lo que quede de aldea: Más sobre José Martí. 2da edición. Miami: Alexandria Library, 2014. Páginas 25-40.

 

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