Tuesday, August 1, 2023

Alta mar*

Por Guillermo A. Belt

 

   
                                            I

Era de noche y llovía. Noche cerrada, sin estrellas, en el país de la estrella solitaria. Llovía a cántaros. Así me gusta, dijo el hombre en voz baja, mucho más baja que el tono habitual entre sus compatriotas. Claro que le gustaba la oscuridad, la de esa noche elegida por él de entre muchas otras noches, en las que a alguna gente le habría temblado el pulso, por decirlo finamente, pensó.

Si te vas a jugar la vida (siguió pensando), juégatela sin perder la cabeza (sonrió para dentro). Estos tipos – no pensó estos hijoeputas, como habría exclamado un hombre de la capital, porque él era del campo, donde los insultos se borran con el filo del machete – no andan con boberías. Si te ven alejándote de la costa en un bote, y de contra de noche, te tiran unas cuantas ráfagas de ametralladora y casi seguro que no vas a hacer el cuento. Esta noche como boca de lobo y el aguacero son mis mejores aliados, mejor dicho, los únicos, pensó pero no lo dijo.

Coño – ahora sí pensó la palabrota de uso frecuente y significado múltiple en la capital, siempre la capital, donde se te pegan algunas cosas, quieras o no, aún así él nunca la diría en presencia de una dama, así pensó, dama – si fuera solo mi vida la que estaba en juego, vaya, me la jugaría una vez más. En la sierra me la jugué varias veces, no tantas como mi bisabuelo en la manigua durante la guerra grande, la que duró diez años, pero, en fin, cada vez que hizo falta. Pero ahora la cosa cambia. Es la vida de mi mujer y de los dos chiquitos, y con eso sí que no se juega.

La mujer, huesuda y desgarbada, arrugada por el sol, guajira ella también, del mismo pueblo que su marido, amiguitos de la niñez, novios formales en la adolescencia, siempre supieron sus padres y todos sus parientes, hasta ellos mismos, que un día se iban a casar. Y lo hicieron, en la iglesia, cuando todavía eso se usaba, antes que cambiaran las cosas, antes que el campo se volviera todavía más duro, recordaba ella, y se fueran a la capital, arrastrada junto con sus chiquitos por el optimismo de su marido, el pobre, tan valiente y tan confiado en que las cosas les irían mejor, tenía que ser, cómo no.

Los chiquitos, un varón y una hembra, la parejita que muchos buscan y todos celebran, flacos como la mamá, tostados por el sol, tienen 11 y 9 años, faltan muchos para las arrugas. El varón es el mayor, como debe ser, dijeron los amigos del padre, tomando cerveza y fumando tabacos, cuando todavía había de todo eso, hasta en el campo. Le pusieron José Prudencio de la Caridad en el bautizo, cuando todavía eso se usaba. Nada de Hermenegildo, como me puso la vieja, la pobre, siempre con el santoral a mano, porque nací el 13 de abril, fecha del santo, sin saber que ese santo era el patrono de la monarquía española, de los veteranos de las fuerzas armadas y hasta de la Guardia Civil, y yo que tampoco lo sabía, Dios me libre, hasta que me lo contó un gallego, no sé si serán cuentos de camino, o si de verdad este santo es tan famoso, explicaba el padre, orgulloso de que ya nunca los amigos podrían decirle chancletero.

Menos mal que no pesan mucho, o no los aguantaría el bote, hecho a mano entre gallos y medianoche, con ayuda de buenos amigos cuyos nombres nunca le daré a nadie, amigos que saben de motores, hélices y cosas por el estilo, gente de mar, no como yo, que la primera vez que lo vi, desde una loma adonde me llevó mi abuelo, puse una cara tan azorada que el viejo me dijo, esa cara es como la que puso Balboa al ver el mar del sur, y yo, para mis adentros, quién será ese tipo, y dónde rayos queda el mar del sur. Ni nunca le contaré a nadie cómo llegamos a la playa, ni quién me prestó el camión, y de contra lo manejó, y luego me ayudó a echar el bote al agua.

Un agua tan oscura, en esa noche sin estrellas, ni luna ni nada. Tranquila, eso sí, pero solo por un ratico, porque cuando nos alejamos de la costa que ni se veía, aquello cambió y empezaron las olas. Enfila la punta del bote hacia la ola, me dijeron los que sabían de esas cosas, nunca te pongas de lado a la ola porque se te puede virar el bote. Trata de mantener la velocidad pareja, para no forzar el motor, que no es muy fuerte que digamos, y para ahorrar gasolina. Sobre todo, que no se pare el motor, allá afuera, en alta mar, porque si no lo puedes volver a encender rápido, también se te puede virar el bote con las olas y eso sería el desastre. Con esos truenos, quién duerme, pensó, pero no dijo ni pescado frito.

Los niños, cansados de tanto trajín, se durmieron pronto, acurrucados por la madre, muerta de miedo por dentro, valiente a los ojos de los chiquitos para darles ánimo. Estaba completamente en manos del hombre, y nunca más segura, pensó, que protegida por este marido fiel, padre de mis hijos, que los quería a los tres más que a nada en este mundo, de eso no tengo la menor duda. Poco a poco ella también se fue quedando dormida, el aguacero perdido de vista y las estrellas alumbrando la corriente del golfo.

El hombre, al timón improvisado, de pie, muy derecho, tan derecho como cuando salía a pasear en aquellos domingos, montado en su yegua Canela, con su guayabera recién planchada, su sombrero de yarey y su machete al cinto, cabalgando por la calle principal de su pueblo, adoquinada frente a la iglesia y el ayuntamiento, la alazana criolla luciendo su paso corto y parejo, jinete y animal una sola pieza. Ahora, su mirada clavada hacia adelante, calculando las olas lo mejor que podía, yo que no soy marinero, ni pescador ni cosa por el estilo, pensó nuevamente. Callado, porque nada tenía que decir, y para no despertar a su mujer y sus hijos, mejor así.

                                                        II

Amanecía, un día claro y sin nubes con promesa de sol. Las olas de la noche cedieron su imperio a otras más suaves, y fue entonces cuando el motor cedió también. Se había quedado sin gasolina, o se cansó de trabajar, como me acuerdo que me cansaba yo, guiando el arado para trazar los surcos bien rectos en la tierra colorada, arreando a Perla Fina y Flor de Mayo, sin gritarles, como se arrea a los bueyes que conocen sus propias fuerzas mejor que uno mismo.

No importaba, las olas empujaban el bote hacia unos cayos que se perfilaban cada vez más cerca. Eran los Cayos de las Marquesas, vaya nombre rimbombante, pero Hermenegildo no lo conocía, así que no lo pensó. Tampoco gritó tierra, como el marinero del cuento que le contaron en tercer grado, allá en la escuela de su pueblo. Lo que hizo fue decir, suave para no asustarla, vieja, mira esto. Ella lo miró primero a él, antes de mirar para ningún otro lado, se dijo a sí misma, porque hace rato que no le veo la cara a mi marido, el pobre, toda la noche en vela y yo dormida.

Lo demás, lo que sintieron, las caritas de sorpresa y alegría de sus hijos, eso no se lo contaron nunca a nadie. Tampoco, la emoción con que oyeron primero y vieron después el avión blanco con una franja anaranjada, que dio un par de vueltas sobre la playa desierta, y al cabo de lo que les pareció un gran rato, la enorme lancha de potentes motores, eso sí es un barco y lo demás es bobería, dijo el hombre, esta vez en voz alta, la lancha que los recogió y llevó a la estación de la guardia costera en Cayo Hueso, unas 25 millas al este de los benditos cayos, donde los procesaron (palabra nueva, extraña porque aquí tenía un significado muy distinto del que tenía allá) antes de despacharlos sin mayor demora a ese lugar, Miami, que ellos, los recién llegados, pronunciaban tal como se escribe.

Todo eso y mucho más se lo guardaron para revivirlo, junto con las añoranzas de su tierra, en la intimidad. A sus hijos, cuando crecieron, les fueron explicando los motivos que los lanzaron a la gran aventura marítima. Ningún riesgo, ninguna pena fueron demasiado grandes para impedir que les dieran a sus hijos la oportunidad de una vida mejor, libres de elegir su camino. José Prudencio de la Caridad, quien a los quince años acortó su nombre a José P., porque los amigos le aseguraron que una inicial después del nombre de pila resultaba muy elegante, estudió Oceanografía con una beca en la universidad estatal. Le atraía el mar, tan generoso que había sido con él y su familia, tanto que a veces soñaba con las Marquesas. Amparito – cuando nació el día de Nuestra Señora de los Desamparados, su madre, que también sabía usar el santoral, dijo, ya está, ni una Socorro más en esta casa, conmigo basta y sobra, la niña se llamará Amparo – se graduó de enfermera, gracias a los ahorros de sus padres, y becada ella también, dos estudiantes de primera, estos guajiritos de Remanganagua, es un decir, decían los dos, muertos de risa, a los amigos que en inglés les preguntaban dónde quedaba eso.

Veinte años después de la imprevista llegada a aquellos cayos del cuento, el destino, o la suerte, o la Virgen de la Caridad del Cobre que el muchacho había aprendido a venerar junto a su madre, quiso que José P se encontrara a bordo del barco de un americano, cazatesoros en el fondo de los mares, cuando éste, al cabo de muchos años, dio finalmente con los restos del Nuestra Señora de Atocha. Navegando rumbo a España junto con otros siete barcos, como escolta de una gran flota, el Atocha y todos esos galeones de guarda, repletos de monedas y joyas de oro y plata, se hundieron muy cerca de los Cayos de las Marquesas, en 1622, a causa de un huracán.

Por haber zarpado de La Habana en septiembre, en plena temporada de tormentas, los galeones españoles perdieron la apuesta contra la mar, caprichosa en los favores que a su antojo concede o niega a los hombres que se atreven a retarla, redactó mentalmente, en español, José Prudencio de la Caridad, mientras contemplaba desde cubierta como iban saliendo de las aguas en brazos de los buzos los lingotes de plata, las barras y discos de oro, las cajitas de marfil, las perlas orientales, el cáliz de oro, y una piedra que se usaba como antídoto de venenos, junto a una completa colección de útiles médicos, de esto hasta sale una novela, válgame Dios.

*Tomado de Cuando llegamos. Experiencias migratorias. Academia Norteamericana de la Lengua Española. Gerardo Piña-Rosales (Ed).

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