Por Enrique Del Risco
La conciencia del privilegio de conocer a gente excepcional suele ser asunto póstumo. No fue el caso con Ángel Pérez Herrero, fallecido en La Habana el pasado 24 de noviembre. A Angelito, quien fuera nuestro profesor de Historia del Arte mucho antes de que se convirtiera en estrella del programa Escriba y lea, bastaba tenerlo delante para saber que se trataba de alguien fuera de lo común. Con su traje de tres piezas, corbata, pasadores, yugos, pañuelo y el resto de la parafernalia de profesor republicano que conservaba en medio del calor asesino de las aulas de la Universidad de La Habana Pérez Herrero parecía venir más que de otro tiempo, de otro mundo. Porque si el calor hacía parecer su atuendo fuera de lugar la chabacanería socialista que imperaba por aquellos tiempos hacían a Angelito y sus maneras algo tan anacrónico como un caballero medieval con armadura y lanza en ristre.
43 años tenía Angelito cuando lo conocí, o sea, trece años más joven de lo que yo soy ahora mismo. Tal elegancia en alguien a quien la revolución lo había sorprendido con apenas 16 años no se debía a la inercia de quien ya no sabía ser de otra manera. Enrique Sosa, otro profesor admirable -y su “competencia” en las clases de arte- era doce años mayor que Angelito pero intercalaba sin esfuerzo sus apariciones de traje con otras con sandalias, jeans y camisas de colores. En Angelito su ropa y sus maneras eran más que un rezago del pasado, una declaración de principios. El rostro afeitado, la brillantina en el pelo, el aroma a colonia que lo envolvía y la pipa que siempre recuerdo apagada eran un complemento de la elegancia de espíritu con que transmitía su versión del devenir del arte universal. Tanto cuidado y afectación entre la tosquedad que lo rodeaba habría sido risible de ser falsos, afectados. Pero Angelito se resistía a ser vulgar sin renunciar a la picardía. Sabía entender el mundo en que se movía y si notaba algún despiste en un estudiante en lugar de decir “está detrás del palo” la traducía como “anda al dorso del madero”. Reivindicaba sin rubor la condición un caballero y si alguna estudiante dejaba caer un bolígrafo al suelo Angelito se lanzaba felinamente desde el estrado para adelantársele. Al fin, al devolverle triunfal el bolígrafo proclamaba para todos: “una mujer se convierte en dama cuando le permite al hombre comportarse como un caballero”.
Así, tan anacrónico en su tiempo como Don Quijote en el suyo Angelito nos permitía acceder a otra posibilidad de ser sin pretender que lo imitáramos. No descarto que su elegancia, con mucho que fuera natural en él le sirviera como herramienta pedagógica para conducirnos desde nuestra adolescencia semisalvaje a la posibilidad de emocionarnos con obras de arte que nos hablaban a más de dos milenios de distancia. Con la magia oscura y torpe de sus diapositivas modeló nuestra sensibilidad hacia el arte -nos hizo más humanos vale decir- al tiempo que nos hizo soñar con el momento en que estuviéramos frente a los originales. Y así, sin énfasis, nos demostraba en carne propia cómo se podían decir palabras como “talasocracia” o “criselefantino” sin parecer pedante. Decían que era hermano de quien había sido el cacique ideológico del país -algo que no parece ser cierto- pero las clases de Angelito se le escurrían al catecismo marxista contenido en cada onza de conocimiento que se despachaba en aquella facultad. Angelito no ignoraba la existencia de las clases sociales ni la influencia que los privilegiados podían tener sobre la producción de arte pero de alguna manera nos dejaba claro que en la producción de belleza hay impulsos que escapan a la dinámica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Y sabía reconocer ese mismo impulso entre sus discípulos ajenos a su propio talento e incentivarlos para siempre diciendo, por ejemplo “García González, usted tiene madera de escritor: este examen suyo me lo demuestra”.
La página que Ecured le dedica da cuenta de las múltiples condecoraciones que recibiera en vida -sin dudas todas merecidas- aunque raras en un país que tan poca atención le presta al talento y al esfuerzo verdaderos y útiles. Ninguna de aquellas distinciones le evitó, sin embargo, que sus días finales los pasara en una situación lamentable al punto que se tuviera que organizar una colecta para reunir "insumos esenciales como toallas húmedas, jabones, pañales para adultos, y cremas para escaras, así como alimentos". El olvido por parte del Estado que alguna vez lo colmó de distinciones pudo darle una idea del valor exacto de aquellas a la vez que sirvió para distinguirlo de aquellos servidores dóciles a los que se les premia de modo más persistente con muchos menos méritos. Que sus estudiantes se movilizaran allí donde el Estado al que había servido por tantos años fallaba -como de costumbre- debió ser justo consuelo para Angelito, quiero pensar. Estimula saber que la huella que dejaste en tus estudiantes regresa a ti cuando más lo necesitas.
Al menos en mi caso particular no recuerdo clases universitarias más útiles que aquellas que nos impartió Ángel Pérez Herrero en aquella facultad. Gracias a ellas los museos y galerías con que me encontré en el futuro ya no fueron almacenes de objetos frente a los que solo cabían el desdén o el snobismo. Angelito me ayudó a perderle el miedo a la elegancia, a la belleza y al éxtasis que esta puede producir; a disfrutarlos sin dejar de ser yo. Como mismo él se permitía participar en nuestras bromas sin perder su compostura de caballero intemporal. Casi cada vez que visito un museo le agradezco en silencio haber abierto esa puerta donde bastaba con darnos clases y repartir notas. Más de una vez, al encontrarme cuadros de George de La Tour en un museo los fotografiaba y le hacía llegar la imagen a Angelito. No me pregunten por qué pero esos cuadros de mujeres en penumbras, iluminadas únicamente por una vela siempre me remiten al más elegante de mis profesores. Ya no podré seguirle enviando fotos de cuadros de La Tour pero donde quiera que se haya marchado Angelito cada vez que yo decida entrar a un museo le tocará acompañarme.
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